El asunto de las concepciones de lectura y otras omisiones De los fines de la escuela a la lectura abierta
En los últimos años ha habido un gran auge con respecto a los estudios sobre la lectura y la escritura. Hace dos décadas, por ejemplo, apareció un libro que ya es canon en el tema: "Los sistemas de escritura en el niño", coordinado por Emilia Ferreiro y Ana Teberosky. Este auge se sustenta en una nueva visión, cuya base mayor es el constructivismo piagetiano.
Sin embargo, el asunto de las concepciones de lectura no es, curiosamente, un tema muy ampliamente debatido.
La mayoría de lo teóricos e investigadores parten de las concepciones considerándolas hechos incuestionables: trabajan y se mueven en este terreno con mucha seguridad, como si se tratara de un hecho consolidado y no un proceso que hay que consolidar constantemente. Lo que resulta más curioso es que, en muchos casos, hasta se prescinde de la definición de la lectura y del lector, tratándola como una suerte de noción axiomática.
En tal sentido, son contados los trabajos en los que se preste atención a la noción o nociones de lectura que se puedan tener.
A lo sumo, el interés de muchos de los autores ha estado orientado más bien hacia una parte del fenómeno de la lectura: los procesos psicológicos (incluye tanto lo cognoscitivo como lo afectivo) y lingüísticos o discursivos de recepción y de producción, y sobre todo orientando este interés en función de la enseñanza; así, puede decirse que ha habido cambios importantes en la concepción de la lectura y la escritura desde el punto de vista pedagógico, principalmente.
Pero lo cierto es que, volviendo al punto, la mayoría de los autores Entre ellos Smith (1997)- muestran cierta reticencia al responder qué es la lectura y, las más de las veces, se limitan a describir el acto, proceso o mecanismo que se presume tiene lugar cuando se lee o, bien, sustituyen el concepto por otro, de una manera muchas veces metafórica (por ejemplo, cuando se dice que la lectura es una transacción).
Claro está, todos los intentos de definir algo constituyen siempre un riesgo o una arbitrariedad. Y es que manejar los conceptos es una cosa, pero tratar de precisarlos es otra.
Esta situación, bastante paradójica, la subraya muy bien aquella máxima de San Anselmo: "¿Qué es el tiempo? Si no me lo preguntan, lo sé; si me lo preguntan, lo ignoro".
Preguntas como ¿qué es la lectura? pueden ser respondidas desde una perspectiva psicológica, como una habilidad o facultad y como proceso o actividad; pedagógica, como un fin u objetivo y como contenido de enseñanza; antropológica, como una práctica cultural; social, como un medio de interacción y comunicación; y desde una perspectiva que, a falta de otro término más exacto, llamaré fenomenológica, bajo la cual se pueden agrupar la visión de la lectura como interacción y como transacción.
En segundo lugar, la respuesta puede venir dada por los estudiosos e investigadores de la lengua escrita (es lo que yo llamo dimensión teórica); por el currículo, los reglamentos, los decretos y las leyes relacionadas con el hecho educativo, específicamente los que conciernan a la enseñanza de la lengua (dimensión legal o normativa); por los propios individuos, lectores o no (dimensión subjetiva o intersubjetiva, ya que puede ser individual y/o grupal).
Demás está decir que estas maneras de definir el asunto, lejos de darse por separado, se complementan.
Junto con la dimensión normativo- legal, la dimensión teórica, la que más abunda y la que más espacio ocupa, se han repartido el protagonismo de la polémica.
De todas las posturas teóricas, en algunos casos antitéticas y, en otros, complementarias, la variación depende del énfasis puesto ya sobre uno ya sobre otro elemento del proceso: en el texto, en el lector, en el contexto o en el proceso mismo.
Por ejemplo, según el modelo que ahora llamamos "conjunto de habilidades" (pero cuyos creyentes jamás han calificado así), el sujeto apenas si actúa: es un ente pasivo, un receptor de la información impresa en la página; leer es decodificar y el significado ya está en el texto. Éste, aseguran los que ahora se ocupan de este enfoque para criticarlo, fue el sustento del método de las cartillas y los silabarios, empleados durante años.
Por otro lado, en el enfoque interactivo el lector es un constructor de los significados. Aunque Smith (1997), principal defensor de esta tesis, en distintos momentos llama a la lectura (o a la interacción) actividad antes que proceso, refieriéndose con ello sólo a una parte del mismo. Así, lectura entendida como una interacción, incluye dos subprocesos, que él llama identificación de palabras e identificación de significados, de los cuales el segundo es el verdadero acto de lectura.
En esta identificación de significados son esenciales dos fuentes de información: la visual, lo que se encuentra impreso en el papel; la no visual, que incluye los conocimientos que posee el sujeto acerca del lenguaje, del tema y de la manera como debe leerse. La interacción ocurre entre estos dos tipos de información.
El enfoque transaccional, por su parte, sostiene que el lector mantiene una postura en el continuum estético-aferente cuando está inmerso en un acto verdadero de lectura. El enfoque transaccional difiere un poco del anterior en la medida que el interactivo crea una separación hasta cierto punto artificiosa entre el lector y el texto, que viene a ser como la dualidad sujeto-objeto en la visión que del conocimiento se tuvo durante la modernidad.
La transacción referida a la lectura significa que el lector y el texto son aspectos de una situación total en la que ambos son, recíprocamente, condicionados y condicionantes…
Es en virtud de ese acto de lectura que alguien adquiere el carácter de lector y es a través de ese mismo acto que el texto adquiere significación… lector y texto se condicionan recíprocamente y dan lugar al significado que se crea y recrea una y otra vez en diferentes momentos y en diferentes circunstancias (Dubois, 1996: 192-93)
De acuerdo con Rosenblat (citada por Dubois, 1996) un lector puede adoptar dos posturas básicas a la hora de abordar un texto, de acuerdo con su atención selectiva: una eferente, según trate de retener, aprehender y una estética, si se trata de sentir o vivir lo leído. Ambas constituyen los dos aspectos de un continuum.
Al hablar de la lectura como transacción y como interacción desde una perspectiva fenomenológica, no se está excluyendo el aspecto psicológico, toda vez que la fenomenología husserliana y posthusserliana han abordado el estudio de los fenómenos psíquicos en sí mismos.
Tal vez los forjadores de las teorías interaccionista y transaccionista no se hayan propuesto precisamente unas descripciones fenomenológicas del hecho, pero no se puede negar que son bastante susceptibles de esta interpretación.
Paralelamente ha surgido una nueva visión, insinuada o propuesta, entre otros, por Chartier (1999: 99). Según este autor, "cualquier lector pertenece a una comunidad de interpretación"; de lo cual se infiere que la lectura es, por sobre todas las cosas, una práctica social o cultural.
En la visión de Chartier (1999), el contexto juega un papel fundamental. Además del contexto o la cultura, sería también la internalización y proyección de estos espacios por parte del individuo.
Esta visión coincide con la definición dada por Montes (1999), que incluye el elemento contextual del lector, en la medida que considera la lectura como "la conducta social por la cual las personas nos apropiamos de algunos discursos significantes (o sea, de parte de la cultura) de la sociedad en que vivimos" (p. 109).
Estas posturas (interactivo transaccional y social comunitario) pueden conciliarse diciendo que la lectura se da en dos dimensiones, o tiene dos aspectos: uno cultural o social y uno individual.
La lectura se encuentra, pues, en el conjunto resultante de la intersección de los conjuntos que podemos llamar sistema de usos comunitarios y sistema de usos individuales del texto.
Partiendo de esta premisa, es sensato pensar que la actitud del individuo hacia el texto, ya sea de un mayor o un menor acercamiento, sería también la resultante de la interacción entre estos dos grandes conjuntos de factores. Y a veces sería la resultante de un choque entre ambas.
En el aspecto social forman parte del proceso las políticas editoriales y de lectura (así como las ideologías que le subyacen), el idioma oficial, el currículo, las investigaciones sobre la lectura, ciertas prácticas, ciertas tradiciones, creencias y valoraciones compartidas.
Por ello, la lectura, en palabras de Chartier (1999), permite establecer un diálogo "una relación del texto con los discursos y prácticas del mundo social"; esto significa que esa transacción o interacción no se da (o no únicamente) entre el individuo y el texto, sino (también) entre el texto y la comunidad a la que pertenecen, tanto el individuo como el texto mismo.
Esto sólo ocurre en una lectura dialógica o dialéctica (algunos la llamarían analógico interpretativa), esto es, un proceso que saca la lectura del texto con la intención de establecer relaciones ya sea con otros textos, con experiencias personales o con prácticas sociales; todo lo cual hace que un acto aparentemente privado, en algunos casos resulte un nuevo espacio público (Chartier, 1999).
En el otro aspecto, el individual, hallan cabida las afirmaciones de los interaccionistas y transaccionistas. Esta dimensión se relaciona con intereses, motivaciones, inclinaciones, gustos, valoraciones personales, objetivos, que tiene el lector ante el texto. Sobre este particular también pueden presentarse algunas discrepancias y discusiones: algunos autores creen que intereses y motivaciones se suscitan, pero también se crean y se educan, o sea, no estarían tan ajenos a la esfera de la comunidad.
Al respecto, podemos incluir en la discusión la dimensión que al inicio llamamos normativo- legal, la cual está constituida, como ya se dijo, por los reglamentos, leyes y decretos, así como por los programas y se relaciona muy de cerca con la perspectiva pedagógica.
La lectura, vale decir, la formación de un lector es uno de los grandes fines de la educación básica en Venezuela (Castillo, 2000). Este fin busca trascender la esfera de lo puramente pedagógico y, así, nuestra dimensión normativo legal se conecta también con la visión social y antropológica de la lengua (la escrita) "como instrumento a través del cual se asegura la interacción humana, [y]fundamento de los cambios personales, sociales o culturales" (Ministerio de Educación, 1997).
Las resoluciones y decretos, entre los que se cuentan la Política nacional de lectura (resolución 208 de fecha 23-04-1986) y los llamados Fundamentos didácticos de la Política nacional de lectura, 13-01-1993) no hacen más que reiterar esta visión de la lectura como "el instrumento fundamental para la adquisición del saber, el cultivo de la sensibilidad y el enriquecimiento de la personalidad" (Serrón, 1998: 127), razón por la cual la escuela y todos los actores del sistema educativo (padres, comunidad, medios de comunicación) deben crear una conciencia de la población estudiantil en el sentido de sensibilizarlos hacia la lectura.
La lectura es, pues, un fin, pero no del todo: tal como puede leerse en la presentación del área de lengua y literatura del programa de la primera etapa, la apropiación del sistema de la lengua escrita y el desarrollo de las competencias, es lo que se busca. Así, en la dimensión normativo-legal la lectura queda conceptuada básicamente como un conocimiento acerca de la estructura de la lengua y un sistema de competencias que aseguren al individuo una plena comprensión de los textos y un eventual disfrute de la literatura.
Siguiendo con la perspectiva pedagógica, es de destacar que los contenidos de lectura que se incluyen en los programas están relacionados con las corrientes y los géneros literarios (aspectos estéticos), con las estructuras textuales (aspectos discursivos), con estrategias de comprensión (que incluyen búsqueda, obtención, discriminación, selección y organización de la información) y con aspectos gramaticales. Nada demasiado distinto de la modernidad.
Si bien ha habido cambios importantes en cuanto a la visión del proceso de lectura y del lector, lo que no ha variado en lo absoluto es el supuesto implícito de que ser lector es el supremo bien, la máxima aspiración de la escuela y de la sociedad a la que responde como institución. De lo cual se deriva que no ser lector en esta sociedad es un sinónimo de ser ignorante, marginado, digno de lástima.
Esta sobrevaloración de la cultura escrita ha sido criticada por algunos autores, como Walter Ong y Roger Chartier, de un modo no tan abierto, y por David Olson, de una manera más o menos tajante. No es discutible que una sociedad quiera formar lectores, pero, entre otras cosas, hay una visión de progreso, de evolución, un positivismo inmanente en esta idea que coloca la lectura (o el saber de base escrita) por encima de la subvalorizada y despreciada cultura de base oral, que se nos presenta como primitiva; la modernidad, en suma, es lo que se palpa aquí.
Es por ello que, para Martín Barbero y Rey (2000), en la escuela se ve con malos ojos a la televisión, aún a pesar de la importancia y del impacto que tiene en la cultura: "hasta los maestros de escuela niegan que vean televisión, creyendo así defender ante los alumnos su hoy menguada autoridad intelectual (p. 17). Parte de resistencia vendría dada por el fenómeno de la globalización y lo que hipotéticamente implica: una pérdida de los valores nacionales.
Pero lo cierto es que, no obstante la mayor presencia de la oralidad y de lo audiovisual, no obstante el hecho de que los individuos apelan con mayor frecuencia a estos lenguajes antes que al puramente escrito o impreso, la concepción de lectura como máximo logro de la especie humana sigue siendo la mismo. Una definición de lectura lo más amplia posible debería abarcar lo oral y lo audiovisual.
La escuela debería enseñarnos no sólo a leer textos expositivos, argumentativos, narrativos y literarios en general, sino también a leer la imagen– como insinúan Barbero y Rey (2000)-, a leer los gestos, los rostros, los tonos, a leer el mundo, como un día dijo Freyre.
Autor:
Rafael Victorino Muñoz