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Las interpretaciones occidentales – por Abd Al-Wahid Yahia – René Guénon


Partes: 1, 2, 3, 4

  1. El orientalismo oficial
  2. La ciencia de las religiones
  3. El Teosofismo
  4. El Vedanta occidentalizado
  5. Últimas observaciones
  6. Conclusión
  7. Apéndice

Capítulo I:

El orientalismo oficial

Del orientalismo oficial diremos aquí poca cosa, porque ya señalamos, en muchas ocasiones, la insuficiencia de sus métodos y la falsedad de sus conclusiones: si lo hemos tenido así casi constantemente a la vista, cuando no nos hemos preocupado en ningún caso de las otras interpretaciones occidentales, es por presentarse al menos con una apariencia de seriedad que las otras no tienen, lo que nos obliga a establecer una diferencia a su favor. No queremos de ningún modo discutir la buena fe de los orientalistas, que por lo general está fuera de duda, como tampoco la realidad de su erudición especial; lo que discutimos es su competencia para todo lo que va más allá del dominio de la simple erudición.

Es necesario, por lo demás, rendir un homenaje a la modestia muy laudable con la cual algunos de ellos, teniendo conciencia de los límites de su verdadera competencia, rechazan entregarse a un trabajo de interpretación de las doctrinas; pero, desgraciadamente, éstos son una minoría, y la mayor parte está constituida por los que, tomando la erudición por un fin en sí misma, como lo dijimos al principio, creen muy sinceramente que sus estudios lingüísticos e históricos les dan derecho para hablar de toda clase de cosas. Creemos que no se es lo bastante severo con estos últimos, por los métodos que emplean y los resultados que obtienen, guardando respeto, como es natural, a las individualidades que pueden merecerlo en todos los aspectos, ya que son muy poco responsables de sus prejuicios y de sus ilusiones.

El exclusivismo es una consecuencia natural de la pequeñez de miras, de lo que hemos llamado la "miopía intelectual", y este defecto mental parece tan incurable como la miopía física; por lo demás, es, como ésta, una deformación producida por el efecto de ciertos hábitos que conducen a ella insensiblemente y sin que se de uno cuenta, por más que sea necesario sin duda estar predispuesto.

En estas condiciones no hay motivo para asombrarse de la hostilidad de la que da prueba la mayoría de los orientalistas contra los que no se someten a sus métodos ni adoptan sus conclusiones; éste no es más que un caso particular de las consecuencias que trae normalmente el abuso de la especialización, y una de las innumerables manifestaciones de este espíritu "científico" que se toma demasiado fácilmente por el verdadero espíritu científico. Sólo que, a pesar de todas las excusas que se puedan encontrar para la actitud de los orientalistas, los pocos resultados de valor a que han dado cima en sus trabajos, desde el punto de vista especial de la erudición, que es el suyo, están muy lejos de compensar el mal que pueden hacer a la intelectualidad general, obstruyendo todas las otras vías, que podrían conducir mucho más lejos a los que fuesen capaces de seguirlas; dados los prejuicios del Occidente moderno, basta, para desviar de estas vías a casi todos los que se viesen tentados de seguirlas, declarar solemnemente que esto "no es científico", porque ello no está conforme con los métodos y las teorías aceptadas y enseñadas oficialmente en las Universidades.

En cuanto se trata de defenderse contra un peligro cualquiera, no se pierde generalmente el tiempo en buscar responsabilidades; si algunas opiniones son peligrosas intelectualmente, y pensamos que éste es el caso aquí, habrá que esforzarse por destruirlas sin preocuparse de los que las emitieron o las defienden, y cuya honorabilidad de ningún modo es puesta en tela de juicio. Las consideraciones de personas, que son muy poca cosa con respecto a las ideas, no podrían impedir legítimamente que se combatan las teorías que son un obstáculo para ciertas realizaciones; por lo demás, como estas realizaciones, sobre las cuales insistiremos en nuestra conclusión, no son inmediatamente posibles, y como nos está prohibida toda preocupación de propaganda, el medio más eficaz de combatir las teorías en cuestión no es discutir indefinidamente en el terreno en que ellas se colocan, sino hacer aparecer las razones de su falsedad, restableciendo la verdad pura y simple, única que importa de manera esencial a los que pueden comprenderla.

Ésta es la gran diferencia, sobre la cual no hay acuerdo posible con los especialistas de la erudición: cuando hablamos de verdad, no entendemos simplemente por esto una verdad de hecho, que sin duda tiene su importancia, pero secundaria y contingente; lo que nos interesa en una doctrina es la verdad, en el sentido absoluto de la palabra, de lo que está expresado por ella. Por el contrario, los que se colocan en el punto de vista de la erudición no se preocupan de ningún modo de la verdad de las ideas en el fondo, no saben lo que es esto, ni siquiera sí existe, y no se lo preguntan; la verdad no es nada para ellos, fuera del caso muy especial en que se trate exclusivamente de verdad histórica.

La misma tendencia se afirma, de igual modo, entre los historiadores de la filosofía: lo que les interesa no es saber si tal idea es verdadera o falsa, o en qué medida lo es; se trata únicamente de saber quién emitió esta idea, en qué términos la formuló, en qué fecha y en qué circunstancias accesorias lo hizo; y esta historia de la filosofía, que no ve nada fuera de los textos y de los detalles biográficos, pretende sustituir a la filosofía misma, que acaba así por perder lo poco de valor intelectual que había podido quedarle en los tiempos modernos. Por otra parte, no hay ni que decir que tal actitud es todo lo que han establecido en su beneficio los representantes de la ciencia oficial en todos los órdenes, y los orientalistas quizá más completamente todavía que los otros. La voluntad bien determinada de no tolerar lo que podría ser peligroso para las opiniones admitidas, y de tratar de desacreditarlo por todos los medios, encuentra su justificación en los mismos prejuicios que ciegan a las gentes de miras estrechas, y que las impulsan a negar todo valor a lo que no sale de su escuela; en esto también, no incriminamos su buena fe, sino que comprobamos simplemente el efecto de una tendencia muy humana, por la cual se está más persuadido de una cosa mientras más se tiene por ella un interés cualquiera.

NOTA: En las tres primeras ediciones, este capítulo terminaba con el párrafo siguiente:

Creemos haber dicho lo bastante para precisar nuestra posición con respecto al orientalismo oficial, de manera que no haya sitio para ningún equívoco, y para no permitir que se nos atribuyan otras intenciones que las que tenemos en realidad. Sin embargo, para terminar con este orientalismo, nos queda todavía por tratar un punto al que los recientes acontecimientos dan una especie de actualidad muy particular: queremos hablar de la influencia alemana, de la cual lleva la huella muy nítida, en el doble aspecto de los métodos que emplea y del espíritu mismo con el cual pretende interpretar las doctrinas, sobre todo cuando se trata especialmente de las doctrinas hindúes.

Capítulo II:

La ciencia de las religiones

Es adecuado el decir aquí algunas palabras concernientes a lo que se llama la "ciencia de las religiones", porque aquello de lo que trata debe precisamente su origen a los estudios indianistas; esto hace ver inmediatamente que la palabra "religión" no es tomada en el sentido exacto que nosotros le hemos reconocido. En efecto, Burnouf, que parece que fue el primero que dio su denominación a esta ciencia, o llamada tal, descuida hacer figurar la moral entre los elementos constitutivos de la religión, que reduce así a dos: la doctrina y el rito; esto le permite hacer entrar en ella cosas que no se relacionan en absoluto con el punto de vista religioso, porque reconoce al menos con razón que no hay moral en el Vêda. Tal es la confusión fundamental que se encuentra en el punto de partida de la "ciencia de las religiones", que pretende reunir bajo su mismo nombre todas las doctrinas tradicionales, de cualquier naturaleza que sean en realidad; pero otras muchas confusiones han venido a agregarse a éstas, sobre todo desde que la erudición alemana introdujo en este dominio su temible aparato de exégesis, de "crítica de los textos" y de "hipercrítica"; más propia para impresionar a los ingenuos que para conducir a conclusiones serias.

La pretendida "ciencia de las religiones" descansa toda entera sobre algunos postulados que son otras tantas ideas preconcebidas: así, por ejemplo, se admite que toda doctrina ha debido comenzar por el "naturalismo", en el cual, por el contrario, vemos nosotros una desviación que, dondequiera que se produjo, estuvo en oposición con las tradiciones primordiales y regulares; y, a fuerza de torturar los textos que no se comprenden, se acaba siempre por sacar de ellos alguna interpretación conforme con este espíritu "naturalista". Así es como fue elaborada toda la teoría de los "mitos", y principalmente la del "mito solar", el más famoso de todos, uno de cuyos principales propagadores fue Max Müller, que hemos tenido ya ocasión de citar en varias circunstancias porque es muy representativo de la mentalidad de los orientalistas, y aún de los orientalistas alemanes, aunque hayan vivido en Inglaterra y escrito en inglés (*). Esta teoría del "mito solar" no es otra cosa que la teoría astro-mitológica emitida y sostenida en Francia, hacia el fin del siglo XVIII, por Dupuis y Volney[1]Se sabe la aplicación que se hizo de esta concepción al Cristianismo, así como a todas las otras doctrinas, y señalamos ya la confusión que implica esencialmente: en cuanto se observa en el simbolismo una correspondencia con ciertos fenómenos astronómicos, hay prisa en concluir que no hay allí más que una representación de estos fenómenos, cuando éstos mismos, en realidad, son símbolos de algo que es de otro orden, y la correspondencia observada no es más que una aplicación de la analogía que liga armónicamente todos los grados del ser. En estas condiciones, no es muy difícil encontrar "naturalismo" por todas partes, y hasta sería asombroso que no se encontrara, desde el momento que el símbolo, que pertenece por fuerza al orden natural, es tomado por lo que representa; el error es, en el fondo, el mismo que el de los "nominalistas" que confunden la idea con la palabra que sirve para expresarla; y así es cómo, los eruditos modernos, alentados por el prejuicio que les hace imaginarse a todas las civilizaciones como construidas sobre el tipo greco-romano, fabrican ellos mismos los mitos por incomprehensión de los símbolos, la cual es la única manera de que éstos puedan nacer.

Se debe comprender por cuál motivo calificamos un estudio de este género de "pretendida ciencia", y por qué razón nos es del todo imposible tomarla en serio; hay que agregar también que, aparentando un aire de imparcialidad desinteresada, y ostentando la necia pretensión de "dominar todas las doctrinas"[2], lo cual rebasa la justa medida en este sentido, esta "ciencia de las religiones" es simplemente, la mayor parte del tiempo, un instrumento vulgar de polémica entre las manos de gentes cuya intención verdadera es la de servirse de ella contra la religión, entendida esta vez en su sentido propio y habitual. Este empleo de la erudición con un espíritu negador y disolvente es natural a los fanáticos del "método histórico"; es el espíritu mismo de este método esencialmente antitradicional, al menos desde que se le hace salir de su dominio legitimo; y por ello a cuantos conceden un valor real al punto de vista religioso se les recusa como incompetentes. Sin embargo, entre los especialistas de la "ciencia de las religiones" hay algunos que, en apariencia por lo menos, no van tan lejos: son los que pertenecen a la tendencia, muy alemana también, del "Protestantismo liberal", pero éstos, conservando nominalmente el punto de vista religioso, quieren reducirlo a un simple "moralismo", lo que equivale de hecho a destruirlo por la doble supresión del dogma y del culto, en nombre de un racionalismo que no es más que un sentimentalismo disfrazado. Así pues, el resultado final es el mismo que para los no creyentes puros y simples, amantes de "moral independiente", por más que la intención esté quizá mejor disimulada; ésta no es, en suma, más que la terminación lógica de las tendencias que el espíritu protestante, que es también el espíritu germánico moderno, lleva en sí desde el principio. Se ha visto recientemente una tentativa, felizmente desenmascarada, para hacer penetrar este mismo espíritu, -bajo el nombre de modernismo– en el propio Catolicismo, y es también de Alemania de donde partió este movimiento, que se proponía reemplazar la religión por una vaga "religiosidad", es decir por una aspiración sentimental que la "vida moral" basta para satisfacer, y que, para llegar a día, debía esforzarse por destruir los dogmas -aplicándoles la crítica- y constituyendo una teoría de su "evolución", es decir, sirviéndose siempre de esta misma arma de guerra que es la "ciencia de las religiones", que acaso no tuvo nunca otra razón de ser.

Hemos dicho ya que el espíritu "evolucionista" es inherente al "método histórico", y se puede ver una aplicación del mismo, entre otras muchas, en esta singular teoría según la cual las concepciones religiosas, o que se supone religiosas, habrían debido pasar necesariamente por una serie de fases sucesivas, de las cuales las principales llevan comúnmente los nombres de fetichismo, de politeísmo y de monoteísmo. Esta hipótesis es comparable a la que fue emitida en el dominio de la lingüística, y según la cual las lenguas, en el curso de su desarrollo, pasarían sucesivamente por las formas monosilábica, aglutinante y flexiva: ésta es una suposición del todo gratuita, que no está confirmada por ningún hecho, y a la cual los hechos son también claramente contrarios, dado que jamás se ha podido descubrir el menor indicio del paso real de una a la otra de estas formas; lo que se ha tomado por tres fases sucesivas, en virtud de una idea preconcebida, son simplemente tres tipos distintos a los cuales se unen respectivamente los diversos grupos lingüísticos, permaneciendo cada uno siempre en el tipo al cual pertenece. Se puede decir lo mismo de otra hipótesis de orden más general, la que Auguste Comte formuló bajo el nombre de "ley de los tres estados", y en la cual transforma en estados sucesivos los dominios diferentes del pensamiento, que siempre pueden existir simultáneamente, pero entre los cuales quiere ver una incompatibilidad, porque se imaginó que todo conocimiento posible tenía exclusivamente por objeto la explicación de los fenómenos naturales, lo que no se aplica en realidad más que al solo conocimiento científico. Se ve que esta concepción caprichosa de Comte, que sin ser propiamente "evolucionista" tenía algo de este mismo espíritu, está emparentada con la hipótesis del "naturalismo" primitivo, puesto que en ella las religiones no pueden ser más que ensayos prematuros y provisionales, al mismo tiempo que una preparación indispensable de lo que será más tarde la preparación científica; y en el desarrollo mismo de la fase religiosa, Comte cree poder establecer precisamente, como otras tantas subdivisiones, los tres grados, fetichista, politeísta y monoteísta. No insistiremos más sobre la exposición de esta concepción, por lo demás generalmente conocida, pero hemos creído oportuno marcar la correlación, muy a menudo inadvertida, de puntos de vista diversos, que proceden todos de las mismas tendencias generales del espíritu occidental moderno.

Para acabar de mostrar lo que hay que pensar de estas tres pretendidas fases de las concepciones religiosas recordaremos ante todo lo que anteriormente dijimos: que no ha habido jamás ninguna doctrina esencialmente politeísta, y que el politeísmo no es, como los "mitos" que se unen a él tan estrechamente, más que una grosera deformación que resulta de una incomprehensión profunda; por lo demás, politeísmo y antropomorfismo no se generalizaron verdaderamente sino entre los Griegos y los Romanos, y en otras partes permanecieron en el dominio de los errores individuales. Toda doctrina verdaderamente tradicional es, pues, en realidad monoteísta, o, más exactamente, es una "doctrina de unidad", o también de "no-dualidad", que se vuelve monoteísta cuando se la quiere traducir en modo religioso; en cuanto a las religiones propiamente dichas, Judaísmo, Cristianismo e Islamismo, es demasiado evidente que son puramente monoteístas. Ahora, por lo que se refiere al fetichismo, esta palabra de origen portugués significa literalmente "hechicería"; lo que designa no es, pues, religión o alguna cosa más o menos análoga, sino magia, y hasta de la clase más inferior. La magia no es de ningún modo una forma de religión, ya se la suponga primitiva o desviada, y tampoco es, como otros lo han sostenido, algo que se opone en su esencia a la religión, una especie de "contra-religión", si se puede emplear esta expresión; en fin, tampoco es de ella de donde surgieron a la vez la religión y la ciencia, según una tercera opinión que no está mejor fundada que las dos precedentes; todas estas confusiones muestran que los que hablan de esto no saben de qué se trata.

En realidad, la magia pertenece al dominio de la ciencia, y, más precisamente, de la ciencia experimental; a ella corresponde el manejo de ciertas fuerzas, que en el Extremo Oriente son llamadas "influencias errantes", y cuyos efectos, por extraños que puedan parecer, no dejan de ser fenómenos naturales que tienen sus leyes como todos los otros. Esta ciencia es sin dudarlo susceptible de una base tradicional, pero, aun así, sólo tiene el valor de una aplicación contingente y secundaria; hay que agregar también, para estar al tanto de su importancia, que es generalmente desdeñada por los verdaderos poseedores de la tradición, los que, salvo en ciertos casos especiales y determinados, la abandonan a los juglares errantes, que sacan provecho de ella divirtiendo a la multitud. Estos magos se encuentran a menudo en la India, donde se les da comúnmente la denominación árabe de "faqirs", es decir, "pobres" o "mendigos", y son hombres a quienes su incapacidad intelectual ha detenido en el camino de una realización metafísica; como ya lo hemos dicho, interesan sobre todo a los extranjeros, y no merecen más consideración que la que les conceden sus compatriotas. No queremos discutir de ningún modo la realidad de los fenómenos producidos así, aunque a veces sólo sean imitados o simulados, en condiciones que suponen por otra parte un poder de sugestión poco común, junto al cual los resultados obtenidos por los occidentales que tratan de entregarse al mismo género de experimentación, aparecen como despreciables e insignificantes, lo que discutimos es el interés de estos fenómenos, que son absolutamente independientes de la doctrina pura y de la realización metafísica que aquella admite. Éste es el momento de recordar que todo lo que proviene del dominio experimental nunca prueba nada, a menos que no sea negativamente, y puede servir cuando mucho para ilustración de una teoría; un ejemplo no es ni un argumento ni una explicación, y nada es más ilógico que hacer depender un principio, aun relativo, de una de sus aplicaciones particulares.

Si hemos querido precisar aquí la verdadera naturaleza de la magia, es porque se hace desempeñar a ésta un papel considerable en cierta concepción de la "ciencia de las religiones", que es la llamada "escuela sociológica"; después de haber buscado largo tiempo, sobre todo para dar una explicación psicológica de los "fenómenos religiosos", se trata más bien ahora, en efecto, de dar de ellos una explicación sociológica, y ya hemos hablado de esto a propósito de la definición de religión; a nuestro juicio, estos dos puntos de vista son tan falsos el uno como el otro, e igualmente incapaces de dar cuenta de lo que es verdaderamente la religión, y con mayor razón de la tradición en general. Auguste Comte quería comparar la mentalidad de los antiguos con la de los niños, lo que era bastante ridículo; pero lo que no lo es menos, es que los sociólogos actuales pretenden asimilarla a la de los salvajes, que ellos llaman "primitivos", cuando nosotros, por el contrario, los consideramos como degenerados. Si los salvajes hubiesen estado siempre en el estado inferior en que los vemos no podría explicarse que exista entre ellos una multitud de usos que ellos mismos no comprenden ya, y que, siendo muy diferentes de lo que se encuentra por dondequiera, lo que excluye la hipótesis de una importación extranjera, no pueden ser considerados sino como vestigios de civilizaciones desaparecidas, civilizaciones que debieron ser, en una antigüedad muy remota, hasta prehistórica, las de los pueblos de los que estos salvajes actuales son los descendientes y los últimos restos; señalamos esto para permanecer en el terreno de los hechos y sin perjuicio de otras razones más profundas, que son también más decisivas a nuestros ojos, pero que serían muy poco accesibles a los sociólogos y a otros "observadores" analistas. Agregaremos simplemente que la unidad esencial y fundamental de las tradiciones permite a menudo interpretar, por un empleo juicioso de la analogía, y teniendo siempre en cuenta la diversidad de las adaptaciones, condicionada por la de las mentalidades humanas, las concepciones a las cuales se ligaban primitivamente los usos de los que acabamos de hablar, antes de que fueran reducidos al estado de "supersticiones"; de igual manera, la misma unidad permite también comprender en una amplia medida las civilizaciones que sólo nos han dejado monumentos escritos o figurados: es lo que indicamos desde el principio, hablando de los servicios que el verdadero conocimiento del Oriente podría hacer a todos los que quieren estudiar seriamente la antigüedad, y que, tratando de obtener enseñanzas que valgan la pena, no se contentan con el punto de vista del todo exterior y superficial de la simple erudición.

Capítulo III:

El Teosofismo

Si se debe, deplorando la ceguera de los orientalistas oficiales, respetar por lo menos su buena fe, no sucede lo mismo cuando se trata de los autores y propagadores de ciertas teorías de las que vamos a hablar ahora, y que no pueden tener por efecto más que desacreditar los estudios orientales y alejar de ellos a los espíritus serios pero mal informados, presentándolos como la expresión auténtica de las doctrinas de la India, un tejido de divagaciones y de absurdos, indignos sin duda de retener su atención. La difusión de estos desvaríos, por lo demás, no sólo tiene el inconveniente negativo, pero ya grave, que acabamos de señalar; como la de muchas cosas análogas, es, además, eminentemente apropiado para desequilibrar los espíritus más débiles y las inteligencias menos sólidas que los toman en serio, y a este respecto constituye un verdadero peligro para la mentalidad en general, peligro cuya realidad testimonian demasiados ejemplos lamentables. Estas empresas son tanto menos inofensivas cuanto que los occidentales de hoy tienen una marcada tendencia a dejarse atrapar por todo lo que presenta apariencias extraordinarias y maravillosas; el desarrollo de su civilización en un sentido exclusivamente práctico, al quitarles toda dirección intelectual efectiva, abre el camino a todas las extravagancias pseudo-cientifícas y pseudo-metafísicas, por poco que parezcan aptas para satisfacer este sentimiento que desempeña en ellos un papel considerable, en razón de la ausencia misma de la intelectualidad verdadera. Además, el hábito de dar la preponderancia a la experimentación en el dominio científico, el de apegarse casi exclusivamente a los hechos y de atribuirles más valor que a las ideas, viene también a reforzar la posición de todos los que, para edificar las teorías más inverosímiles, pretenden apoyarse en fenómenos cualesquiera, verdaderos o supuestos, a menudo mal comprobados, y en todo caso mal interpretados, y que tienen por esto mismo muchas más probabilidades de éxito entre el gran público que los que deseando enseñar doctrinas serias y seguras se dirigen únicamente a la pura inteligencia. Ésta es la explicación muy natural de la concordancia, desconcertante a primera vista, que existe, como se puede comprobar en Inglaterra y sobre todo en América, entre el desarrollo exagerado del espíritu práctico y un despliegue casi indefinido de toda clase de locuras semirreligiosas, en las cuales la experimentación y el pseudo-misticismo de los pueblos anglosajones encuentran a la vez su satisfacción; esto prueba que, a pesar de las apariencias, la mentalidad más práctica no es la mejor equilibrada.

En la misma Francia, el peligro que señalamos no es despreciable por ser menos visible; lo es tanto menos cuanto que el espíritu de imitación del extranjero, la influencia de la moda y la necedad mundana se unen para favorecer la expansión de semejantes teorías en ciertos medios y para hacerles encontrar en ellos los elementos materiales de una difusión más amplia aún, por una propaganda que reviste hábilmente formas múltiples para llegar a los públicos más diversos. La naturaleza de este peligro y su gravedad no permiten guardar ningún miramiento a los que son la causa de él; estamos aquí en el dominio del charlatanismo y de la fantasmagoría, y, si hay que compadecer muy sinceramente a los ingenuos que forman la mayoría de los que se complacen en ellos, las gentes que conducen conscientemente esta clientela de cándidos y hacen que sirva a sus intereses, en cualquier orden que sea, sólo deben inspirar menosprecio. Hay por otra parte, en esta clase de cosas, varias maneras de ser engañado, y la adhesión a las teorías en cuestión está lejos de ser la única; entre los mismos que las combaten por razones diversas, la mayoría están insuficientemente armados y cometen la falta involuntaria, pero capital sin embargo, de tomar por ideas verdaderamente orientales lo que no es más que el producto de una aberración puramente occidental; sus ataques, dirigidos a menudo con las más laudables intenciones, pierden por esto casi todo su alcance real. Por otra parte, algunos orientalistas oficiales toman también en serio estas teorías; no queremos decir que las consideren como verdaderas en sí mismas, porque, dado el punto de vista especial en el cual se colocan, no se plantean siquiera la cuestión de su verdad o de su falsedad; pero las consideran erróneamente como representativas de cierta parte o de cierto aspecto de la mentalidad oriental, y es en esto que están engañados: por no conocer esta mentalidad, y con tanta mayor facilidad cuanto que no les parece encontrar allí para ellos una competencia incómoda. Hay también a veces extrañas alianzas, principalmente en el terreno de la "ciencia de las religiones", de las que Burnouf da el ejemplo; quizá este hecho se explica simplemente por la tendencia antirreligiosa y antitradicional de esta pretendida ciencia, tendencia que la pone naturalmente en relaciones de simpatía y aun de afinidad con todos los elementos disolventes que, por otros medios, persiguen un trabajo paralelo y concordante. El que no quiera atenerse a las apariencias podría hacer observaciones muy curiosas y muy instructivas, en éste como en otros dominios, sobre la parte que es posible extraer a veces del desorden y de la incoherencia, o de lo que así parece, con vistas a la realización de un plan bien definido, y sin que lo sepan los que no son más que instrumentos más o menos conscientes; éstos son, en cierto modo, medios políticos; pero de una política un poco especial y, por lo demás, contrariamente a lo que algunos podrían creer, la política, aun en el sentido más estrecho en que se la entiende por lo común, no es del todo extraña a las cosas que consideramos en este momento.

Entre las pseudo doctrinas que ejercen una influencia nefasta sobre porciones más o menos extensas de la mentalidad occidental, y que, siendo de origen muy reciente, pueden agruparse en su mayor parte bajo la denominación común de "neo-espiritualismo"; las hay, como el ocultismo y el espiritismo por ejemplo, sobre las que no diremos nada aquí, porque no tienen ningún punto de contacto con los estudios orientales; de la que se trata más precisamente, y que no tiene de oriental más que la forma exterior bajo la cual se presenta, es la que llamaremos el "teosofismo". El empleo de esta palabra, a pesar de lo que tiene de inusitado, se justifica suficientemente por el cuidado de evitar confusiones; no es posible, en efecto, servirse en este caso de la palabra "teosofía", que existe desde hace largo tiempo para designar, entre las especulaciones occidentales, otra cosa mucho más respetable, cuyo origen debe buscarse en la Edad Media; aquí se trata únicamente de las concepciones que pertenecen en propiedad a la organización contemporánea que se intitula "Sociedad Teosófica", cuyos miembros son "teosofistas", expresión que por otra parte es de uso corriente en inglés, y no "teósofos". No podemos ni queremos hacer aquí, ni siquiera someramente, la historia, sin embargo interesante bajo ciertos aspectos, de esta "Sociedad Teosófica", cuya fundadora supo poner en juego, gracias a la influencia singular que ejerció en los que la rodeaban, los conocimientos bastante variados que poseía, y que les faltan totalmente a sus sucesores; su pretendida doctrina, formada de elementos tomados en las fuentes más diversas, a menudo de valor dudoso, y unidos en un sincretismo confuso y poco coherente, se presentó al principio bajo la forma de un "Budismo esotérico" que, como ya lo indicamos, es puramente imaginario; terminó recientemente en un llamado "Cristianismo esotérico" que no es menos caprichoso. Nacida en América, esta organización, aunque aparecía como internacional, se volvió puramente inglesa por su dirección, excepto algunas ramas disidentes de muy pequeña importancia; a pesar de todos sus esfuerzos, apoyados por ciertas protecciones que le aseguran consideraciones políticas que no precisaremos, nunca ha podido reclutar más que un pequeño número de Hindúes descarriados, profundamente menospreciados por sus compatriotas, pero cuyos nombres pueden causar impresión a la ignorancia europea; por lo demás, se cree muy generalmente en la India que ésta no es más que una secta protestante de un género algo particular, asimilación que parecen justificar a la vez su personal, sus procedimientos de propaganda y sus tendencias "moralistas", sin hablar de su hostilidad, ya solapada, ya violenta, contra todas las instituciones tradicionales. En el aspecto de las producciones intelectuales, han aparecido sobre todo, desde las indigestas compilaciones del principio, una multitud de relatos fantásticos, debidos a la "clarividencia" especial que se obtiene, según parece, por el "desarrollo de los poderes latentes del organismo humano"; ha habido también algunas traducciones bastante ridículas de textos sánscritos, acompañadas de comentarios y de interpretaciones más ridículas todavía, y que no se atreven a exponer demasiado públicamente en la India, donde se difunden de preferencia las obras que desnaturalizan la doctrina cristiana bajo el pretexto de exponer su pretendido sentido oculto; un secreto como ése, si realmente existiera en el Cristianismo, no se explicaría y no tendría ninguna razón de ser válida, porque es evidente que seria trabajo inútil el buscar profundos misterios en todas estas elucubraciones "teosofistas".

Lo que a primera vista caracteriza al "teosofismo", es el empleo de una terminología sánscrita bastante complicada, en la que las palabras son tomadas a menudo en un sentido muy diferente del que tienen en realidad, lo que no es asombroso, desde el momento en que sólo sirven para encubrir concepciones esencialmente occidentales, y tan alejadas como es posible de las ideas hindúes. Para dar un ejemplo, la palabra karma, que significa "acción" como lo hemos dicho, es empleada constantemente en el sentido de "causalidad", lo cual es más que una inexactitud; pero lo más grave todavía, es que esta causalidad está concebida de manera muy especial, y que, por una falsa interpretación de la teoría del apûrva que expusimos a propósito de la Mîmânsâ, se llega a disfrazarla en una sanción moral. Nos hemos explicado lo bastante sobre este particular para darnos cuenta de toda la confusión de puntos de vista que supone esta deformación y, sin embargo, al reducirla a lo esencial, hacemos a un lado todos los absurdos accesorios de los que está rodeada; sea como fuere, muestra cuánto se ha penetrado el "teosofismo" de esta sentimentalidad tan especial de los occidentales, y por lo demás, para ver hasta dónde llega el "moralismo" y el pseudo-misticismo, no hay más que abrir cualquiera de las obras en las que se expresan estas concepciones; y también cuando se examinan obras mas o menos recientes, se percibe que se van acentuando todavía más estas tendencias, quizá porque los jefes de la organización tienen una mentalidad cada vez más mediocre, pero quizá también esta orientación es verdaderamente la que responde mejor al fin que se proponen. La sola razón de ser de la terminología sánscrita en el "teosofismo" es la de dar a lo que hace las veces de doctrina (porque no consentimos en llamar a esto una doctrina) una apariencia propia para ilusionar a los occidentales y seducir a algunos de entre ellos, que aman el exotismo en la forma, pero que en cuanto al fondo, se quedan muy satisfechos con volver a encontrar ahí concepciones y aspiraciones conformes a las suyas, y que serían incapaces de comprender nada de las doctrinas auténticamente orientales; este estado de espíritu, frecuente entre las que se llaman "gentes mundanas", es bastante comparable al de los filósofos que experimentan Ia necesidad de emplear palabras extraordinarias y pretenciosas para expresar ideas que, en suma, no difieren muy profundamente de las del vulgo.

El "teosofismo" concede una importancia considerable a la idea de "evolución", lo cual es muy occidental y muy moderno; y, como la mayoría de las ramas del espiritismo, al cual está un poco ligado por sus orígenes, asocia esta idea a la de "reencarnación". Esta última concepción parece que nació entre ciertos soñadores socialistas de la primera mitad del siglo XIX, para los cuales estaba destinada a explicar la desigualdad de las condiciones sociales, particularmente desagradable a sus ojos, aunque es muy natural en el fondo, y que, para el que comprende el principio de la institución de las castas, fundado sobre la naturaleza de las diferencias individuales, no se plantea; por lo demás, las teorías de este género, como las del "evolucionismo", no explican nada realmente, y, aun remontando la dificultad, indefinidamente si se quiere, la dejan subsistir finalmente toda entera, si es que hay dificultad en ello; y, si no la hay, son perfectamente inútiles. Por lo que hace a la pretensión de hacer remontar la concepción reencarnacionista a la antigüedad, no descansa sobre nada, si no es sobre la incomprehensión de algunas expresiones simbólicas, de donde nació una grosera interpretación de la "metempsicosis" pitagórica en el sentido de una especie de "transformismo psíquico"; de igual modo se han podido tomar por vidas terrestres sucesivas lo que, no sólo en las doctrinas hindúes, sino también en el Budismo, es una serie indefinida de cambios de estado de un ser, en la que cada estado tiene sus condiciones características propias, diferentes de las de los otros, y que constituyen para el ser un ciclo de existencia que no puede recorrer más que una sola vez, y la existencia terrestre, o aún, más generalmente, corporal, no representa más que un estado particular entre una infinidad de otros. La verdadera teoría de los estados múltiples del ser es de la más alta importancia desde el punto de vista metafísico; no podemos desarrollarla aquí, pero hemos tenido por fuerza que hacer alguna alusión a ella, principalmente a propósito del apûrva y de las "acciones y reacciones concordantes".

En cuanto al "reencarnacionismo", que no es más que una necia caricatura de esta teoría, todos los orientales, salvo quizá algunos ignorantes más o menos occidentalizados cuya opinión no tiene ningún valor, se oponen a ella unánimemente; su absurdidad metafísica es fácilmente demostrable, porque admitir que un ser puede pasar varias veces por el mismo estado equivale a suponer una limitación de la Posibilidad universal, es decir a negar el Infinito, y esta negación es, en sí misma, contradictoria en sumo grado. Conviene dedicarse especialmente a combatir la idea de reencarnación, primero porque es absolutamente contraria a la verdad, como acabamos de hacerlo ver en pocas palabras, y luego por otra razón de orden más contingente, la de que esta idea, popularizada sobre todo por el espiritismo, la menos inteligente de todas las escuelas "neo-espiritualistas", y al mismo tiempo la más difundida, es una de las que contribuyen con más eficacia a este trastorno mental que señalamos al principio del presente capítulo, y cuyas víctimas son desgraciadamente mucho más numerosas de lo que pueden pensar los que no están al corriente de estas cosas. No podemos naturalmente insistir aquí sobre ese punto de vista; pero, por otro lado, hay que agregar también que mientras los espiritistas se esfuerzan por demostrar la pretendida "reencarnación", así como la inmortalidad del alma, "científicamente", es decir por la vía experimental, que es incapaz de dar el menor resultado a este respecto, la mayoría de los "teosofistas" parecen ver en ella una especie de dogma o de artículo de fe que hay que admitir por motivos de orden sentimental, pero sin que haya lugar para dar de ella ninguna prueba racional o sensible. Esto prueba muy claramente que se trata de constituir una pseudo-religión, en competencia con las religiones verdaderas del Occidente, y sobre todo con el Catolicismo, porque, en lo que hace al Protestantismo, se acomoda muy bien con la multiplicidad de las sectas, que engendra aun espontáneamente, por efecto de su ausencia de principios doctrinales; esta pseudo-religión "teosofista" trata actualmente de darse una forma definida tomando por punto central el anuncio de la venida inminente de un "gran instructor", al que sus profetas presentan como el Mesías futuro y como una "reencarnación" del Cristo: entre las transformaciones diversas del "teosofismo", ésa, que alumbra singularmente su concepción del "Cristianismo esotérico", es la última en fecha, al menos hasta hoy, pero no es la menos significativa.

Capítulo IV:

El Vedanta occidentalizado

Nos falta mencionar todavía, en un orden de ideas que está en mayor o menor conexión con el orden al cual pertenece el "teosofismo", ciertos "movimientos" que, por haber tenido su punto de partida en la misma India, no dejan de ser por esto de inspiración por completo occidental, y en los cuales hay que conceder una parte preponderante a esas influencias políticas a las que ya hicimos alusión en el capítulo precedente. Su origen remonta a la primera mitad del siglo XIX, época, en la que Râm Mohun Roy fundó el BrahmaSamâj o "Iglesia hindú reformada", cuya idea le fue sugerida por misioneros anglicanos, y en la que se organizó un "culto" exactamente copiado sobre el plan de los servicios protestantes. Nunca había habido, hasta ese momento, algo a lo que se pudiera aplicar una denominación tal como la de "Iglesia hindú" o de "Iglesia brahmánica", porque semejante asimilación no era posible ni por el punto de vista esencial de la tradición hindú, ni por el modo de organización que le corresponde; fue, en efecto, la primera tentativa para hacer del Brahmanismo una religión en el sentido occidental de esta palabra, y, al mismo tiempo, se quiso hacer una religión, animada de tendencias idénticas a las que caracterizan al Protestantismo.

Partes: 1, 2, 3, 4
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