—Pues para tener tan poca cosa la moto, mucho se ha alargado el arreglo, no.
Julián saltó atropellado.
—Es que, hasta que no encontramos a Pablo, el tiempo se ha ido tan aprisa…
—Pero qué dice éste… —Miró la madre a la muchacha— Si él estuvo aquí y hasta ha tenido tiempo de buscaros… Pero bueno, ya habéis venido, que es lo que importa.
Emilia, que parecía nerviosa, se levantó.
—Bueno, señora, yo ya me voy. En mi casa estarán preocupados.
Ángela también se puso en pie, y la cogió del brazo con ambas manos.
—Ni que se diga, vamos. Sola no te mueves de aquí. Hasta ahí podríamos llegar. Anda hijo, ve y saca la moto.
Y ahora qué —pensó Emilia— Cómo me explicará este falsario, el no haberse brindado a llevarme. Eso tendrá que desliármelo bien desliado.
El chico escoltó a la muchacha, que se iba delante metiendo a la moto, segura y halagada. Como una reina.
Julián le habló a puro grito, mientras avanzaba su máquina y se emparejaba con ella.
— ¡Si quieres, me vengo todas las tardes!
— ¡¿Y vendrás con la moto?!
— ¡No lo sé! ¡Es que no es mia! ¡Es de mi padre!
— ¡Ah, ya…! ¡Que tu padre no te deja…! ¡Podrías venir, si no me metes en berenjenales, como esta noche!
— ¡Te lo juro! ¡Si no, que de aquí no pase!
Y en ese momento, la moto de Julián hizo un extraño, que casi choca con ella.
— ¡Lo ves! ¡Dios te está oyendo! ¡Y esto es sólo un aviso!
— ¡Anda y déjate de tonterías…! ¡Y ya lo sabes!
— ¡Lo pensaré!
Al día siguiente, no mucho después de ponerse el sol, Julián estaba apostado en la esquina, cerca de su casa, esperándola.
XIV
¿Por qué le dirían la Bohemia? Cosas de ellos sería, pues de eso, a llamarse los Cañaverales, había un trecho. Aparte, los que allí medraban, poco tendrían de bohemios. Más que menos, cada cual vivía el presente encarrilado y seguro.
Los Cañaverales, estaba ocluido entre urbanizaciones, como un subbarrio que era, y reliquia del barrio antiguo. Todo éste, era ahora, una zona residencial de familias acomodadas, que al igual que ellas tenía ese garbanzo negro.
Cruzar el flamante cinturón que la rodeaba, y perderse en sus calles, poco tenía de extraordinario. Lo difícil sería, abandonarla a altas horas, con la lucidez suficiente para volver incólume.
Tampoco tenía nada de particular que se accediera a ella por la primera calle, pues daba a la avenida y con los jardines. Y porque así se obligaban a no pasar por las urbanizaciones.
Por eso, cuando la noche caía, la parte baja junto a las aceras, era un hervidero, y el gran solar, una fiesta. Entre motos y coches, como un enjambre, la gente se iba escurriendo, y pasaban como infiltrados por transversales y callejones.
Las tascas se sucedían una contra otra a lo largo de la calle. Saltaban luego milagrosamente, y como por arte de magia, aparecían también en la siguiente, y así de una en una, hasta copar los angostos callejones.
El conjunto se salpicaba apenas de los portales oscuros, y de alguna que otra tienda huérfana, que todo él parecía un crucigrama. Cuántos de ellos los resolvían a diario, agrupados primero y esparcidos después, para no completar su solución ninguno. Así, al caer la noche, los estudiantes caían como llovidos, a buscar aquel sitio que quizá el día anterior no habían encontrado.
Los rótulos de las tabernas poco decían del local o de quienes lo frecuentaban. Que una se llamara, 'Los Farolillos de la Condesa', bien poco quería decir. Y es que en ella, ni había farolillos, ni ninguna condesa que se supiera, como no fuese de incógnito. Pero si por el caso, alguien se paraba ante aquel de, 'E1 de la Mía', para qué las cábalas que habría de hacerse, hasta quedar satisfecho: Que el negocio es de la mujer del dueño… Que para buen vino el de su viña… Que para buen ver el de la suya… 0 aquella que se llamaba, 'Nancy la del Tahur'; que a saber, a qué venía aquello.
La chica no estaba borracha. Aunque él se empeñara en decir lo contrario. Reía como una loca, como si contemplase la más cómica de las atracciones:
Qué tengo yo que ver/ con estos pardillos de nada/ si se emborrachan/ y se llenan de pringue/ comiendo las tapas./ Que a la poca luz/ se te pegan a la falda/ y a poco que te descuides/ plantan la mano en tus nalgas./ Que si están detrás/ te los notas a la espalda/ pues sueltan el humo en tu pelo/ del cigarro que se gastan./ Luego si se tercia/ hasta juegan a una carta/ con lo que llevan encima/ por escapar de la tasca.
Pues ella, aunque no lo dijera, era también historiada. Tanto reía porque tan bien le rimaba.
—No estoy borracha. Estoy borracha, pero es de este tugurio, que más parece un mentidero.
É1 sí que se había colado.
—Bueno… Pues a mí me gusta.
Tenía brillantes los ojos, que parecía que estaba y no estaba. Los colores habían subido a su rostro, casi tanto como el vino a la cabeza.
Ella se lo decía: Julián, la bebida no es para ti.
No creamos que el tugurio, era de aquellos con la barra de madera, sobre un frontal de ladrillo y adornada de azulejos… Ni donde las mesas se esparcían delante mismo del tabernero. Tampoco estaban llenas de agostados pensionistas que jugaran al dominó, o por los acérrimos de las cartas. En ella no había más mesa, que las que estaban en el reservado, sobre un altillo, al que sólo podía accederse por las escaleras. La barra deslumbraba metálica, y se adornaba de su anaquel corrido y sus chapas geométricas. Los cuatro tablones en la pared, en lugar de bebidas, rebosaban de jerséis, abrigos, bufandas y paraguas.
Porque afuera llovía. 0 al menos cuando ellos habían entrado.
Salieron cogidos por la cintura, entre una tufarada de humo que pareció impulsarlos hasta pasar la acera. La doble silueta se reflejó en un charco, cuando echaron a andar, charpeteando por enmedio de la calle. Julián arrastraba a la muchacha en su bamboleo, y ella, que lo aferraba, no podía evitarlo. Al llegar a la esquina, el transportado, comenzó a dar arcadas, y se apoyó con los brazos en la pared, hasta soltar por su boca el último digestible.
—Mejor que no bebas, hombre.
—Qué pasa… Aunque me sienta mal, nunca pierdo la cordura.
Aquello si que era verdad —Reconoció Emilia— Aún no lo había visto perder los controles.
¿Para qué bebía entonces? Como no fuera por alternar… Menuda la falta que le hacía a ella que alternase o no. Para qué más alterne que estar ambos en compañía.
Lo peor había pasado. Julián retomó la compostura, y se enderezó, con un porte decente, de cierta elegancia.
—No sé por qué, ahora, tenemos que desplazarnos tan lejos.
— ¿Para cuándo lo dejamos entonces?
—Como mínimo, podías quedarte conmigo hasta mañana. Aunque mejor sería que te vinieras a vivir a la Bohemia. Y entiende lo que quiero decirte. Aquí. No conmigo.
Tenía razón. Debería de hacerle caso, y mudarse allí. 0 por lo menos más cerca. Pero tampoco era suya la culpa. Sus amigas vivían con ella, y su ambiente no era éste. Era él quien venía con retraso. Aunque lo mismo también Julián decía eso.
Por no contrariarlo, se quedó. Sería digno de ver, lo que harían en la pequeña estancia, vigilados por la casera y él durmiendo la mona. Le tocaría pasarse toda la noche ante su escritorio, y leyendo sus libros como máximo. Pero se equivocó. La mujer de la casa no estaba. Le había dejado una nota.
— ¿Anda, y esto…? No tendrás una enamorada.
—Tú sabrás lo que dice.
—Ah, yo no. Ni la he tocado. No pienso leerla.
—Es la dueña. Estará con algún querido —dijo sonriendo— A saber… Hasta mañana por la noche no la esperes.
—Seguro que yo la esperaré, descuida. Si Dios quiere a las nueve y media estoy en la facultad. Vengas tú o no vengas. ¿Y es joven o mayor?
— ¿La mujer…? Ya verás…, yo ni se lo calculo. Puede que ande por los setenta.
Julián ya estaba casi transpuesto. Se dio la vuelta, y se retumbó mirando a la pared. Ella leyó la nota: "… y no olvides cerrar la puerta con llave. Y si usas la cocina, no toques el agua caliente, el grifo está roto".
Mira…, por lo menos…
No hay mal que por bien no venga. Incluso mejor que en su casa. Todo para ella sola. Podría ver la televisión a sus anchas, dormir en el sofá y hasta tomarse un café. Eso, si no se dormía de seguida.
Ambos dormían. Era ya de madrugada, cuando Julián comenzó a dar voces. Emilia se incorporó en el sofá, más perdida que en el monte, sin saber qué ocurría, y por qué ella estaba allí. Al momento cayó en la cuenta. Fue hasta la habitación. Julián se agitaba aún, y movía los brazos.
— ¡Julián…!, ¡Julián…! ¡Qué te pana!
Se despertó al momento.
— ¿A mí…? A mí qué me va a pasar.
—Estabas hablando solo, y gritabas.
—Tú no estás bien. Pero si yo he estado durmiendo hasta que me has despertado.
—Porque tendrías una pesadilla.
—Pues no recuerdo haber soñado nada. Eso son cosas tuyas.
Emilia, confundida, se fue de nuevo al salón. A lo mejor era ella la que lo había soñado, pero no iba a estar tan tonta para no darse cuenta. A Julián le pasaba lo que fuera. No había vuelto a comportarse con aquel optimismo que derrochaba desde la primera noche.
Apenas si durmió ya. Pasó casi todo el tiempo dándole vueltas a la cabeza. No se explicaba, cómo los dos hermanos no vivían juntos. Lo cierto, sin embargo, que no era porque ellos no lo quisiesen o dejasen de quererlo. Más bien eran las circunstancias. Es que Pablo estudiaba Ciencias, y Julián Derecho, lo mismo que Emilia. Entre ambas facultades había un trecho. No ya por lo alejadas la una de la otra, que ya era una causa. Además, los dos ambientes diferían notablemente. Ciencias se rodeaba del halo racional y del tecnicismo, propios, casi extremos. Sus alumnos se revestían de un metodismo, que quieras que no, trascendía a su comportamiento. El hábito no hacía al monje, pero el serlo, a la fuerza habría de derivar en ciertas pautas. Derecho por el contrario, rebosaba de un talante especulativo. La cierta ausencia de normas era la norma, pese a ser éstas precisamente, su campo de estudio. Así, lo intuitivo y el librepensamiento imperaban sobre el método estricto. De tal palo tal astilla. En definitiva, Julián y Pablo, no tenían tanto en común, como para convivir en la misma casa.
Los dos hermanos a su vez, no se explicaban, por qué Emilia vivía tan lejos. Ello suponía, que ella y Julian se vieran con más impedimento. Es que Julián vivía a un paso de la facultad, mientras que Emilia, se hospedaba en el quinto infierno. Fue ella, la que no eligió bien desde el principio.
—Mis amigas no hacen Derecho. No iba a irme yo sola para otro lado.
—Todo eso está muy bien. Lo que te estoy diciendo es, que ya es hora de que te vengas más cerca. A no ser que prefieras a tus amigas en vez de a mí.
Pues claro que tenía razón. Pero cómo se despediría de aquella casa, por las buenas, cuando llevaba parando allí más de tres años. Cómo romper el tácito compromiso por la cara. Por bien que se portaran sus compañeras, se lo iban a recriminar.
XV
Aquella mañana, él llegó a la facultad poco antes de las once. Ella en cambio, aunque estaba allí desde las nueve, por su clase de Derecho Comparado, no entraría a Derecho Civil hasta las doce. Ambos coincidieron en el bar.
—Qué bueno que sería que estuviésemos en la misma clase —Le dijo Emilia.
—Difícil lo veo. Como no sea que yo retroceda un curso.
Ella lo miró con aquellos ojos lúcidos y despejados, que eclipsaban su rostro.
—Lo que no sería posible que yo avance un año… ¿Y tú, serías capaz de hacerlo?
—Desde luego que no. ¿Me tomas por tonto? Tampoco te lo tomes tan a pecho. Si abusas, puedes empacharte.
No se andaba por las ramas. Ahora sí pareció hablar como él lo hacía. Tan directo y tan difícil de prever. Pero no era lo mismo, notaba en sus ojos cierta sombra, que no acertaba a explicar.
— ¿Julián te ocurre algo? ¿Tienes algún problema…? Te lo causo yo quizá.
—Tú a mí qué vas causarme. Todo lo contrario. No sé qué quieres decir con eso.
—Creo intuir que hay algo que te preocupa. Algo a lo que no puedes sustraerte, como si una espina difícil de arrancar.
—Tonterías. Nunca me he encontrado más a gusto. Claro que la vida diaria es lo bastante complicada como para dejar en nosotros esos efectos. Lo bueno sería relajarse y vivir tranquilos. Eso es difícil en nuestro oficio.
Emilia se arrimó a él, los dos sentados a la barra, y le cedió su azucarillo. ¿Querría endulzarle quizá, aquel destello de amargura?
—Qué, ¿no quieres tomar azúcar? Para no ponerte gorda.
Menudo desatino, cuando si ella alguna propensión tenía era a lo contrario.
—No mi cielo, te lo regalo.
Un chico con una muleta entró a la cafetería, y se acomodó en una mesa. Emilia, que curioseaba hacia allí, lo descubrió.
— ¡Mira! Está ahí Ismael.
— ¿Ismael? Y quién es Ismael.
—Es mi paisano. Aquel que iba tanto por el club.
Julián se volvió, y se llevó la mano a la cabeza.
— ¡Arrasca…! Pero si es el pisaverde
— ¿Cómo has dicho?
—No, nada. Que creí que decías, aquel que va de verde.
—No, si es este de aquí, el de la muleta.
—Pues qué le ha pasado. Que yo sepa ese muchacho no es cojo.
El rostro de Emilia se ensombreció.
—Tuvo un accidente. Se rompió las dos piernas. Creí que lo sabías.
—Vaya por Dios. No, no sé nada. No sería en el molino…
—De qué molino hablas.
—La última vez que lo vi fue en el Molino Viejo, el de Fuenfría. Bañándose. Muy chulete él.
—Sí…, un poco. Pero es buen chico.
—Yo no lo he tratado mucho. Si tú lo dices…
Apuraron el café, y salieron. Cada oveja se fue a su redil. Él para la clase y ella a los jardines donde la esperaban sus amigas.
Era aquel un Octubre caluroso, y las dos una mala hora para salir. Afortunadamente, la moto de Emilia estaba en el pueblo. Menudo compromiso para él si hubiese tenido que esperar con ella, por una avería por ejemplo, con aquellos calores. Mejor estaba así. Al menos no andorrearía por esas calles sin venir a cuento.
Una marabunda de alumnos inundó el hall, todos a la vez, que las salidas no daban a basto. La pelota que se formó ante las puertas no cedería de inmediato.
De nuevo se topaban con Ismael. Ahora no podían librarse. É1 casi salía ya, y ellos, a su espalda, lo protejían en lo posible ante aquel achuchín. Emilia le dijo:
—Qué… cómo sigues. Te veo mejor, eh.
Cómo podría decirle aquello. Julián veía al muchacho tan flaco y demacrado que de ir solo no lo habría reconocido; pese a que aún conservaba su colgante y su pulsera.
—Sí, no estoy mal —dijo Ismael mirando para otro sitio.
— ¿Y el curso?
—Bien.
Le preguntó por los amigos y su hospedaje. Pero todo fueron evasivas. Otra cosa no le pudo sacar.
—Bueno, nos vamos. Adiós.
—Siento mucho lo del accidente. Que te mejores -le dijo Julián.
Ismael lo miró con ojos atravesados.
—Que me mejore… !Muérete!
Julián se quedó de una pieza.
De no ser por ella, seguro que no se lo, consiente. ¿Acaso le había faltado en algo? Como no fuera por Emilia…
Ella le hizo un guiño y le tiró de la manga.
Ismael permanecería rezagado, con su paso torcido y la mala sombra en el rostro.
—Se ve que la cojera le puede, eh. Qué mal educado.
Emilia le repuso:
—Porque tú no lo sabes, si no, no dirías eso. Ya nunca se pondrá bien.
— ¡Vaya hombre! Cómo iba yo a saber tal cosa. Pues qué le ocurrió.
—Fue al día siguiente de lo de la cueva, cuando lo trajeron. No lo habían echado de menos en toda la noche, pues a veces volvía a casa por la mañana. Encontraron su coche en un camino debajo de la carretera, cerca del río. Y a él, al otro lado, más arriba. Había caído por un precipicio. Pudieron salvarle una pierna, pero la otra…
—Y cómo es que yo no me he enterado. Y tampoco tú me lo dijiste.
—Ni siquiera sabía que lo conocieras, como no fuese de vista. Tantas cosas pasan…
—Y dónde le ocurrió.
—Yo no sé. Creo que dijeron por el Retamal, o algo así.
Julián se estremeció. Sus ojos se movieron como dislocados.
— ¡Maldita sea! Emilia, fue él.
— ¿Qué es lo que fue él…? No dices que no sabes nada.
— ¡Maldito sea mil veces! Él fue quien quiso encerrarnos aquella noche. Claro, eso es…
Emilia le empujó por el hombro.
— ¡Pero que estás diciendo hombre! Que tiene que ver él con nuestro accidente. De qué sabría tal cosa. Con decirte que estaba enamorado de mí…
—Por eso mismo.
Emilia no podía admitirlo. Cómo sabía Ismael, que ellos estaban allí. Acaso tenía pruebas de lo que decía. Ahora sí que empezó a sospechar que Julián desvariaba.
—Lo que has dicho es muy grave, eh.
—Y qué. Por muy grave que sea, es la realidad. Y puedo demostrártelo. Al día siguiente de la dichosa noche, al mediodía, subí de nuevo a la cueva. No podía explicarme como la roca cayó por sí sola. En el hueco en que se enclavaba, encontré unas señales, como las del roce con algo metálico. Aquello no era normal. Era como si alguien la hubiese apalancado hasta arrancarla. Bajé a donde había caído. Estaba casi entera, y tenía las mismas marcas…
Ella lo interrumpió:
—Pero suponiendo que alguien hiciese una cosa así, no tenía por qué ser él. Digo yo.
Julián levantó el brazo.
—Aún no he terminado. Cuando termine puedes decir lo que quieras —Emilia asintió— Se lo dije a Pablo, que se vino conmigo. Nada más verlo, me aseguró que aquellas marcas eran restos de un metal no corriente, y muy duro, y que dejó aquello restos por estar oxidado. Me explicó, que seguramente se trataba de vanadio o cromo con otros elementos. Y que estas aleaciones suelen utilizarse para llaves palanca en los automóviles, o en componentes de gran resistencia. Mira qué casualidad, que él estuviera por allí. Pero es que por si fuera poco, los rastros del tal merodeador se perdían precisamente hacia arriba, por los retamales… Para terminar te diré, que ha sido mi convencimiento de que aquello fue provocado, lo que te he venido ocultando. Si te lo hubiera dicho, hubieses vivido atemorizada, de saber que alguien quería quitarnos de en medio. Este era mi temor, y lo que me acongojaba.
Emilia lo cogió del brazo.
—Perdóname. Nunca hubiese imaginado tal cosa. Que por mi culpa…
—Tu culpa… Una tarde, antes de aquello, Pablo y yo nos llegamos al molino. Ya sabes que hasta allí bajan a bañarse los jóvenes del pueblo. Quería verte, si es que tú estabas. ¿Y a quién nos encontramos? A ese mal nacido. Por lo que dio a entender entonces, he comprendido, que me tenía celos. ¿Había razones para ello, acaso? Sin duda que tú lo sabrás mejor.
— ¿Desconfías de mí, Julián? Nunca me llenó ese chico. Para mi no es más que un mequetrefe. Con decirte que llegué a tirarle piedras…
Julián río.
— ¿Lo sabías?
—Tendrás que explicármelo. Algo por el estilo comentó él a pesar suyo..
Ahora sí que Emilia se enteraba. Con razón Julián insistía tanto en tenerla cerca. De todas formas, lo de Ismael seguro que habría sido algo pasajero. Seguramente luego le pesó. Pero se andaría con ojo.
Hasta la semana siguiente no volvieron a verlo.
Aquella noche, la Bohemia no rebosaba de noctámbulos como en los días de fiesta. No obstante, sucesivas parejas y grupos se prodigaban por los mejores sitios. En alguno, eran vomitados por el local, que traspasaba con creces su aforo. En otros, por contra, la gente se iba de largo de puro vacíos. Así, los mediocres acogían de grado al grueso del personal, hasta llenarse. Los que llegaran después ya no sabrían, confundidos, cual era el ambiente selecto de turno.
Ismael estaba medio oculto sentado en un soportal. En aquella calle era donde vivía Julián precisamente. Emilia y él habían pasado la tarde, entre un largo paseo y unas cervezas. Ya la había llevado a su hospedaje y regresaba para el suyo. Cuando pasó ante Ismael, o éste sacó la muleta, o la había puesto en el suelo intencionadamente. Julián tropezó al pasar y perdió el equilibrio, que recuperó de nuevo al dar con las manos contra la pared.
—Cerdo aldeano…
Oyó decir.
Se dio la vuelta, y al momento lo reconoció. Lleno de rabia, apretó los puños, yéndose hacia el muchacho, y se contuvo, al verlo torcido contra la pared, borracho, y con la tristeza en el rostro.
—Por qué te comportas así, hombre. ¿No tienes redaños para asimilar una derrota?
Por respuesta, él cerró los ojos y recogió la muleta.
Julián se fue.
A los pocos días, Ismael sufrió de nuevo un accidente. Esta vez lo atropelló un camión. Pese al percance, tan aparatoso, no salió mal parado. Todo el mundo en la facultad lo supo. Aquel día Emilia no llegó hasta poco antes de que las clases terminaran.
—Sabes, he visto a Ismael.
—Y cómo está.
—Bah, no tiene gran cosa. Apenas unos rasguños.
—Pues me parece muy bien.
—Qué es lo que te parece bien.
—Que lo hayas visto. ¿Y te ha dicho algo?
—Ya lo creo que sí. Muchas cosas. Me lo confesó todo. Luego cogió mi mano y me dijo que me quería. Que por qué no me aparté de él cuando podía hacerlo. ¡Pero sí yo nunca sentí hacia Ismael más que amistad…! —Comenzó sollozar.
—Y por qué, Emilia. ¿No eras consciente de su obsesión?
—Yo soy de esa manera —Lo abrazó lloriqueando— Si alguien se abre a mí, no puedo permanecer impasible.
—Cualquiera te entiende.
XVI
Aquello no era habitual. Que Pablo fuese a buscarlos, y precisamente cuando estaban para salir, superaba todo pronóstico.
Julián fue hasta la puerta y abrió. A lo más, esperaba encontrarse con algún compañero, o seguramente a la casera que habría olvidado las llaves. Solía ocurrirle.
— ¡Anda! ¡Qué sorpresa! —Exclamó al verlo— Algún santo hay boca abajo.
Pablo casi le empuja al entrar, y ambos pasaron al corredor.
—Pues no sé que postura tendrá el santo, pero lo cierto es, que está a la orden del día. Hoy es San Alberto, patrón de Ciencias, como sabes.
Julián lo miró de arriba a abajo.
—Mira que suerte. O sea, que vais de fiesta.
—Y vosotros también. Estáis invitados.
— ¿A quién te refieres al decir vosotros? A nuestra facultad o a Emilia y a mí.
—Por supuesto que a vosotros. El resto me importa bastante menos como comprenderás.
Pasaron a la habitación. Emilia, sentada a la mesa, manipulaba el aparato de música.
—Anda, pero si es Pablo… —Lo miró con descaro— Al verte entrar casi te confundo.
Julián, tras él, lo apartó hacia la cama.
—Has sido preciso, eh —dijo— ¿Cómo has podido dar con nosotros aquí sin saber siquiera si estábamos?
—Pues ya verás… El problema es cualquier cosa. Con la de veces que nos hemos topado por estas calles, no me ha sido difícil deducir vuestra hora de salida.
—Pero que talento tienes, chiquillo. Mejor que un detective.
Pablo se juntó a Emilia en la otra silla, y ella no fue capaz de callarse lo que pensaba.
—Desde luego, si Julián se perdiese, Dios no lo quiera, echaba mano de ti y seguro que dabas el pego. Ni se notaba.
Pablo le respondió pausado, tranquilo e inmóvil:
— ¿Acaso no me ves de otra forma, que no sea la de un suplente?
Ella enarcó una sonrisa.
—Todo lo contrario, hombre. Te estoy haciendo un cumplido. De conocerte antes a ti, a lo mejor era Julián el sustituto.
—Pues no —replicó sin inmutarse— Seguro que alguna te lo impedía.
Ahora fue Julián quien saltó:
—Pues oye, eso sí que es nuevo.
— ¿Y conocemos nosotros a la afortunada? — le secundó Emilia.
—Afortunada de qué. Estoy hablando de alguna que otra pretendienta, que no pasa de serlo.
La casete entró por fin, y un palmeado dio paso a la sevillana.
—Menudas fiestas os traeréis.
—Se hace, lo que se puede —dijo Julián, con un meneo de cabeza.
—Pues de eso os quería hablar precisamente, de la fiesta. Hemos organizado una capea.
— ¿Una capea? —se extrañó Emilia— Pero de verdad… ¿sin metáforas?
—Sí, una capea. ¿No habéis visto los carteles?
Ambos se miraron sorprendidos.
—Ya veo que no, y no me extraña. Es la primera vez. En la junta de delegados, acordaron contratar un tentadero. Y toda una vaquilla.
—Qué bien. ¿Y quienes son los toreros? —preguntó Emilia.
— ¿Pero qué toreros…? Vaya una gracia entonces. Todo el que quiera podrá torearla.
Julián miraba a su hermano, los ojos a medio candilejo, casi sorprendido de su locuacidad.
—Pero eso debe costar un pastón.
—Bueno. Esperamos que el aporte de los asistentes cubra los gastos.
—Amigo… Por eso has venido, eh. Para que nosotros también contribuyamos.
—Seguro. Y que a mí me va mucho en eso. Allá se las apañen los promotores.
El tentadero no podía ser más provisional. Lo único estable bajo el bosque de chaparras era una caseta de los forestales. Eso sí, muy voluminosa. De aquel festejo se ocuparon los dos feriantes, que habían improvisado una cerca con troncos, justo al lado del singular toril. Era de suponer, que allí estuviese la vaquilla, pues al lado se encontraba una camioneta con el toldo subido, y vacía.
Ya era media tarde. La cantidad de jóvenes que se agolpaban junto al redondel era tal, que no había forma de que los más próximos a la cerca pudiesen salir. Los que así lo querían, entraban en el ruedo, por buscar un claro que les fuera propicio. Pocos lo consiguieron.
Las chaparras de alrededor, se llenaron al poco, de unas monumentales bellotas en forma de muchachos, que encaramados a los árboles, encontraban así, la única manera ya de seguir el espectáculo.
Bien maduros quedaban los preparativos, cuando uno de los feriantes se fue a la cabaña, y dio suelta a la vaquilla. El animal salió flechado. Con todo el ímpetu dio la vuelta al ruedo, corneando la cerca a cada paso. Después se plantó en mitad, y giraba sobre sus remos a la llamada de los concurrentes.
Quizá por animar a los espontáneos, quizá para aleccionarlos, uno de los feriantes entró capa en mano, para citar a la vaca desde un extremo. Buen aficionado había de ser, si no del oficio, pues comenzó a dar pases al animal con buen tino, encadenando una serie tan dilatada, que la vaquilla terminó por pararse, jadeando y echando espuma por la boca. Los olés, y los gritos de todos los colores, se sucedieron. Mientras tanto, el animal quedaba mudo, y desnortado en la encerrona. A su vez, el otro marchante marcó por tocas a los espontáneos, según un orden y a su criterio.
Pobre vaquilla. Ya se habían sucedido tres voluntarios, que más que otra cosa, le hicieron correr hasta agotarla. Ninguno fue capaz de enfrentarse cara a cara.
Tocó el turno a Julián.
Saltó la cerca con decisión y fue hacia la res, que se le vino de improviso. No tuvo otra salida que cogerse a los cuernos. El animal dio un zaleón y lo tiró al suelo. No contento, comenzó a cornearlo por detrás y le rompió los pantalones, hasta el punto, de que las nalgas le quedaron al aire. Se levantó otra vez, y volvió a cogerse a los cuernos, echado sobre el pescuezo, hasta tumbarla.
Los asistentes lo jaleaban enfervorizados entre gritos y risas.
— ¡Que se te ve el culo!
Pablo y Emilia, estaban el uno junto al otro, casi en la cerca. Ella se había puesto colorada. Más aún, cuando veía como parte de los asistentes los miraban a ellos. Julián, no era consciente al parecer del grado de su impudicia. Al menor movimiento el descosido del pantalón se abría, dejando al aire las redondas carnes. Al final se levantó del suelo, y la vaca hizo otro tanto. Con la rareza, de que salió tras él como una perrita, y ya no lo dejaría hasta terminar la vuelta al ruedo. Pues el muchacho habría de saludar a todos, como ellos pedían.
Como remate, aún la vaca tras él, se dio la vuelta, y puso las palmas de sus manos hacia el animal:
— ¡Quieta ahí!
La vaquilla quedó plantada y sin estremecerse. Luego se echó a tierra. Fue entonces cuando el espontáneo se llevó una mano atrás, para percatarse que tenía el trasero al aire. Algo azorado se quitó la camisa y anudando las mangas por la cintura suplió el desperfecto.
El feriante acudió displicente con un cuchillo dispuesto a rematar, pero él se lo impidió. Sólo suya era tal prerrogativa. Pero por su parte era incapaz de una cosa así. La indultaba. Sería asombroso, mas, pese a lo que ello les significaba, los presentes estuvieron de acuerdo. La barbacoa, tan esperada, se frustró.
La gente hubo de conformarse con las bebidas que habían traído, sin otro acompañamiento. Los dos feriantes sí que lo agradecían…
—Que ratico más malo me has hecho pasar, hijo —le recriminó Emilia.
— ¿Pero por qué? Es ese el riesgo de la fiesta, o no.
Pablo no dijo nada. En base a qué… É1, ni siquiera hubiese sido competente para saltar la cerca.
—A ver ahora cómo te las compones para el descosido. Aquí no tienes ningún cajón —Reía ella con sorna.
—Pero que cajón, ni que cajón… Pues qué te crees… Sólo necesito un manojo de esparto y un buen pincho.Cuando quieras vamos por ellos, que tajo hay.
—Mejor que no. No vaya a ser que empecemos por tan poco, y a saber por cuánto acabaremos.
Agosto 2003
Autor:
Fandila Soria Martínez
Registro de la propiedad intelectual de Andalucía
Expediente: GR-376/03
Nº: 04/ 20047/ 718
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