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Ponencia sobre la danza del vientre (página 2)


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Sobre la danza

Isis, Astarté, Afrodita, fueron diosas danzantes. Sobre el culto a Isis, da razón El asno de Oro de Plinio Apuleyo. Esta novela latina relata el mundo pagano. De Astarté sabemos por las leyendas babilónicas, que también nombran a la diosa como Ishtar y que tiene por objeto la fecundación. De Afrodita tenemos un cuadro renacentista de Sandro Boticcelli, en la que la diosa nace de una concha y juega con sus cabellos movidos por la brisa. Estas tres diosas, de origen oriental, tienen algo en común: las caderas. Allí anida el receptáculo de la vida y al mismo tiempo dan una idea del cosmos primitivo donde todo se mueve porque la acción (el verbo) es vida entendida como todo aquello que es posible. La muerte estaría representada por la quietud y la oscuridad (por la ignorancia de la vida).

En el mundo oriental nunca se ha querido (amado) con el corazón. El amor anida en la entrañas, en la posibilidad de reproducción de hechos. En las entrañas se manifiesta lo vivo, lo que da vida, lo que necesita algo vivo. No es de extrañar que la hospitalidad, que tiene su primera manifestación en dar comida y bebida a otro, sea un mandamiento en oriente. Comer implica vivir. Y si hay comida, las entrañas están tranquilas, en estado de quietud, dispuestas, después del reposo, al movimiento. El antiguo testamento, las Hadiz islámicas, narran el momento del encuentro a partir de la comida, que es la mejor manera de compartir los bienes y las bendiciones del mundo. Esto implica que en lugar de individuos haya comunidad, ya que para ejercer la hospitalidad debe haber otro, alguien en quien me pueda mirar para saber que existo. Y ese otro está en su mejor momento, cuando come de mi plato, cuando sus entrañas se nutren de lo mío.

La danza de oriente (Raqs Al Sharq), llamada así porque quizás venga del sol y conocida entre nosotros como danza del vientre (la de las entrañas), es más antigua que los días que llevamos de historia escrita. No sabemos si comenzó en la India, si la transportaron los rumíes (los gitanos) en sus caravanas y carretas, si nació entre las muchachas que iban a casarse o si, simplemente, apareció en distintos lugares y, a través de un complejo sistema de similitudes, terminó siendo una de las formas más refinadas de la belleza. Esto de no saber dónde comienza la Raqs Al Sharq, permite darle un origen mítico, en el cielo, donde las huríes esperan al creyente.

La danza del vientre, de todas maneras, es la manifestación más barroca del cuerpo vivo, es decir, allí se dan los movimientos posibles más complejos y, en esa acción de movernos, nos diferenciamos de los animales, que si bien se mueven o saben que están ejecutando un verbo. Bien sabemos que el cuerpo se mueve, pero cuando complejiza el movimiento, ya no es movimiento sino arte, belleza, naturaleza que se crea de nuevo frente a los sentidos y en el espíritu, que es la conciencia del movimiento.

Ortega y Gasset, el filósofo español, se queja de los místicos diciendo que producen palabras pero no figuras, que tratan de decir lo que no logran expresar. No se qué habría pensado si hubiera ido a Tetuán o a Melilla y allí, en cualquier café, una danza del vientre le hubiera llegado a los ojos. Esto lo digo porque lo que no producen las palabras lo logran los gestos, los movimientos y la música que da razón de una acción a través de la melodía y el ritmo, de la armonía y los distintos tiembres. Y lo digo también porque la danza es una de las expresiones místicas de oriente, la gran experiencia entre la idea de dios y los bienes de la tierra. Recuerdo a los derviches danzantes de Istanbul, que danzan hasta no tener conciencia del cuerpo, hasta convertirse en mediadores de lo que hay en el cielo y lo que reciben los hombres. Con su mano derecha hacia lo alto y la izquierda hacia el suelo, son los vehículos de la divinidad. No hay palabras en sus bocas, sólo danza. Y en la danza, los asistentes descubren que D-s existe, es decir, que la existencia es un acontecimiento.

Algo así presumo yo en las bailarinas del vientre y en sus movimientos de alto barroquismo, donde las formas son exquisitas y nunca dejan de moverse. En Toledo, en la casa del Greco, las figuras se mueven. Y es estilo del Greco, creo yo, proviene de su manera de interpretar la danza. Este pintor barroco, proveniente de la Isla de Creta, isla donde la danza es un acto cotidiano, traslado a sus cuadros los movimientos que representaban la vida. Si uno mira bien un cuadro del Greco, los personajes bailan y no al contrario, como los críticos han querido demostrar, que sólo son cuerpos estilizados o concebidos bajo condiciones ópticas con problemas. El Greco, hombre del mediterráneo, había visto danzar. Y esa danza la lleva a sus pinturas. Igual que vio movimiento sensual Sandro Boticcelli (a través del desplazarse de Simonetta Vespuci sobre un caballo), y eso (lo verbal) es lo que se refleja en La flora y en el nacimiento de Venus.

En la danza del vientre asisto al movimiento barroco, a la mística que carece de palabras pero se expresa en acciones, a la aparición de las formas en estado verbal (de acción definida como esa y no otra). En esta danza todo llega al límite máximo sin deformarse, sin asistir a la quiebra del ritmo o a la torción sin sentido: lo que allí veo, es la manifestación del movimiento, lo que significa la vida, lo que el verbo puede lograr sin perder su belleza. Así, la danza del vientre, proveniente del sol (que es quien muestra las formas y los colores que hay en la naturaleza), interpreta la vida en la idea de concepción y parto (causa efecto), que es la que nos ha permitido persistir como especie. Entones, esta danza es naturaleza que seduce (todo lo que nos rodea se mueve), es lo inefable que está ahí, quizás sea lo que hay detrás del nombre, asunto que tanto buscó y asombró a Borges.

En las entrañas en movimiento vemos un símil primitivo (primero) del cosmos, la representación del mundo, del cielo y la tierra, del agua, el fuego y el aire. O sea, de lo existente para que nosotros podamos ser posibles. Y en ese punto recurro a la herejía: supongo que Agar, la madre de Ismael y en esta línea de los árabes, danzó para Abraham. Y en esa danza y las muchas a las que asistió Sara, finalmente se fertilizaron las entrañas de la matriarca para dar nacimiento a otro pueblo. Y después de Sara y Agar, seguramente danzó Keturá y así la simiente de Abraham cumplió con el mandamiento de ser padre de pueblos. En esas danzas primitivas, no consignadas en ninguna crónica, se dio la vida en la vida, embelleciéndola.

Recuerdo una novela muy bella llamada El segundo hijo del mercader de sedas, de Felipe Romero Olmedo, que ambienta la ciudad de Granada en los momentos de su decadencia (cuando ya los moros salen de la ciudad). Allí, el personaje que acaba de llegar de un gran viaje, cansado y algo defraudado por sus negocios, asiste a una danza del vientre. Y todo en él se renueva. La danza le hace reconocer la existencia de los colores, los perfumes, los sabores, la belleza de los decorados de su casa, la presencia de su mujer. Y en ese renovarse, la vida vuelve y aparece. O sea, hay un encuentro, se manifiesta el equilibrio del yin y el yang, el deseo que, mediado por la razón estética (la que busca entender el mundo por la belleza), se convierte en un acontecimiento de lo bello, como diría Spinoza.

Hoy en día sabemos que las religiones matriarcales, las llamadas pre monoteístas, hicieron de la danza femenina un acto que hacía parte de sus rituales religiosos. Con la danza (que pedía un orden) se recibían la primavera y la siembra, las cosechas y el fin del otoño. Luego esas danzas se trasladaron a las fiestas cotidianas: el nacimiento, la circuncisión, los compromisos, el matrimonio. Y así la cultura del matriarcado siguió vigente (quizá a través del inconsciente colectivo) hasta el día de hoy, cuando en los grandes y pequeños cafés de El Cairo, como narra Naguib Mahfouz en su Trilogía, la danza reúne a hombres que sueñan y que, para hacer realidad sus sueños, van y conciben en los vientres de sus mujeres.

Mis contactos con la danza del vientre

En Tánger conocí a una bailarina del vientre. Era una mujer de unos 60 años que enseñaba a unas niñas a danzar. La mujer daba unas pautas en lengua bereber y al final emitía una especie de silbo que me mezclaba con un sonido irregular que le temblaba en la lengua. Al principio me pareció algo folclórico que relacioné con cuentos de las mil noches y una noche y con los grabados de los dibujantes ingleses. Sin embargo, algo había allí que llenaba los sentidos, que borraba las miserias de la calle y exaltaba lo más hermoso. Mientras vi danzar, desapareció todo rastro miserable.

En Berlín, en un café árabe cercano a Ostbahnhof, vi a otra danzarina del vientre. Era una muchacha imposible de definir. La pensé como Salomé que danzaba frente a herodes, como Esmeralda la gitana que enloquecía a Cuasimodo frente a la iglesia de Notre Dame en Paris, la sentí como un viento fresco, como una caravana a los lejos, como el agua beneficiadora de un oasis. No sé que pasó cuando esta muchacha danzaba. O si sé, me sentí más vivo que nunca. Aclaro que en ese momento Berlín era una ciudad fría y gris, propicia para nada pero, en la danza de la muchacha, fue una explosión de vida, de mares abiertos y puertos seguros. También vi danzar en Berlín a unas muchachas turcas en el barrio de Kreuzberg, en el festival de las culturas del mundo. Las danzas de los otros pueblos se empobrecieron frente a la que ejecutaron estas muchachas. Y si bien hubo lujo, coreografía y sentimiento en las otras danzas, faltaba algo que abundaba en la danza del vientre interpretada por las turcas. Supongo, los escritores tenemos que suponer mucho, que en las otras danzas había historia y tradición, pero en la danza del vientre el mundo volvía y se creaba de nuevo.

En Medellín, en el 2004, en la fiesta de Purim (carnaval judío en el que se celebra la liberación y escape de la muerte, que narra el Libro de Ester), vi otra danza del vientre. La mujer que la realizó me llevó a pensar en la reina Ester, en la necesidad de estar vivo, en la persistencia de la vida que es lo que hace que exista una cultura. Pero lo que me asombró fue que un acto como este sucediera en Medellín, que las caravanas hubieran llegado hasta aquí, que el viento y las dunas estuvieran presentes, que la vida apareciera por encima de cualquier cosa. Cuando después hablé con la mujer que había ejecutado la danza, mi asombro fue mayor: ella había danzado siguiendo las leyes que rigen el universo, lo que une al hombre con el infinito. Y mientras danzó, su cuerpo y su mente habían estado en contacto con lo existente.

En mi novela, Míndele 1955, hablo de la danza del vientre: "…y seguro bailaba recordando la orquesta del barco o la música que habíamos escuchado en un café de Haifa donde vimos bailar a una mujer que movía el vientre haciendo sonar una correa llena de monedas y las pulseras que tenía en los brazos, baile que alteró un poco a mi madre pero que nosotros miramos con atención porque de eso que pasaba no teníamos noción clara, ni siquiera Victoria la tenía, y estábamos emocionados mirando a la mujer y a los hombres que la miraban.

-Debe ser una danza de la fertilidad-, dijo Victoria y a mi me pareció que mi hermana se había equivocado porque la mujer no representaba la lluvia ni las cosechas sino algo que alteraba a los presentes, todos hombres curtidos por el sol y con demasiadas arrugas". Esta versión, dada por un niño, es inocente. Es claro que lo que pasó en ese café de Haifa tenía mucho más contenido que representar las lluvias y las cosechas. Lo que indicaba esa danza del vientre era que esos hombres árabes iban a seguir existiendo y se multiplicarían, pasara lo que pasara.

En torno a la danza del vientre

Hay muchas imágenes que nos remiten a la mujer que ejecuta la danza del vientre. La primera es la diosa que se manifiesta en el poema de Parménides. Esta diosa, cubierta de velos, representa la verdad del ser. De un ser inamovible, entero, que se expresa en el movimiento y, como las cosas que expresa se mueven, sólo son apariencias. Esta diosa, que seguro llego por el hiperbóreo a Grecia (por el norte), proveniente de las tierras de los sumerios, los babilonios y los caldeos, se ha conservado en la danza de los siete velos, que representan los siete cielos, al último de los cuales llegó el profeta Mahoma y allí se encontró la imposibilidad de ver a D-s, pues los resplandores que emitía no se lo permitieron ver. También simboliza esta danza al zigurat, construcción babilonia de siete pisos, desde el último de los cuales se podía apreciar lo existente.

La odalisca (palabra turca), también nos remite a la danza del vientre. Estas mujeres, las odaliscas, que vivían en los harenes del sultán, tenían como función hacer muchas tareas relacionadas con la belleza. Tejían, bordaban, hacían dulces, cantaban, hacían poesía, eran expertas en hacer tatuajes y contaban historias, igual que Sceherezada la de las Mil noches y una noche para quien, mientras relataba, bailó su hermana. Pero su máxima expresión era la danza del vientre. De las odaliscas habla el viajero Pierre Lotí quien, al igual de Gustave Flaubert, termina perdidamente enamorado de una de estas danzarinas. En el caso de Lotí , el amor que siente lo convierte en palabras bellamente escritas en un libro titulado Aziyadé. Con Flaubert, como narra en su Viaje a Oriente, sucede otra cosa: la danzarina se convierte en obsesión y, en ciertos momentos, en travestismo. Y si se profundiza en la novela Madame Bovary, podríamos entender como Emma, la protagonista, está presa del amor y la belleza pero su castigo (el castigo moral de la infidelidad) es no poder expresarla en la danza. Si Emma Bovary hubiera danzado, su suerte habría sido otra y en lugar de una mujer adúltera y moralmente señalada, habría siso una de las mujeres libres en la belleza y en los movimientos que aparecen en Las noches árabes, ese libro exquisito que escribió Robert Louis Stevenson.

Otro tipo de mujer fue la bayadera, versión, en la Rusia del sur, de la odalisca. Se dice que las bayaderas eran tan hermosas danzaban tan bien que los cosacos las robaban y las vendían en el mercado de Kiev y San Petersburgo por el equivalente de dos manos cubiertas por monedas de oro. Y las ofrecian como las verdaderas mujeres egipcias, descendientes de la familia de los Ptolomeos (creadores del primer mapa del cielo), de la que hizo parte Cleopatra. De Cleopatra dice Emil Ludwig, se sabe que danzó para Marco Antonio y Julio César, indicándoles con la danza que eran los señores del mundo y debían velar por él. Luego los cruzados (entre ellos Ricardo Corazón de León) dieron cuenta de las odaliscas y bayaderas, al punto que en la balada de Robin Hood lady Marian es representada como una de ellas. Esto quiere decir que allí, en las tierras de Saladino, los occidentales entendieron por fin las manifestaciones de la belleza.

Los viajeros ingleses, entre ellos muchos pintores de acuarelas, inmortalizaron a las bailarinas del vientre en sus escritos y pinturas. Incluso crearon un género estético llamado el orientalismo, donde arquitectura y mujer son un todo que representa la belleza del mundo oriental y que no sólo hacía relación al medio oriente sino a Andalucía. En las leyendas de la Alhambra, escritas por el viajero norteamericano Washington Irving, se da cuenta de las danzarinas que habitaban los palacios Naziríes y para ella hubo una torre, la de las mujeres, que da contra los jardines del Generalife, por un lado y, del otro, al patio e los Abencerrajes. Entre estas mujeres hubo una cristiana, la bella doña Inés (conocida como la fermosa fembra), quien con el brillo de sus ojos y el movimiento de su cuerpo hizo que las flores de la Alambra se mantuvieran siempre lindas aun en invierno. En el Puente sobre el Drina, uno de los libros a través de los cuales se lee el mundo de la península Balcánica, Ivo Andric habla de los jenízaros, muchachos cristianos que los turcos convertían al Islam para hacer de ellos grandes guerreros. Cuando un jenízaro ya estaba listo para hacer parte del ejército del Bey o del Sultán, se le permitía asistir a una danza del vientre. Es que si iba a la guerra, debía entender primero que era la vida.

Hoy en día seria imposible concebir el mundo islámico y el árabe (que no todo es musulmán pues entre los árabes hay cristianos y judíos), sin la danza del vientre. El Islam es una religión del desierto, cuyas letras simbolizan el paso del viento y la creación continua del mundo. Y en esta religión, la bailarina del vientre cumple un papel: incitar a la vida y a la belleza, a la delicadeza de las formas y a la poesía de los movimientos. De esta manera, igual que un hanif busca a D-s o un derviche se encuentra con él o un sufí lo siente y lo convierte en palabras, una bailarina del vientre simplemente expresa que Alá (D-s en árabe), está presente en la vida y que sin su presencia no valdría de nada estar vivo.

Termino esta ponencia hablando de dos bailarinas que hacen parte de la historia de occidente. De Mata Hari, condenada por su belleza bajo el cargo de espiar para los alemanes en la primera guerra mundial, y de Rosa Esquenazi, cantante de rembétiko y danzarina excelsa, como la llamaron en Izmir y Salónica, tierras de judíos sefardíes.

Mata Hari, que simboliza la seducción, el encanto y el espionaje, fue una mujer holandesa que vivió en la isla de Java y allí aprendió a danzar. Despreciada por su marido, regresó a Europa y allí, a través de la danza, se hizo tan famosa como Isadora Duncan. Siempre se habló mucho de la belleza de Mata Hari, que era una mezcla de palabras, gestos y movimientos, un mundo que se creaba y luego se convertía en otro. Incluso frente al pelotón de fusilamiento fue muy bella. Ella misma se puso la venda en los ojos, para irse con su vida a otra parte. Después del fusilamiento, no hubo quien dijera yo la maté. Es imposible matar la danza, el movimiento, el mundo.

La segunda mujer es una judía sefardí, seguro un enorme caos para su familia, que se dio al cante y a la danza. Esta mujer, Rosa Esquenazi, es hoy uno de los grandes personajes de novela y sin ella es muy difícil entender la danza y el canto de los griegos. Se dice de ella que cantaba y había que cerrar los ojos pues a través de su canto se entraba al paraíso. Ya, viéndola danzar, se sabía qué cosa era el paraíso.

Conclusión

El desierto cría pocas cosas, pero allí todo representa al movimiento. Las dunas se mueven los caminos no existen más que en el cielo, las huellas de las caravanas se borran pero no el olor de los que trasportan, que viaja en el viento. En ese desierto, poco generoso para la vida, la vida es lo más importante. Y esa vida la representan el agua y la mujer. Y se sabe que la mujer y el agua están vivas porque se mueven, porque danzan, porque encierran en sí la belleza. Y frente a la belleza del movimiento, la muerte no existe porque en lo sensual maravilloso la vida se reproduce de infinitas maneras y en infinitas expresiones. Y en el Islam, un sometimiento total a D-s.

Muchas gracias.

 

Por

José Guillermo Ánjel R.

3 de octubre de 2007.

Universidad de Antioquia. Auditorio Harold Martina, Facultad de Artes.

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