- Prefacio
- Biblia y arqueología
- Religión y escritura
- La religión: su origen y desarrollo
- Actualizar la palabra de Dios
- La Biblia y la vida cristiana
- Conclusión
- Fuentes
Prefacio
Hoy en día muchas personas están volviendo de nuevo a la lectura de la Biblia con un genuino interés por su contenido, buscando ayuda e inspiración en ella, ya que el mensaje de Dios produce una reacción extraordinaria en sus oyentes. Pero tal experiencia se deriva del hecho de que la Biblia es inspirada por Dios y lleva al hombre a estudiarla más de cerca para saber cómo explicar su poder.
Dios ha dispuesto transmitir su mensaje al hombre por medio de palabras, y por ello las palabras escritas originalmente por autores humanos fueron Palabras de Dios. Por ello la Biblia es a la vez divinamente inspirada y plenamente humana.
La Biblia es el relato de cómo Dios habló a una variedad de personas dentro de su situación particular a lo largo de los siglos. De ahí que lo que enseña la Biblia sobre algún tema en particular, va tomando cuerpo a medida que se cotejan las enseñanzas de varias partes de la Biblia hasta formar el cuadro completo. Estamos en busca de la suma total de la revelación dada en muchas y de muy variadas maneras.
Pero no debemos olvidar que la Biblia no es una especie de novela histórica que debamos leerla de principio a fin, sin detenernos a comprender su significado y sus mensajes. La Biblia es una colección de verdades eternas que no se deben intercambiar sin reparo en su trasfondo y propósito original.
No debemos sacar los escritos fuera de su contexto ni debemos recopilar esas verdades eternas contenidas en la Biblia y sumarlas para poder formar así una doctrina. El significado de una afirmación depende en parte de su contexto, por lo que debemos estar seguros de que se entienda un versículo a la luz de todo el pasaje que lo enmarca.
Por todo ello, este estudio bíblico-religioso, aunque básico, se ha elaborado con el propósito de comprender en lo posible la Biblia y su entorno religioso y, con ello, poderla aceptar con total conocimiento y en mayor profundidad.
Biblia y arqueología
Todo se inició cuando comenzaron a llegar a Europa y América los grandes monumentos y esfinges, primero de Italia y Grecia, y luego de Egipto y Asiria. Esto había ocurrido gradualmente en los siglos XVII y XVIII, pero en el siglo XIX llegó a su punto culminante. La egiptología comenzó con la expedición de Napoleón a Egipto, que incluía un cuerpo de expertos para examinar las antigüedades y llevarse algunas de ellas a Francia.
Algunos exploradores del Medio Oriente no eran mas que buscadores de tesoros, pero se tomaron la precaución de anotar las circunstancias del descubrimiento, haciendo planos de los sitios, los edificios y los objetos con mucho detalle. Gracias a todo ello, la mayoría de las grandes ciudades que se nombran en la Biblia pueden ser identificadas sobre el terreno, ya sea por consideraciones geográficas de orden general o por la tradición, o bien por los antiguos nombres conservados entre la gente de lugar. En muchos casos es posible estudiar la historia de algún lugar mediante la excavación de las ruinas. Pero algunas poblaciones importantes aún están ubicadas en su antiguo asiento, y por lo tanto poco se puede aprender acerca de la cultura material, como es el caso de Damasco.
En raras ocasiones en Palestina, pero con mayor frecuencia en Egipto y Mesopotamia, hay documentos escritos que dan la fecha a que pertenece una construcción. Faltando esto, la alfarería común del pueblo es también una guía valiosa. La vasija o la inscripción es de poco valor para el arqueólogo una vez separada de su medio en la tierra, de manera que es de primordial importancia anotar con exactitud el lugar del hallazgo.
A través de la técnica del carbono 14 se conoce que desde el año 6,000 a.C. y aún antes, el hombre levantaba sus asentamientos según sus primeros intentos de cultivar plantas comestibles, domesticar animales y regular el uso del agua. En alguna época anterior al año 5,000 a.C. se empezó a usar la cerámica y las técnicas para modelar, hornear y decorar, que se perfeccionaron en los diez siglos siguientes.
Y la arqueología nos muestra más detalles aún. Por ejemplo, el asentamiento en el oasis de Jericó, alrededor del año 7,000 a.C. estaba fuertemente guarnecido por una muralla de piedra y una torre de más de diez metros de altura. No es posible que semejantes fortificaciones se hayan erigido meramente para la protección contra animales salvajes, sino que indican el temor que el hombre tenía al hombre, aún en época tan remota.
Una idea de sus creencias se adquiere por el hecho de que preservaban las calaveras de los fallecidos, aunque se desconoce si eran antepasados venerados, o trofeos o talismanes para ahuyentar a los espíritus. También figuras humanas y de animales se moldeaban en arcilla y se labraban en hueso y en piedra. En Anatolia, en el Asia menor, los cuadros en vivos colores pintados en las paredes de barro indican un culto al toro y a otras criaturas. El culto a la figura materna se halla en muchos lugares.
En el siglo XX se realizaron hallazgos arqueológicos de antiguos papiros en las cuevas de Qumrán, junto al Mar Muerto (Israel) y en Nag-Mahadi (Egipto) que vinieron a confirmar muchos escritos bíblicos que se conservaban desde la antigüedad, principalmente en monasterios y abadías.
En efecto, estos hallazgos nos ayudan a confirmar la historia bíblica, aunque nuestra fe no debe basarse en descubrimientos arqueológicos, sino que debemos confiar en la Biblia simplemente porque es Palabra de Dios.
Religión y escritura
Las principales creencias y ritos religiosos estatales o metropolitanos se conocen por los textos, pero las creencias de la gente común, incluso la analfabeta en los principales centros de Egipto y Babilonia, sólo se pueden obtener de los restos de pequeñas capillas y santuarios caseros, tanto en forma de amuletos como figurillas de barro usadas para evitar el mal, según sus creencias.
Algunos descubrimientos elementales de medicina capacitaban a los médicos para aliviar el dolor y curar algunos males, pero en su mayor parte las enfermedades habían de dejarse en manos de los dioses. En un mundo donde la mortalidad del hombre era evidente, el respeto y el temor de lo sobrenatural matizaban cada aspecto de la vida diaria.
Sin las ruinas de los grandes templos y de los pequeños, así como sin las estatuillas de los dioses, los documentos que trataban sobre asuntos religiosos serían prácticamente incomprensibles. Esto puede aseverarse en cuanto a muchos tipos de textos, pese a lo valioso de su contenido. La recuperación de los escritos antiguos implica todos los riesgos de la preservación.
En Egipto los rollos de papiro perduran solamente cuando yacen en las partes desecadas del desierto. Ocasionalmente pueden sobrevivir en otras tierras en circunstancias similares, como es el mencionado caso de las cuevas de Qumran junto al Mar Muerto. Las tablillas de arcilla de Babilonia son más duraderas, aunque muy frágiles en el momento de descubrirse. Pero existen muy pocos documentos da países como Siria, Palestina y Gracia, donde normalmente se usaban el papel y el cuero, ya que se han descompuesto en la tierra. Únicamente cuando las inscripciones se grababan en piedra o se escribían en arcilla es que había mayor posibilidad de que perduraran.
Como resultado de lo anterior, existe mucha mejor documentación para algunos sectores y épocas que para otras. Ocasionalmente se descubre algún botadero de basura que contiene restos de papel, tal como ocurrió cerca de un grupo de aldeas grecorromanas en Egipto. Estos miles de papiros, denominados Oxyrhynchus han proporcionado suficiente información para poder reconstruir el gobierno y la vida de aquellos pueblos con lujo de detalles.
La acumulación de los hallazgos a lo largo de varias décadas indica que el segundo milenio a.C. fue el período en que se inventó el alfabeto. Inspirado en los jeroglíficos egipcios, un sencillo sistema de 20 o 30 símbolos se desarrolló a través de los siglos, perfeccionándose alrededor del año 1,000 a.C. Con esto, el arte de escribir quedó al alcance de cualquier persona y dejó de ser patrimonio exclusivo de los escribas.
El esfuerzo de los arqueólogos y de los expertos de quien ellos dependen ha contribuido enormemente en nuestro conocimiento del pasado del hombre. No obstante, cualquiera que sean las formas de los hallazgos, desafortunadamente la conclusión final es la misma; las pericias y las labores del hombre, grandes y pequeñas, no han logrado mejorar su naturaleza. Han aparecido grandes civilizaciones, pero el hombre en su vida diaria, sus aspiraciones, temores y anhelos religiosos, parece ser siempre el mismo. El mensaje divino de fe y renovación era tan necesario en tiempos de Abraham y de David como lo es hoy en día.
La religión: su origen y desarrollo
El origen de la religión ha sido en muchas ocasiones motivo de conjetura. Si las primeras criaturas que anduvieron erectas no tenían religión, y en tiempos de Jesús el hombre ya había alcanzado un nivel religioso elevado, es creíble que durante ese intervalo debe haber ocurrido una paulatina evolución religiosa hasta llegar a las formas más elevadas.
Las gentes tribales temían a los espíritus de la selva oscura, dependían de los brujos en la práctica de la magia y pensaban que las almas de los difuntos revoloteaban durante un tiempo en el ambiente y luego regresaban con otras formas, tal y como sostiene el animismo.
El siguiente paso es concluir que con el tiempo se le ocurrió a la gente que el amor al prójimo es la médula de la religión, y quien primero que nos lo enseñó con claridad fue Jesucristo, de quien proviene el cristianismo, o sea, la forma más elevada de la religión.
Cuando buscamos los orígenes de la religión comenzamos con humanos que podían responder a la voz de Dios. Se presume que al principio le amaban de todo corazón y también se amaban entre sí. Pero ya por el tercer y cuarto capítulos del Génesis encontramos que este primer amor por Dios y entre sí mismos es destruido por el pecado.
En ese primer estado el humano no necesitó de templos, sacerdotes o sacrificios. Sólo cuando entró el pecado fue que se hizo necesario el sacrificio. En el capítulo 4 del libro del Génesis vemos que Caín traía una ofrenda del fruto de la tierra, mientras que Abel llevaba un animal para sacrificar. Dios aceptó el sacrificio de Abel, pero rechazó el de Caín. Con ello había sido manifestada la única manera en que el hombre pecador podía acercarse a un Dios santo: por el derramamiento de sangre de animales, pues el pecado significa el rompimiento inexorable con Dios, y eso significa la muerte.
Al principio el jefe de familia o de la tribu presidía la ofrenda del sacrificio. Después del Éxodo de Egipto, Moisés instauró un linaje especial de sacerdotes descendientes de Aarón para supervisar los sacrificios de animales. Luego, en tiempos de Salomón, se construyó un gran templo para este mismo propósito y las ofrendas de sacrificios continuaron entre los judíos hasta el año 70 d.C.
En el Antiguo Testamento la matanza de cada animal adquiría un significado religioso, el cual sólo llegó a entenderse plenamente con la muerte de Jesucristo en la cruz, tal y como San Pablo nos lo menciona en su Carta a los Hebreos: "En cambio presentose Cristo como sumo sacerdote de los bienes futuros, a través de una Tienda mayor y más perfecta, no fabricada por mano de hombre, es decir, no de este mundo. Y penetró en el Santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia Sangre, consiguiendo una liberación definitiva" (Hebreos 9:11-14).
De manera que, según la Biblia, la primera religión del hombre era el monoteísmo, la fe en un solo Dios, y el sacrificio de animales indicaba que existía una manera de recibir perdón y ser de ser aceptado por Él. Y esto nos ayuda a entender la posterior historia de la religión.
El Antiguo Testamento nos deja ejemplos de cómo una y otra vez el hombre se inclinaba a cambiar el monoteísmo por el politeísmo. Labán, el sobrino de Rebeca, fue un típico politeísta y sabemos que en la época de Labán el politeísmo ya era la religión de otros países, tal como en Grecia y en la India. La Ilíada y la Odisea ilustran el politeísmo tan complejo de los dioses griegos en tiempos de Homero, el autor de ambas obras.
Asimismo hay una constante tentación a convertir la provisión del sacrificio por la gracia de Dios en un ritual al que se le atribuía valor en sí mismo. Los brahmanes de la India y los antiguos sacerdotes de Egipto y de Grecia pretendían que sus sacrificios agradaban a sus dioses y con ello podían lograr bendiciones para sus adoradores. Había un solo paso del sacerdocio antiguo con la magia y la religión del hechicero tribal. Es así como se realiza un constante proceso de degeneración de la religión a las formas inferiores de politeísmo, hechicería y magia. Contra esta falsa visión y no contra el sacrificio en sí mismo es que arremetían los profetas de Israel.
Es en este marco de degeneración religiosa que debemos entender el llamamiento de Abraham a salir de la idolatría y la magia en la ciudad de Ur, el lugar de nacimiento del Patriarca, y así adorar al único Dios verdadero con una fe simple basada en la forma de sacrificio exigida por Dios. Más adelante Moisés debía enseñarle al pueblo de Israel que había sido corrompido en Egipto, y así poder adorar al único Dios verdadero y ofrecerle sacrificio de tal manera que resultara claro que no había propósito de magia en ello.
Con todo ello podemos ver que la Biblia ilustra el proceso histórico de la degeneración de la religión, y el envío de los profetas para restaurar la verdadera religión.
Después de la muerte de Jesús, Dios proveyó el pan y el vino de la Santa Comunión para conmemorar el sacrificio de su Hijo. Entre los judíos y en muchas otras naciones cesó la práctica de los sacrificios de animales.
Actualizar la palabra de Dios
La memoria es el presente del pasado, dice San Agustín. Todos necesitamos recuerdos para saber quiénes somos. Necesitamos recordar, rememorar y actualizar lo recordado. La memoria es de tal forma necesaria en nuestra vida personal y social, que ha tenido que surgir la escritura para fijar los recuerdos de forma eficaz y permanente. La memoria no es sólo almacén del pasado, sino que es también puerta abierta al futuro, pues es la base para la creatividad. Y así nació la Biblia: experiencia, pensamiento, memoria, relato y acción. Es un testimonio expresado con apasionada intensidad; el relato emocionante de un pueblo habitado por el deseo de Dios.
El Antiguo Testamento es el compendio de distintos libros que narran de muy diversas maneras cómo, en una cultura y región concretas, en la cuenca del Jordán y en el principio de los tiempos, hubo un pueblo, Israel, un pequeño grupo de hombres y mujeres que tuvieron una experiencia única y totalizante de una Presencia que se les revela y se les manifiesta en donación personal, y que les hace descubrir que son elegidos y consagrados por un Dios liberador.
Desde una experiencia religiosa común llenaron el principio de significados y empezaron a narrar los acontecimientos que les daban raíces. Para Israel hubo acontecimientos tan determinantes en su historia, que no podían ser silenciados. Por ello se sintió impulsado a elaborar historias, recitadas oralmente en un principio, repetidas una y otra vez después, descubiertas e interpretadas en sucesivas profundizaciones. Más tarde y esporádicamente, en un largo caminar de fidelidades y de infidelidades, de encuentros y desencuentros, de ahondamientos y de actualizaciones, de afinamiento en la percepción de este Dios y del tipo de conducta que se derivaban de ello. Fijaron por escrito esas narraciones para que el testimonio de aquella Alianza liberadora fuera perenne y pasara de generación en generación.
Con ello los autores de las Escrituras, hombres y mujeres de épocas arcaicas, pasaron a ser testigos de la memoria de la acción de Dios en medio de ellos, y sus historias se constituyeron en punto de referencia ineludible para el futuro, hasta el final de los tiempos. Hicieron un viaje por los recuerdos y pasaron del descubrimiento de la Presencia del Dios vivo en su historia personal y como pueblo, al progresivo ahondamiento en la comprensión de lo ya vivido, tanto en lo que se refería al paso de Dios por sus vidas, como de los modos de conducta que la Alianza trataba de suscitar en ellos. Su historia, como toda historia humana, es la constatación de la infidelidad humana y del mantenimiento de la promesa por parte de Dios y de su fidelidad hacia nosotros.Los autores de esos escritos expresaron su vivencia de los hechos, más que los hechos en sí mismos, por lo que sus relatos no pueden ni deben pensarse como históricamente exactos, aunque sí son teológicamente verdaderos en cuanto que transmiten una experiencia única de fe. La vida humana, en toda su complejidad, es el lugar teológico del encuentro con Dios. Y Dios se revela en la Biblia porque se encarna en ella. Un relato puede presentar inexactitudes históricas o geográficas, tal como es posible observar en los diferentes evangelios. Sin embargo son del todo verdaderos en cuanto a la vivencia que transmiten. Dios envía y nos transmite una historia viva: Cristo Jesús.
La propuesta cristiana nace de una experiencia concreta: el encuentro personal con Jesús resucitado. Una experiencia que afecta de tal modo a los que la tienen, que se siente la necesidad ineludible de comunicarla y testimoniarla a otros ya que da luz al sentido total de la existencia. Testimonio y anuncio: es la proclamación, el Kerigma, que es la invitación para generaciones futuras a vivir la misma experiencia, a transmitirla y a testimoniarla.
Pero para que el testimonio y la transmisión de esa experiencia sea real, hay que saber descubrir lo que el texto significaba entonces, la exégesis, y lo que significa ahora, o sea, la hermenéutica. El Espíritu Santo que inspiró a los autores de las narraciones, es el mismo que da luz ahora para crecer en capacidad de ahondamiento. Es el mismo que posibilita ahora entender las llamadas que hay en aquellos textos y aplicarlas a las realidades específicas del momento actual, convirtiéndolas en palabra de Dios para nuestros días.
Las Escrituras fueron compuestas como narraciones, de acuerdo a las circunstancias del pasado y en el lenguaje y las imágenes adecuadas a aquellos momentos, por lo cual resulta obvia la necesidad de actualizarlas; no en su contenido, sino en su interpretación y expresión. Es preciso saber obtener el significado profundo y, por ello verdadero, de los contenidos esenciales capaces de iluminar la existencia en la situación presente, de acuerdo con la voluntad de Dios manifestada en Cristo Jesús.
No tenemos por qué escuchar la Palabra como algo que suene extraño a nuestros oídos, sino que hay que oírla con el corazón, como lo más entrañable, como aquello que resuena en lo más íntimo de nuestro ser, pero que es comprensible para nosotros. La Palabra refleja y nos da lo más auténtico, lo único real de nuestro estar en el mundo. El texto bíblico es como una partitura musical que está muerta hasta que se le arranca el sonido y se le despiertan las notas. Y esta eclosión se da cuando palabra y vida se funden en una profunda interacción.
Si la Palabra fue dictada por Dios mismo, El es el autor de las Escrituras. Y eso lo convertimos y confirmamos en cuestión de fe cuando después de la lectura de los textos correspondientes a cada celebración eucarística, asentimos fervorosamente a lo que acabamos de escuchar diciendo que es Palabra de Dios. En cada lectura Dios nos habla como lo ha ido haciendo desde los albores de los tiempos. Para cada uno de nosotros y para toda la comunidad cristiana, estos textos tienen el carácter de lo dicho por Dios. Así lo creemos con toda certeza y así debemos vivirlo.
Por todo ello, y por el solo hecho de saber que el contenido de la Palabra no debe ser modificada ni podemos añadir otras palabras diferentes a las que ya contiene en sí misma, debemos poner en marcha un progreso imparable en su profundización y en su comprensión. La revelación es permanente, pero no estática; es la manera de transmitir el mensaje invariable lo que está sujeto a una continua evolución. El propio Juan XXIII, en su discurso de apertura del Concilio Vaticano II, al invitar a los fieles a la libertad de reflexión, lo expresó de esta manera: Una cosa es el depósito mismo de la fe, es decir, las verdades que contiene nuestra venerada doctrina, y la otra la manera como se expresa.
Para que los textos de los Libros Sagrados continúen siendo para nosotros Palabra de Dios, se impone la tarea de la interpretación actualizada de su contenido. Hay que aprender a descubrir. No es lo mismo simplemente leer o mirar, que ahondar en lo que se ve o se lee. Y hacer hablar un texto para descubrir nuevas profundidades en su mensaje requiere con frecuencia audacia y algo de riesgo. Hay que saber discernir y saber descubrir. Un texto es algo vivo y nunca dice todo en un primer momento. Está lleno de valores culturales, de escenarios mentales y de enfoques de la vida que, de no conectar con sus lectores, no puede llegar a ser palabra de salvación.
Reinterpretar la Palabra es ser fieles a su contenido, pero a la palabra hay que dejarla ser, y para ello necesita ser dicha de manera nueva y siempre actual hasta el final de los días, ya que la revelación encierra una verdad siempre mayor, siempre n un más allá. Ya no es posible, aunque se quiera, seguir viviendo la Palabra como un dictado inmovilizante. La fidelidad en la transmisión del depósito de la fe contenido en la Palabra de Dios exige ideas y expresiones verdaderamente nuevas porque la vida del cristiano es una vida constantemente renovada por la de Cristo.
El Espíritu Santo es quien da a conocer y ayuda a descifrar los misterios y la voluntad de Dios y sopla donde quiere y como quiere, sin que nada ni nadie pueda ser capaz de impedirlo, y bajo su asistencia la plenitud de la verdad llegará en la medida en que el Evangelio y la vida del cristiano subsistan en la más profunda comunión.
La Biblia y la vida cristiana
Se puede leer la Biblia como una gran obra literaria, como la historia de Israel o como una fuente de información teológica, ya que es todo esto. Pero ninguno de estos aspectos otorga el debido lugar al propósito de las Escrituras como lo proponen los propios lectores, ni a la experiencia acumulativa de los lectores de la Biblia a través de los siglos.
Cuando Esdras leyó porciones de la Ley de Moisés a los repatriados en Jerusalén, se nos dice que el pueblo "podía entender" y que "lloraban oyendo las palabras de la Ley, gozando de gran alegría" (Nehemías 8:1-12). El hecho de escuchar y entender las Escrituras despertó en ellos una gran emoción y les puso en acción.
Estas descripciones reflejan con exactitud las vívidas metáforas que encontramos en la Biblia, empleadas por los escritores para describir el impacto de la Palabra de Dios sobre su propia vida. Es Palabra viva y eficaz, penetrante y que discierne.
Todo lo anterior significa que el lector que se acerca a la Biblia con indiferencia está en peligro de perder su propio propósito primordial, que es un propósito práctico y dinámico. El objetivo es el de producir algo en la vida del lector, así como proveerle de información histórica y teológica. La enorme brecha que existe entre los tiempos bíblicos y los nuestros pone de relieve lo admirable del propósito, pero la Biblia puede justificar de dos maneras su pretensión de tener vigencia en nuestros tiempos.
En primer lugar, se ocupa de aquellos elementos de la naturaleza humana que siempre han existido y que siguen existiendo. Los hombres y mujeres de quienes leemos en la Biblia tienen aspiraciones y flaquezas con los cuales nos identificamos plenamente. Como dijo San Agustín, "el relato sagrado, como fiel espejo, no pinta lisonjeramente" (La Ciudad de Dios).
En segundo lugar, las verdades bíblicas están siempre vigentes porque Dios mismo no cambia, ni en su naturaleza ni en su trato con el hombre. Al leer la Biblia descubrimos verdades fundamentales acerca de Dios, y las vemos demostradas en sucesos de la vida de su pueblo que iluminan su carácter y son ejemplo de voluntad para todos los hombres de todos los tiempos. De ahí que aún los sucesos de tiempos pasados están escritos para amonestarnos a nosotros, a fin de que en el presente y para el futuro, por la consolación de las Escrituras, tengamos una firma esperanza. Por ello la Biblia retiene su valor contemporáneo.
Mediante su prédica y sus escritos, los apóstoles demostraron la tesis de Jesús: que el propósito principal de la Biblia es atraer al hombre hacia Cristo como su Salvador, despertando en él el principio de la fe.
La lectura de la Biblia debe conducirnos a un crecimiento en nuestra relación con Dios. Es función de la Biblia alimentar el conocimiento personal del Padre que pueda crear disfrute al hijo cristiano, ya que a medida en que el creyente aprende más acerca de Dios, aumenta su deleite en él mismo.
El estudio de la Biblia, por consiguiente, no tiene por qué resultar aburrido para el cristiano. Toda relación personal se alimenta con palabras, y a lo largo de las páginas de la Biblia el cristiano escucha a Dios que le habla. Como dice el salmista, es una experiencia "más dulce que la miel" (Salmo 119:103).
La relación a la que nos invita Dios como creyentes es de amor. Su amor, sin embargo, es un amor cuyas exigencias son absolutas. La información que recibe el cristiano acerca de Dios y su voluntad mediante la lectura de la Biblia exige una respuesta firme y nada sentimental. La enseñanza de Jesús es muy clara: "El que me ama, mi Palabra guardará y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada con él. Y la Palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió" (Juan 14:23).
Conclusión
A Dios le podemos conocer solamente en la medida en que Él se revele a sí mismo; de otra forma no tenemos medios para conocerle. No podemos conocer nada del gozo de la vida cristiana o de la vida y comunión de la Iglesia, a menos que recurramos a la Biblia que Dios nos ha dado como guía espiritual.
De manera que cada cristiano ha de formarse una idea clara de lo que la Biblia enseña con respecto a los diferentes temas. Solamente así el cristiano podrá adquirir una sólida base cristiana para su vida, pues lo que creemos es lo que inevitablemente será expresado en nuestra vida diaria.
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"Y Esdras leyó en el libro de la Ley de Dios, aclarando e interpretando el sentido, para que comprendieran la lectura. Entonces Nehemías, el gobernador, Esdras, el sacerdote escriba y los levitas que explicaban al pueblo, dijeron a todo el pueblo: "Este día está consagrado a Yahvé, vuestro Dios; no estéis tristes ni lloréis", pues todo el pueblo lloraba al oír las palabras de la Ley"
(Nehemías 8:8-9)
Fuentes
Alan Millard – David Field – Howard Marshall – Peter Cousins – Robert Brown
Autor:
Agustin Fabra