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Marx contra la moralidad, por Allen Wood


  1. Introducción
  2. El antimoralismo de Marx
  3. El materialismo histórico
  4. Ideología
  5. La ideología como servidumbre
  6. La moralidad como ideología
  7. La justicia
  8. Moralidad y racionalidad
  9. La ilusión de la benevolencia imparcial
  10. ¿Puede Marx prescindir de la moralidad?
  11. ¿Tiene futuro la moralidad?
  12. Conclusión

Introducción

Los marxistas expresan a menudo una actitud despectiva hacia la moralidad, que (según dicen) no es más que una forma de ilusión, una falsa conciencia o ideología. Pero otros (tanto si se consideran marxistas como si no) a menudo consideran difícil de comprender esta actitud. Los marxistas condenan el capitalismo por explotar a la clase trabajadora y condenar a la mayoría de la gente a llevar una vida alienada e insatisfecha. ¿Qué razones pueden ofrecer para ello, y cómo pueden esperar que otros hagan lo mismo, si abandonan toda llamada a la moralidad? Sin embargo, el rechazo marxista de la moralidad comienza con el propio Marx. Y ésta es —según voy a argumentar— una concepción defendible, una consecuencia natural, como dice Marx de ella, de la concepción materialista de la historia. Aun sí no aceptamos las restantes ideas de Marx, su ataque a la moralidad plantea cuestiones importantes relativas a la manera en que debemos concebir ésta.

El antimoralismo de Marx

Marx suele permanecer en silencio acerca del tipo de cuestiones que interesan a los moralistas y a los filósofos morales. Pero de lo que dice resulta claro que este silencio no se debe a un descuido benigno. Su actitud es más bien de hostilidad abierta a la teorización moral, a los valores morales e incluso a la propia moralidad. Contra Pierre Proudhon, Karl Heinzen y los «socialistas auténticos» alemanes, Marx utiliza regularmente los términos «moralidad» y «crítica moralizante» como epítetos insultantes. Condena amargamente la exigencia de «salarios justos» y «distribución justa» del Programa de Gotha, afirmando que estas expresiones «confunden la perspectiva realista de la clase trabajadora» con la «verborrea desfasada» y la «basura ideológica» que su enfoque científico ha vuelto obsoleta (MEW 19:22, SW 325). Cuando otros persuaden a Marx a que incluya retórica moral suave en las reglas para la Primera Internacional, éste siente que debe pedir disculpas a Engels por ello: «me vi obligado a introducir dos expresiones sobre "deber" y "lo correcto" … es decir, sobre "la verdad, la moralidad y la justicia", pero están situadas de forma tal que no pueden hacer daño alguno» (CW 42, pág. 18).

Normalmente Marx describe la moralidad, junto a la religión y al derecho, como formas de ideología, «otros tantos prejuicios burgueses tras los cuales se esconden otros tantos intereses burgueses» (MEW 4, pág. 472; CW 6, pág. 494-95; cf. MEW 3, pág. 26; CW 5, pág. 36). Pero no sólo condena las ideas burguesas sobre la moralidad. Su blanco es la propia moralidad, toda moralidad. La ideología alemana señala que la concepción materialista de la historia, al mostrar la vinculación entre ideología moral e intereses materiales de clase, ha «roto el sostén de toda moralidad», independientemente de su contenido o afiliación de clase (MEW 3, pág. 404; CW 5, pág. 419). Cuando un crítico imaginario critica que «el comunismo abole toda la moralidad y religión en vez de formarlas de nuevo», el Manifiesto Comunista responde no negando la verdad de la acusación, sino observando en cambio que al igual que la revolución comunista supondrá un corte radical de todas las relaciones tradicionales de propiedad, también supondrá el corte más radical con todas las ideas tradicionales (MEW 4, pág. 480-81; CW 6, pág. 504). Evidentemente Marx pensó que igual que la abolición de la propiedad burguesa será una tarea de la revolución comunista, otra será la «abolición de toda moralidad». Marx incluso llega a unirse con el mal moral contra el bien moral. Insiste en que en la historia «es siempre el lado malo el que finalmente triunfa sobre el bueno. Pues el lado malo es el que aporta movimiento a la vida, el que hace la historia llevando la lucha a su madurez» (MEW 4, pág. 140; CW 6, pág. 174).

Algunos, como Karl Kautsky, han interpretado estas observaciones como llamadas a la «libertad de valores» de la ciencia social marxiana. Pero esta lectura es a la vez poco plausible y anacrónica. No es lo que dicen los propios pasajes. Y la idea de que la ciencia tenga que estar «libre de valores» fue sustancialmente una invención neokantiana. Marx escribió en una época, y en una tradición, que era a la vez extraña y no congenial con ella. Ningún lector de Marx podría negar que éste formula «juicios de valor» sobre el capitalismo, y Marx nunca intenta separar cuidadosamente su análisis científico del capitalismo de su colérica condena de éste. Cuando Marx acusa al capitalismo de atrofiar las potencialidades humanas, ahogando su desarrollo e impidiendo su realización, se sirve desvergonzadamente de juicios sobre las necesidades e intereses de la gente e incluso de un marco naturalista de ideas (ostensiblemente aristotélico) relativas a la naturaleza del bienestar y la satisfacción humana.

Los juicios sobre lo que es bueno para la gente, lo que va en su interés, son sin duda «juicios de valor», pero no son necesariamente juicios morales, pues incluso si no me preocupo en absoluto de la moralidad, puedo seguir estando interesado en promover los intereses y el bienestar propio y el de otras personas cuyo bienestar me preocupa. Sería totalmente congruente que Marx rechazase la moralidad y defendiese no obstante la abolición del capitalismo en razón de que frustra el bienestar humano, siempre que su interés por el bienestar humano no se base en valores o principios morales. El ataque de Marx a la moralidad no es un ataque a los juicios de valor» sino un rechazo de los juicios específicamente morales, especialmente los relativos a las ideas de lo correcto y la justicia.

El materialismo histórico

Marx atribuye a la concepción materialista de la historia haber «roto el soporte de toda moralidad». El materialismo histórico concibe la historia dividida en épocas, cada una caracterizada básicamente por su modo de producción. Un modo de producción consiste en un conjunto de relaciones sociales de producción, un sistema de roles económicos que otorgan un control efectivo de los medios, procesos y resultados de la producción social para los representantes de algunos roles y la exclusión de los que desempeñan otros roles. Estas diferencias entre roles constituyen la base de las diferencias de clase en la sociedad.

Según la teoría materialista, el cambio social surge en razón de que las de producción de la sociedad no son estáticas sino que cambian, y conjunto tienden a crecer. En cualquier etapa de su desarrollo, la utilización de fuerzas de producción y su crecimiento ulterior se ve más facilitado por unas relaciones sociales que por otras. Ningún conjunto de relaciones de producción supone una ventaja permanente sobre todos los demás a este respecto; más bien, en diferentes etapas del desarrollo de las fuerzas productivas, diferentes conjuntos de relaciones sociales son más aptos para fomentar el desarrollo productivo. En un momento dado, cualquier conjunto determinado de relaciones de producción se vuelve obsoleto; éstas se vuelven disfuncionales en relación con la utilización de las fuerzas productivas, y obstaculizan» su desarrollo posterior. Una revolución social consiste en una transformación de las relaciones sociales de producción que viene exigida por y para el crecimiento de las fuerzas de producción (MEW 13, pág 9; SW, pág. 183).

El mecanismo por el que se adaptan las relaciones sociales para fomentar el desarrollo de las fuerzas productivas es la lucha de clases. Las relaciones sociales de producción dividen a la sociedad en grupos, determinados por su papel en la producción y su grado y tipo de control de los instrumentos materiales de producción. Estos grupos no son clases, sino que devienen clases tan pronto en cuanto existe un movimiento político y una ideología que represente sus intereses de clase. Los intereses de una clase se basan en la situación común de los miembros de la clase, y especialmente en su relación hostil hacia otras clases. En términos generales, los miembros de aquellas clases que controlan las condiciones de producción tienen interés en mantener su dominación, y aquellos sobre los cuales se ejerce este control tienen el interés de despojarlo de quienes lo ejercen. Sin embargo, estos intereses individuales no son directamente intereses de clase. Como las clases no son sólo categorías de individuos sino organizaciones o movimientos sociales y políticos unidos por ideologías, los intereses de una clase son siempre distintos de los intereses de sus miembros. De hecho, Marx identifica los intereses de una clase con los intereses políticos del movimiento que representa la clase (MEW 4, pág. 181; CW 6, pág. 211).

En definitiva, los intereses de una clase consisten en el establecimiento y defensa del conjunto de relaciones de producción que otorgan el control de la producción a los miembros de esa clase. Pero de ello no se sigue que los intereses de clase sean simplemente el autointerés de los miembros de la clase, o que los intereses de clase se persigan en la forma de intereses egoístas. Pues en una guerra entre clases, al igual que en una guerra entre países, en ocasiones sólo es posible la victoria mediante el sacrificio de intereses individuales. Los individuos llamados a realizar estos sacrificios se ven a sí mismos luchando por algo más grande y valioso que su propio autointerés; y en esto tienen razón, pues están luchando por los intereses de su clase.

Ideología

Sin embargo, esta cosa mayor y más digna rara vez se les presenta como el interés de una clase social. Más bien, una clase configura a partir de sus condiciones materiales de vida «toda una superestructura de sentimientos, ilusiones, formas de pensar y concepciones de la vida diferentes y características» (MEW 8, pág. 139; CW 11, pág. 128) que sirven a sus miembros de motivos conscientes de las acciones que llevan a cabo en su favor. Cuando estos sentimientos, ideas y concepciones son producto de una clase especial de trabajadores intelectuales que trabajan en beneficio de la clase, Marx reserva para ellos un nombre especial: ideología. Los productos de los ideólogos —de los sacerdotes, poetas, filósofos, profesores y pedagogos— son, de acuerdo con la teoría materialista, típicamente ideológicos. Es decir, como mejor puede explicarse el contenido de estos productos es por la forma en que representan la concepción del mundo de clases sociales particulares en una época particular y sirven a los intereses de clase de estas clases.

En una conocida carta a Franz Mehring, Friedrich Engels define la ideología como «un proceso realizado por el llamado pensador con la conciencia, pero con una falsa conciencia. Las fuerzas motrices verdaderas que le mueven siguen siendo desconocidas para él; en caso contrario no sería un proceso ideológico. Así, se imagina para sí fuerzas motrices falsas o aparentes» (MEW 39, pág. 97; SC pág. 459). Según esto, la ilusión principal de cualquier ideología es una ilusión sobre su propio origen de clase. Esto no es ignorancia, error o engaño sobre la psicología individual de los propios actos. Cuando el ideólogo piensa que está siendo motivado por un entusiasmo religioso o moral, en realidad lo está muy a menudo —Engels no quiere decir que sean necesariamente víctimas del tipo de autoengaño que tiene lugar cuando yo actúo de manera autointeresada pero me engaño a mí mismo pensando que obro por deber moral o amor filantrópico. Pero la cuestión es ésta: ¿qué significa realmente obrar por razones morales, religiosas o filosóficas? ¿Cuál es la relación de estas acciones con la vida social de la que forman parte? Cuando obramos por semejantes razones, ¿que estamos haciendo en realidad?

Cuando están motivadas por ideologías, las personas no se comprenden a sí mismas como representantes de un movimiento de clase; pero son exactamente eso. No piensan en los intereses de clase como la explicación fundamental del hecho de que estas ideas les atraen a ellos y a otras personas; no obstante, esta es la explicación correcta. No obran con la intención de promover los intereses de una clase social frente a los de otras; pero esto es lo que hacen, y en ocasiones tanto más eficazmente porque en realidad no tienen semejante intención. Pues si verdaderamente supiesen lo que estaban haciendo, podrían no seguir haciéndolo.

La ideología como servidumbre

La actitud marxista hacia la falsa conciencia ideológica refleja el hecho de que se considera una forma de servidumbre. Al nivel más obvio y superficial (donde suelen plantearse las cuestiones relativas a la libertad en la tradición liberal anglófona) se nos despoja de la libertad cuando obstáculos externos, como los barrotes de una celda y las amenazas de daño violento, nos frustran la consecución de nuestras metas. Profundizando un poco más, también podemos reconocer obstáculos internos (como deseos e incapacidades compulsivas) que socavan la libertad. Si profundizamos un poco más aún, podemos ver que la ignorancia puede ser una servidumbre, cuando nuestras intenciones se forman sin un conocimiento preciso de la manera en que nuestros actos afectan a los resultados que nos interesan, o bien carecemos de ideas correctas sobre la gama de alternativas que tenemos. La amenaza que la ideología supone para la libertad es algo parecido a esto, pero no idéntico, pues es muy posible que las víctimas de la ideología estén plenamente informadas sobre las cosas que les interesan. El problema es que el significado pleno de nuestras acciones puede ir más allá de aquello que nos interesa, incluso más allá de aquello de que somos capaces de interesarnos, porque va más allá de lo que comprendemos sobre nosotros mismos y nuestros actos. Yo obro por motivos religiosos, por ejemplo, pero fomento los intereses de una determinada clase sin advertir que lo estoy haciendo. Cuando esto sucede, no soy libre en lo que hago porque el significado de mis acciones elude mi libre actividad; porque no soy yo quien la lleva a cabo en calidad de un ser que piensa y se conoce a sí mismo. Esta no es la servidumbre de ser incapaz de hacer lo que pretendo; de hecho, podría definirse como la servidumbre de ser incapaz lo que pretendo hacer.

Soy plenamente libre en este sentido sólo si mis acciones tienen lo que podemos denominar «transparencia para mí»: conozco estas acciones por lo que son y las hago intencionadamente a la luz de este conocimiento. Cuando la sociedad me da acceso a un determinado sistema de ideas en razón de los intereses de clase a que sirve y cuando mis acciones están motivadas por él, puedo ser totalmente libre en la realización de esas acciones sólo si comprendo el papel que desempeñan los intereses de clase en mis acciones y elijo estas acciones a la luz de ese entendimiento. Pero si el propio sistema de ideas inhibe esta comprensión disfrazando o falseando el papel que desempeñan los intereses de clase en su propia génesis y efecto, destruye la autotransparencia de la acción de quienes obran de acuerdo con él; socava así su libertad.

La autotransparencia de la acción no es meramente un valor teórico. Porque el conocimiento es subversivo: si comprendiésemos con claridad la base social y la significación de lo que hacemos, no seguiríamos haciéndolo. La humanidad puede no haber conocido aún una forma social de vida regida por la autotransparencia de sus componentes. Si Marx está en lo cierto, la estabilidad de todas las sociedades basadas en la opresión de clase —y esto significa todo orden social registrado en la historia, incluido el nuestro— depende del hecho de que sus miembros están sistemáticamente privados de la libertad de autotransparencia social. Los oprimidos sólo pueden seguir en su lugar si se mistifican adecuadamente sus ideas sobre ese lugar; y el sistema podría verse amenazado incluso si los opresores desarrollasen ideas excesivamente precisas sobre las relaciones que les benefician a expensas de otros. Las clases revolucionarias pueden concitar más eficazmente el apoyo de las demás clases, e incluso el de sus propios miembros, si presentan sus intereses de clase de forma glorificada. La ideología no es un fenómeno marginal, sino esencial a toda vida social existente hasta ahora.

La moralidad como ideología

A la vista de lo anterior, no es sorprendente que Marx considere la moralidad, al igual que el derecho, la religión y otras formas de conciencia social, como un producto esencialmente ideológico. La moralidad es un sistema de ideas que interpreta y regula la conducta de la gente de una manera esencial para el funcionamiento de cualquier orden social. También tiene la potencialidad de motivarles a realizar cambios sociales a gran escala. Si la historia de las sociedades del pasado es esencialmente una historia de opresión y lucha de clases, es de esperar que los sistemas de ideas morales dominantes asumiesen la forma de ideologías mediante las cuales se libra y disfraza a la vez la lucha de clases. De este modo Marx piensa que el materialismo histórico ha «roto el soporte de toda moralidad» revelando su fundamento en intereses de clase.

Quizá no nos sorprenda encontrar a Marx atacando de este modo a la moralidad, pero podemos pensar que su posición es exagerada e innecesariamente paradójica, incluso concediéndole a los efectos de la argumentación que el materialismo histórico es verdadero. Algunos preceptos morales (como un mínimo respeto a la vida e intereses de los demás) parecen no tener sesgo de clase alguno, sino pertenecer a cualquier código moral concebible, pues sin ellos no sería posible sociedad alguna. ¿Cómo puede querer Marx desacreditar estos preceptos, o pensar que el materialismo histórico los ha desacreditado? Además, si todos los movimientos de clase precisan una moralidad, al parecer entonces también la necesitará la clase trabajadora. ¿Cómo puede querer Marx privar al proletariado de un arma tan importante en la lucha de clases?

Sin embargo, rechazar la moralidad no es necesariamente rechazar toda la conducta que prescribe la moralidad y defender la conducta que prohibe. Puede haber algunas pautas de conducta comunes a todas las ideologías morales, y podemos esperar ideologías morales que las realcen, pues ello contribuye a disfrazar el carácter de clase de los rasgos más característicos de la ideología. Si la gente debe hacer y abstenerse de hacer determinadas cosas para llevar una vida social decente, sin duda Marx desearía que en la sociedad comunista del futuro la gente hiciese y se abstuviese de hacer esas cosas. Pero Marx no deseaba que se hiciesen porque lo prescribe un código moral, pues los códigos morales son ideologías de clase, que socavan la autotransparencia de las personas que obran de acuerdo con ellas.

Quizás el temor es que sin motivos morales, nada nos impedirá caer en la extrema barbarie. Marx no comparte este temor, primo hermano del temor supersticioso de que si no existe Dios, todo está permitido. La tarea de la emancipación humana es construir una sociedad humana basada en la autotransparencia racional, libre de la mistificación de la moralidad y de otras ideologías. Marx conoce que en la actualidad no tenemos una idea clara de cómo sería una sociedad semejante, pero cree que la humanidad es igual a la tarea de procurar una sociedad así.

Marx tiene poderosas razones para negarse a eximir a las ideologías morales de la clase trabajadora de semejante crítica. La misión histórica del movimiento de la clase trabajadora es la emancipación humana; pero toda ideología, incluidas las ideologías obreras, socavan la libertad destruyendo la autotransparencia de la acción. Marx arremete contra la moralización en el movimiento porque considera indispensable para su tarea revolucionaria la «perspectiva realista» que le aporta el materialismo histórico (MEW 19, pág. 22; SW, pág. 325).

La justicia

Marx completa su ataque a la moralización de la clase trabajadora con una explicación de la justicia de las transacciones económicas.

La justicia de las transacciones que se realizan entre ios agentes productivos se basa en el hecho de que estas transacciones derivan de las relaciones de producción como su consecuencia natural. [El contenido de una transacción] es justo cuando corresponde al modo de producción, cuando es adecuado a él. Es injusto cuando va en contra de él. (MEW 25, págs. 35 1-2; C 3, págs. 339-40).

Una transacción es justa cuando es funcional en el marco del modo de producción vigente, e injusta cuando es disfuncional. De esto se sigue directamente que las transacciones de explotación entre capitalista y trabajador, y el sistema de distribución capitalista resultante de ellas, son perfectamente justos y no violan los derechos de nadie (MEW 19, pág. 18; 5W, págs.321-2; MEW 19, págs.359, 382; MEW 23, pág.208; Cl, pág.194). Pero de la misma manera, tan pronto percibimos que esto es lo que significa la justicia de los intercambios y la distribución capitalista, dejaremos de considerar el hecho de que son justas como defensa alguna de ellas.

Como explica Marx, su concepción de la justicia se basa en la forma en que surgen las normas morales a partir de las relaciones de producción. No es la concepción de la justicia que ofrecería o un defensor del sistema o su crítico moral, y no pretende ser una concepción de la justicia que exprese la manera en que los agentes sociales piensan sobre la justicia de las transacciones que consideran justas. Pero es una explicación que pretende identificar lo que de hecho regula su uso de términos como «justo» e «injusto», y en este sentido se adelanta a ciertos rasgos de algunas teorías filosóficas actuales de referencia. Según estas teorías, el uso que la gente hace de un término como «agua» se refiere a H2O si el uso que la gente hace de este término está regulado por el hecho de que la sustancia a la que se refieren es H2O, aun cuando no aceptasen esto como una explicación de lo que entienden por «agua» (porque, por ejemplo, no tienen el concepto de H2O, o porque tienen creencias supersticiosas sobre la naturaleza del agua). De forma análoga, Marx afirma que el uso que la gente hace de términos como «justicia» e «injusticia» de las transacciones económicas está regulado por la funcionalidad de estas transacciones para el modo de producción vigente, y por lo tanto que estas son las propiedades de las transacciones a que se refieren estos términos —aun cuando el comprender la justicia y la injusticia de este modo tiene por efecto privar a estos términos de la fuerza persuasiva que habitualmente se considera que tienen. En opinión de Marx, lo que nos hace considerar las propiedades morales como la justicia como algo inherente o necesariamente deseable no es sólo la ideología moral (tan pronto comprendamos lo que realmente es la justicia desarrollaremos una noción más sobria sobre su deseabilidad).

Moralidad y racionalidad

Existen algunas concepciones esencialmente autodefinitorias, mediante la actividad asociada a ellas. Por ejemplo, la racionalidad científica no se limita a lo que la gente ha denominado «ciencia» en el pasado, porque la actividad de la ciencia consiste en criticarse a sí misma, en rechazar su contenido actual y darse uno nuevo. Lo que en el pasado se ha considerado conducta «racional», incluso los criterios mismos de racionalidad, pueden someterse a autocrítica y considerarse ahora como algo no tan racional. En la cultura moderna se ha registrado una fuerte tendencia a identificar simplemente la moralidad con la razón práctica, y por consiguiente a considerar también el razonamiento moral como una noción autocrítica y autodeterminada. Según esta concepción, todos los errores del pensamiento moral son errores del contenido de creencias morales particulares; la «propia moralidad» siempre trasciende (quizás incluso «por definición») todos los errores morales, al menos en principio.

La concepción marxiana de la moralidad supone la negación de que la moralidad pueda considerarse de semejante manera. Si existe un tipo de pensamiento práctico que se corrige a sí mismo de este modo, no es la moralidad. La razón es que la moralidad, los conceptos y principios morales, las ideas y sentimientos morales, ya se han asignado a un tipo de tarea muy diferente con un método de actuación muy diferente. Al igual que la religión y el derecho, la tarea esencial de la moralidad es la integración social y la defensa de clase, su método esencial es la mistificación ideológica y el autoengaño. Una moralidad que comprendiese su propia base social seria tan imposible como una religión que se fundase en la percepción clara de que toda creencia en lo sobrenatural es una superstición.

La ilusión de la benevolencia imparcial

Podremos ver por qué esto es así si consideramos un rasgo fundamental de la moralidad en cuanto tal. Es característico del pensamiento moral presentarse como un pensamiento fundado en cosas como la voluntad de un Dios benévolo para todos, o un imperativo categórico legislado por la pura razón o un principio de felicidad general. Sea cual sea la teoría, la moralidad se describe como la perspectiva de una buena intención imparcial o desinteresada, que tiene en cuenta todos los intereses relevantes y otorga preferencia a unos sobre otros sólo cuando existen razones buenas (es decir, impar cíales) para hacerlo. Es este rasgo de la moralidad el que le vuelve esencialmente ideológica.

Sin duda la gente puede pensar que se comporta de esta manera, y una acción particular puede ser incluso en realidad imparcialmente benévola por lo que se refiere a los intereses inmediatos del pequeño número de personas a las que afecta inmediatamente. En tanto en cuanto sólo consideramos nuestras acciones particulares y sus consecuencias inmediatas, como nos insta a hacer la moralidad, no hay problema general en conseguir la imparcialidad que ésta exige. Pero la moralidad también nos insta a considerar nuestras acciones como conformes a un código moral válido tanto para los demás como para nosotros mismos. Tan pronto hacemos esto, implícitamente representamos nuestras acciones como acciones que se adecuan sistemáticamente a principios de benevolencia imparcial que imaginamos dotados de eficacia a gran escala. Es en este punto donde resulta evidente el carácter ilusorio de la imparcialidad moral. Pues en una sociedad basada en la opresión de clase y desgarrada por el conflicto de clases, no puede existir una forma socialmente significativa y efectiva de acción que tenga este carácter de benevolencia imparcial. Las acciones que se recomiendan como «justas» (porque corresponden al modo de producción vigente) fomentan sistemáticamente los intereses de la clase dominante a expensas de los oprimidos. Las acciones tendentes a abolir el orden existente, que puede recomendar un código moral revolucionario, fomentan los intereses de la clase revolucionaria a expensas de las demás.

Según Marx, la característica más profunda de la ideología es su tendencia a representar el punto de vista de una clase como un punto de vista universal, los intereses de ésa clase como intereses universales (MEW 3, págs. 46-49; CW5, págs. 59-62; MEW 4, pág. 477; CW 6, pág. 501). Esto es precisamente lo que hacen las ideologías morales: representan las acciones que benefician a los intereses de una clase como acciones desinteresadamente buenas, en pro del interés común, como acciones que fomentan los derechos y el bienestar de la humanidad en general. Pero sería ilusorio pensar que este engaño podría remediarse mediante un nuevo código moral que consiguiese hacer lo que estas ideologías de clase sólo pretenden hacer. Pues en una sociedad basada en la opresión de clase y desgarrada por el conflicto de clase, la imparcialidad es una ilusión. No existen intereses universales, ninguna causa de la humanidad en general, ningún lugar por encima o al margen de la lucha. Sus acciones pueden estar subjetivamente motivadas por la benevolencia imparcial, pero su efecto social objetivo nunca es imparcial. Las únicas acciones que no toman partido en una guerra de clases son las acciones o bien impotentes o irrelevantes.

Todo esto es verdad tanto en relación con la clase trabajadora como a cualquier otra. Marx piensa que el movimiento obrero persigue los intereses de la «gran mayoría» (MEW 4: 472; CW 6: 495); pero los intereses de la clase trabajadora son los intereses de una clase particular, y no los intereses de la humanidad en general. Marx cree que el movimiento obrero llegará a abolir la propia sociedad de clases, y conseguirá con ello la emancipación humana universal. Pero su primer paso para esto debe ser emanciparse de las ilusiones ideológicas de la sociedad de clase. Y esto significa que debe perseguir su interés de clase en su propia emancipación conscientemente como interés de clase, no distorsionado por las ilusiones ideológicas que presentarían su interés de forma glorificada y moralizada —por ejemplo, como intereses va idénticos con los intereses humanos universales. Marx piensa que sólo desarrollando una clara conciencia sobre si mismo de este modo el proletariado revolucionario puede esperar crear una sociedad libre tanto de las ilusiones ideológicas como de las divisiones de clase que crean su necesidad.

¿Puede Marx prescindir de la moralidad?

Marx era un pensador radical, y su ataque a la moralidad es obviamente una de sus ideas más radicales. La idea marxiana de un movimiento social revolucionario e incluso de un orden social radicalmente nuevo que aboliese toda moralidad pretendió conmover, atemorizar y desafiar a su audiencia, poner a prueba incluso los límites de lo que éste podía imaginar. Quizás es comprensible que muchos de quienes congenian con la crítica marxiana del capitalismo encuentren esta idea inútil, apenas inteligible, confusa y que piensen que la única interpretación viable o congenial de Marx es la que la expurga totalmente de sus textos. El antimoralismo marxista combina mal con la noción generalizada de que las atrocidades monstruosas que han desilusionado a nuestro siglo (y por las cuales los autoproclamados marxistas no son poco responsables) se han debido fundamentalmente a calamitosos fracasos morales por parte de políticos, partidos y personas. La idea en sí puede ser muy dudosa —algo típico de la triste tendencia humana a reaccionar primero con censura moral hacia todo aquello que odiamos y tememos pero no comprendemos. Pero para aquellos para los cuales constituye algo natural, un Marx que ataca la moralidad puede maquillarse fácilmente como alguien cuyo pensamiento conduce directamente a las purgas, al gulag y a los campos de exterminio.

Pero esta forma de pensar se basa en algunos supuestos erróneos, y algunos razonamientos no válidos. Rechazar la moralidad no es necesariamente aprobar todo lo que condenaría la moralidad, ni incluso privarse de las mejores razones para desaprobarlo. Podemos rechazar la moralidad y tener sin embargo una perspectiva racional y humana —como hizo Marx. La moralidad no es el único remedio posible de los abusos de que ha sido objeto el marxismo, ni es incluso —me aventuro a decir— un remedio muy bueno. Los fanáticos siguen probando cada día que incluso las intenciones morales más puras no pueden impedirnos cometer los crímenes más monstruosos a menos que utilicemos con éxito nuestra inteligencia así como nuestro fervor moral. Así, podría ser un mejor remedio simplemente meditar con seriedad sobre el intelecto humano para decidir si nuestros medios alcanzarán de hecho nuestros fines, y si nuestros fines responden verdaderamente a nuestros deseos ponderados.

Pero es de temer que sin moralidad no tenemos forma de confiar en nuestros deseos. ¿Por qué habríamos de molestarnos en abolir la opresión capitalista, o evitar las pesadillas del totalitarismo si, pensándolo bien, no deseamos hacerlo? ¿Qué pasa si nuestro autointerés está del lado de los opresores? Si no la moralidad, ¿qué otra cosa podría proporcionar el contrapeso necesario? Pero una idea básica del materialismo histórico es que la motivación humana más poderosa en los asuntos humanos, y la que explica la dinámica fundamental del cambio social, no está en la categoría del autointerés ni de la moralidad. Marx considera el autointerés como un motivo humano importante, pero piensa que el autointerés de los individuos como tal tiene efectos demasiado diversos para conseguir una transformación histórica mundial. Por otra parte, una preocupación elevada por el interés universal o por la justicia en abstracto sólo va a tener resultado si sirve de pretexto ilusorio para el fomento de intereses de clase concretos.

Las verdaderas fuerzas motrices de la historia son estos intereses de clase en sí. Los intereses de clase están lejos de ser imparciales —no aspiran al bienestar general o a la justicia imparcial sino a conseguir y defender un determinado conjunto de relaciones de producción, las que significan la emancipación y dominación de una determinada clase social en las condiciones históricas dadas. Marx sólo pretende apelar a los intereses de clase del proletariado revolucionario al defender la abolición del capitalismo y el establecimiento de una sociedad más emancipada y más humana. Piensa que los intereses de clase proletarios atraerán a algunos que no son proletarios pero que se han elevado a una comprensión teórica del proceso histórico (MEW 4, pág. 472; CW 6, pág. 494). Este atractivo surge de una identificación informada con un movimiento histórico concreto, y no del tosco autointerés, y menos aún de un compromiso imparcial con los principios y metas morales a los cuales se entiende sirve el movimiento. Quienes se unen a la causa proletaria con esta actitud no han alcanzado una comprensión teórica del movimiento histórico; simplemente se han enredado en la trampa de la ideología moral.

Es evidente que Marx ha tomado de Hegel la idea de que la moralidad abstracta (kantiana) es impotente, y que los motivos que son históricamente efectivos siempre armonizan los intereses individuales con los de un orden social, movimiento o causa más amplio (similares ideas neo-aristotélicas —o neo-hegelianas— han sido defendidas recientemente por Alasdair McIntyre y Bernard Williams, entre otros). Pero Hegel (al igual que estos filósofos más recientes) critica la «moralidad» sólo en sentido estrecho, intentando salvarla en sentido más amplio. Hegel sitúa la armonía de los intereses individuales y de la acción social en la «vida ética», que sigue siendo algo distintivamente moral por el hecho de que su apelación final a nosotros es supuestamente la apelación de la razón imparcial. El sistema de la vida ética es un sistema de derechos, deberes y justicia, que realiza el bien universal; incluso incluye la «moralidad» (en sentido más limitado) como uno de sus momentos.

Sin embargo, los intereses de clase marxianos no son «morales» siquiera en un sentido extenso. Son los intereses de una clase que está en relación hostil a otras clases, y pueden defenderse sólo a expensas de los intereses de sus clases enemigas. Además, todo esto vale tanto para los intereses proletarios como para los de cualquier otra clase. Representar los intereses de la clase trabajadora como intereses universales o como algo imparcialmente bueno (como sucede cuando se consideran como moralidad) es para Marx un paradigma de falsificación ideológica —y un acto de traición contra el movimiento de la clase trabajadora (MEW 19: 25, SW 225).

¿Tiene futuro la moralidad?

Hay un pasaje en el Anti-dühring en el que Engels contrasta las moralidades ideológicas de la sociedad de clases con una «moralidad humana real del futuro» (MEW 20, pág. 88; AD, pág. 132). Este pasaje choca con el característico antimoralismo de Marx (y también del propio Engels en muchos otros pasajes). Pero tenemos que dejar claro dónde está realmente el conflicto y lo profundo que es. Existe un conflicto directo entre la pretensión de que existirá una moralidad en la futura sociedad comunista y la tesis del Manifiesto comunista de que la revolución comunista «abolirá toda moralidad en vez de fundarla de nuevo». Pero quizás, después de todo, el conflicto no es muy profundo. La moralidad piensa que sus principios son imparciales y de validez universal y que el seguirlos dará a nuestras acciones una justificación que va más allá de los intereses en conflicto de individuos y grupos particulares. La concepción marxiana es que esto no puede hacerse en tanto exista una sociedad de clases, y que el engaño ideológico fundamental de la moralidad es la forma en que hace pasar intereses particulares de clase como intereses universales. Pero Marx y Engels piensan que una vez abolida la sociedad de clases será posible que los individuos se relacionen entre sí simplemente como seres humanos, cuyos intereses pueden divergir [*ojo: traducen "diverger"*] en los márgenes pero se identifican esencialmente por su participación común en un orden social plenamente humano. Por ello, es la sociedad sin clases la que en realidad consumará lo que la moralidad pretende hacer engañosamente. Y sobre esta base puede ser comprensible que Engels hable de la «moralidad humana real» de la sociedad del futuro, aun cuando esto suponga una revisión de la noción marxiana más característica (y clara) de la moralidad esencialmente como la pretensión falsa de universalidad propia de las ideologías de clase. Sin embargo, no hay que pasar por alto que Engels considera esta «moralidad humana real» como algo futuro y no algo que esté ahora a nuestro alcance, pues seguimos prisioneros de la sociedad de clases y de sus conflictos inevitables. Engels niega enfáticamente que existan «verdades eternas» sobre moralidad. Piensa sinceramente que los principios de una «moralidad humana real» —perteneciendo como pertenecen a un orden social futuro— son tan incognoscibles para nosotros como las verdades científicas que pertenecen a una teoría futura que está en el lado opuesto de la siguiente revolución científica fundamental. No hay nada en las observaciones de Engels que conforte a quienes utilizarían los estándares morales para criticar al capitalismo o para guiar al movimiento obrero.

Conclusión

El antimoralismo de Marx no es una idea fácil de aceptar. No está claro como podríamos concebirnos a nosotros mismos y a nuestras relaciones con los demás totalmente en términos no morales. Si toda moralidad es una ilusión, una persona clarividente debe ser capaz de pasar toda su vida sin creencias morales, sin emociones ni reacciones morales. Pero ¿puede alguien hacer esto? Con todo, el antimoralismo de Marx está lejos de ser su única propuesta chocantemente radical para el futuro de la humanidad. Después de todo, el comunismo según lo concibe Marx no sólo aboliría toda moralidad, sino también toda religión, derecho, dinero e intercambio de mercancías, así como la familia, la propiedad privada y el Estado. El antimoralismo de Marx resulta realmente atractivo para algunos de nosotros como sin duda debe de haberlo sido para el propio Marx— precisamente porque es una idea tan radical, peligrosa y paradójica —especialmente dado que, como he intentado explicar, es al mismo tiempo una idea perturbadoramente bien motivada en el contexto de la concepción materialista de la historia.

Pero incluso si no nos convence el materialismo histórico, la crítica marxiana de la moralidad nos plantea algunos interrogantes perturbadores. ¿Pretendemos comprender la significación social e histórica real de las normas morales que utilizamos? Podemos estar seguros de que seguiríamos aceptando esas normas sí comprendiésemos su significación? A falta de semejante comprensión, ¿cómo podemos suponer que una devoción a fines y principios morales, que tan estrechamente asociamos a nuestro sentido de valía personal, es compatible con la autonomía y dignidad que deseamos atribuirnos como agentes racionales? ¿Y qué tipo de vida, individual o colectiva, puede existir sin moralidad? ¿Qué aspecto tiene ese territorio situado (en la misteriosa expresión de Nietzsche) más allá del bien y del mal?

El pensamiento moral moderno se conceptúa a sí mismo como un pensamiento esencialmente crítico y reflexivo, que no predica meramente la moralidad tradicional sino que cuestiona las ideas morales recibidas y busca nuevas formas de reflexión sobre nuestra vida individual y colectiva. Marx pertenece a una tradición radical del pensamiento moderno acerca de la moralidad —una tradición que también incluye a Hegel, Nietzsche y Freud— pensadores que nos han vuelto dolorosamente conscientes de la manera en que la vida moral nos sume inevitablemente en la irracionalidad, la opacidad y la alienación de nosotros mismos. Lo que sugiere esta tradición es la posibilidad enigmática y abismal de que a la reflexión moral moderna puede no resultarle factible proseguir su labor crítica sin socavar el carácter moral de esa reflexión. Parafraseando a Marx (MEW 1, pág. 387; CW 3, pág. 184): puede resultar que lo utópico no sea más que una reflexión reformista sobre la moralidad, que aspira a hacer reparaciones en la estructura de nuestras convicciones morales dejando intactos los pilares del edificio.

 

Enviado por:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.

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