Indice1. Introducción 2. Posibilidades de rescate 3. Busca inútil 4. El alud 5. Hacia la cima 6. El salvamento 7. "Tal como ocurrió"
El Fairchild F-227, bimotor de turbohélice de la Fuerza Aérea Uruguaya, despegó de Montevideo rumbo a Santiago de Chile. Normalmente este viaje se hace en unas cuatro horas, pero los informes de mal tiempo en los Andes obligaron al avión a aterrizar en una población de la vertiente Argentina de la cordillera. Preocupaba a los tripulantes de la nave cruzar las montañas, pues los Andes se elevan en promedio a casi 4000 metros sobre el nivel del mar, y algunos picos llegan hasta los 6100. El Aconcagua, cerca de la ruta que debían seguir, tiene una altitud de aproximadamente 6950 metros, y es la cumbre más alta del Hemisferio Occidental. El techo del Fairchild era de 6860 metros. Al día siguiente, 13 de octubre de 1972, el cielo se despejó parcialmente y el Fairchild volvió a despegar, esta vez rumbo al sur hacia el paso del Planchón. Iba a los mandos el copiloto, teniente Dante Héctor Lagurara, que enfiló hacia Malargüe, población situada en la parte Argentina del paso. El avión tomó una altitud de 18.000 pies (5486 metros) y surcó los aires con un viento de cola variable de 20 a 60 nudos. Al llegar a Malargüe el aparato viro para volar sobre la cordillera; la muralla de piedra parda y gris se erguía hasta el cielo. Lagurara calculaba llegar al Planchón (paso situado a mitad de la cordillera donde cambiaría del control argentino del tráfico aéreo al chileno) a las 3:21 de la tarde. Al penetrar en la zona montañosa, un manto de nubes le ocultaba la topografía, pero encima de él la visibilidad era buena; en cualquier caso, como la gigantesca cordillera estaba cubierta de nieve, el copiloto no habría podido identificar el Planchón. Sólo advirtió un cambio importante: el moderado viento de cola se había trasformado en un fuerte viento frontal. Por tanto, el avance real del avión había disminuido de 210 a 180 nudos. A las 3:21 Lagurara radió a Santiago que volaba sobre el paso del Planchón y que, según sus cálculos, pasaría sobre Curicó (pueblo chileno de la vertiente occidental de los Andes) al cabo de 11 minutos, esto es, a las 3:32. Con todo, apenas tres minutos después el Fairchild volvió a comunicarse con Santiago e informó que ya estaba sobre Curicó. El avión dio un viraje de 90 grados y enfiló hacia el norte. En vista de los datos radiados por el copiloto, la torre de control de Santiago lo autorizó a iniciar un descenso lento. A 4600 metros de altitud el avión penetró en una nube y comenzó a bambolearse. Lagurara encendió los letreros luminosos que prohíben fu mar y ordenan sujetarse los cinturones de seguridad, y pidió al sobrecargo que vigilara el cumplimiento de estas instrucciones en la cabina. El aparato había sido fletado por 15 jugadores de un equipo de rugby de aficionados, la mayoría de los cuales acababa de terminar sus estudios en el Colegio Stella Maris de Montevideo. Además, con ellos viajaban 25 parientes y amigos para verlos jugar en Chile. Entre los jóvenes reinaba el regocijo; llevaban consigo su balón y se lo arrojaban de unos a otros en la cabina. En la parte posterior un grupo jugaba una partida de naipes, y más allá, cerca de la cocina, el sobrecargo y el navegante jugaban al truco. Al volver de la cabina de mandos para reanudar el juego, el sobrecargo indicó a los muchachos que aún estaban de pie en el pasillo que volvieran a sus asientos. "Se anuncia mal tiempo", dijo. "Pero no se preocupen; pronto aterrizaremos. El avión se internó por un segundo banco de nubes y empezó a estremecerse y a cabecear en forma alarmante. Uno de los muchachos tomó el micrófono que estaba en la parte trasera de la cabina y dijo en broma: "Señoras y señores, sírvanse ponerse los paracaídas. Estamos a punto de aterrizar en la cordillera". En ese momento el aparato entró en una fuerte corriente descendente y bajó violentamente varios cientos de metros. Sin embargo, algunos jóvenes no se habían abrochado los cinturones cuando el Fairchild penetró en una segunda corriente de aire y se desplomó como una piedra otros cientos de metros. "¡01e, o1e, y ole!" gritaron los muchachos; mejor dicho, los que no podían ver por las ventanillas. Quienes iban mirando quedaron petrificados de espanto. Porque con el segundo descenso el aparato había quedado bajo las nubes, y la vista no era del central de Chile, sino del rocoso canto de una montaña nevada, a sólo tres metros del avión. Rugieron los motores al tratar el Fairchild de volver a ganar altitud. El avión ascendió un poco, pero en seguida se oyó un estruendo ensordecedor: el ala derecha había dado contra la pared de la montaña, se desprendió, fue a dar contra el fuselaje y arrancó la cola del aparato. Por los aires helados cayo el sobrecargo, el navegante y naipes, seguidos por tres muchachos atados aun a sus asientos. Un momento después se desprendió el ala izquierda. Sin alas y sin cola, el avión se precipitó hacia la escarpada montaña. Sin embargo, en vez de hacerse añicos contra una pared rocosa, aterrizó de vientre y empezó a deslizarse como un tobogán por la nieve de la empinada cuesta. Otros dos muchachos salieron disparados del aparato; el resto de los viajeros quedó en el fuselaje, que se deslizaba velozmente montaña abajo. La fuerza de la desaceleración hizo que las butacas se desprendieran de su base y se fueran hacia adelante: aplastaron a quienes se encontraban en medio y derribaron el mamparo que separaba la cabina de pasajeros del compartimiento de equipajes delantero. Los pocos viajeros que aún conservaban el juicio aguardaban el choque del fuselaje contra las rocas. Pero no hubo tal sacudida. El joven Carlos Páez rezaba el avemaría, que había iniciado cuando el ala pegó en la montaña. Al recitar las últimas palabras de la oración, el aparato se detuvo. Siguió un instante de silencio, y luego, poco a poco, de todos los puntos de la cabina destrozada fueron surgiendo señales de vida: gemidos, oraciones, gritos que imploraban auxilio. Algunos de los pasajeros más jóvenes, temerosos de que el avión estallara, saltaron fuera por el enorme boquete abierto en la popa. Alrededor de ellos no había más que nieve, y más allá, en tres lados,. sólo se veían las grises paredes de las montañas. El Fairchild se había detenido de proa a la hondonada, en un tramo ligeramente ascendente. Al otro lado del valle se veían mas montañas, lejanas y ocultas en parte por nubes grises.
Los primeros jóvenes que se pusieron en movimiento en el interior de la cabina creyeron al principio ser los únicos sobrevivientes, pero comenzaron a surgir otros de los restos del aparato. En realidad, sólo tres pasajeros que se hallaban todavía en el fuselaje murieron en el choque. Un cuarto viajero, que sangraba copiosamente por una pierna cercenada, falleció poco después. De todas partes salían gritos de socorro de los lesionados. Dos muchachos, Roberto Canessa y Gustavo Zerbino, estudiantes de medicina, auxiliaron a cuantos pudieron. Improvisaron vendas con las fundas de los respaldos de las butacas, pero fueron lamentablemente ineficaces para muchas lesiones. A un chico se le había torcido la pantorrilla de la pierna derecha hasta la espinilla y tenía el hueso totalmente expuesto. Zerbino asió el músculo, lo acomodó en su sitio y ató con una camisa la pierna herida. Otro muchacho, Enrique Platero, fue en busca de Zerbino. Llevaba un tubo de acero clavado en el vientre. El estudiante de medicina se alarmó, pero recordó que un buen médico trata siempre de infundir animo a su paciente, así que le dijo en tono jovial: "No te preocupes. Eres fuerte. Ven a ayudarme". Platero aceptó al parecer la opinión de Zerbino y se dispuso a auxiliar a los demás. De pronto el segundo asió el tubo, apoyó la rodilla en Platero y tiró con fuerza. El trozo de acero salió, pero también con el lo que parecían ser unos 15 cm. del intestino de Enrique. El joven se fajó rápidamente, y a continuación, animado sin cesar por Gustavo Zerbino, siguió ocupándose de los heridos. Todos los sobrevivientes estaban seguros de que ya se habría difundido la noticia de la desaparición del avión, y pensaban que facilitarían el rescate si lograban radiar señales. La entrada a la cabina de los pilotos, estaba bloqueada por las butacas apiladas al frente del compartimiento de pasajeros; pero desde el otro lado llegaban señales de vida, y Ram6n "Moncho" Sabella se ofreció a tratar de comunicarse con los pilotos desde fuera. Era casi imposible andar sobre la gruesa capa de nieve, pero Sabella discurri6 valerse de los cojines de los asientos a manera de escalones para alcanzar la proa del avi6n. Allí encontr6 al piloto y al copiloto atrapados en sus asientos; tenían clavados en el pecho los instrumentos del aparato destrozado. El piloto estaba muerto, pero el copiloto, consciente, pedía agua. El. joven puso un poco de nieve en un pañuelo se lo aplic6 a la boca. En seguida trato de conectar trato de conectar el aparato de radio, que no funciono. Declinaba la luz del día. A las 6 ya casi había anochecido, y la temperatura era de varios grados bajo cero. Era evidente que aquel día ya no llegarían a salvarlos. Así, acurrucados en el interior del avión los 32 sobrevivientes se dispusieron a pasar la noche.
Muerte y desolación La rotura de la parte trasera del fuselaje era muy irregular; había dejado siete ventanillas en el costado izquierdo del avi6n, pero solamente cuatro en el derecho. La distancia entre la cabina de los pilotos y el boquete abierto en la popa era apenas de seis metros, y en casi todo ese espacio se hacinaban desordenadamente las retorcidas butacas. El único espacio que habían conseguido despejar antes de anochecer era el contiguo al boquete, y allí acomodaron a los heridos de gravedad. Los sobrevivientes podían tenderse casi horizontalmente, pero el fuselaje apenas los protegía de la nieve y del áspero viento que soplaba en las tinieblas. El capitán del equipo de rugby, Marcelo Pérez, con la ayuda de un fornido jugador llamado Roy Harley, se afanó en levantar una barrera contra el frío con todo lo que encontró a mano; especialmente las maletas y los asientos, pero el viento soplaba tan intensamente que la improvisada barrera se derrumbaba una y otra vez. Durante toda la noche se estuvieron oyendo en la oscuridad los gritos, gemidos y desvaríos de los heridos, así como las débiles exclamaciones del desesperado Lagurara. "Ya pasamos Curicó", decía. "Pasamos Curicó": A pesar de las grandes molestias que sufrían, algunos jóvenes lograron conciliar el sueño, pero la noche parecía interminable. En cierto momento Zerbino creyó ver la débil luz del alba a través de la barrera protectora. Vio su reloj y eran apenas las 9 de la noche. Poco después los que yacían en el centro del aparato oyeron unas palabras extrañas al lado dé la puerta. Imaginaron que algún grupo acudía en su auxilio, pero pronto se desengañaron: era un herido que oraba en inglés. La mañana del sábado 14 de octubre, al salir el Sol, iluminó la masa informe del Fairchild, semisepultada en la nieve. El avión destrozado estaría a algo más de 3.500 m. de altitud, entre el volcán Tinguiririca, en Chile, y el monte Sosneado, en Argentina. En todas direcciones se alzaban las paredes de gigantescas montañas. Aquí y allá aparecía entre la nieve la áspera piedra volcánica, pero en aquellos parajes no crecía nada: ni una mata, ni un arbusto; ni siquiera una brizna de hierba. En el interior del avi6n, Canessa y Zerbino empezaron una vez mas a examinar a los heridos, y descubrieron que otros tres habían muerto durante la noche. Poco era lo que podían hacer por los lesionados. El aparato no llevaba medicamentos, y Roberto Canessa se limitó a aconsejar a los que tenían un brazo o una pierna fracturados que extendieran sobre la nieve la extremidad lesionada para reducir la inflamación. Zerbino examinó la punción que Enrique Platero tenía en el vientre, de donde había sacado la víspera el tubo de acero. Desenrolló la camisa que servía de venda al herido y encontró, como temía, que le salía un tramo de intestino. Zerbino lo ató con hilo para contener la hemorragia, lo desinfectó con agua de Colonia y enseguida dijo a Platero que se lo introdujera de nuevo en la cavidad abdominal y que se volviera a vendar la herida inmediatamente. Enrique obedeció sin quejarse. No faltaba a ambos estudiantes de medicina una enfermera. Entre los sobrevivientes había una mujer casada, Liliana Methol, en quien los más jóvenes (muchos de ellos eran menores de 20 años) hallaron una fuente natural de consuelo. Los chicos, en general, estaban rodeados en sus hogares de las atenciones solícitas de madres y hermanas afectuosas. Y al encontrarse en aquella imprevista situación de terror y desesperación buscaron amparo en la señora, que les infundía ánimos con la dulzura de sus palabras. Durante todo el día Liliana y los estudiantes de medicina se dedicaron a atender a los heridos. La cabina de mando recibió su última visita. Lagurara no había dado señal de vida desde las primeras horas de la mañana; cuando se abrieron paso hasta él por el compartimiento de equipajes, encontraron que el copiloto ya había muerto. Aquella muerte privó a los sobrevivientes del único hombre que podría haberles dicho qué debían hacer para facilitar su salvamento. El otro tripulante con vida, el mecánico, les comunicó que el Fairchild no llevaba equipo ni bengalas para casos de urgencia. Por añadidura, dijo que el aparato de radio únicamente funcionaría con las baterías del avión, perdidas desde el momento de desprenderse la cola. Marcelo Pérez aún estaba seguro de que pronto recibirían auxilio. Sin embargo se convino en que necesario racionar los alimentos, y Marcelo mismo hizo el inventario de todos los víveres disponibles. Había algo de vino y whisky pero de alimento sólido sólo contaban con 13 barras de chocolate, unos caramelos que encontraron esparcidos por el piso de la cabina, unos cuantos dátiles y ciruelas pasas, un paquete de galletas saladas, dos latas de almejas y una de almendras, tres frasquitos de melocotón, manzana y zarzamora en conserva no constituía alimento suficiente para 28 personas, y como ignoraban cuántos días tendrían que esperar decidieron hacer durar las provisiones lo más posible. Aquel día Marcelo distribuyó a cada uno a la hora del almuerzo un trozo de chocolate y el vino contenido en la tapa de una lata de desodorante. La noche los sorprendió antes de lo que esperaban, si bien estaban mejor preparados. Habían despejado más espacio en el avión y levantaron una barrera mas resistente contra el viento. Por parte, había mayor holgura, eran menos.
Una idea insensata Por la mañana del domingo 15 de octubre, los que salieron del avión vieron que el cielo estaba despejado; no obstante su aflicción, les impresionó la grandeza de aquel valle silencioso. El buen tiempo hizo creer que aquel mismo día los salvarían, o que al menos los avistarían. Mientras tanto debían resolver varios problemas. La carencia mas apremiante era la de agua. Se les dificultaba derretir la nieve en cantidad suficiente para saciar la sed, al tratar de comerla sólo conseguían helarse la boca. Fue Adolfo Strauch el que ideó un medio para licuar la nieve. Adolfo, a quien llamaban cariñosamente Fito, no formaba parte del equipo de rugby; su primo Eduardo Strauch lo había convencido de que lo acompañara a Chile. Al observar cómo derretía el sol la capa de nieve, Fito pensó que podrían utilizar el calor solar para obtener agua. Su mirada encontró un rectángulo de aluminio, parte del respaldo de un asiento destrozado. Lo dobló hasta darle forma de cuenco; luego plegó un pedazo para improvisar un caño. Puso a continuación en el recipiente una delgada capa de nieve y expuso el artefacto a los rayos solares. Al poco tiempo caía un continuo y fino chorro de agua en la botella que Adolfo tenía ya dispuesta. Cada uno de los asientos tenía uno de aquellos rectángulos de aluminio, así que pronto funcionaban varios dispositivos para obtener agua. A partir de ese día hubo otra boca más: Fernando (Nando) Parrado, e1 que había estado en coma por haberse dado un golpe en la cabeza al estrellarse el avión y había pasado por muerto. De pronto recobró el conocimiento, y su primer pensamiento fue para su madre y para Susana, su hermana, que viajaban con él. Le dijeron entonces que su madre había muerto y que su hermana, aunque gravemente aun vivía. Poco después del mediodía los muchachos avistaron un avión reactor que pasaba precisamente encima de ellos. Volaba a gran altura sobre las montañas, pero cuando se encontraban allí, entre la nieve agitaron los brazos, gritaron y trataron de hacer señales con trozos brillantes de metal. Muchos lloraron de alegría. Por la tarde un aparato de turbohélice paso volando de este a oeste a menor altura que el anterior, y poco después otro avión cruzó de norte a sur. De nuevo los sobrevivientes agitaron los brazos y gritaron pero las aeronaves pasaron de largo. A las 4 :30 surgió un biplano cuya ruta pasaba exactamente encima de los accidentados. Ya nada podía impedir que estos creyesen lo tanto deseaban creer, y algunos se sentaron en la nieve a esperar los helicópteros. Sin embargo, poco después empezó a oscurecer; el frió inclemente se intensifico y los helicópteros no llegaron. Parrado durmió estrechando a Susana entre los brazos; la cubría con el largo cuerpo para darle todo el calor que pudiese. Percibía la respiración irregular de su hermana, que gemía llamando a su madre muerta. Otros dormían a intervalos acurrucados y tapados con mantas improvisadas de trozos de cubre-asientos. En un espacio de seis metros por dos y medio, solo conseguían acomodarse tendiéndose por parejas, unos detrás de otros, con los pies apoyados en los hombros del que estaba delante. El menor movimiento resultaba intolerable para los que sufrían contusiones o fracturas. Por la mañana del cuarto día, lunes, algunos heridos dieron muestras de recuperación. La de Nando Parrado fue especialmente rápida, y el estado de Susana no le alarmaba. Mientras la mayoría de sus compañeros sólo pensaban en ser rescatados, él meditaba en la posibilidad de volver a la civilización por su propio esfuerzo. -Eso es imposible! -exclamó Carlitos Páez- Morirías helado. -Si me abrigo bien, no. -Morirías de hambre. No es posible escalar montañas sin más alimento que un pedazo de chocolate y un trago de vino. -Entonces cortaré carne del cadáver de uno de los aviadores. Si bien Carlitos no tomó en serio aquella sugerencia, en su fuero íntimo se sentía más inquieto a medida que trascurría el tiempo sin que los auxiliaran. Y también él empezó a tramar la forma de salir de allí. La dificultad mayor consistía en que no tenían la menor idea de dónde estaban. Por las repetidas veces que el copiloto se había referido a Suricó, y tras estudiar las cartas de navegación halladas en la cabina del piloto, los jóvenes creían que, yendo hacia occidente, llegarían pronto a los verdes valles y a los poblados chilenos. Pero las gigantescas montañas bloqueaban el paso hacia el oeste, y el valle en que estaban atrapados conducía hacia el este; es decir -pensaban ellos-, los llevaría otra vez al centro de la cordillera. Por añadidura, no habían podido alejarse del avión después de las 9 de la mañana. Pasada esta hora bastaba un poco de sol para que la capa de hielo empezara a derretirse y los muchachos se hundían hasta los muslos en la nieve blanda. Si embargo, Fito Strauch, el inventor, descubrió que los cojines de las butacas, atados a las botas, servia como raquetas para andar sobre la nieve. Él y Canessa decidieron explorar inmediatamente montaña arriba, no sólo para saber qué había del lado opuesto, sino también par averiguar si sobrevivía alguno de sus amigos que habían caído con la cola del avión. También Carlitos Páez y Numa Turcatti ansiaban escalar la montaña; así pues, los cuatro se pusieron en camino a las 7 de la mañana del 17 de octubre. Tras andar una hora descansaron un rato y luego reanudaron la marcha. El aire estaba enrarecido y avanzaban penosamente a medida que el Sol se elevaba, la capa de hielo se iba derritiendo, por lo cual los caminantes tuvieron que atarse a las botas los cojines, que a poco tiempo se empaparon. Ninguno había comido nada sustancioso desde hacía cerca de cinco días; Canessa les propuso regresar. Rechazada esta iniciativa, todos siguieron adelante trabajosamente. Pero cuando Fito se hundió en la nieve hasta la cintura, al borde de una grieta, el incidente los alarmó. Y no se veía por allí ni una maleta, ni rastro de la cola del Fairchild. -No será fácil salir de aquí -comentó Canessa-. Ya ven qué débiles estamos por la falta de alimento. -~ ¿Saben lo que me dijo Nando? -preguntó Páez- Que si no nos llegara auxilio, se comería a uno de los aviadores -y tras un silencio añadió El golpe en la cabeza debió de trastornarlo. -No lo sé -replicó Fito-. Tal vez sea ese el único medio de sobrevivir. Carlitos no dijo nada más, y los cuatro emprendieron el regreso cuesta abajo.
Cuando la dirección del tráfico aéreo de Santiago perdió contacto con el Fairchild uruguayo, telefoneó inmediatamente al Servicio Aéreo de Rescate. EL comandante del SAR estaba ausente, así que llamaron a dos ex comandantes, Carlos García y Jorge Massa, para que dirigieran la operación de localización y salvamento. Aquella misma tarde un avión DC-6 empezó a registrar el corredor aéreo que va de Curicó a Santiago, a partir de la última posición dada por el aparato perdido. Al no descubrir nada, el DC-6 tomó la ruta que debía haber seguido el Fairchild, hasta la zona situada entre Curicó y el Planchón. Una ventisca que azotaba este último lugar no les permitió ver nada, y el avion regresó a Santiago. Al día siguiente García y Massa estudiaron con más detenimiento los datos de que disponían.. Los comandantes llegaron a la conclusión de que el Fairchild no podo estar sobre Curicó a la hora que en el copiloto había comunicado tal posición, sino que estaría sobre Planchón, y que, en vez de virar hacia Santiago, el avión perdido había volado hacia el centro de los Andes. Massa y García delimitaron cuidadosamente en el mapa un cuadrado de 50 centímetros de que representaba la zona donde debió de ocurrir el desastre. Luego despacharon desde Santiago varios aviones para explorarla. No era labor sencilla. Las montañas de la región llegan a 4500 metros sobre el nivel del mar. Si el Fairchild se hubiese estrellado entre ellas, seguramente habría caído en uno de los valles que se abren a 3600 metros de altitud y donde la nieve alcanza de cinco a 30 m de espesor. Además, como la parte superior del fuselaje estaba pintada de blanco, resultaría invisible para cualquier avión que volara encima de los picos andinos. No obstante un convenio internacional prescribe que el país donde ocurra un accidente aéreo habrá de buscar los restos del aparato desaparecido durante diez días. Tal era el deber que correspondía al Servicio Aéreo de Rescate. La busca continuó hasta el 17 de octubre; ese día cubrían la región nubes espesas y grandes capas de nieve. Mientras tanto llegaron a Chile 22 parientes de los pasajeros, dispuestos a ayudar en lo que pudieran, a la vez que elaboraban diversas hipótesis acerca del sitio de caída del avión. El 19 de octubre el SAR reanudó la busca, que se prolongó hasta la mañana del 21. Al mismo tiempo unos aviones argentinos hicieron sobre Mendoza vuelos de reconocimiento. No se encontró ni rastro de1 Fairchild. Desde el principio los hombres del SAR abrigaron pocas esperanzas que pudiera sobrevivir alguien a un desastre en la cordillera. En esa época del año la temperatura desciende por la noche hasta 30 o 40 grados C. bajo cero, de suerte que por un capricho del destino, unos cuantos viajeros hubiesen sobrevivido al accidente, sin duda habrían muerto de frío la primera noche mientras tanto, los del SAR arriesgaban la vida en sus vuelos y gastaban grandes cantidades de combustible. El 21, a mediodía, los ex comandantes García y Massa, convencidos de que sería inútil continuar buscando, anunciaron que en "vista de los resultados negativos, se suspende la busca del avión uruguayo". Aquella noche, en la montaña, Nando Parrado despertó al sentir que Susana se le había helado en los brazos. Al momento aplicó los labios a la boca de su hermana y, mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas, trató de insuflar aire en los pulmones de la joven. Cuando el cansancio lo obligó a cejar en su empeño, Carlitos Páez lo remplazó, pero en vano. Susana había muerto.
Tabú primitivo Los sobrevivientes despertaron la mañana del domingo 22 de octubre para enfrentarse al décimo día de permanencia en la montaña. Los primeros en salir del fuselaje fueron Marcelo Pérez y Roy Harley. Este último había encontrado una radio de transistores, con la cual consiguieron captar partes de trasmisiones chilenas. Pero no oyeron noticias de que se hicieran esfuerzos para salvarlos. De los demás jóvenes, pocos se molestaron en salir a la nieve. El hambre empezaba a hacer estragos. Cuando se ponían en pie, se mareaban y les costaba trabajo mantener el equilibrio. Sentían frío, incluso cuando el Sol estaba lo bastante alto para calentarlos, y ya la piel se les iba arrugando como si fueran ancianos. Para todos resultaba claro que no podrían sobrevivir mucho tiempo. Se concentraron en buscar nuevas fuentes de alimento. En partes de roca donde no había nieve encontraron algunos líquenes; los arrancaron e hicieron con ellos y con nieve una pasta que resultó amarga y nauseabunda, sin ningún valor nutritivo. Algunos pensaron en los cojines de las butacas, pero estaban rellenos con nailon y espuma de caucho, y no de paja como esperaban. No les quedaba sino una espantosa posibilidad. Alrededor del avión yacían en la nieve los cadáveres de las víctimas, que el intenso frío había conservado. Repugnaba a todos pensar en cortar la carne de los que habían sido sus amigos, mas una lúcida comprensión del trance en que se hallaban los llevó paulatinamente a considerar tal posibilidad. Canessa se atrevió por fin a plantear la cuestión con toda franqueza. Arguyó con persuasiva energía que nadie acudiría a auxiliarlos; que tendrían que salir de allí por sus propios medios; que no podrían hacer nada si no comían y que el único alimento disponible era la carne humana. Subrayó que tenían el deber moral de conservar la vida por cualquier medio a su alcance. Como el joven tenía firmes convicciones religiosas (todos ellos eran católicos), sus palabras adquirían gran importancia. -Esa carne es alimento -prosiguió-. Las almas de nuestros compañeros ya han abandonado sus cuerpos y están con Dios en el cielo. Lo único que queda aquí son los despojos, que ya no son seres humanos, sino carne, como la del ganado que comemos en casa.
Otros intervinieron en el debate. -~ No han visto el esfuerzo tremendo que nos costó avanzar apenas cien metros montaña arriba? -preguntó Fito Strauch- Piensen cuánta energía necesitaremos para llegar a la cima. Se convocó a una reunión al interior del Fairchild, y por primera vez los 27 sobreviviente discutieron si debían o no debían comer la carne de los muertos para seguir viviendo. Canessa y Fito reiteraron sus argumentos. -~ Qué hemos hecho -pregunto Marcelo Pérez- para que ahora Dios nos ponga en el trance de comernos los cadáveres de nuestros amigos? Siguió un momento de vacilación, y luego Zerbino se volvió hacia el capitán del equipo para rebatir: -Pero ¿qué crees qué pensarían ellos? Por mi parte, estoy de que si mi cadáver les fuera útil querría que lo aprovecharan. Esta reflexión del muchacho disipo muchas dudas, pues por mas que cada uno de ellos se resistiera a comer la carne de sus amigos, fundamentalmente estuvieron de acuerdo con Zerbino. Los jóvenes siguieron discutiendo el punto durante la mayor parte del día; ya entrada la tarde, resolvieron proceder sin tardanza, pues de otra manera ya no lo harían nunca. Sin embargo, permanecieron en silencio absoluto en el interior del avión. Por fin cuatro de ellos; Canessa, Zerbino, Fito Strauch y Daniel Maspons, salieron a la nieve. Sin que ninguno pronunciara una palabra, el primero se arrodillo, le descubrió la piel de uno de los cadáveres y le hizo un corte con un trozo de vidrio. La carne estaba congelada y se dificultaba cortarla, pero Canessa persistió hasta hacer 20 tiras del tamaño de un fósforo. Los muchachos seguían en el Fairchild, encogidos y silenciosos. Canessa les anunció que la comida se secaba al sol en el techo del aparato, y que los que quisieran podían ir a buscarla. Nadie se movió, y de nuevo el joven demostró su entereza. Oró pidiendo a Dios que le ayudara a hacer lo que consideraba justo, y luego cogió una tira de carne. Pero vaciló; a pesar de su inconmovible voluntad, lo paralizó el horror de lo que se disponía a hacer. No podía llevarse la mano a la boca ni dejarla caer; luchaban en él la repulsión y el firme propósito, que al fin prevaleció. Alzó entonces la mano, se metió en la boca el trozo de carne y lo deglutió. Tuvo una sensación de triunfo; había superado un tabú primitivo. Sobreviviría. Aquella noche, más tarde, los muchachos salieron del avión en grupos pequeños para seguir el ejemplo de Canessa. Zerbino tomó una tira y quiso tragarla, pero se le atascó en la garganta. Se introdujo un puñado de nieve en la boca y con ella logró pasarla. Fito Strauch hizo lo mismo, y luego otros.
4. El alud
A la mañana siguiente Roy Harley encendió la radio de transistores y se enteró de que el SAR había desistido de buscar al Fairchild. Cuando lo supieron los demás empezaron a rezar entre sollozos… Todos, excepto Parrado, que fijaba la vista en los picos de las montañas erguidas al occidente. Quería iniciar la marcha en seguida, y sus compañeros lo disuadieron a duras penas. Al fin y al cabo diez días antes lo habían dado por muerto. Así pues, se acordó que un grupo de los más fuertes hiciera el intento, y, poco después de una hora, Zerbino, Turcatti y Maspons iniciaron la ascensión. Sus amigos los siguieron con la mirada hasta que desaparecieron. Los tres emprendieron la marcha tan impulsivamente que no pensaron en equiparse como era debido. Calzaban mocasines o zapatos con suelas de caucho y sólo vestían camisa, suéter y una chaqueta ligera; se cubrían las piernas con delgados pantalones. Creían que su expedición sería corta, pero estuvieron dos días en la montaña, y la única noche que pasaron allí sufrieron tanto frío como si hubieran ido desnudos. Tuvieron que golpearse unos a otros con manos y pies para activar la circulación sanguínea; ninguno de ellos creyó sobrevivir. Al día siguiente reanudaron la marcha, pero, conforme iban ascendiendo, la empresa les parecía desesperada. Cada vez que creían haber llegado a la cima veían en realidad sólo habían franqueado un collado; la cumbre se alzaba aún muy por encima de ellos. Por fin encontraron parte de restos del avión, y allí se explicaron lo sucedido a las víctimas cuyo paradero ignoraban. No encontraron, sin embargo, ni rastro de la cola. Agotados, iniciaron el regreso montaña abajo. -En mi opinión -declaró Maspons cuando iban a llegar al Fairchild-, debemos ocultar a los demás lo difícil de nuestra situación. No era necesario, pues los tres arrastraban los congelados pies y a Zerbino lo había cegado el resplandor de la nieve. Para nadie era un secreto que la corta expedición había estado a punto de acabar con tres de los jóvenes más vigorosos del grupo. Al anochecer del decimoséptimo día Roy Harley se disponía a dormirse cuando sintió una leve sacudida y un segundo después oyó que caían al suelo unos trozos de metal. Se puso en pie de un salto, pero al hacerlo se hundió en la nieve hasta la cintura. Al mirar en torno quedó horrorizado. Un alud había derrumbado la barrera levantada a la entrada del avión, y quedó sepultado todo lo que estaba en el interior del fuselaje: personas dormidas, mantas, cojines. Roy escarbó febrilmente en busca de Carlitos, que dormía cerca. Descubrió al fin el rostro, y en seguida el torso de su amigo. Luego vio que salían de entre la nieve las manos de otros compañeros; Harley dejó a Carlitos. Sintió desesperación; al parecer sólo él estaba en condiciones de auxiliarlos. Desenterró a Canessa y se dirigió a la parte delantera de la cabina, donde halló a Fito Strauch. Pero pasaban los minutos y muchos seguían sepultados por la nieve. Carlos Roque, el mecánico del avión, y Juan Carlos Menéndez murieron casi instantáneamente aplastados por la barrera de la entrada y las toneladas de nieve que les cayeron encima. Numa Turcatti y Alfredo "Pancho" Delgado quedaron atrapados bajo la curvada puerta de emergencia del avión, que usaban como parte de la barrera. Bajo la cóncava superficie tenían aire suficiente para respirar. Permanecieron allí seis o siete minutos hasta que otros compañeros los sacaron. Todos trabajaron con tanta en energía como pudieron, escarbando la nieve y desenterrando a una persona tras otra. A unas las sacaron sólo a medias para que lograra respirar mientras buscaban a otra. Pero pasado aquel trance, cuando todos los que seguían con vida se apretujaban entre sí en el reducido espacio que quedaba entre el techo del Fairchild y el glacial piso de nieve, comprobaron que varios de amigos más queridos yacían sepultados bajo sus píes. Marcelo Pérez, el capitán del equipo de rugby, había muerto. Fallecieron también Enrique Platero, cuya herida del vientre ya había cicatrizado; Gustavo Nicolich; Daniel Maspons, el mejor amigo de Canessa; Liliana Methol, la que había consolado todos, y Diego Storm. En total, el alud había matado a ocho personas Al caer la noche los sobrevivientes estaban empapados, entumecidos, tiritando de frío. No tenían mantas, zapatos ni cojines para abrigarse, y apenas quedaba lugar donde sentarse o estar de pie. Lo único que podían hacer era permanecer tendidos, apretados unos contra otros, y darse manotazos para que la sangre les circulara, pero sin saber siquiera a quién pertenecían las piernas o brazos que golpeaban. El poco aire que circulaba, enrarecido y sofocante, fue causa de que varios chicos estuvieran a punto de desmayarse. Parrado tomó una barra de acero, parte de la herramienta del avión, y trató de perforar con ella el techo de la cabina. Trabajaba a la luz de cinco encendedores mientras los jóvenes que lo rodeaban lo miraban inquietos, pues ignoraban si la nieve que los cubría tendría medio metro o cinco metros de espesor. Pero en cuanto el muchacho consiguió atravesar el techo y sacar la barra por el agujero, la sintió salir al aire libre sin ninguna dificultad. El avión había quedado con la proa hacia arriba, por lo que, al parecer, la cabina de mandos ofrecía la mejor vía de escape. Pero cuando Roy Hanley rompió al fin una de las ventanillas delanteras, comunico a sus compañeros que soplaba una furiosa ventisca. La tormenta se prolongó otros dos días, durante los cuales no pudieron comer nada. Los muertos al estrellarse el Fairchild estaban bajo la nieve, afuera del avión; así pues, varios muchachos desenterraron un cadáver de las víctimas del alud, y la vista de todos cortaron de él unos trozos de carne. Anteriormente aquel alimento se había puesto al menos a secar al sol, peno esta vez no tuvieron más remedio que comerlo crudo. Fue una impresión terrible; algunos no pudieron comer pedazos de la carne del cadáver de un amigo que dos días a aún vivía entre ellos. El primero de noviembre dejó nevar, y seis jóvenes salieron a calentarse al sol en el techo del avión. Canessa y Zerbino quitaron la nieve de las ventanillas para que penetrara más luz; Fito y Eduardo Strauch y Daniel Fernández licuaron nieve para convertirla en agua potable, mientras Carlitos fuma un cigarrillo pensando en su familia, pues aquel día era cumpleaños de su padre y de su hermana. Tenía la certeza de que volvería a verlos. Si Dios lo había salvado de morir en el choque y en el alud, era para devolverlo a sus seres queridos. Reforzaba esta convicción al sentir la presencia del Creador en el paisaje que lo rodeaba. El tiempo siguió despejado los días siguientes. No ocurrieron grandes nevadas, y los más fuertes y activos de los 19 muchachos sobrevivientes pudieron abrir un segundo túnel en la parte posterior del aparato. Así se dedicaron a retirar la cabina la nieve y los cadáveres sepultados. La nieve estaba dura como la roca y la herramienta era inapropiada para la tarea. Les fue difícil mover aquellos cuerpos, congelados en un último ademán defensivo; algunos quedaron con los brazos en alto para protegerse el rostro, como las víctimas del Vesubio en Pompeya. Los sobrevivientes tardaron ocho días en convertir los restos del avión en un sitio medianamente habitable. Pero sintiendo que Dios los ayudaría si se ayudaban a sí mismos, empezaron a hacer planes para escapar.
Operación Navidad Los sobrevivientes decidieron formar un grupo de cuatro expedicionarios. Varios muchachos se ofrecieron de voluntarios, pero era evidente que unos constituían mejores candidatos que otros. Parrado estaba tan decidido a escapar que, si no lo hubieran elegido, se habría marchado por su propia cuenta. También Turcatti insistió en formar parte del cuarteto; ya había participado en dos cortas expediciones en que dio pruebas de su vigor. Canessa, apodado "Músculos", se creía en el deber de tomar parte en ha empresa por su excepcional fuerza física. El cuarto del grupo fue Antonio Vizintín. Una vez elegidos, a los cuatro se les consideró una casta de guerreros con privilegios especiales. Comían mas carne que los demás; dormían donde querían y el tiempo que desearan. Ya no se les exigía que hicieran ninguna labor. Por la noche se decían plegarias por su salud y bienestar, y en presencia de ellos todas las conversaciones eran optimistas. A los expedicionarios no se les consideraba jefes, sino una clase aparte. Los tres que en realidad gobernaban a la pequeña comunidad eran Eduardo y Fito Strauch, y Daniel Fernández (primos los tres entre sí). Seguían en la escala jerárquica Carlitos Páez, Pedro Algorta y Gustavo Zerbino, que actuaban como ayudantes de Daniel Fernández y de los Strauch. El sistema funcionaba a la perfección. Dos sobrevivientes no podían trabajar con el equipo: Rafael Echavarren y Arturo Nogueira. Echavarren, el muchacho al que se le desprendió parcialmente la pantorrilla, tenía la pierna llena de pus; además se le había helado el pie y se le iba extendiendo desde los dedos el negror de la gangrena. Al principio Arturo Nogueira había estado en mejores condiciones físicas, pero él también sufría una lesión infectada en una pierna, y después del alud decayó rápidamente. Pasó toda una semana sin que advirtieran que el muchacho no había comido su ración. Entonces Pedro Algorta le metía en la boca los trocitos de carne. Pero en vano; Nogueira falleció dos días después, mientras dormía en brazos de Algorta. La muerte de Nogueira echó por tierra la suposición de que los sobrevivientes del alud estaban destinados a salvarse, con lo cual fue más acuciante la necesidad de escapar. Al aproximarse la primavera andina, los expedicionarios se dedicaron a preparar la ropa que llevarían. El único contratiempo fue que alguien pisó a Turcatti en la pierna y la magulladura empezó a infectársele. Numa declaró que aquello no tenía importancia, y por le tanto nadie pareció preocuparse. Pensaban sobre todo en la ruta que deberían seguir. Todos sabían, luego, que Chile quedaba al occidente; pero también que el agua corre siempre hacia el mar. Por tanto, razonaban, el valle en que estaban (y que bajaba al oriente) doblaría en algún punto hacia el oeste. Basados en esta hipótesis, los expedicionarios se proponían emprender la marcha valle abajo. Las montañas que se alzaban al poniente eran demasiado altas para intenta escalarlas. Tuvieron que diferir la partida fijada para el 15 de noviembre: una fuerte ventisca obligó a los expedicionarios a regresar a las pocas horas de marcha y el viento siguió soplando dos días, durante los cuales empeoró la pierna de Turcatti. Todos pensaban que sólo retrasaría a los demás. Al despertar por la mañana del viernes 17 de noviembre, cuando llevaban ya cinco semanas en la montaña, vieron todos un cielo azul y despejado; Parrado, Canessa y Vizintín no tardaron en ponerse en camino. Sin embargo, tras dos de marcha ocurrió un incidente les hizo alterar los planes: encontraron la cola del avión. Aquello equivalió al hallazgo de un tesoro, porque iba allí la mayor parte del equipaje, así como las baterías que, según había dicho el mecánico, necesitaba la radio del Fairchild para funcionar. Los tres expedicionarios decidieron regresar al avión, retirar el emisor de radio y llevarlo adonde estaba la cola. Al tomar esta resolución tuvieron también en cuenta un segundo factor: observaron desde su posición que, al parecer, el valle no torcía hacia occidente, sino que se prolongaba hacia el este. Pasaron dos días guarecidos en la cola, tras lo cual volvieron a emprender la subida de regreso hasta el avión; llevaban un improvisado trineo y alforjas con ropa para sus compañeros. Al reunirse con el resto del grupo, lo encontraron presa del desaliento y la desesperación: el día anterior había muerto Echavarren. En otros lugares del mundo, no todos los padres de los viajeros perdidos consideraban definitivo el fallo del SAR. El 5 de diciembre un grupo de padres de los desaparecidos visitó al comandante en jefe de la Fuerza Aérea Uruguaya para pedirle que enviara un avión a inspeccionar la cordillera. El comandante llamó a un oficial subalterno que había colaborado con el SAR en la investigación del desastre. El oficial informó que no se podría intentar nada antes de febrero. Aquel invierno cayeron en los Andes las más fuertes nevadas de los 30 años últimos. El avión debía de estar completamente sepultado bajo la nieve y, por otra parte, no cabía que quedara viva alguna victima. El comandante se volvió a los hombres que tenía frente así; suponía que aceptarían el informe del oficial. Pero, aunque en el fondo todos estaban convencidos de que una nueva busca seria infructuosa, insistieron en que era necesaria. El comandante cedió: "Señores declaró, "la Fuerza Aérea Uruguaya pondrá un avión a disposición de ustedes". El 11 de diciembre salieron cinco de los padres rumbo a Santiago desde donde volarían sobre los Andes. Llamaron a su empresa "Operación Navidad".
Motivo de orgullo EL INTENTO de hacer funcionar el aparato de radio fracasó. Sin más herramienta que un destornillador, una navaja y unos alicates, los jóvenes desconectaron los audífonos, el micrófono y el trasmisor, y desmontaron la antena del techo del avión. Tardaron varios días hacerlo, y luego Canessa, Parrado y Vizintín, seguidos por Roy bajaron hasta el lugar en que estaba la cola. Permanecieron afuera ocho días; Parrado y Vizintín volvieron en una ocasión en busca de comida Harley y Canessa hicieron todas las conexiones entre la batería, la radio y la antena, pero no conseguían captar ninguna señal por los audífonos. Pensando que la antena estaría estropeada, arrancaron unos pedazos de alambre de los circuitos eléctricos y con ellos improvisaron otra antena de unos 20 metros de longitud. Cuando la conectaron a la radio de transistores, lograron escuchar muchas radiodifusoras de Chile, Argentina y Uruguay. Sin embargo, al conectarla al receptor de1 avión no lograron captar ninguna señal.* No era posible captarla. Para que funcionara el aparato de radio del avión necesitaban una corriente alterna de 110 voltios, que normalmente se obtenía de un generador acoplado a los motores del Fairchild . La batería solo producía una corriente continua de 28 voltios. Siguieron trabajando, y en eso oyeron por la radio de transistores un boletín en que se anunciaba la reanudación de la busca de los sobrevivientes con un avión Douglas C-47 del Uruguay. Los muchachos resolvieron formar una gran cruz en la nieve, junto a la cola, utilizando para ello las maletas esparcidas a su alrededor. Pero antes de partir Vizintín desprendió el material aislante del sistema de calefacción del Fairchild, instalado en la cola. Esta material haría las veces de excelente saco de dormir y les resolvería el problema que los había atormentado cómo calentarse durante la noche sin tener que refugiarse en el avión. Al volver Canessa al Fairchild, la desolación del cuadro que se ofrecía a la vista lo dejó consternado. Después de ocho días de ausencia pudo observar con cierta objetividad la demacración de los barbados rostros de sus amigos. Vio también con otros ojos un horripilante espectáculo sobre la nieve: cráneos y cadáveres desgarrados, y se dijo que antes de que acudieran a auxiliarlos tendrían que "limpiar" aquel lugar. Los expedicionarios comunicaron a los demás lo que habían oído por la radio, aunque estaban decididos a arrostrar los peligros de una nueva expedición. La noticia del Douglas C-47 no había afectado un ápice la resolución de escapar que animaba a Parrado, pero en Canessa provocaba cierta vacilación. "Tendremos que esperarlos diez días cuando menos", argüía, "y luego tal vez nos pondremos en marcha. Es una locura arriesgar la vida sin necesidad". Este retraso encolerizó al grupo. No habían tratado a Canessa con toda clase de mimos por espacio de tanto tiempo para que él, llegado el momento, se negara a partir. Tampoco confiaban en que el C-47 los encontrara; primero oyeron por la radio que el avión de rescate había tenido que aterrizar en Buenos Aires por una avería del motor, y que luego debió hacer reparaciones en Los Cernillos. Fito preguntó a Canessa: "¿ No comprendes que no buscan sobrevivientes? Vienen en busca de cadáveres. Tomarán fotografías aéreas y regresarán a revelarlas, a estudiarlas. Tardarán semanas en descubrirnos . El 8 de diciembre es la festividad de la Inmaculada Concepción. En honor de la Virgen, y para rogarle que intercediera por el éxito de la expedición, los muchachos decidieron rezar los 15 misterios del rosario. Pero apenas habían recitado los cinco primeros, se fueron apagando las voces y los jóvenes se quedaron dormidos uno tras otro. Por tanto, completaron el rosario a la noche siguiente, cuando Parrado cumplía 23 años. Para festejar la ocasión, la comunidad le regaló uno de los cigarros habanos encontrados en la cola del Fairchild. El 10 de diciembre Canessa seguía insistiendo en que aún no estaban preparados para salir. El saco de dormir no estaba bien cosido, según él, ni había reunido el equipo necesario. No obstante, en vez de dedicarse a cumplir las tareas pendientes, Canessa permanecía acostado, "ahorrando energías", o se limitaba a curar los abscesos que se le habían formado en las piernas a Roy Harley. A la mañana siguiente los Strauch se levantaron temprano y se pusieron a arreglar el saco de dormir decididos a que, llegada noche, no quedaran excusas para nuevas demoras. Pero aquel día ocurrió algo ante lo cual resultaron superfluas sus advertencias y reconvenciones. * Numa Turcatti estaba cada más débil. Desde antes del accidente, su mejor amigo era Pancho Delgado, quien se encargó de velar por él e incluso de proporcionarle raciones extraordinarias. Turcatti, embargo, seguía decayendo. A veces deliraba, y el 11 de diciembre cayó en estado de coma. Delgado se apresuró a ir a su lado. Numa yacía con los ojos abiertos, pero no parecía advertir la presencia de su amigo. Respiraba lenta y penosamente. Pancho, de rodillas, empez6 a rezar el rosario. Mientras oraba Numa dejó de respirar. La muerte de Turcatti convencía a Canessa de que no podrían esperar más. Roy Harley, José Luis Inciarte y Moncho Sabella estaban muy débiles y a menudo desvariaban. El retraso de un solo día podría ser para ellos la muerte. En consecuencia, todos acordaron que la expedición saldría al día siguiente rumbo a Chile, hacia el oeste.
Página siguiente |