Resumen
Desde su aparición en 1980, Nadie nada nunca, uno de los relatos más experimentales de Juan José Saer, desencadenó distintas interpretaciones respecto de uno de sus enigmas centrales; esto es, quién es el culpable de la matanza de los caballos.
Este trabajo se propone revisar algunas de las sucesivas respuestas que los críticos ofrecieron a esa pregunta, considerando las tempranas lecturas de Sarlo y Gramuglio hasta alcanzar otras más recientes como las de Quintana, Delgado, Premat, Abbate y Gamerro.
A partir del ensayo "El falso problema del conde Ugolino", que Borges incluyó en sus Ensayos dantescos, se ofrece una hipótesis para la interpretación de aquel enigma
Palabras clave
Matanza caballos; enigma; interpretaciones; Borges; Ugolino
Abstract
It was first published in 1980, Nadie nada nunca, one of the most experimental stories by Juan José Saer, has triggered different interpretations regarding one of its enigmas, which is who is responsible for the horse slaughter.
This essay intends to go over some of the answers critics have given to that question, considering the early readings with critical reviews written by Sarlo and Gramuglio, and also including more recent reviews such as Quintana"s, Delgado"s, Abbate"s and Gamerro"s.
A hypothesis for the interpretation of the enigma (of the horse slaughter) based on the essay "El falso problema del conde Ugolino" (which Borges included in Ensayos Dantescos) is presented below.
Keywords
Horse Slaughter; Riddle; Interpretation; Borges; Ugolino
En 1980, el mismo año de su primera edición, Beatriz Sarlo escribió la que entiendo fue la primera lectura cuidadosa de Nadie nada nunca; me refiero al ya muy recordado artículo "Narrar la percepción", donde quedaron fundadas algunas de las líneas interpretativas más persistentes para leer, no solo aquella novela, sino también la obra de Saer entendida como una totalidad.
En aquel artículo Sarlo consideró distintos aspectos de un texto cuya premeditada radicalidad formal lo reunía con las narraciones más extremas de Saer, como las inmediatamente anteriores El limonero real (1974) y La mayor (1976); quiero, sin embargo, referirme aquí a una observación puntual que aparecía en el artículo:
la revelación del enigma (¿quién mata a los caballos?, ¿por qué?) queda trunca, interrumpida por el asesinato del Caballo Leyva, del que la muerte de los caballos es una suerte de anticipación trágica. (2007a: 282)
Sarlo volvió a escribir sobre esa novela en 1987, aunque las referencias fueron más breves y ceñidas al objeto de ese nuevo artículo, que era considerar las distintas estrategias de representación adoptadas por numerosas novelas escritas a partir de la instauración en la Argentina de la dictadura militar del período 1976-1983. Allí, de todos modos, señalaba como particularmente significativo el sueño del Gato Garay en el que su madre le dice que ha recibido carta de su otro hijo, Pichón, en la que le manifiesta su inquietud "por las noticias sobre los caballos que le llegan a Francia". (Saer, 1980: 25)
Para Sarlo, "este sueño es una cifra y la carta misma, una cifra dentro de otra", ya que la emergencia en el sueño de la matanza de caballos indicaría que se ha perturbado, por la muerte absurda, el fluir liso de la vida: de repente, atravesando el espejo de la escritura, el horror salta sobre una historia que parecía sólo preocupada por narrar la percepción o la exasperada y a la vez tranquila repetición de las acciones. (2007b: 344-345)
Muchos años más tarde, a una semana de la muerte de Saer, Sarlo escribió un ensayo tan inteligente como conmovedor en su memoria, en el que regresó, entre otras, a aquella novela.
En Nadie nada nunca, unas páginas oscuras narran, de manera discernible pero no realista, la llegada de un auto en la noche, el golpe de sus puertas al abrirse y cerrarse. Sólo eso, porque el lector ya ha podido imaginar todo, también porque ha leído antes, en la novela, sobre los enigmáticos (y alegóricos) asesinatos seriales de caballos que suceden sobre las costa del río. (2007c: 314)
En la continuidad de lecturas críticas aplicadas a Nadie nada nunca, las hipótesis para responder a las preguntas sobre quién mata a los caballos y por qué razón lo hace han seguido tres cauces primordiales.
Uno de ellos parece desprenderse de los sucesivos trabajos de Sarlo. Así, en la intención de despejar el enigma, Isabel Quintana propuso que las referencias a la matanza de los animales aluden de manera oblicua al secuestro de personas practicado por los agentes de la dictadura militar, de suerte que "los cuerpos de Elisa y el Gato desaparecen pero son las historias sobre caballos las que narran la flagelación de la carne, la mutilación y la sangre de la tortura". (Quintana: 2009)
Es lo más probable que esta hipótesis haya encontrado su fundamento, no en el propio relato que interpreta, sino en narraciones posteriores como La pesquisa (1994) y La grande (2005), o incluso en la transposición cinematográfica de Raúl Beceyro, de 1998, ya que en Nadie nada nunca no hay referencias a la desaparición forzada de personas ni a la tortura o la muerte de Elisa y el Gato, quienes luego de pasar juntos el fin de semana en la casa de Rincón regresan a la ciudad el lunes por la mañana.
Más cauto en lo que hace a interpretar lo que la novela efectivamente dice acerca de la matanza, Sergio Delgado propuso que una "posibilidad de lectura del título" era entenderlo como "el anuncio de una pesquisa policial frente a un doble crimen: el asesinato de caballos y el del comisario del pueblo"; en este sentido, el título sería una especulación sobre el resultado negativo de aquella pesquisa, ya que, "al menos en los términos temporales y espaciales de la novela: no se encontró a nadie a quien culpar, nada parece haber pasado, nunca se sabrá la verdad". (Delgado, 2011: 122)
Florencia Abbate, por su parte, en un trabajo muy reciente, prefiere adscribir a la observación del más temprano de los artículos de Sarlo, en cuanto a que el enigma en torno a los caballos muertos queda sin respuesta en la novela.
Los segmentos dedicados a la historia de la matanza de los caballos –que culminan con el operativo militar- son los portadores de la única intriga de la trama: ¿quiénes son los responsables de la matanza de los caballos? No se sabe; sólo se sabe que el ejército y la policía le atribuyen la responsabilidad a un grupo de guerrilleros que andaría escondido en la zona. Esta historia termina sin que la intriga planteada se resuelva. (2014, 79)
Cuando Sarlo, en su artículo de 1980, observó que "una relación de particular hostilidad y desconfianza" (2007a: 281) une al Gato Garay con el animal que Don Layo le envió en custodia para ponerlo a salvo de la matanza, rozó, apenas, la posibilidad de una respuesta distinta al enigma que ella misma se había formulado. Por alguna razón, sin embargo, no desarrolló esa alternativa que, al cabo, constituyó el segundo de los cauces interpretativos acerca de quién pudo ser el culpable.
En un escrito que devino clásico para el estudio de la obra de Saer, María Teresa Gramuglio fue, si no me equivoco, la primera lectora en señalar "la posible vinculación del Gato con los asesinatos de los caballos" (Gramuglio, 1986: 272), observación que años más tarde Julio Premat recuperó para suscribir también él que "algunos indicios recurrentes sugieren que el Gato podría ser el asesino". (Premat, 2002: 394-395) Entiendo que el tercero de los cauces fue el último en abrirse.
Muy significativamente, apenas antes del final de la novela –y no de la historia narrada en ella- una misma acción es percibida con el mismo sentido desde tres puntos de vista diferentes.
La mañana del lunes, con "las primeras gotas de lluvia", el Gato baja de la galería al patio de la casa y se aproxima al animal que le encomendó Don Layo; es entonces que
el caballo, alerta, se inmoviliza, y cuando el Gato, sintiendo el pelo tibio y húmedo al contacto de su mano, comienza a acariciarle el cuello, algo en la tensión de los
músculos, de los órganos, de la piel y de la mente, arcaica y sombría, se abandona a la mano, diminuta en relación al tamaño del cuello, que recorre el pelo amarillento. (Saer, 1980: 212)
Eso mismo en lo mismo es lo que percibe Elisa cuando
contempla, en el fondo del patio, al Gato y al caballo, próximo uno del otro, el Gato acariciando el cuello amarillento que se abandona un poco, con la cabeza hacia el costado opuesto al Gato, para dejar mucho espacio a la mano suave que lo recorre. (Saer, 1980: 212-213)
Y también el Ladeado
ve cómo el Gato, de pie junto al bayo amarillo, acaricia, con dulzura, el cuello largo del animal que inclina la cabeza hacia el otro lado, con una tiesura delicada en la que se concentran los últimos vestigios de desconfianza. (Saer, 1980: 213)
Esa escena fue leída con la máxima atención por Carlos Gamerro; en ella observa que "un hombre se acerca a un caballo no para dispararle un tiro en la cabeza y tajearlo salvajemente, sino para entrar calmosamente en su aura y fundirla con la suya", y desprende entonces que el "acercamiento es reparador no sólo de la violencia de Estado metaforizada por el asesinato de los caballos sino también de la respuesta guerrillera a ésta, que contesta una serie de crímenes iniciando otra serie de crímenes". (Gamerro, 2015: 434-435)
En esta nueva interpretación el enigma queda despejado, al menos en una dirección, ya que desvanece la posibilidad que el segundo cauce de respuestas de la crítica había considerado; esto es, que fuera el Gato el responsable de la muerte de los caballos. No debería descartarse, de todos modos, que la interpretación de Gamerro esté determinada, en buena medida, por textos posteriores como Glosa (1984) y El río sin orillas (1991), donde Saer expuso con claridad sus críticas al uso de la violencia por parte de las organizaciones guerrilleras.
En "El falso problema de Ugolino", uno de los Nueve ensayos dantescos, Borges revisó distintas interpretaciones que los comentaristas del poema dieron al enigmático verso 75 del canto XXXIII del Infierno: "piú che il dolor, poté il digiuno".
Se recordará que en ese canto el conde Ugolino della Gherardesca cuenta a Dante que, por culpa del arzobispo Ruggeri –a quien roerá el cráneo por toda la eternidad- fue encerrado junto a sus hijos y sobrinos en la que, en memoria de su suplicio, sería llamada la Torre del Hambre. Una mañana, a la hora en que habitualmente les atraían alimento a la celda, Ugolino oye que clavan la puerta de entrada a la torre.
Pasados dos días, mirando los rostros de los niños, Ugolino entiende qué aspecto debe tener el suyo y con desesperación comienza a morderse las manos. Uno de sus hijos se le acerca y le dice: "Padre, nuestro dolor será mucho menor si te alimentas con nuestros cuerpos: tú nos diste estas carnes miserables, despójanos pues de ellas".
Entre el cuarto y el sexto día sin recibir alimentos, uno a uno van muriendo los niños. Ya ciego, Ugolino durante tres días más recorre a tientas la celda llamándolos, hasta que al fin, dice el verso 75, "pudo más el hambre que el dolor".
En su ensayo, Borges repasa las interpretaciones que distintos comentaristas fueron dando a ese verso. Señala que para los más antiguos el sentido de esas palabras no fue problemático, "pues todos interpretan que el dolor no pudo matar a Ugolino, pero sí el hambre", y que lo mismo entendieron numerosos comentadores modernos, de manera que esa fue la interpretación dominante.
Sin embargo, a partir del siglo XIX, comienza a desarrollarse una opinión disidente. Así, "Bianchi, muy razonablemente, glosa: "Otros entienden que Ugolino comió la carne de sus hijos, interpretación improbable pero que no es lícito descartar"", mientras que Pietrobono, en sus Saggi danteschi, anota "que el digiuno no afirma la culpa de Ugolino, pero la deja adivinar sin menoscabo del arte o del rigor histórico" ya que el "el verso es deliberadamente misterioso".
Luego Borges pasa a exponer su propia interpretación al respecto; esto es, la de que en realidad se trata de un falso problema:
¿Quiso Dante que pensáramos que Ugolino (el Ugolino de su Infierno, no el de la historia) comió la carne de sus hijos? Yo arriesgaría la respuesta: Dante no ha querido que lo pensemos, pero sí que lo sospechemos. La incertidumbre es parte de su designio. [ ]. En el tiempo real, en la historia, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas opta por una y elimina y pierde las otras; no así en el ambiguo tiempo del arte, que se parece al de la esperanza y al del olvido. Hamlet, en ese tiempo, es cuerdo y es loco. En la tiniebla de su Torre del Hambre, Ugolino devora y no devora los amados cadáveres, y esa ondulante imprecisión, esa incertidumbre, es la extraña materia de que está hecho. Así, con dos posibles agonías, lo soñó Dante y así lo soñarán las generaciones. (Borges, 1996: 350-351)
Es repetido que la de Saer, del principio al fin afiliada al realismo, resulta, no obstante eso, una de las obras más radical, francamente escépticas respecto de la posibilidad de, primero, conocer la realidad, y luego representarla. No deja de ser enigmático, entonces, que a la vez que esa cualidad la distingue, sus narraciones produzcan en quienes se entregan a su lectura un intenso estado alucinatorio en el cual se tiene el sentimiento de estar accediendo a través de palabras, no ya a la representación de la realidad, sino a la realidad misma.
Nos parece que conocemos a sus personajes de, como se dice, toda la vida; igual que tenemos la impresión, nada más que por haber leído sus ficciones, de que jamás podríamos extraviarnos del todo en las calles de la ciudad de Santa Fe.
Sergio Delgado –cuya realidad sentimos más improbable que la de Pinocho Soldi– escribió:
Un día del mismo otoño en el que escribo estas páginas, hace dos o tres semanas, aprovechando que me encontraba de paso por Rincón salí a buscar la casa de Nadie nada nunca. Quería ponerme en la piel del más inocente de los lectores o, mejor dicho, de ese lector inocente que reside bajo la piel de cada uno de nosotros. (Delgado: 2011, 130)
No creo que resulte inaudito para ninguno de sus lectores el hecho de que, cuando llegamos al punto final de una novela de Saer, tardamos algo más de lo habitual en cerrar el libro y dejarlo sobre la mesa, y mucho más todavía en decidirnos a devolverlo a un estante de la biblioteca; antes nos hundimos en una melancolía más o menos prolongada que nos demora en el desencanto de advertir ante nosotros mismos que todo aquello que, con el libro ya cerrado, nos sigue pareciendo real, es, sin embargo, algo nada más que imaginario, una pura "textura verbal".
Tengo para mí que ese agradecido estado alucinatorio es el que ha llevado, y lleva, a la mayoría de los lectores a desentenderse de considerar la sola posibilidad de que el Gato pueda ser el culpable de la matanza de los caballos.
Sabemos, sin embargo, y lo sabemos muy bien, que Carlos Tomatis es capaz de humillarse ante alguien a quien desprecia si con eso puede cambiar la suerte desgraciada de un amigo, y que muchas, muchas veces, recae en actitudes miserables contra quienes no las merecen de ningún modo. Sabemos también que Ángel Leto y el Matemático se estiman y a la vez se recelan; que César Rey puede pasar largos ratos junto a Marcos Rosemberg, mientras hace tiempo hasta que llegue el momento de acostarse con Clara, la esposa de su amigo; que Elisa engaña a Héctor con un amigo de su esposo.
Por qué no podría el Gato ser quien creemos que es y ser, también, alguien que no podemos creer que sea.
Borges, que se empeñaba en declarar a todos que no era la persona que todos creían que era, podría tener razón cuando observa en el ensayo sobre el episodio de Ugolino que, "en el tiempo real, en la historia", cada vez que alguien, delante de varias alternativas posibles, elige una, todas las demás, de inmediato, se eliminan para siempre, pero también podría tenerla cuando en sus ficciones permite que un hombre pueda, al mismo tiempo, morir en la cama de un hospital y en un duelo a cuchillo en mitad de la pampa, o sea, en sí mismo y sin contradicción, un héroe y un traidor; igual que una mujer puede ser torpe y caminar con gracia o ser la vengadora y la asesina de su padre.
Esa incertidumbre frente a todo, esa ondulante imprecisión del sentido de las cosas y de los actos, acaso haya sido lo más decisivo –y lo más atroz- que Saer aprendió de la literatura de Borges para convertirse en un escritor realista.
ABBATE, Florencia (2014). El espesor del presente. Tiempo e historia en las novelas de Juan José Saer. Buenos Aires: Eduvim.
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Aníbal Jarkowski.
Licenciado en Letras de la Universidad de Buenos Aires. Adjunto de la cátedra Literatura Argentina II y Problemas de Literatura Argentina en la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Director de Estudios del Colegio Paideia.
Como autor de ficciones, publicó las novelas Rojo amor, Tres y El trabajo.
Como crítico, publicó ensayos y artículos en revistas especializadas, como Punto de Vista, La Biblioteca, Espacios,Variaciones Borges, Letterature D"America, Cuadernos Hispanoamericanos, Hispamérica, Revista de Crítica Literaria, y prólogos y estudios a obras de Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Manuel Gálvez, Oliverio Girondo, Abelardo Castillo, Leopoldo Lugones.
Dictó cursos de capacitación para docentes por pedido del Ministerio de Educación de la Nación, del Centro de Pedagogías de Avanzada del gobierno de la ciudad de Buenos Aires (CePA) y de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO).
Autor:
Aníbal Jarkowski
Universidad de Buenos Aires
Revista del Departamento de Letras
www.letras.filo.uba.ar/exlibris
Enviado por:
César Agustín Flores