La lógica de la evidencia se convierte en una lógica obscena, de tan excesivamente visible, de tan crudamente detallista. "La obscenidad es la proximidad absoluta de la cosa vista, el hundimiento de la mirada en la pantalla de la visión: hipervisión en primer plano, dimensión sin retroceso, promiscuidad de la mirada con lo que se ve".
Todo debe ser mostrado: el dolor de unos padres por el asesinato de su hijo; la cámara se detiene en el llanto, impiadosa, revulsiva de morbosidad. Las palabras –un periodista pregunta a la madre cómo se siente ante la dolorosa noticia- suenan patéticas y hasta perversas a fuerza de innecesarias.
Todo debe ser exhibido: como el back-stage de un film, en donde se muestra el proceso previo pero también el más allá en los sets de filmación, los artistas, los políticos –en suma, los hombres públicos- también exhiben el back-stage de sus vidas privadas. Abren las puertas de sus casas, ventilan ciertas intimidades, muestran su perfil cotidiano, sus familias, sus mascotas. Es parte de su trabajo: exhibirse, mostrarse, evidenciar su presencia en la imagen, en la pantalla. Explicitan, de alguna manera, una premisa irrevocable de nuestros tiempos: "Algo existe si, y sólo si, atrae la atención de la TV".[3]
Pero, por otro lado, la obscenidad también tiene que ver con la abrumadora repetición de imágenes, esa machacante y persistente ideología del exceso, de la saturación: lacerante redundancia que invade la mirada extática del espectador. Todos los excesos saturan: ¿cuántas horas de información y de comunicación demandó, por ejemplo, el Sexgate? Reiteración incesante de imágenes que recorrieron el mundo, páginas enteras de diarios y revistas con los rostros de Clinton y la pasante Lewinsky. "Es la obscenidad de todo lo que es incansablemente filmado, filtrado, revisado y corregido bajo el gran angular de lo social, de la moral y de la información (…) Muchas cosas son obscenas porque tienen un exceso de sentido, porque ocupan demasiado espacio".[4]
El registro de lo obsceno se ha invertido: si antes radicaba en lo oculto, en lo inhibido –aquello que no se mostraba porque resultaba pudorosamente chocante- hoy la obscenidad está en el mostrar en exceso, en la sobresaturación de lo exhibido. Es la transparencia de lo social, la transparición de lo social (y del sexo) como sentido, como referencia, como evidencia.[5]
La lógica de la evidencia se empeña en mostrar lo real a pura prepotencia de imagen. Pero ocurre que las cosas sólo son ‘reales’ al precio de ser mostradas bajo una luz demasiado cruda. Es lo que ocurre con la pornografía: el acto sexual es excesiva e implacablemente ‘verdadero’ de tan visible, aunque no sea necesario ni verosímil.
La premisa de estos tiempos parece ser: mostrar todo, a cualquier precio, aún a cuenta de nada. A las discusiones acerca de la instauración de una Zona Roja en la ciudad, se suceden en incesantes desfiles infinidades de travestis lanzados en absurdas y fingidas disputas con otros invitados en esos talk-shows que se proponen como el reflejo de los acontecimientos que ocurren en la vida social, y no alcanzan a ser ni siquiera su parodia. Mostrar, exhibir, es la consigna: un grupo de seres anónimos deciden reflejar sus conductas frente a las cámaras –en el formato de reality-shows que proponen las nuevas normas del entretenimiento global-, las discusiones más absurdas y banales sobre los temas más inverosímiles completan los espacios de la imagen.
La evidencia tiene que ver con la exacerbación del detalle –propia del porno-, con la lógica de lo explícito, "con la iluminación de lo social a la manera de un strip-tease integral y generalizado".[6] Todo está allí, en la pantalla, desnudo, fidedigno: ¿podemos dudar de lo que nos propone? En aras de esa transparencia, ¿estamos en condiciones de objetar? ¿Hay algo que podamos analizar?
El espectáculo de la evidencia nos deja perplejos; vemos pero no contemplamos, sorprendidos e impotentes, informados y paralizados. La lógica de la evidencia deja al espectador extasiado, vacío, inerte en su patetismo.
El espectáculo de la evidencia
En esta misma lógica se inscribe un proceso de transparencia política y social nunca antes exhibido por las estructuras mediáticas de la información y la comunicación. Allí donde antes parecía existir un orden ficticio, hoy los medios muestran un verdadero caos; allí donde la palabra política funcionaba con una lógica estructurada, de ‘conferencia de prensa’, disciplinada y ordenada, hoy se denota fragmentada, parcializada y caótica. Los políticos acceden a las requisitorias periodísticas desde un bar, un evento social, una cancha de fútbol, no sólo desde el Parlamento o el estudio televisivo. Es más, ellos mismos producen el evento para fines mediáticos. Se muestra el recinto legislativo y todo lo que en él sucede: acuerdos, discusiones y peleas entre legisladores, denuncias, sospechas. Todo queda flotando en la cotidianeidad mediática.
El procedimiento periodístico de la cámara oculta capta la evidencia de la corrupción: un personaje –siempre es un personaje menor, ya que parecen existir límites infranqueables- es descubierto in fraganti en un ilícito. Victoria de la investigación mediática, que se ha cobrado un peón del inmenso ajedrez.
Las discusiones se suscitan entre los hombres públicos de la política; intercambios de opinión, sospechas cruzadas, acusaciones; injurias, intimaciones y solicitudes de juicio político. Ratificaciones y rectificaciones, conceptos sacados de contexto, malos entendidos, falsas y aviesas intenciones. Todo está minuciosamente registrado en los archivos de la información y los medios.
La cantidad e intensidad de denuncias de corrupción contra los hombres y las mujeres de la política no tiene precedentes: periodistas y comunicadores lanzados a una implacable caza de brujas en pos de la ética y la honestidad, emprenden unas cruzadas contra el delito y sus agentes políticos; investigan sus cuantiosas y espurias fortunas, sus ilícitas maniobras económicas, sus siniestros contactos, sus vertiginosos ascensos.
Todo el proceso delictivo es investigado paso a paso, detallado, reiterado, amplificado: un presidente es sospechado de corrupción, y la pantalla televisiva y los demás medios audiovisuales explotan en una histeria generalizada en la búsqueda de la evidencia, en el vértigo sofocante de la primicia, en el delirio de explicarlo, amplificarlo todo. Entran en escena nuevos personajes, que ofician de denunciantes, y aseguran aportar pruebas contundentes; inician, de esta manera, un largo peregrinaje por los medios, quienes detendrán su atención sólo después de haberles dedicado infinidad de espacios, entrevistas exclusivas, en una acumulación fabulosa de información, en una saturación prominente de imágenes, textos y palabras. "Histeria de causalidad: búsqueda obsesiva del origen, de la responsabilidad, de la referencia, intento de agotar los fenómenos incluso en sus causas infinitesimales (…); el delirio de explicarlo todo, de imputarlo todo, de referenciarlo a todo".[7]
Esta histeria ha llevado a los medios a espectacularizar la denuncia, la ha convertido en un folletín por entregas, en una producción cotidiana de información que complace al espectador y lo arrastra, atónito, paralizado, absorbido por el torrente del acontecimiento. La denuncia, de esta manera, pierde su condición de prueba condenatoria: sólo se ha transformado en espectáculo, donde todos los actores –denunciantes e inculpados- juegan a armar sus propias estrategias. Y esto ocurre porque todo evento carece efectivamente de consecuencias: nadie asumirá la responsabilidad, ningún individuo pagará las culpas, ningún cargo será virtualmente ejecutado contra los hacedores de ilícitos. El acontecimiento mismo quedará arrumbado en el arcón de los recuerdos.
Ya nada sorprende ni escandaliza al espectador, acostumbrado como está al consumo del evento espectacularizado. Su éxtasis se transforma en apatía. Porque "la apatía responde a la plétora de informaciones, a su velocidad de rotación; tan pronto ha sido registrado, el acontecimiento se olvida, expulsado por otros aún más espectaculares".[8]
*La presente nota es un capítulo del libro El fin del secreto. Ensayos sobre la privacidad contemporánea.
Bibliografía
[1] Peter SCHNEIDER, El final de la certeza, Grupo Editorial Norma, Colección La Pequeña Biblioteca, Santa Fe de Bogotá, 1998.
[2] Jean BAUDRILLARD, Las estrategias fatales, Anagrama, Colección "Argumentos", Barcelona, 1984.
[3] Oscar LANDI, Devórame otra vez, Qué hizo la TV con la gente, Qué hace la gente con la TV, Planeta Espejo de la Argentina, Buenos Aires, 1992.
[4] Jean BAUDRILLARD, ob.cit.-
[5] íbid.-
[6] Gilles LIPOVETZKY, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Anagrama, Colección "Argumentos", Barcelona, 1986.
[7] Jean BAUDRILLARD, ob.cit.-
[8] Gilles LIPOVETZKY, ob.cit.-
Gabriel Cocimano
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