La lógica de la evidencia
Enviado por Gabriel Cocimano
En los medios masivos todo lo real se muestra de una manera contundente, sin sutilezas; se impone bajo una mirada despiadada, se lo significa a la fuerza. Existe una crudeza exacerbada, una hiperrealidad, que es casi una violencia morbosa y obscena en el tratamiento de los acontecimientos, o del espectáculo que estos consiguen generar.
Las imágenes televisivas muestran redundantemente una serie de episodios de violencia que se suceden en el recinto de la Cámara de diputados de la Nación: los representantes del pueblo pierden su compostura, en un sucedáneo de escenas en las que imperan la lógica de un caos contundente y el realismo de unas imágenes crudas: insultos, corridas, golpes de puño, amenazas cruzadas, toda la batahola está allí, en vivo y en directo, frente a la pantalla, transcurriendo una y otra vez. Banquete periodístico, donde sobran las palabras de anclaje; espectáculo que deleita al espectador, y atrapa su mirada como un redoblante magnético.
Otras imágenes muestran en vivo a una mujer saltando desde su apartamento en llamas, a un escuadrón de la muerte asesinando a un niño en Río de Janeiro, a un grupo de policías neoyorquinos moliendo a palos a un ciudadano negro; escenas de violenta represión a manifestantes aparecen en los medios con siniestra cotidianeidad, un signo de los tiempos que corren. La repetición incansable de esas escenas se suceden, en una redundancia explícita y morbosa que sirve de espectáculo más que de disparador catártico.
En un talk show, una pareja confrontada decide exponer sus infidencias y confesiones, mostrar sus puntos oscuros, sacar sus ‘trapitos al sol’, a través de acusaciones mutuas, de denuncias de infidelidades, violaciones y perjuicios a terceros. La cámara de TV muestra, regocijada, el punto más alto de discusión, el cruce de sospechas, de golpes bajos, de ataques y bajezas sostenidos mutuamente, más allá de si su discurso resulta torpemente inverosímil.
Dos cuerpos tienen sexo: la cámara se acerca y se aleja, se pasea alucinante de detalles, los muestra con precisión en primerísimo plano, se regodea con la absoluta proximidad, bajo una luz demasiado cruda, excesivamente verdadera.
Es un hecho hoy que la realidad –toda la realidad- atraviesa los medios masivos: ellos, en verdad, la recrean, la tamizan y hasta la producen. Respecto de esto, el semiólogo italiano Umberto Eco postuló -en su ensayo "Las estrategias de la Ilusión"- que la televisión había pasado de ser "vehículo de hechos" a vehículo "para la producción de hechos", de "espejo de la realidad a productora de realidad".
Y todo lo real se muestra de una manera contundente, sin sutilezas; se impone bajo una mirada despiadada, se lo significa a la fuerza. Existe una crudeza exacerbada, una hiperrealidad, que es casi una violencia morbosa y obscena en el tratamiento de los acontecimientos, o del espectáculo que estos consiguen generar.
Es la lógica de la evidencia, la prueba irrefutable de que la realidad –al menos, la que crean y recrean los medios- está allí, frente al espectador; la contundencia de la imagen que hace innecesaria toda palabra, toda explicación, todo razonamiento. "El mejor comentario verbal sobre una crueldad es impotente frente a la imagen visual, rica en detalles, del mismo hecho"[1].
¿Qué hacer ante la evidencia de la prueba ‘condenatoria’, ante la cual el espectador queda mudo, atónito, sin reacción? Pongamos por caso: se ha producido un robo en un comercio que cuenta con el dispositivo de cámara oculta para filmar todo lo que allí ocurre; en el vídeo, se percibe claramente el rostro y el ‘modus operandi’ de los delincuentes: ¿cómo no rendirse ante esa lógica, ante esa contundencia arrolladora? La prueba vale más que mil argumentos. Cuando se impone la evidencia, el espectador queda impertérrito, anonadado, extasiado (de éxtasis: cualidad propia de todo cuerpo que gira sobre sí mismo hasta la pérdida de sentido, y que resplandece en su forma pura vacía).
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