5. Hacia la cima
Canessa, Parrado y Vizintín se aprestaron a partir a las 5 de la mañana del día siguiente. Primero se pusieron la ropa que habían elegido entre el equipaje de los 45 pasajeros y tripulantes del avión. Parrado, por ejemplo, se vistió con una camisa y un par de pantalones largos y ligeros de mujer; encima tres pares de pantalones de mezclilla y seis suéteres. Luego se caló un estrecho gorro de lana, en seguida el capuchón y las hombreras que había cortado del abrigo de piel de su hermana, y por último una chaqueta corta. Con los zapatos de rugby calzaba cuatro pares de calcetines envueltos en bolsitas de plástico para que no los calara la nieve. Se protegía las manos con guantes, y los ojos con gafas oscuras; para ayudarse a escalar, se armó de pértiga de aluminio. A Canessa le agradaba pensar que cada una de las prendas usadas por él tenía un valor inestimable. Uno de los suéteres se lo había regalado una amiga de su madre; otro, su madre misma. Uno de los pantalones que llevaba fue de Daniel Maspons, su amigo íntimo; y el cinturón perteneció a Panchito Abal, muerto en el accidente. Se lo dio Parrado y le dijo: "Me lo regaló Panchito, que era mi mejor amigo. Ahora lo eres tú, así que tómalo". "No olviden reservarnos habitaciones en un buen hotel de Santiago", les recomendó uno de sus compañeros. En seguida se abrazaron todos y entre gritos de "¡ Hasta luego!" los tres expedicionarios empezaron a subir la cuesta. Estudiaron detenidamente la brújula del Fairchild y se lanzaron a escalar la montaña con rumbo oeste, por la pared que miraba al valle. La marcha fue muy penosa. No sólo tenían que luchar con la empinada ladera, sino que la nieve había comenzado a derretirse y, a pesar de sus improvisadas raquetas, se hundían en ella hasta las rodillas. Pero persistían en la empresa, aunque descansaban a intervalos de unos cuantos metros. Cuando hicieron alto para almorzar junto a un crestón de rocas, ya iban a buena altura. Se habían propuesto alcanzar la cima antes de la puesta del Sol, pues sería poco menos que imposible dormir en la empinada ladera. Pero, como ya sabían por experiencia, en aquellos parajes las distancias son engañosas, y cuando el Sol tramontó aún les faltaba mucho para llegar a la cumbre. Llenos de aprensión, se pusieron a buscar un sitio donde acampar y un poco más adelante llegaron hasta un enorme peñasco junto al cual el viento había hecho una zanja en la nieve. Decidieron instalarse allí y se metieron en el saco de dormir. Trascurrida la noche, cuando el Sol asomó por encima de los montes, los expedicionarios reanudaron la marcha. Aquella parte de la montaña era ya tan escarpada que Vizintín no se atrevía a mirar hacia abajo. Y a los tres se les caía el alma los pies al comprobar que cada cima erguida encima de ellos resultaba ser apenas una loma nevada o un crestón rocoso. A media tarde aun no habían llegado a la cumbre. Pasaron otra noche en la montaña, y por la mañana Canessa propuso que Parrado y Vizintín dejaran sus morrales y siguieran subiendo un poco más para comprobar si iban acercándose a la cima. Parrado emprendió la marcha in- mediatamente, seguido pon Vizintín. La pared de nieve era casi vertical, y Parrado tenía que escalar abriendo asideros y apoyos para manos y pies. No se desalentó por eso y siguió adelante, aguijoneado la emoción del montañero que siente a punto de vencer. A medida que ascendía, pensaba: "Ahora veré un valle, un río, hierba verde, árboles.."." Y de pronto comprobó que estaba en la cumbre. Pero el gozo le duró sólo unos instantes. El panorama que tenía ante sí no era de valles que descendieran hacia el Pacífico, sino de una sucesión interminable de montañas nevadas. Por primera vez sintió que aquel era su fin y el de sus compañeros. Se dejó caer de rodillas y tuvo el impulso de echarse a llorar y maldecir al cielo por tamaña injusticia. Pero se contuvo, y al levantar de nuevo la mirada, jadeando aún por el tremendo esfuerzo hecho en el enrarecido aire de las alturas, a su desesperación siguió otra vez un gozo indecible pon lo que había logrado. "He escalado esta montaña", se dijo, "y la llamare monte Seler en honor de mi padre". Al escudriñar el paisaje que se extendía ante él, Parrado descubrió hacia el oeste dos picos que no estaban nevados. "La cordillera tiene que acabar en alguna parte", pensó, "así que tal vez esos dos picos sean territorio chileno". Oyó en eso que Vizintín le llamaba desde abajo, y Parrado le gritó alborozado: -¡Regresa por Músculos! ¡Dile que todo va bien! ¡ Que suba a comprobarlo con sus propios ojos! Cuando Canessa alcanzó la cima, quedó horrorizado al ver que la cordillera se prolongaba sin fin hacia el oeste. -Estamos perdidos! -declaró- ¡ Estamos completamente perdidos! ¡No hay ninguna posibilidad de atravesar eso! Parrado señaló hacía un punto en el plano medio. -Si bajamos por esa montaña y luego a lo largo de aquel valle, llegaremos hasta una especie de Y griega. Un brazo de la Y tiene que llevarnos hasta aquellas montañas sin nieve. Canessa siguió con la mirada la línea que señalaba el brazo de Parrado. -Es posible -repuso-; pero tardaríamos 50 días, y sólo tenemos comida para diez. Pero Parrado ya lo había tomado en cuenta, y había llegado a una decisión. Vizintín regresaría; así tendrían alimento para unos 20 días mas, si lo racionaban prudentemente. Después… tal vez encontrarían algo … Desanduvieron el camino montaña abajo, y alrededor de las 5 de la tarde llegaron donde Vizintín aguardaba. Parrado le comunicó su decisión. A la mañana siguiente el muchacho compartió sus provisiones y algo de ropa con sus dos amigos, y emprendió el descenso hacia el avion. -Dile a Fito que seguimos hacia el oeste -le recomendó Canessa-. Y si llegan a salvarlos, díganles que nos busquen. Vizintín descendió sentado en un cojín a manera de trineo. Aunque en la ascensión habían tardado tres días, él bajo hasta el avión en sólo 45 minutos.
Una vista del Paraíso El 16 de diciembre, a las 9 la mañana, Parrado y Canessa se pusieron nuevamente en marcha hacia la cúspide. Esta vez llevaban los morrales, que con la partida de Vizintín pesaban más. El aire estaba muy enrarecido; les latía el corazón aceleradamente y a cada tres pasos tenían que detenerse asidos a la fuerte pendiente nevada. Los expedicionarios tardaron tres horas en llegar a la cima, y tras un breve descanso iniciaron el descenso. Avanzaban con gran dificultad, pues ha montaña no era de roca firme, sino pizarrosa; al deslizarse por ella, de espaldas o sentados casi siempre, iban provocando pequeños aludes de piedra. "Aceptamos que nuestra labor sea ardua, Señor", oró Canessa, "pero no nos la hagas imposible". Llegaron por fin a un lugar donde ha nieve estaba todavía muy espesa, y Parrado resolvió descender deslizándose sobre un cojín. Al momento comenzó a bajar más de prisa hasta alcanzar una velocidad que calculó en unos 100 k.p.h. Clavaba los tacones en la nieve, pero no conseguía detenerse. De pronto vio ante sí una pared de nieve. "Si hay peñas debajo de esa nieve", pensó, "será mi fin". Un instante después chocó con la pared y se detuvo completamente ileso. Canessa lo alcanzó y ambos siguieron montaña abajo con mayor cautela. A las 4 de la tarde decidieron detenerse. Al día siguiente, el sexto de su expedición, llegaron a mediodía al pie de la montaña. Allí se encontraron a la entrada del valle que los llevaría hasta la Y. Si bien la hondonada estaba cubierta de una gruesa capa de nieve blanda, la cuesta tendría una inclinación de 10 a 12 grados. Con todo, Canessa empezó a rezagarse. Cuando Parrado se acordaba de su compañero, se volvía a mirar y lo veía venir varios cientos de metros atrás. Entonces aguardaba y, una vez que Canessa le daba alcance, lo dejaba descansar cuatro o cinco minutos. En una de las pausas vieron a su derecha un arroyo que descendía por la falda de la montaña. A orillas del riachuelo crecían un poco de musgo, de hierba y algunos junquillos. Era el primer indicio de vegetación que veían desde hacía 65 días, y Canessa, a pesar de su fatiga, subió hasta el arroyo, arrancó algunas hierbas y junquillos y se los llevó a la boca. Pasaron otra noche acurrucados en la nieve y a la mañana siguiente reanudaron la marcha. Conforme avanzaban, el ruido de sus pasos en la nieve se vio ahogado poco a poco por un estruendo que se intensificaba a cada momento. Parrado apresuraba el paso a unos 200 metros por delante del exhausto Canessa, cuando súbitamente alcanzó el extremo del valle. La vista que contempló fue la del Paraíso. Allí terminaba la nieve y de la parte inferior del blanco manto manaba un torrente de agua grisácea que corría hacia el oeste cabrilleando entre rocas y peñascos, y lo más hermoso era que, en cualquier parte que volviera la mirada, Parrado veía manchas de distintas tonalidades verdes: musgo, hierbas, junquillos, aulagas y diversas flores moradas y amarillas. Los dos muchachos corrieron tropezando, dejaron atrás la nieve y se tumbaron en unas peñas a orillas del río. Allí, entre aves y lagartijas, invocaron a Dios en voz alta y le agradecieron con todo el fervor de sus corazones haberlos librado del frío y del mortal abrazo de los Andes. Al día siguiente, el octavo de su viaje, Parrado y Canessa descubrieron una herradura y una lata de sopa vacía y oxidada, prueba inequívoca de que se acercaban a una región habitada. Poco después encontraron un hato de vacas. A pesar de estas señales alentadoras, el estado de Canessa empeoraba.. Al otro día daba traspiés y tenía que andar apoyado en el brazo de su amigo. Esa noche empezaron a idear cómo apoderarse de una vaca y matarla, pues si bien aún tenían alimento, empezaba a descomponerse en aquella región ya más cálida. Parrado propuso seriamente que se encaramaran a un árbol armados de. una peña, para dejarla caer en la cabeza de un animal. Aunque molido hasta los huesos y a punto de desplomarse, Canessa soltó la carcajada y exclamó: "¡Así nunca conseguirás matar una vaca" Parrado se alejó en busca de un poco de broza para hacer una hoguera. Canessa se acostó boca arriba y paseó la mirada hacia la ribera opuesta del río cuya corriente habían seguido. De pronto surgió de las sombras una figura lo bastante grande para dar la impresión de ser un hombre a caballo. ¡Nando! ¡Nando! -gritó Canessa- ¡Mira! ¡Allí hay un hombre! ¡Al otro lado del río! Ambos jóvenes corrieron a la orilla dando voces y agitando brazos. Pero al mirar Canessa al lado opuesto del impetuoso torrente hacia el lugar donde había creído ver al jinete, sólo distinguió un peñasco y la larga sombra que proyectaba. -Ven -le indicó Parrado, tomando del brazo a su compañero Es preferible volver y hacer fuego antes de que anochezca. Se habían vuelto ambos hacia sitio donde acampaban, cuando, repentinamente, oyeron sobre el al atronador ruido del río un grito humano. Giraron sobre sus talones y vieron en la ribera opuesta no uno sino tres hombres que montaban sendos caballos. Al momento los jóvenes empezaron a mover los brazos y a dar voces, pero el ruido del río ahogaba sus palabras. -¡Auxilio! -gritaron- ¡Auxilio! Y mientras Canessa alzaba mas la voz, Parrado se dejó caer de rodillas y juntó las manos en ademán de súplica. Los jinetes vacilaron. Luego uno de ellos frenó su cabalgadura y gritó algo, pero lo único que pudieron entender los dos jóvenes fue palabra "mañana". Acto seguido los jinetes se alejaron. Parrado y Canessa volvieron al campamento. La única palabra habían captado les infundió grandes esperanzas. ¡Por fin se habían comunicado con otros seres humanos! Despuntó el décimo día de viaje de los expedicionarios. A las 6 de la mañana ambos estaban ya despiertos, y al mirar hacia la orilla opuesta del río, otra vez vieron allí tres hombres. Uno de ellos saco un pedazo de papel, escribió algo, envolvió con él una piedra y se la arrojó a Parrado. Éste leyó: "Vendrá pronto un hombre. ¿ Qué desean?" El mismo hombre les lanzó una pluma estilográfica por encima de ha corriente, y Parrado garrapateó con ella febrilmente: "Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo. Llevamos diez días de marcha. En el avión hay todavía 14 heridos No tenemos nada que comer. Estamos débiles". El chileno desenvolvió el mensaje indicó que había comprendido. En seguida sacó del bolsillo un trozo de pan, lo arrojó a la orilla opuesta agitó la mano y se volvió para subir el ribazo. Ah cabo de dos o tres horas los jóvenes vieron venir otro hombre a caballo, esta vez por la margen del río en que ellos estaban. El recién llegado saludó a Parrado con desconfianza, tratando de ocultar la impresión que debió de causar aquel sujeto alto, barbado y sucio, Se presentó y dijo llamarse Armando Serda, les dio un poco de queso y se adentró en una hondonada en busca de sus vacas. Los dos amigos se comieron el queso y descansaron un rato. Luego, antes de aparecer Serda, tomaron lo que les quedaba de carne humana y la escondieron debajo de una piedra. Esto sucedía el jueves 21 de diciembre, a los 70 días de haberse estrellado el Fairchild.
Los LUGAREÑOS llevaron a los dos jóvenes hasta una cabaña del valle, donde los alimentaron y les proporcionaron un lecho. Y mientras dormían enviaron un mensajero para que informara a la policía del pueblo más cercano. Las autoridades del pueblo se comunicaron con Santiago, donde los ex comandantes Massa y García, del SAR, recibieron ha noticia con asombro y escepticismo. Para entonces ya había caído la noche y no se podría hacer nada hasta que amaneciera. A la mañana siguiente, a pesar de la densa niebla, despegaron de Santiago tres helicópteros en que iban García y Massa, una enfermera de la Fuerza Aérea, un ayudante de médico y tres socorristas del cuerpo de rescate. Al llegar a la cabaña encontraron a Canessa postrado todavía por el agotamiento, y los socorristas empezaron a atenderlo. Parrado, por su parte, rechazó toda asistencia médica e instó a Massa y a García a que despegaran en seguida para ir en busca del Fairchild. Pero en ese momento era imposible hacerlo, por la espesa niebla. Por tanto, esperaron. Tres horas después de haber llegado, García decidió que la visibilidad era lo suficientemente buena para que dos helicópteros intentaran recoger a los sobrevivientes. Iban en los aparatos el ayudante de médico, los voluntarios del cuerpo de rescate y Parrado. Era cerca de la una de la tarde, la hora menos adecuada para volar sobre los Andes por la violencia de los vientos que se producen en la cordillera. Parrado fue un guía excelente. Pudo reconocer todos los puntos del valle por donde habían pasado él y Canessa, y al llegar a la Y griega indicó a García que virara a la izquierda y siguiera la cañada, más estrecha y cubierta de nieve, que conducía a las montañas. A cada momento se dificultaba más el vuelo, pero García observo que estaban llegando a una altitud de 2150 metros. Parrado le dijo que esa era la misma que indicaba eh altímetro del Fairchild. El ex comandante confiaba en poder gobernar el aparato.-~ Hacia dónde vamos ahora?-preguntó a Parrado por el micrófono. -Allá arriba -le respondió, y señaló hacia la escarpada pared de la montaña. -¡No es posible que hayan bajado ustedes por allí! -Sí; por allí bajamos. El avión está del otro lado. García miro hacia el frente, y luego hacia arriba. Le parecía increíble lo que acababa de decir Parrado, pero tenía que confiar en él. Así pues, comenzó a ascender. Massa venía detrás de él, a bordo del segundo helicóptero. A medida que subían, el aire se enrarecía cada vez más y era mayor la turbulencia; el helicóptero empezó a sacudirse y a trepidar. Pero aún estaban frente a la montaña; la cumbre se perfilaba mas arriba. El altímetro indicó 3600 m., y poco después 3900. Por fin, a los 4100, llegaron a la cima. Allí los helicópteros toparon con un fuerte viento contrario que los empujó hacia atrás y hacia abajo. García hizo un segundo intento, pero de nuevo el vendaval rechazó al helicóptero. El ex comandante desistió de trasponer la cumbre y optó por guiar la máquina hacia un punto más bajo, para rodear desde allí la montaña. Así llegaron poco después al lado opuesto, aún sacudidos y zarandeados por violentas corrientes -Bajemos -pidió Parrado al piloto del helicóptero. El helicóptero descendió hasta que Parrado pudo ver, allá muy abajo, un punto minúsculo: los restos del avión. -¡Allá está! -exclamó- Allá! Y allá abajo los muchachos empezaron a gritar y a agitar los brazos. Los que estaban en el interior del avión salieron atropelladamente, mientras el helicóptero, zarandeado por el viento, descendía mas y empezaba a volar en círculos sobre el campamento. Pero el piloto no podía aterrizar. El viento soplaba con tanta violencia que, cada vez que bajaba un poco, el enorme aparato estaba a punto de estrellarse contra has paredes de la montaña. Sin embargo, el primer helicóptero logró por fin descender hasta rozar la nieve con uno de su esquís. Los tripulantes arrojaron dos sacos por la portezuela abierta; un momento después se lanzaron por ella el ayudante de médico y uno de los socorristas del cuerpo de rescate. García no se atrevía a aterrizar por lo empinado de la cuesta y, además, porque la nieve no soportaría el peso de la nave. Así pues, siguió cerniéndose a muy poca altura con el temor de que las aspas pegaran en la montaña, y sin poder virar en un ángulo que facilitara a los sobrevivientes trepar a bordo. El primero en intentarlo fue Fernández, que alzó los brazos; Parrado lo asió y tiró de él hasta que entró en el aparato. Lo siguió Álvaro Mangino que logró encaramarse a bordo. A continuación el helicóptero se elevó Massa bajó luego a otros dos especialistas en salvamento andino con su equipo, y Páez, Algorta y Eduardo Strauch subieron al segundo aparato. Detrás de ellos subió Inciarte, con quien Massa completó su capacidad y se remontó Delgado, Sabella, Roberto Francois, Vizintín, Javier Methol, Zerbino, Harley y Fito Strauch quedaron abajo en compañía del ayudante del médico y de los tres expertos andinistas. Franquear la vertiente orienta de la montaña no fue labor menos aterradora que la de ascender por la opuesta.
La confesión En Vista de la turbulencia, García difirió hasta el día siguiente la segunda operación de salvamento. Los tres especialistas andinos habían traído alimentos y pronto comprobaron que ningún sobreviviente de la montaña estaba en peligro inminente de morir. Por otra parte a los ocho primeros se les envió por avión a un hospital de San Fernando. Llegaron allí poco después de las 3 de la tarde, todos en camilla excepto Parrado, que insistió en entrar por su pie y se abrió camino entre la multitud de enfermeras y curiosos. Una vez instalados en la sección del hospital que les habían asignado, Parrado se negó a acostarse y a dejar que lo examinaran los médicos hasta no haberse dado un baño. Las enfermeras, atónitas, salieron a consultar con los facultativos, qué accedieron a la petición. Prepararon la bañera, y Parrado pudo quitarse al fin la maloliente ropa y meterse en el agua caliente. Después del baño se sintió maravillosamente bien y sólo entonces permitió a los médicos que lo reconocieran. No encontraron en él ningún trastorno. Naturalmente, como los otros siete, Parrado había adelgazado muchísimo. Todos habían perdido peso; él, más de 20 kilos; sus compañeros, en la misma proporción. Por añadidura, Mangino tenia una pierna fracturada; Inciarte llegó una grave infección en la pierna; Algorta sufría dolores en la región hepática, y todos traían los labios ardidos y ampollados, y presentaban conjuntivitis y diversas infecciones cutáneas. Pero los médicos no tardaron en comprender que aquellos jóvenes se habían alimentado con algo más que nieve derretida. Uno de los facultativos, al examinarle la pierna a Inciarte, le preguntó:
-¿Qué fue lo último que comió? -Carne humana -contestó el muchacho. El médico siguió curándole pierna sin hacer ningún cometario. También Fernández y Mangino confesaron a los médicos lo que habían comido en la montaña, y éstos tampoco hicieron comentarios. Sin embargo, inmediatamente dieron órdenes estrictas de que no se le permitiera entrar en el hospital a periodistas, y prohibieron que recibieran visitas los sobrevivientes; ni siquiera pudieron entrar la madre de Páez y la de Canessa, que habían llegado de Montevideo. Con todo, se exceptuó de esta posición al padre Andrés Rojas, joven cura párroco de la iglesia de San Fernando Rey. Lo llevaron inmediatamente a la sección especial de los damnificados, a la habitaciones que ocupaba José Luis Inciarte. Fue una decisión afortunada, pues cuanto el visitante se dio a conocer como sacerdote, Inciarte empezó a balbucir un torrente de palabras. El muchacho explicó al padre Andrés lo ocurrido en la montaña; pero no con el frío lenguaje de un observador imparcial, sino en los nobles y místicos términos que expresaban mejor lo que aquella prueba había significado para él. -Fue algo que nadie hubiera podido imaginar. Yo iba a misa todos los domingos, y en mí la sagrada comunión había llegado a ser un hábito. Pero en aquellas alturas, a ha vista de tantos milagros, al sentir casi palpable ha presencia de Dios, aprendí una lección. Ahora pido al Señor que me dé fuerzas para no volver a ser como antes. He aprendido que la vida es amor, y que el amor consiste en entregarse al prójimo. No hay nada mejor que darse al prójimo; a un ser humano … Al escucharlo, el padre Andrés entendió en todo su alcance la índole del don a que se refería Inciarte: el don que los desaparecidos compañeros les habían hecho de su propia carne. El sacerdote tranquilizó al atormentado joven y le aseguró que no había cometido ningún pecado: la Iglesia católica permite la antropofagia in extremis. -Esta tarde volveré para traerte la comunión -le dijo. -Entonces, padre, quisiera confesarme.
El sacerdote replicó: -Ya te has confesado con esta conversación. No era posible postergar mas tiempo el momento de la reunión. Graciela Parrado de Benger, la hermana casada de Fernando, impaciente porque le impedían verlo, entró a viva fuerza en su habitación seguida por el padre de ambos, Seler Parrado, que lloraba. El desdichado había concebido esperanzas por una lista en que erróneamente aparecían su esposa, su hija y su hijo entre los sobrevivientes. Y en el momento de ven a su hijo se enteró de ha verdad: que Nando era el único sano y salvo de los tres familiares que iban en el avión. Más allá, Canessa, al alzar la vista de pronto, vio a sus padres y a su prometida. -¡Feliz Navidad, Roberto! -le dijo su madre. Y la señora empezó a llorar al ver el demacrado rostro de un anciano bajo la. barba de su hijo. También el padre de Canessa soltó el llanto. Como tales efusiones provocaron lágrimas en Roberto, sus padres le dijeron que se mancharían inmediatamente. Canessa, sin embargo, los detuvo, y cuando todos se serenaron, comenzó a relatarles el accidente y la forma en que se habían salvado, inclusive la circunstancia de que él y sus compañeros habían comido carne humana. Sólo su padre se sobresaltó. Las dos mujeres se mostraban tan contentas de ver vivo a Roberto que apenas comprendieron lo que él les relataba. Pero el padre, que era médico, entendió cabalmente los horrores a que había estado expuesto su hijo y las duras pruebas que aún le esperaban.
Los OTROS ocho sobrevivientes fueron traídos de los Andes al día siguiente. La mayoría estaba en condiciones asombrosamente buenas. En realidad, sólo hospitalizaron, durante poco tiempo, a cuatro de los 16. La noche del 23 de diciembre todo el grupo de uruguayos que se había trasladado a Chile al enterarse de la noticia del salvamento, estaba instalado en Santiago y se disponía a celebrar la Navidad; los sobrevivientes se hospedaron en compañía de sus familiares en el Hotel Sheraton San Cristóbal; los padres y parientes de los desaparecidos, en el Crillon. En este último hotel, el padre de Gustavo Nicolich abrió una carta que su hijo había escrito en la montaña, poco antes de morir bajo el alud: "Una cosa que te parecerá increíble (me lo parece a mí mismo) es que hoy empezamos a cortar los cadáveres para comérnoslos. No nos queda otro remedio". agregaba más adelante: "Si algún día pudiera yo salvar a alguien con mí cadáver, me gustaría qué lo aprovecharan". Tal fue la primera confidencia que llegó a los padres hospedados en el Crillon de que cadáveres de sus hijos habían conservado la vida de los 16 sobre-vivientes, y el señor Nicolich, transido de dolor, se estremeció ante aquella macabra revelación. Pensando en ese momento que quizás jamás trascendería la verdad, retiro esta pagina de la carta y la oculto. Los padres que paraban en el Hotel San Cristóbal tuvieron una reacción muy semejante, pero además abrigaban el temor de que el hecho fuera del conocimiento público. Contribuía a su intranquilidad la presencia en el hotel de un ejército de periodistas que formulaban incesantes preguntas y tomaban fotos a los jóvenes. En una rueda de prensa celebrada anteriormente en el hospital, cuando preguntaron a los sobrevivientes qué habían comido, contestaron que llevaban gran cantidad de quesos, y que en las montañas crecían hierbas comestibles. Pero era obvio que tal declaración no dejaría satisfecha a la prensa durante mucho tiempo. Un diario peruano reveló la verdad, e inmediatamente los periódicos de Argentina, Chile y Brasil se hicieron eco del reportaje. Los periodistas de Santiago siguieron interrogando a los sobrevivientes. Confusos, los muchachos negaban que hubieran incurrido en canibalismo, pero los que habían traicionado su secreto (el cuerpo andino de salvamento) proporcionaron la prueba. El 26. de diciembre el diario El Mercurio, de Santiago, publicó en primera plana la fotografía de una pierna humana que aparecía consumida a medias entre la nieve, al lado del Fairchild. Los jóvenes resolvieron que era preferible, más que explicar nada a algún periódico en particular, convocar a su regreso a Montevideo una rueda de prensa en el Colegio Stella Maris. Esto no paraba de ser una débil defensa contra la tormenta que ya se cernía sobre ellos. La noticia atizó el apetito de la prensa mundial, y los muchachos que ocupaban el hotel estaban sometidos a un bombardeo de preguntas. Una revista chilena especializada en temas pornográficos dedicó dos paginas enteras a la reproducción varias fotografías de piernas, brazos y huesos hallados cerca al Fairchild. Otro diario chileno publicó una crónica bajo este titulo ¡ Que Dios Los Perdone! Al leer esto, algunos padres de familia no pudieron contener las lágrimas. Como el escándalo había envenenado el ambiente de Santiago, los sobrevivientes fletaron un avión y emprendieron el regreso a Montevideo el 28 de diciembre. A su llegada todo se hallaba dispuesto para recibirlos en el Colegio Stella Maris. El amplio salón de actos estaba arreglado como para una distribución de premios; en el estrado habían instalado una gran mesa, micrófonos y altavoces. Al empezar la conferencia todo el mundo escuchó en silencio a los sobrevivientes: uno tras otro fueron tomando la palabra para relatar la heroica y trágica historia. Al llegar el turno de Pancho Delgado, que el grupo designó para que hablara del canibalismo, puso en juego su natural elocuencia (don que no había sido útil en las montañas) y dijo: "Cuando uno despierta por la mañana en el silencio de los Andes el espectáculo es majestuoso, impresionante, pavoroso; y se siente uno solo en el mundo, salvo la presencia de Dios. Porque les aseguro que Dios está allí. Todos lo sentíamos en lo íntimo de nuestro ser, y no porque seamos demasiado piadosos; nada de eso. Uno siente la presencia misma de Dios. Sobre todo, se siente la mano de Dios, y se deja uno guiar por ella… Y cuando llegó la hora en que ya no teníamos que comer, nos dijimos que si Jesucristo, en la última cena, había compartido su carne y su sangre con los apóstoles, nosotros también podíamos hacer otro tanto y tomar la carne y la sangre de nuestros compañeros como una íntima comunión entre nosotros. Y eso nos ayudó a sobrevivir. Ahora no queremos que ese acontecimiento (que para nosotros fue algo muy íntimo) sea mancillado o profanado. En un país extranjero tratamos el tema con la mayor altura espiritual que nos fue posible, y aquí venimos a contárselo a ustedes, nuestros compatriotas, tal como ocurrió…" Delgado terminó de hablar, y saltaba a la vista que todos los presentes se sentían profundamente conmovidos. Dijeron a los periodistas si deseaban preguntar algo, pero éstos guardaron silencio. De los viajeros que iban en el Fairchild, 29 no habían regresado; para sus familias, el retorno de los 16 sobrevivientes confirmó la muerte de sus seres queridos. Y fue una confirmación inquietante. Las familias se enfrentaron al dolor de muerte de esposos, madres e hijos y no sólo eso, sino también a la sensibilidad de que se los hubieran comido. Fue un cáliz doblemente para esos corazones desbordantes de dolor, pues por noble y racional les pareciera el fin último de seres queridos, el solo pensar aquella posibilidad les inspiraba horror primitivo e irrefrenable. La mayoría de los familiares, sin embargo, supo sobreponerse a la presión. Los padres exteriorizaron el mismo valor y la misma generosidad de que dieron muestras hijos, y declararon su solidaridad con los 16 sobrevivientes. El Dr. Helios Valeta, padre uno de los jóvenes muertos al desprenderse la cola del avión, asistió con su familia a la conferencia de prensa. En seguida declaró a un reportero del diario El País: "Vine aquí con mi familia porque nos sentimos sinceramente felices de tener a estos muchachos de regreso con nosotros. Nos alegramos, además de que fuesen 45 los viajeros, pues esto permitió que volvieran al menos 16. Soy médico, y comprendí que nadie hubiera podido sobrevivir en ese lugar y en esas circunstancias sin verse obligado a tomar valerosas decisiones. Ahora que hechos han confirmado mi suposición, repito: Doy gracias a Dios que hayan sido 45 los pasajeros, porque gracias a eso 16 familias han recobrado a sus hijos"……"a""" 2The History Of The Andes Survivors:, 1974 Por Pierce Paul Read444….19
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Autor:
Rodrigo Muñoz Fuentes
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