Lenin en nuestros días
Enviado por Luis Felipe López-Espinosa
Una función autor frente a la muralla del Kremlin
Foucault preguntaba: ¿qué es un autor? Prolongando la cuestión a lo que sea posiblemente el caso más excepcional de la función autor, nosotros preguntamos: ¿qué es Lenin? Para concluir finalmente que la función autor «Lenin», aunque equívoca, forma parte de esas ficciones necesarias en tanto que posibilita la identificación imaginaria y, por tanto, la producción de subjetividad. Sin embargo, la libérrima proliferación de identificaciones imaginarias no es más que una forma ideológica de justificación del capitalismo avanzado y sus formas parlamentarias-liberales de organización política. ¿Cuál ha de ser el criterio que «en última instancia» determine nuestra subjetivación? La respuesta está en Lenin: poner de nuevo sobre la mesa la lucha de clases como brecha constitutiva del modo de producción capitalista. |
…deja tus prejuicios, sé hombre, sé humano, sin llanto y sin esperanza. [2]
…la función autor está vinculada al sistema jurídico e institucional que rodea, determina y articula el universo de los discursos; no se ejerce uniformemente y del mismo modo sobre todos los discursos, en todas las épocas y en todas las formas de civilización; no se define por la atribución espontánea de un discurso a su productor, sino por una serie de operaciones específicas y complejas; no remite pura y simplemente a un individuo real, puede dar lugar simultáneamente a varios ego, a varias posiciones-sujeto que clases diferentes de individuos pueden ocupar. [3]
1. El cuerpo de Lenin
No en vano, Lenin es un autor incómodo. Qué decir al respecto: no es tan sencillo como estudiarlo sin más, ante Lenin se es inevitablemente (y esto es quizás lo más insoportable para muchos) leninista: hay que tomar partido. Pero es que la propia toma de partido frente a Lenin es de por sí incómoda, tensa, apasionada a menudo; las mismas trincheras son difíciles de soportar: de un lado, están en extraña compañía desde los socialdemócratas liberales y las almas bellas de cierto «izquierdismo» hasta los elementos más reaccionarios de la extrema derecha; de otro, quedan las tinieblas de la Unión Soviética, el culto a la personalidad, y el estalinismo con todos sus infames imitadores.
¿Pero qué hace que, frente a la presencia de un Freud o incluso de un Marx en los manuales de Filosofía de los cursos de Bachillerato, Lenin siga siendo incómodo, silenciado y excluido? ¿Qué es lo que convierte a Lenin en una subjetividad controvertida o incluso peligrosa?
¿Acaso el problema con Lenin se basa en que su obra prefigure el estalinismo? Evidentemente, no. Ya se han escrito incontables volúmenes en defensa de Lenin, del buen Lenin, del revolucionario entregado a una noble causa posteriormente traicionada; casi tantos como los que se han dedicado exactamente a lo contrario, a rebuscar implícitos fundamentos del Gulag en su teoría, y sobre todo en sus actos –porque, al parecer, resulta cómodo evitar el estudio de una obra, teórica o literaria, tomando el atajo de la biografía. Pero en medio de esta escaramuza entre partidarios y detractores, lo único que queda claro es que como en las bizantinas disertaciones sobre el sexo de los ángeles, el problema está en otra parte; por eso lo interesante y productivo estaría en estudiar no tanto los distintos posicionamientos, como el modo en que el planteamiento de la propia problemática condiciona ya un determinado campo de respuestas y regula cualquier antagonismo –sometiéndolos dentro de los límites de un determinado conjunto de presupuestos protegidos de toda violencia teórica.
El mencionado biografismo es el proceder ya habitual de ciertos historiadores que tras el deshielo, fundándose en documentos soviéticos desclasificados, se complacen en describirnos a un Lenin un tanto neurótico que al parecer (no recuerdo dónde he leído esto, ni me importa su exactitud) afilaba cuidadosamente sus lápices o se paseaba de noche por el Kremlin apagando las luces que otros camaradas se dejaban encendidas. Y aunque probablemente el público se solidarice con la imagen –pues hay ciertas desmitificaciones oficializadas, frente a otras aún rigurosamente prohibidas– e incluso simpatice con este Lenin «humanizado», lo cierto es que se trata simétricamente, inversamente, del mismo procedimiento de la propaganda estalinista, que nos ofreciera esa tópica imagen del conspirador implacable y del revolucionario completo. Como dice Žižek acerca del estalinismo, «en su universo simbólico, el cuerpo del líder no es sólo un cuerpo común transitorio, sino un cuerpo redoblado en sí mismo, un envoltorio de la Cosa sublime» [4] .
Y es que, sea para desmitificarlo o denigrarlo, sea para exaltarlo, el método es el mismo: el cuerpo del comunista, el autor como un determinado sustrato subjetivo del que emana la revolución. Y dependiendo de nuestras propias posiciones al respecto, así es como iremos juzgando al hombre y su cuerpo. Porque en el fondo, es una cuestión de política. Si en Rusia se empiezan a plantear qué hacer con la momia de Lenin, no es porque se haya superado el fetichismo de lo que Foucault daba en llamar (con plausible distanciamiento) la «función autor», es más bien todo lo contrario: enterrar el cuerpo de Lenin se presenta como la última tarea que aún queda para enterrar definitivamente su producción teórico-política. ¿Por qué si no a nadie se le ocurre deshacerse de las momias de los papas en el Vaticano? Porque hay cuerpos y cuerpos, hay cuerpos oficiales y cuerpos prohibidos, y en el fondo es la cuestión de que hay ciertos productos y ciertas prácticas sociales que hay que exaltar o que eliminar. Y es que aún hoy, cuando en nuestro imaginario impera la apocalíptica fantasía del individuo como un engranaje más de una maquinaria inhumana, sobrevive un fetichismo del sujeto que considera esa misma subjetividad como factor suficiente para explicar los productos sociales. Posiblemente tenga esto que ver con cierta complacencia hermenéutica (y un tanto platonizante), que postula que en todo producto social, sea una obra política o sea un texto, hay una intención verdadera, que es la intención de su autor –se trate de un autor individual, o bien se trate de un autor colectivo en la forma de un estamento, una clase o un grupo de cualquier tipo. Por tanto, no hay que ir a la obra sino que bastaría con ver lo que el autor nos «quiere decir», cuáles son sus móviles patológicos. Así, la filosofía deja de tener por objeto los textos y busca «lo real» del cuerpo mismo para convertirse en una patología, en un estudio del cuerpo y sus emanaciones (y desórdenes), y en segundo término en una psicopatología. Desde una mirada retrospectiva a su historia, parece apreciable una metonimia significativa, por la cual los filósofos en su práctica forense han pasado casi imperceptiblemente del foro a la autopsia. La filosofía misma, aparente producto de la libre comunicación de las ideas en el foro ateniense, se revela ya en los textos de Platón como el filosofar de un maestro al que hay que conocer y diseccionar: desde la descripción de su cuerpo achacoso y de su vida familiar, al espeluznante cuadro de su muerte en el Fedón.
Y es así que mientras juzgamos al autor Lenin, a la momia frente a la muralla del Kremlin, mientras nos encallamos en la eterna disputa dentro de los límites de esta función autor –Lenin quería decir esto o lo otro, Lenin quería implantar tal modelo de Estado o tal otro–, los textos siguen ahí cerrados, dormidos en sus viejas ediciones soviéticas.
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