- Domingo 1 de julio. En espera del beso interminable de la muerte
- Domingo 8 de julio. ¡Morirás excomulgada!
- Canto fúnebre a Luisa
(Entrega 10)
Del libro FLOR DE FANGO de José María Vargas Vila
Domingo 1 de julio. En espera del beso interminable de la muerte
A pesar de que me prohíben la entrada al hospital, y me sacan tan pronto advierten mi presencia dentro de él, me las ingenio para visitar, o al menos observar a Luisa. Me contó en mi primera visita que al despertarse todo era blanco en torno a ella; blanco el muro inmenso que se extendía ante su vista, blanco el techo al parecer ilimitado, que iba a perderse en una penumbra misteriosa, blancas las ropas de su lecho, blanca la burda camisa que, como un sudario anticipado, cubría sus formas virginales. Intentó incorporarse, la cabeza le pesaba enormemente, el cuerpo todo le dolía, y, como descoyuntado, no obedecía a su voluntad. Casi no podía mover los párpados, había como una bruma espesa en su cerebro y en sus ojos. Sin embargo haciendo un esfuerzo supremo, logró incorporarse algo, apoyó su cabeza en una mano y miró fija y tenazmente.
En aquella blancura de tumba, una gran lámpara con luz mortecina lanzaba reflejos amarillentos sobre un área estrecha, fuera del cual se hundía todo en la sombra. Formas rígidas como momias, cubiertas por ropas blancas, yacían inmóviles sobre lechos toscos a uno y otro lado de la gran sala. Y allá en un extremo, dominándolo todo, un gran Cristo siniestro, la cabeza en la sombra, y envuelta la cintura en una gran toalla, inspirando extraños sentimientos de horror a la muerte y de vergüenza a su semidesnudo sexo.
Luisa miraba con extrañeza, con avidez, con miedo… ruidos confusos llegaban hasta ella. Gemidos de dolor, ecos de sueños angustiosos, gritos febricitantes, ayes lúgubres que se escapaban de aquellos lechos que semejaban tumbas.
Como un preso en espera de su libertad, volvió a acostarse, se puso rígida, cerró los ojos, cruzó las manos y permaneció así, aguardando el beso trágico, el beso interminable de la muerte. La fiebre que hacía días la devoraba, volvió a apoderarse de ella, en un acceso delirante.
Domingo 8 de julio. ¡Morirás excomulgada!
Al saberse en el hospital su nombre, hubo un rumor de alegría entre las hermanas de la caridad, y el núcleo de capellanes: ¡La gran pecadora estaba allí!, ¡la piedra del escándalo había sido traída por el oleaje, a las puertas mismas del templo de la caridad! ¡Allí venía la gran meretriz a ser cuidada por las vírgenes del Señor! Dios en sus oscuros designios, la llevaba a morir allí. ¡Loado sea Dios!.
Quince días hacía que estaba en esa cama, privada de la razón, delirante, sombría, entre la vida y la muerte, oscilando a la orilla de la tumba.
Administrados los primeros cuidados, diagnosticado el mal se pensó entonces en la salud del alma. La pecadora no hablaba, pero un sacerdote se acercó a ella, y en artículo mortis, le dio condicionalmente la absolución de sus pecados. No le administraron el Santísimo, esperaron una breve mejoría para que la retracción fuera hecha. Y, entretanto, se cuidaba a Luisa como se cuida a un condenado a muerte en las prisiones del Estado, su vida era preciosa a la iglesia.
La fiebre poderosa que minaba a su salud, se la disputaba a la ciencia con un encarnizamiento feroz. De aquellos labios de meretriz, prostituidos por tantos besos, debía salir la retracción pública que volvería la honra al levita calumniado y la alegría a la iglesia entristecida. Una tregua de la muerte, permitió la celebración de la gran fiesta de la Piedad Cristiana. La víspera, vino el sacerdote al lado de Luisa, le habló largo rato en voz baja inclinado hacia el lecho y después extendió sobre ella su mano y le dio la suprema, la gran absolución, en presencia de hermanas gozosas y enfermos doloridos.
La joven no se daba cuenta de nada, y en la bruma de sus ideas, no podía ver esa sacrílega violación de su conciencia. Su debilidad física, su abatimiento, la ausencia de la razón eran los factores principales con que se contaba para la gran comedia y la virgen inocente, sumida en la somnolencia, no podía defenderse de este último desgarramiento de su honor.
Al domingo siguiente al abrir Luisa los ojos, vio que una radiante iluminación le circuía y un penetrante olor de flores y de incienso llenaba el inmenso dormitorio. Muchas rosas, pálidas como ella, y como ella puras. Muchos cirios crepitantes… y cerca de ella, brillante, iluminado, un blanco altar, sobre el cual, un gran Cristo fúnebre extendía sus brazos. La luz cintilaba en las grandes potencias de oro que adornaban su frente de Dios, y en los alambres y lentejuelas de la toalla, que cubría sus vergüenzas de hombre.
Todo envuelto en blanco y oro, todo níveo, todo luciente. Un viejo sacerdote celebraba el Santo Sacrificio y al extremo del salón, un viejo armonio tocado por una monja murmuraba nostálgicas plegarias, himnos que se olvidan, gemidos de algo que se muere…Había mucha gente extraña venida a la gran retracción de la pecadora.
El levita calumniado, el cura Gregorio, invitado especialmente, estaba allí con aire humilde, generoso, inclinado sobre un reclinatorio, en oración muda, implorando sin duda misericordia. Todas las miradas compasivas se dirigían hacia aquel casto José, que había sufrido tanto. Les parecía ver aún en el lecho de Luisa, jirones de la sotana del presbítero, escapado a sus manos violadoras.
El presbítero Cansino también estaba allí con muchos de sus alumnos a quienes quería mostrar la agonía de la pecadora corroída por los vicios, la Magdalena arrepentida, que había osado tocar a uno de los levitas. Los enfermos todos vestidos de blanco, unos de rodillas, otros sentados en sus lechos, cadavéricos y contritos, esperaban la visita del Señor.
Llegado el momento de la comunión, el armonio calló, todas los corazones se agitaron, un silencio solemne llenó el ambiente, las flores parecían aumentar la exhalación de sus perfumes, y los cirios hacer inmóviles sus luces. El sacerdote, alto, rígido, con el copón en las manos, dirigió una corta plática a los asistentes, hablándoles de las corrupciones del mundo, de la inagotable misericordia, del perdón divino, del arrepentimiento salvador, del grande y consolador espectáculo que iban a presenciar. Después majestuoso, omnipotente, pausado, se dirigió al lecho de Luisa.
Todas las miradas se dirigieron hacia la gran culpable. Estaba envuelta en una camisa blanca, cubierta con la ropa del lecho, reclinada sobre grandes almohadas, somnolienta, indiferente. Veía sin explicarse como en la pompa de un sueño, la fiesta de la fe que rodeaba su lecho de virgen moribunda. El espectro de su belleza era espléndido. Su palidez marmórea se había hecho fantasmal, su fortaleza se había hecho frágil. Sus grandes ojos azules, como lagos ocultos en un desierto de nieve, tenían todo el dolor del vencimiento, la tristeza mística y espantosa, las brumas augurales de la Muerte.
Su cabellera, aquella cabellera opulenta y triunfal, que semejaba una diadema de ébano sobre su frente pálida, había sido cortada y rasada a raíz del cráneo, que azuloso, blancuzco, semejaba una selva recién talada por el fuego. Sus labios exangües, sus facciones modeladas con el gran gesto trágico de la muerte. En la expresión de su rostro, impreso el gran espanto de perder la vida.
Al llegar el sacerdote al lecho la llamó, Luisa abrió los ojos. El anciano en actitud solemne, deslumbrante, erguido, con algo de espectral y de terrible, alzaba la hostia en las manos temblorosas, mas como una amenaza que como un perdón.
Con voz fuerte, solemne, se dirigió a la enferma: ¡Dios viene a visitaros! ¡Es necesario que os hagáis digna de recibirlo! Limpiad vuestra alma pecadora con el arrepentimiento!
¿Te arrepientes de todas tus faltas? ¿Pides perdón a Dios, y al mundo, por todos tus escándalos? ¿Pides perdón a la iglesia y al sacerdote a quien un día calumniaste? ¿Declaras falsa la horrible acusación?
Viendo que los labios de Luisa se agitaban como para hablar; añadió: ¡Valor, hija mía, valor! Ella se levantó, apoyándose sobre un codo, mirando fijamente al sacerdote y a la multitud, que de rodillas, esperaba la confesión salvadora. Vino a su mente el reconocimiento de que se trataba de una emboscada aleve. Enrojecieron sus mejillas lívidas, se hincharon las venas de su cuello casi transparente, y con voz ronca, nerviosa, lenta, dijo:
¿Hablas conmigo?, ¡yo no tengo de que arrepentirme!, ¡yo no le hecho mal a nadie!, ¡yo no he escandalizado!, ¡no he calumniado!, ¡no he mentido!, ¡soy virgen, soy inocente!
¡Mujer! ¡Satanás te tienta! Confiesa que has pecado, que has escandalizado, que has calumniado.
¡Mientes!, exclamó Luisa, sacando fuera del lecho su rostro cadavérico. ¡Mientes, mientes!, murmuraba con voz ronca, mirando al sacerdote, con ojos centellantes por la fiebre y por la cólera.
¡Confiesa!… ensayó repetir él.
Semejante a una visión indignada y trágica, ¡Váyase!, gritó Luisa, extendiendo hacia él su brazo enflaquecido, su mano blanquecina y su dedo tembloroso. ¡Váyase de aquí!, gritó retrocediendo hacia el muro, espantada y terrible, como para defenderse de aquel ministro, que intentaba sobre ella la última forma de deshonra.
¡Desgraciada!, rugió el sacerdote, trémulo de ira, y dejó escapar el último anatema, la maldición irremediable de la iglesia, como rayo pulverizador: ¡morirás excomulgada! Y pálido e indignado, con el furor de la rabia en los ojos, y la hostia despedazada entre sus dedos convulsos, volvió la espalda a la condenada y se alejó del lecho maldito. Un soplo de horror pasó por sobre todos los asistentes, que se apartaban llenos de espanto de aquel sitio donde iba a morir, sin fe y sin Dios, la escandalosa meretriz excomulgada.
Luisa sola, tranquila, soberbia, serena, vio alejarse al Pastor y a sus ovejas. Cuando este inmenso horror concluyó, febriciente, temblorosa, bajó del lecho y con dificultades pudo medio vestirse.
¡Me voy, me voy!, decía. Nadie se acercó a detenerla, porque la gran sacrílega manchaba solo con su contacto.
Yo mismo me contagié del miedo colectivo y me limité a observarla. Vacilante, enloquecida, apoyándose contra el muro, abandonó el salón, entre las miradas de odio de los enfermos y el cuchicheo hostil de las religiosas. En el corredor, sus rodillas se doblaron y cayó, nadie vino a levantarla. Por fin ganó la puerta, el portero la vio pasar con horror sin ensayar detenerla: Cuando llegó a la calle tuvo que cerrar los ojos, la luz del sol y el ruido la desvanecieron.
La ciudad se extendía ante ella, ilimitada, rumorosa, inclemente. Caminó paso a paso, apoyándose contra el muro, avanzó así por largo rato, las calles se sucedían en fila interminable…
Había pasado medio día, estaba en ayunas, y la fiebre la devoraba. Se dejó caer sobre el quicio de una puerta. Se cubrió la cabeza con su manto, y esperó la muerte. Allí permaneció varias horas.
Se movía, gesticulaba, hablaba en el acceso del delirio. Cuando volvió en sí un gendarme la tomó por el brazo e intentó llevarla a la Prevención por ebria. Una turba de chicuelos, a quienes su cabeza rapada y su aire delirante había llamado la atención, se agitaba en torno a ella, llamándola loca, silbándola y queriendo apedrearla. Fue tan desolada, tan intensa la mirada que dirigió al gendarme, que aquél, conmovido, la dejó partir sin molestarla.
Al doblar la esquina, una piedra arrojaba por un pilluelo le dio en la espalda, dobló una rodilla y cayó a tierra. La turba de chicuelos que perseguía a la loca se dispersó asustada. Ayudada por un transeúnte, la pobre mujer se puso de pie y siguió su camino doloroso. El sol como un inmenso pájaro rojo con sus alas abiertas subió al espacio empurpurando el horizonte.
¿Hacia donde iba? La noche negra y la virgen desolada llegaron al mismo tiempo a la sombría alameda. Luisa avanzó y anduvo y anduvo hasta perderse en la penumbra inmensa de los árboles y luego en la sombra creciente de la noche. Ni un rayo de crepúsculo quedaba en el cielo…
La policromía de la tarde se había fundido en el negro profundo de la noche. Negro de una negrura de abismo el firmamento, negra y silente la tierra envuelta en las tinieblas, negro el horizonte, negro impenetrable, roto a veces por rojizos fulgores. Allá a lo lejos, el Este borrascoso. La ciudad como una inmensa flor negra, abierta en la oscuridad, dejaba ver algunas luces como pistilos de oro. Y los campos… como lagos de betún, negros y siniestros… todo estaba lleno de un misterio inquietante y profundo, bajo la inclemencia infinita de la noche.
El viento precursor de la tormenta, arremolinaba nubes negras. Había como un extinguidor invisible, apagando las estrellas. El suspiro monótono de los árboles azotados por la brisa y el gemido de frondas florecidas por errabundas ráfagas heladas, fingían dolientes pulsaciones de ocultas arpas. Los búhos, agoreros siniestros, graznaban en el silencio de esa desolación universal. El viento con mugido de muerte recorría la llanura, y allá lejos, con el ronco fragor de la marea, la tempestad terrible que avanzaba…
Las hojas desprendidas por el viento, danzando en el aire en una ronda macabra, caían fatigadas como nube de insectos sobre la llanura lúgubre. En el fondo tenebroso de la noche, luciérnagas errabundas, brillando aquí y allá con luces intermitentes y fugaces…
La lluvia al fin se desató en torrentes y azotó con furia el llano inmenso. La nube lanzó su carcajada de rayos, y alumbraba con relámpagos siniestros, la faz de la ciudad helada. La tempestad se enseñoreó del cielo y con su rugido ensordecía el espacio… En medio de tanta lluvia, tanto horror y tanta sombra, un fantasma doliente y quejumbroso llegó a la puerta del cementerio de los pobres, era Luisa, moribunda, vacilante. El huracán de sus desgracias la traía agonizante a la orilla de la tumba. La gran pecadora llegaba a las puertas de la muerte.
La reja estaba cerrada. Luisa se acercó a ella, se agarró de los barrotes con sus manos temblorosas, apoyó sobre ellos su frente febricente y miró fijamente, dolorosamente, hacia la gran fosa donde dormía su madre.
Había llegado a la orilla del río, sin olas y sin rumores, a las riberas brumosas, donde se embarcan los miserables de la vida, para el gran viaje interminable. Allí silenciosa, moribunda, la virgen perseguida era la desolación suprema, la víctima irredenta. No era trágica, era la tragedia, la gran tragedia humana, real, no inventada.
Perseguida, por el aguijón divino, acosada por el aleteo del tábano sagrado, empujada por un destino brutal, torturada por la calumnia de asquerosos sociales de salvaje encono, allí estaba Luisa vencida, solitaria, abandonada, había llegado hasta la tumba de su madre.
Había ensayado el combate en la vida creyendo en el bien y en la virtud, pero su derrota definitiva, su hundimiento final, le hacían ver en el fondo la quimera de su sueño. De sus labios ardidos por la fiebre, como de los de otra grande pero también vencida, podría haber salido la amarga y desolada queja: ¡Oh Virtud! ¡Yo te había adorado como una divinidad, y no eres sino la cortesana de los hombres! ¡Oh virtud! ¡Tú no eres más que una palabra!.
Por aureola de su virtud indomable sólo había hallado la sombra vil de la calumnia, y por corona de su frente inmaculada, el guijarro de la plebe enfurecida. Allí estaba Luisa deshonrada, maldecida, asesinada en nombre de Dios…
¡Oh, Cristo!, ¿dónde principian las costas de tu imperio? ¡Oh, Cristo!, ¿dónde están las fronteras de tu reino?, esta feria no es tu reinado, los mercaderes se han apoderado de nuevo de tu templo; ¡Oh Mito! ¡por qué no vibra tu látigo sublime!.
Como ave desorientada en una gruta de estalactitas, debió vagar su alma extraviada. Por el lejano país de los recuerdos debió vagar un momento el alma enloquecida de Luisa, porque la mueca de una sonrisa intentó cruzar su rostro de cadáver. ¿Sonreía entre sus sueños castos y sus pálidos idilios?
Nubes siniestras, nubes de remembranzas tristes, debieron oscurecer su horizonte azul, porque en su última desesperación lanzó un gemido, junto a la fuerte reja, y llamó a su madre, como un niño miedoso que despierta en medio de la noche. Después sus piernas vacilaron y se desplomó contra el muro al pie de la gran reja.
La lluvia caía a torrentes sobre su cabeza desnuda, y un arroyo de fango corría debajo de ella. Tiritaba mucho, se agitaba convulsa, como un ave en agonía. Por algún tiempo la vi moverse, murmurar frases incoherentes, llamar a su madre. Después calló como si durmiese, y el silencio y la sombra la envolvieron.
Un fulgor blanco despuntó en el cielo, cual si el ala de un pájaro de nácar hubiese descorrido una cortina de sombras. Inciertas palideces del oriente hicieron blanquear copos de nubes, como extensas floraciones de lirios, como plumas cayendo de alas de bandadas de palomas blancas. La tenue claridad tornasolada de ópalo y zafiro, las indecisas lontananzas de blancura láctea se extendían, como las costas de un país de nieve, evocado por la magia de un sueño.
Y aquella claridad naciente, temblorosa, anunció en la sabana el inicio del día. Al despertar la llanura somnolienta, desde su manto verde esmeralda, infinitas variedades de lirios levantaron su lánguida corola. Soñadoras las rosas se entreabrieron, en tanto que blancas margaritas y geranios húmedos temblaban acariciados por la luz del alba. En los nidos de los pájaros despiertos, estallaron canciones de amores. Los nidales en prados florecidos y en alfombras de verdes céspedes, prorrumpieron en armonías de cantos. La luz asomó sobre los cielos en una marcha vibrante, policroma de colores.
Y allí contra el muro, cerca de la reja, Luisa estaba muerta… Allí estaba, como una mirla blanca caída del nidal, como una rosa mustia que el viento desgajó de la rama florecida. Flores de un durazno vecino, pálidas y ajadas; hojas de un mirto cercano verdes y humedecidas, arrancadas por la tormenta habían caído sobre la virgen muerta, formándole un extraño sudario verde y blanco, símbolo de su amor y de su pureza. Una alondra en las ramas de un ciprés, entonaba un canto magnífico y vibrante, el himno suave del amor eterno. La tierra, de nuevo y a pesar de todo, preludiaba el canto voluptuoso de la vida.
Empapada por la lluvia, rígida, la cabeza descubierta, los grandes ojos azules abiertos, las manos sobre el seno pudoroso, allí estaba ella…, como defendiendo del contacto perverso aquel seno, que no desfloró siquiera una caricia. Nido purísimo, donde las dos palomas morían sin el calor de un beso. Su palidez era de mármol sagrado, mármol de un altar hecho para el culto de Eros, y donde, sin mirra y sin perfumes, Luisa sólo ofreció su dolor, en el lúgubre culto a la muerte!
¡Salve, Virgen!
Lirio inmaculado: ¡Salve!, rosa de Jericó, que pisotearon las pecadoras de Magdala:
¡Salve!, los fariseos quisieron comprarte, y resististe; los levitas quisieron violarte y los venciste; el Dios del Tabernáculo te vio victoriosa del Mal y ordenó la victoria del Monstruo; por tu corona de guijarros, por las lágrimas de tus ojos, por la sangre de tu frente: ¡Salve!, ya terminó tu vida, dolorosa y heroica como el final de un Poema Sánscrito:
Ya estás bendecida: ¡Victis Honos!; los escribas te condenaron, los pontífices te maldijeron, los levitas te calumniaron, los brutos te apredearon… bajo los guijarros de la chusma, bajo la saliva del sacerdote; condenada por el Pretorio, arrastrada hacia la Gólgota, en tu angustioso martirio, en tu ascensión a la gran cima sombría; ¡Salve Virgen Mártir! ¡Salve!
¡Calumniada, lapidada, crucificada, fuiste augusta!, sólo el dolor de amor pudo vencerte, ¡oh, Virgen Dolorosa!; para ti se han hecho todas las letanías, las del Amor, las de la Piedad, las del Dolor! ¡Solas las de la Alegría, no rumorarán en tu sepulcro! ¡tú no la conociste! ¡oh, Virgen infortunada!, no se dirá ¡Aleluya!.
Los cantos de afrodita, no perturbarán tu sueño, el lotus, símbolo del Placer no crecerá en tu sepulcro; Isis, no hará brotar en él las rosas que crecen en la tumba de sus sacerdotisas, ni las lianas simbólicas con que adornan sus formas opulentas y prende a sus pechos de ébano.
Ignoraste el placer y fuiste como un copo de nieve no tocado: Virgen Inmaculada ¡Salve!. Las letanías de la Pureza se hicieron para ti; las del Cántico, las del Perfume y las del Ritmo, las de los lises enfermos, las de las ropas pálidas, las de los azahares en botón… las del coro de las vírgenes, las del himno de los niños, las de las alas de los cisnes, las de los cielos de la tarde, te dicen: ¡Salve!
Todo lo blanco te murmura y canta; y se alza un himno blanco para ti; te cantan deshojadas las rosas blancas; te cantan fugitivas las nubes blancas; te cantan desgarradas las alas blancas; te canta el cielo blanco, la blanca sinfonía de sus colores; y, te canta lo blanco porque eres blanca; blanca era tu alma, como la nieve del Jungfrau, como vellón de lana de aquel Cordero que adoran los cristianos en sus altares.
¡Salve, alma blanca!, ¡oh, virgen de Israel, en Babilonia!, ¡oh, hija de Raquel, en Sidón; tu Pureza fue tu crimen; Tyro te insultó; y la gran prostituta a quien apostrofó Isaías, extendió hacia ti su dedo lacerado y te mostró a sus sicarios; ¡y el Vicio te apedreó!, casta en medio de adulterio; altiva en medio de la bajeza, sabia en medio de la ignorancia, sucumbiste sin quejarte: ¡oh, Virgen trágica! ¿Quién te vengará?
Tenías de Minerva, y el juicio de Paris te fue adverso; el mundo te deseaba hecha Venus; no perdonó tu casco, ni tu cimera; tu escudo invulnerable, la seriedad casta de tu virginidad indómita; nadie mancilló tu cuerpo con sus besos; ni tu nombre con su saliva.
Tenías de Hipatia, y el apóstol sanguinario echó en ti los instintos de su plebe, te mató, pero caíste sobre el ara del Santuario, cerca del fuego inextinto, sin descomponer el más leve pliegue de tu túnica; y de tus labios de Vestal, se escapó la vida como un himno. Tuviste la castidad fuerte de Diana, las ternuras inquietantes de Atys, la mirada profunda de la Virgen de Serapis. ¡Oh, Atenea, si hubo en ti espíritu inmortal, vuelve a tu acrópolis!
¡Oh, Virgen, si el alma en que soñabas no está extinta, vuelve al Serapeum, sube sus cien gradas y siéntate meditativa y triste al pie del Sepulcro de Helos, con la nostalgia sagrada de las faldas de Taygeto! ¡Aquella era tu patria! ¡Oh, virgen extraviada entre la multitud!
Fuiste superior a tu medio y a tu época, pereciste bajo el tumulto de los demás; bajo la onda estúpida; bajo el tacón del bruto, y fatigados de buscar el Bien, cansados de llorar el Mal, se cerraron tus ojos de miosotis!. Fuiste casi un símbolo: la mujer del Porvenir, ¡oh, Virgen trágica! ¡Salve!.
No te venció el amor, no te envileció el placer, no te deformó la maternidad; el polvo de las alas de Psiquis te cegó, y florecieron las rosas blancas bajo tu palma sangrienta y en tu corona de muerta. Y, apta, caíste para el beso, para el himno y para el cincel, el mundo te mató, no te manchó, ¡Salve Virgen!
La mañana se hizo blanca, de una blancura de nieve, y un pálido color de rosa muerta, llenó el espacio silente; las últimas estrellas centellaron como cirios fúnebres, en el fondo opalino de los cielos; y en aquel paisaje lácteo; de blancura inmaculada, hecho para las exequias de una virgen, en el sol, como un inmenso pájaro rojo, con las alas abiertas, subió al espacio, empurpurando el horizonte; y sobre la frente de la virgen muerta extendía su sombra silenciosa, la gran cruz de hierro que domina la Necrópolis.
Y allí estaba vencida, al pie del patíbulo en que, al decir de los hombres había muerto un Dios; el fundador de una religión de Amor, de Caridad y de Justicia; ¡Oh, Dios! ¡Oh, amor! ¡Oh, Caridad! ¡Oh, Justicia!…
FIN
Autor:
Rafael Bolívar Grimaldos