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Bioética y derecho (página 2)


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2. El debate mundial actual que tiene por objeto la bioética, muestra, sin embargo, todos los límites del modelo recién descrito. En otras palabras, aun cuando tratemos insistentemente, no es posible reducir las cuestiones bioéticas de carácter sustancial a los términos propios de las cuestiones político-ideológicas. Cuando así se ha hecho, en profundidad, como en el caso del aborto (sobre todo por parte de aquéllos que han recurrido a la categoría, rigurosamente política, de la privacy, surgida, por lo demás, en otros contextos y para otros fines), se ha tenido que pagar un precio exorbitante, cual es mantener constantemente abierta (y, por ende, "políticamente" no resuelta) la cuestión bioética de fondo. En todo caso, esto sólo pudo hacerse gracias a la banalización médica de la práctica que le ha sustraído visibilidad extrínseca. Mas no se trata de una solución éticamente digna y políticamente correcta.

La realidad es que el modelo jurídico normativista tiene, plausiblemente, tanto más espacio cuanto más se construye a sí mismo como homólogo a una actividad político-decisional caracterizada por una simple valoración técnica, en el sentido estrictamente etimológico de este término tan voluminoso. Debe ser considerado técnico aquel accionar político que no asume la realidad de las cosas dentro de su propio horizonte operativo, porque no percibe -o, cuanto menos, niega- la forma intrínseca. Un accionar de este tipo se identificará en relación con una praxis, útil o al límite necesaria, pero siempre axiológicamente neutral, dirigida a dar forma a lo real (por ende, una praxis calificable exclusivamente en la lógica del mero artificio). Para un accionar político así concebido, el derecho se revela instrumento precioso, indispensable, porque le provee una específica potencialidad operativa: aquélla de carácter coactivo. Que la praxis política, en ciertos límites, posea realmente estas características es indudable; el fenómeno ha estado siempre muy claro para los científicos del derecho (la categoría de las leyes mere poenales -aquéllas fundadas en la mera voluntad "técnica" del legislador y no en la "naturaleza de las cosas"- ha sido elaborada, precisamente, a partir de esta percepción). El error del normativismo ha sido el transformar el caso eventual en dato ordinario y no lograr o no querer autocorregirse, cuando después llega a descubrir (como en el caso de la bioética) que la tradicional fuerza manipuladora de las normas -a pesar del poder coactivo que las sustenta- no logra, no obstante los esfuerzos en sentido contrario, encuadrar la realidad de las cosas en paradigmas demasiado estrechos para ella. Por otra parte, para autocorregirse, los juristas deberían considerar(con satisfacción o con resignación, según su credo metodológico) una verdad que todavía escapa a muchos, probablemente porque es demasiado desconcertante y capaz de alterar -cuando es tomada en serio- todo el paradigma de la modernidad; es decir, que aun si se concibe el sistema social como un artificio y en la misma lógica de la artificialidad se tematizael accionar político y su soporte jurídico, es claro que el problema de la técnica no es y no puede ser tratado como un problema técnico. Si fuera posible individualizar para la bioética un initium sapientae, éste sería el único razonablemente posible.

3. En consecuencia, la mejor vía de escape para este impasse sería una sola: hacer que la ciencia jurídica reasuma su específica validez antropológica, para inducirla a superar toda tentación de estéril formalismo y para obligarla a medirse con las estructuras que caracterizan el ser del hombre (dado que la bioética, como, por otra parte, la ética en general, más que específicos problemas de contenido, pone problemas antropológicos generales, esto es, de estructura). Es éste un camino que he tratado de recorrer en otras oportunidades y que no pretendo proponer nuevamente. Sin embargo, no es ésta la vía que parece imponerse en la cultura dominante actualmente, la cual se suele caracterizar cada vez más como postmoderna. Por otra parte, ésta está en condiciones, por lo menos en sus mejores exponentes, de reconocer el fracaso de la experiencia jurídica de tinte normativista; logra también percibir que el problema de la técnica no es meramente técnico. Sin embargo, trata de enfrentarlocon los pobres instrumentos que la racionalidad postmoderna pone a disposición de aquéllos que no pretenden ceder a (pretendidas) tentaciones neometafísicas. Es ciertamente un proyecto muy audaz, pero, considero, de dudoso éxito. Analicémoslo más de cerca.

4. Quien llegue a convencerse de que la esencia de la técnica consiste en ontificar el ser, es decir, en vaciar de sentido su orden intrínseco e, incluso, en negar toda posibilidad de percibirlo, tarde o temprano tendrá que reconocer que en la época dominada por el triunfo de la tecnología no podrán jamás surgir valores nuevos ni, mucho menos, valores alternativos respecto a los tradicionales, porque la esencia de la técnica consiste precisamente en esto, en erosionar el principio mismo del valor.

Se genera de este modo un vacío extremadamente característico, porque resume toda la experiencia que se ha calificado convencionalmente como postmoderna: no sólo se avanza, como se ha señalado acertadamente, en un territorio sin mapa, sino que se avanza sin prefijarse una meta. Pero todo vacío requiere ser colmado, y el vacío de sentido más que cualquier otro y con mayor urgencia. Nuestro tiempo ha elaborado dos grandes respuestas a esta (desesperada) exigencia.

La primera respuesta es aquélla -desesperada, a su manera- dada por Nietzsche, cuando (¡quizás por primera vez!) percibió de manera tajante el abismo del nihilismo en el cual toda axiología tendía a caer y a perderse: la respuesta, conocida por todos, de la voluntad de poder. Muchos juristas actuales parecen no percibir cuán vigente es este tema, quizás por el hecho que suele presentarse en forma simple y liviana, muy lejos del énfasis trágico con que fue tematizado por Nietzsche. Pero no cabe duda alguna que el tema se encuentra presente y operante en estos días y justamente la bioética proporciona pruebas clarísimas de ello. La voluntad de poder no se manifiesta como brutalidad, como pasión incontrolada o como violencia incontenible. Se sustenta más bien en la inimpugnabilidad de pretensiones subjetivas, cuya satisfacción se solicita sea asumida como deber propio y urgente por parte del ordenamiento. El triunfo de la voluntad de poder no está tanto en la simple imposición de estas pretensiones, sino más bien en el hecho que el ordenamiento reconoce tener que sostenerlas como específico deber propio. Además del ejemplo, absolutamente evidente, de la liberalización del aborto voluntario, puede citarse -como caso igualmente emblemático- el de la tentativa, sistemáticamente conducida y, en muchos casos, vencedora, de justificar, sin necesidad de subrayar el carácter propiamente terapéutico de algunas prácticas médicas típicas, de gran relevancia bioética, como, por ejemplo, la fecundación asistida. Es evidente que si se niega que la posibilidad de recurrir a la fecundación asistida debe tener como presupuesto lógico y axiológico esa particular forma de patología que es la esterilidad, no puede extraerse más que una sola consecuencia: sólo la voluntad potestativa del sujeto (una vez más la nietzscheana "voluntad de poder") puede constituir fundamento y justificación.

Por otra parte, por grandes que sean los esfuerzos que se puedan hacer, el paradigma de la voluntad de poder mal se adapta a los problemas de la bioética. Se trata, en efecto, de un paradigma esencialmente solipsista y, por mucho que se lo quiera reformular, los problemas de la bioética aparecen, la mayoría de las veces, irreducibles a esquemas similares; no es el sujeto (poco importa si individual o colectivo) el que asume relevancia en ellos, sino la interacción entre sujetos, que no se puede mediar por específicas manifestaciones de voluntad. Se genera para la bioética una situación análoga a la que se ha generado a propósito del problema ecológico, un problema que pertenece a todos y que por nadie puede ser administrado en clave estrechamente solipsista, porque, precisamente, es capaz de rebotar sobre el sujeto mismo que lo cuestione con pretensiones solipsísticamente potestativas. Por consiguiente, no nos debemos sorprender si la elaboración social de un código específico para la bioética, en definitiva, haya hecho referencia (de manera explícita o implícita, ello es secundario) a un principio de comunicación análogo a aquél que rige la comunicación ecológica. En este punto se ubica el ámbito de la segunda gran respuesta bioética con que la cultura postmoderna trata de afrontar el fantasma del nihilismo.

5. Para explicitar este punto, vamos a recurrir a un tema elaborado con gran fineza por Niklas Luhmann. En la perspectiva de Luhmann, la articulación esencial que rige la comunicación ecológica es el miedo. La misma articulación es, de hecho, asumida por parte de un normativismo postmoderno como código fundamental de la normativa bioética.

El miedo, al cual hacemos referencia en este contexto, es asumido no por su valoración estrictamente psicológica, sino por su potencialidad de operatividad social. En efecto, constituye en la sociedad postmoderna un equivalente funcional de la dotación de sentido: tiene el valor de un verdadero y propio a priori (no es inducido, en consecuencia, por amenazas específicamente formuladas y, por tanto, posibles de enfrentar objetivamente) y pretende, por consiguiente, que el derecho lo asuma como tal. En efecto, no es manipulable, sino en una medida muy reducida: el miedo, que puede ser compensado, por ejemplo, con dinero (pensemos en la llamada indemnización por riesgo) o que puede ser removido con amenazas sancionadoras, revela por sí mismo su naturaleza no auténtica. Mucho menos el miedo puede ser enfrentado con argumentaciones científicas o con promesas de índole religioso-salvíficas. Las primeras, por su intrínseco carácter probabilísitico, tienden, más bien, a confirmarlo (típico ejemplo es el miedo frente a los experimentos nucleares: los datos científicos, en el momento mismo en que tratan de minimizarlo, evidencian, empero, un fundamento legítimo, aunque se exprese en un número pequeñísimo en cuanto al cálculo de probabilidades); las segundas, por el contrario, humillan el sistema mismo que las promueve, reduciendo a Dios, según la imagen insuperable de Bonhoeffer, a un Lückenbüsser, a un comodín, y a la propia Iglesia, según la imagen de Luhmann, a un "parásito de situaciones sociales problemáticas".

El miedo ecológico -señala Luhmann- no es controlable por los sistemas funcionales. Éstos son llamados a homenajearlo, no a administrarlo. Así sucede con el miedo bioético. La bioética revive y garantiza una objetivación de miedos antiguos y ancestrales, así como también proporciona fundamento plausible a miedos nuevos y futurológicos. Bombardeada por una enorme cantidad de informaciones, amplificadas increíblemente por los medios de comunicación multimediales, la persona percibe, frente a sus ojos, el nacimiento de un nuevo, terrible y, por ende, temible poder sanitario, un poder indisolublemente benéfico y maléfico, aún más vistoso e invasivo que el poder en el antiguo Egipto -a la vez sagrado y medicinal- de la casta sacerdotal. Pero percibe, asimismo, como no lejano (muchos lo consideran ya llegado) el momento en que dicho poder tomará posesión del individuo, mediante nuevas e irresistibles posibilidades de proceder a la alteración de la identidad personal. Se explica, entonces, la insistencia con que muchos subrayan el carácter defensivo de la bioética. Y, dado que quien tiene miedo está siempre moralmente en lo justo, se colige que la bioética, considerada a la luz de este carácter dominante, adquiere un estatuto sociológico privilegiado que justifica la pretensión de que el derecho se transforme en un dócil instrumento. En consecuencia, el derecho debería tender a convertirse en un sistema de gestión social del miedo bioético.

6. Lo señalado precedentemente permite resolver una tremenda paradoja que se advierte por quien observe la pasión con la cual los temas de la bioética son discutidos y la contextual pobreza de las soluciones propuestas, no digo para resolverlos, sino simplemente para administrarlos. ¿Cómo discutir en bioética si no poseemos criterios para resolver las controversias? ¿Por qué discutir si está consolidada -como insiste en señalar en forma provocativa Tristam Engelhardt Jr.- la incapacidad de la razón de imponer a esta sociedad el reconocimiento de cualquier canon moral dirigido a resolver todas las dificultades, y si ya no se discute el hecho que la filosofía moral, tal como se la concibe actualmente, no puede satisfacer la necesidad, advertida por la mayoría, de disponer de 'principios guía' capaces de regular cualquier cosa? El punto es que -a pesar de las apariencias– la solicitud social de bioética no va en la búsqueda de un fundamento racional (y mucho menos filosófico), porque posee en el miedo un fundamento mucho más sólido, un fundamento retórico. El miedo resiste toda crítica de la razón pura, porque la comunicación de miedo es irrebatible: no existe una crítica sensata que pueda desenmascarar a quien manifieste sentir miedo. Por lo tanto, si es verdad que a nivel de discusión científico-académica se percibe la existencia de bioéticas en plural, es decir, de distintos sistemas de pensamiento bioético, recíprocamente irreductibles, a nivel de la experiencia social es verdad, precisamente, lo contrario: la bioética mantiene una densidad, a partir de la cual es posible interpretar hábilmente sus cristalizaciones normativas.

7. Que una bioética fundada en la retórica del miedo sea estéril está fuera de toda duda, porque implica una toma de distancia de la realidad de las cosas a favor de una indebida acentuación de psicologismos de todo tipo. Que los juristas puedan, en cambio, manifestar una destacada sensibilidad frente a ella, es normal, por lo menos en cuanto ellos adviertan que constituye casi un deber profesional la defensa de aquella auténtica religión civil de nuestro tiempo que es el sistema de los derechos humanos (y en este sistema, el miedo bioético adora encontrar su propio fundamento, aunque no duda en prescindir tranquilamente de él cuando el caso lo amerite). En otras palabras, la bioética está adquiriendo un carácter no sólo indebidamente simplificatorio, sino que, incluso más, indebidamente moralista.

Moralismo, en este contexto, no significa radicación de la normativa bioética en valores morales (que la época postmoderna, como se ha dicho, no solamente no logra elaborar, sino que ni siquiera percibir), sino que asunción como código social para la elaboración de las normas de un código apriorístico (como, precisamente, el miedo), que hace que la elaboración misma, racional y postmoderna de la bioética, carezca de cualquier posible sentido. En efecto, sólo el futuro (y no ciertamente el análisis especulativo) podría confirmar o no la fundamentación del miedo bioético, que es asumido como equivalente funcional de los valores morales perdidos, pero, dado que la construcción del futuro asume entre sus parámetros constructivos el miedo mismo, lo que sigue es la inimpugnabilidad, de principio, de cualquier normativa bioética. Lo han entendido así todos aquellos que han reflexionado seriamente sobre opciones bioéticas que se colocan, de hecho, como irreversibles (la modificación profunda del ambiente, la destrucción radical de una especie viva) y que, por lo tanto, vulneran los derechos de las generaciones futuras: tales opciones no pueden ser legitimadas por ningún procedimiento decisional, por muy democrático y racional que sea, precisamente por su incidencia en titulares de derechos que no pueden hacer sentir su voz a quien actualmente tendría el poder de decidir. La bioética, en fin, muestra todos los límites del modelo clásico de obtención del consentimiento.

8. Un análisis como el realizado precedentemente no tiene como objetivo propio el llegar a conclusiones operativas. Sin embargo, es posible realizar algunas observaciones sueltas, cuya utilidad sólo podría consistir en inducirnos a renunciar a pensar que los temas de la bioética puedan fácilmente encuadrarse en modelos tradicionales de pensamiento jurídico. La no asunción de este presupuesto devela un fenómeno que se vuelve cada vez más evidente: la continua renovación por parte de la bioética de pretensiones en relación con el derecho, que éste no logra garantizar. En su horizonte paradigmático tradicional, el derecho administra al mismo tiempo la naturaleza y el artificio, pero los problemas de la bioética nacen, precisamente, cuando se impone la percepción social de que la dimensión de la naturalidad se ha vuelto difusa y se ha superado el límite soportable de la artificialidad de la vida. No debemos sorprendernos de que, en esta situación dialéctica, se produzcan continuamente cortocircuitos, perniciosos tanto para la bioética como para el derecho.

Si lo señalado hasta ahora es correcto, parece lejana la construcción de un código bioético que tenga la posibilidad de oportunos efectos jurídicos y tal vez merece, incluso, ser considerada utópica (y mistificatoria toda pretensión en sentido contrario). Se colige inevitablemente que, más que una contribución en términos de racionalidad o de racionalización, la bioética -como, por otra parte, su homóloga, la ecología– tiende hoy en día a introducir en el sistema social espacios de irreductible desorden. Está bien que los juristas reflexionen sobre este estado de cosas y verifiquen si, a causa (o por culpa) de la bioética -un imprevisto caballo de Troya- su tradicional rol de ingenieros sociales -frente a cuyos ojos desorden y error son esencialmente la misma cosa- no se vea trastocado y humillado. Alternativas a resultados como éstos existen, ciertamente, como hemos esbozado más arriba, pero el precio es bastante alto. Implican, ni más ni menos, que la renuncia a todos los dogmas nihilistas y funcionales de la época postmoderna, aquellos dogmas por los cuales, más que cualquier otra, la ciencia jurídica se ha dejado cautivar.

Notas

1 Traducido del italiano por Adelio Misseroni Raddatz

2 Cfr. Luhmann N. Ökologische Kommunikation. Kann die moderne Gesellschaft sich auf ökologische Gefährdungen einstellen? Opladen: Westdeutscher Verlag; 1986.

Francesco D'AgostinoProfesor Titular en la Universidad de Roma "Tor Vergata". Presidente del Comitato Nazionale per la Bioetica. Italia

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