Indice1. Introducción 2. La Política – Ensayo
Medir es comparar. Medimos la calidad de nuestras acciones cuando las comparamos con los objetivos tras los cuales las hemos ejecutado, medimos el largo de nuestras vidas en la cantidad de objetivos que conseguimos, y así medimos y comparamos todo el tiempo. Hacer una pausa y medirnos como hombres, entre hombres y frente a nosotros mismos, es un hecho que nos ha llevado siempre tras la estela del poder. Pero es el poder el fin del hombre? El poder en virtud de qué objetivo? Medimos nuevamente la necesidad del poder que buscamos, comparándola con el mérito de poseerle que nos brinda nuestra innoble naturaleza, y, finalmente, no encontramos sino que el polo lejano del trayecto es la supremacía por la virtud. Talvez no es extensivo a toda la especie, pero a lo largo de la historia sería imprudente negar que esta costumbre ha estado muchas veces ligada a nuestros actos como individuos y como naciones. Es la política entonces una ciencia de control. Un arte egómano y a la vez plus socialista, el control sobre el hombre mismo a fin de controlar las riendas del destino de su especie, una ilusión secular de superioridad del hombre mismo frente al mundo y al destino. Lo otro, la inmersión en la miseria colectiva, el retorno al animal del cual no conseguimos liberarnos aún, la revolución a cambio de nada y el porvenir sin esperanza, en Aristóteles: el apercibimiento fatal de la verdadera felicidad del hombre. Encontramos en su Política, un acercamiento a la medida del hombre como Estado mismo, pues le conforma y le edifica en mutualista convivencia e inextricable correspondencia. Un vistazo a las formas de su tiempo que sencillamente nos conducen a criticar severamente esa obtusa perseverancia de nuestros hombres y pueblos al reiterar sus crasos comportamientos políticos. A continuación, una opinión personalísima, una Política de Aristóteles a la tenue luz del vistazo en solaz.
2. La Política – Ensayo
Un breve vistazo a algunos de los más fatales acontecimientos de nuestra historia nos permite ver con alguna claridad la que es quizá la más condenable de nuestras conductas. Pero, contrario a lo que el estudio superficial nos indique, no nos encontraremos con que dicha conducta sea, por ejemplo, la desmedida ambición por el poder, o la a veces insuperable condición irracional de que se revisten algunos de nuestros actos. No, esa mirada objetiva y apenas, si se quiere, nutrida de simple sensatez, nos demostrará que en los momentos más críticos de nuestros anales no hemos hecho sino echar de más (prueba cruel de la soberbia de nuestra naturaleza) tanto a la historia como la hemos conocido, como al pensamiento de aquellos que antes de nosotros expusieron ya en claras letras los alcances que traería consigo todo acto humano desprovisto en menor o mayor medida de la racionalidad que estamos obligados a prestarle; no hemos hecho más que olvidar y obviar cada paso que nuestros antecesores dieron hacia el mejoramiento de nuestra especie, como si finalmente no hubiera más salida que la del brutal auto exterminio, como si estuviéramos irremediablemente condenados a repetir cada catástrofe de nuestra historia.
Esa búsqueda de la sociedad perfecta, del ‘estado perfecto’, no es actual; no nació tras la primera, o la segunda guerra mundial, ni tras un conflicto cualquiera como ya es costumbre nuestra; incluso sería justo asegurar que tales conflictos (y muchos anteriores) se han debido a dicha búsqueda en si misma, así como sería igualmente correcto asegurar que es quizá el propio ser humano una mezcla indisoluble de pasión y razón a tal punto de desconocer aún, tras miles de años de historia, su objetivo fundamental como individuo y como ser social. Esta búsqueda Aristotélica de la armonía en la existencia individual y colectiva de los seres no es sino la descripción de una característica inherente a la especie humana, ‘El ciudadano y el hombre virtuoso no son más que uno’, la condición excelsa de hombre político es definitivamente un regalo de la evolución en virtud del cual ya no somos más una especie libre e ignorante de su destino, sino que nos orienta y nos obliga a enfocar nuestras acciones hacia la auto preservación y el perfeccionamiento, a la ratificación de nuestra supremacía en el universo.
Conocemos, no obstante, de los vicios de nuestra esencia. El propio Aristóteles no consigue desvincular sus pensamientos de la forma simple de una lucha constante por el poder de mejorar las cosas, poder en sentido altruista, pero poder al fin y al cabo; y es de considerarse que dicho obstáculo no se deba sino a que somos ese eslabón perdido que tanto buscan nuestros antropólogos: mixtura de bestialismo y razón, único animal que sabe que conoce, bestia única que sabe que puede cambiarlo todo con excepción de su fatal destino. Esa es nuestra condición, y nuestra búsqueda: la Atenas perfecta. Aristóteles, al igual que muchos contemporáneos suyos, desarrolló un amplio sentido del manejo de la razón, de la finalidad del hombre y de la finalidad del hombre político como ciudadano: la formación del Estado; un hecho natural, ya que el hombre es un ser naturalmente sociable, porque no puede bastarse a sí mismo separado del todo como el resto de las partes, siendo aquél que vive fuera de ésta, un ser superior a la especie, o una bestia. Por todo esto, la naturaleza arrastra instintivamente al hombre a la asociación política. Debemos grandes postulados a su filosofía, pero merecen especial atención las circunstancias que propiciaron en su tiempo la libertad para expresarse en unos u otros aspectos, pues era éste un ciudadano libre con poder ante sus esclavos y por ende con el tiempo suficiente para encontrar en la ociosidad el camino hacia su inquisición, esa ociosidad que el defiende mejor que el trabajo en esa misma medida. He aquí una de las vendas de Aristóteles, que fija un mundo naturalmente perfecto siempre y cuando se observen las reglas de superioridad de unos hombres sobre otros, de modo que entre todos se conozca de antemano quién es o no superior a qué volumen de extraños o semejantes. Pero, ¿es posible afirmar que el conocimiento debe estar en manos de algunos y no de todos los hombres?. La concepción actual de nuestras sociedades frente a este postulado es diferente, pero, ¿es mejor?.
Es de reflexionar acerca de que así como en la naturaleza hallamos una clasificación darviniana de inferiores y superiores, entre hombres pueden igualmente hallarse análogas funciones en cuanto a la capacidad individual de razón; no obstante, hoy no forma parte de nuestro ideal de prodigalidad y escrupulosidad el seleccionar una Aristocracia como fundamento de la evolución, ni mucho menos aceptar directamente la actual entrega del poder de las masas constituyentes de la soberanía a las manos de unos pocos a quienes la propiedad ha convertido en notables individuos, puesto que se incurrirá en el craso error de abrir las puertas al monstruoso riesgo de la revolución que trae consigo la miseria, una miseria a la que estarán condenados quienes se encontraran bajo esta forma de subyugación (que ya en varias páginas de nuestra efemérides ha tomado forma colosal) y que no contribuiría sino a recomenzar el círculo de la decadencia, pues es bien sabido que no son más los más fuertes ni los mejor dotados de las habilidades políticas; así como conocemos que han sido siempre muchos, el vulgo, quienes han estado relegados al segundo plano de la inactividad como partícipes de la configuración del Estado en menoscabo de su propia libertad y valor como hombres.
Pero cierto es también que la soberanía reside en las leyes de la razón, y es entonces cuando el término de justicia puede verse lacerado arrastrando consigo al progreso de naciones y culturas, y todo por el hecho de malgastar la fuerza intelectual con la que cuentan los pueblos (que de pocos ha sido casi siempre) en la distribución igualitaria del poder de decisión; al fin y al cabo la realeza como soberana se destruye muy raramente por causas externas, y por esto es un régimen duradero, su destrucción procede de sí misma en la mayoría de los casos: cuando viene la discordia de entre quienes participan de la realeza, o cuando los reyes pretenden gobernar a la manera de los tiranos, es decir cuando el vicio del poder les lleva a aspirar a la extensión de su autoridad a otras esferas de la ley. El gobierno real es el que se ejerce con el consentimiento de los súbditos y con soberanía en asuntos de gran importancia, aunque para Aristóteles, en este caso especial, esto no pueda ser, ya que los ciudadanos son naturalmente todos iguales, por lo que todos deben tener igualmente el poder; según esta idea, el régimen que más se acomoda, es aquel en el que los gobernantes se retiran del poder en el que han sido desiguales, por turnos, así que regresamos a una importante idea del maestro griego que expone a la Política como la justicia y la utilidad general en su fondo; todo lo anterior en sí, una suma de riesgos para la conformación de un Estado perfecto, una limitación connatural de la Democracia actual.
La sabia entre las decisiones, desde los ojos del tirano, sería dar a los espectadores vulgares, los certámenes y espectáculos para su recreo, sea que los hombres libres perciban también lo que es acomodado a su naturaleza. ¿No es lo que el poder y la política en la historia parecen habernos demostrado hacer? E Igualmente, Si dentro de la ciudad hay algún ciudadano, o muchos, que tengan tal superioridad de méritos que los demás ciudadanos no puedan competir con el suyo, siendo la influencia política de estos individuos, incomparablemente más fuerte, no pueden ser confundidos en la masa de la ciudad, porque reducirlos a iguales sería cometerles una injuria, ya que podría decirse que son dioses ente los hombres.
¿Hemos de considerar, entonces, verdadera la concepción de que la justificación de la Aristocracia reside en la incapacidad de muchos frente a la superioridad de otros que pueden comprender el poder? Hacerlo significaría desvirtuar a la Democracia como la forma idónea del poder en una sociedad evolucionada, arremeter nuevamente contra siglos de cambio y aparente mejora; el mismo Aristóteles ha expuesto que el gobierno ha llegado a ser muchas veces un hecho de violencia sin ningún interés general, así que en procura de la defensa de dicho interés la Democracia se perfila como la más racional de las soluciones, independientemente de que su ejercicio en un pueblo no preparado para el poder, le conduzca a su final escabechina.
Nuestra visión actual de dicho Estado está agotada por la persistente corrosión de la vileza individual, a causa de la desviación de las formas puras de Constitución, con lo que se diría que en todo régimen, la primera desviación de la forma original de organización será la peor. Por ejemplo: en la monarquía, la desviación que más se aleja al gobierno constitucional es la tiranía, en segundo lugar viene la oligarquía que es la que se aleja de la forma aristocrática y por último, como la desviación más moderada, se encuentra la democracia. Aunque todas estas formas son erradas, ya que no hay una mejor, sino una menos mala, pues expone Aristóteles que cuando no se permite a todos el acceso a las magistraturas, se forman los sistemas oligárquicos, lo que hace imposible tener tiempo libre para la función política, al fin y al cabo, y si es que no hay otras fuentes de selección, esto es una forma de democracia. Otra es la que se funda en las diferencias de nacimiento, en la cual todos pueden participar del gobierno; la tercer forma es aquella en la cual todos los hombres tienen acceso a la participación política; la cuarta y última forma de democracia es la que se forma por la abundancia de población como causa del crecimiento de las ciudades, en la cual todos participan del gobierno. La justa proporción consiste en tener el mayor número posible de ciudadanos capaces de satisfacer las necesidades de su existencia, pero no tan numerosos que dificulten su inspección o vigilancia.
Es quizá esta última la forma más ampliamente difundida en la actualidad, igualmente podría considerarse la más difícil de soslayar dada la increíble y desproporcionada explosión demográfica por la que el conglomerado humano ha atravesado en los últimos siglos. El requerimiento fundamental de reconocer el pensamiento histórico y proyectarle hacia el problema en actualidad se torna otra vez evidente, es ahí en donde la Educación toma partida. Una educación que canalice hacia la virtud toda esa inmensa energía creadora del hombre, a fin de encontrar en su amplia inteligencia la forma excelsa política que conforma su esencia y le permita tomar el destino propio para guiarle a favor de la comunidad a la que pertenece, de su ciudad, y finalmente, al perfeccionamiento del Estado.
Cuando Aristóteles fundamenta a la Educación como la fuente de la estructura política, puntualiza que sus falencias (y especialmente las que acaecen a la formación del joven) están en terrible detrimento de la misma, pues está visto que el ciudadano no se pertenece a sí mismo sino a su sociedad. Partiendo de este punto debemos asumir entonces la capacidad ecuménica de todos los individuos de nuestra especie para acceder al conocimiento a través de la educación, una tesis que se ha desarrollado al unísono con las nuevas culturas y políticas globales.
El romanticismo con el que el estado se observa a través del ojo de un plan de educación llevó a Aristóteles a postular que dicha tarea se concentra en determinadas áreas del conocimiento y la aptitud física, muy griego de su parte, pero al mismo tiempo, muy pobre en su trasfondo; pues él mismo acepta la existencia de grandes obstáculos para desarrollar una verdadera educación en un joven como ser político, ya que es ésta más una actitud individual que una teoría o función social, lo cual la deshabilita de poderse enseñar, sino que más bien crea la posibilidad de fomentar y cultivar en aquellos quienes han desarrollado ya desde el propio nacimiento un verdadero carácter político. Así de alguna manera se justifica el reinado, pues deja de ser condenado exclusivamente en presencia del genio en las artes políticas.
A su vez, la vida comprende trabajo y reposo, guerra y paz. Los actos humanos hacen relación sea a lo necesario, sea a lo bello, no buscándose lo necesario y útil sino en vista de lo bello; por esto, el hombre de Estado debe ajustar las leyes en orden a las partes del alma y a los actos, teniendo en cuenta el fin más elevado al cual ambas pueden aspirar.
De estas ideas es posible deducir que es afanosa la labor del legislador, cuya función no debe sino más que despertar en el corazón de los hombres buenos sentimientos y el Estado, para gozar de paz, así que debe ser prudente, valeroso y firme; sus ciudadanos deben tener valor y paciencia en el trabajo, filosofía en el descanso y prudencia y templanza en ambas situaciones; no es sino quien, dentro de la suprema concepción de justicia guarda para sí la búsqueda constante de la felicidad en la esencia de su virtud, concentrado en el fin del servicio a su estado y a la creación de la constitución como tal, como gobierno y ley. Pero si vemos bien a nuestro alrededor, encontraremos que el hecho mismo del estado y la sociedad forman también parte del castigo humano de encontrar a cada paso de su existencia una dificultad en tanto más semejantes conoce y en tanto más les conoce a fondo; un estado entonces nacería de la plena conciencia de la pluralidad subjetiva, del respeto por la libertad del semejante y de la valoración de sus virtudes, el instinto racional, un estado fundado en la diversidad de la forma y el fondo. Debemos considerar entonces buena constitución no necesariamente a la mejor, sino a la que más fácilmente se implantaría en dicha sociedad.
Todo apunta a la finalidad de la creación antropomorfa, desconocer los errores del pasado es sencillamente entregarse a la inmolación, pasar por alto la antología del pensamiento antiguo es transigir con la mutilación de nuestra única arma como seres supremos, sería la renuncia a la búsqueda del hombre de la Polis, del hombre político formador del Estado, y de ese Estado cuyo fin primario, en Aristóteles, es el de producir el tipo moral más alto posible de ser humano. Continua búsqueda del intelecto, un don en virtud del cual estamos obligados a actuar en el largo camino hacia la evolución real y nos muestra finalmente como ese eslabón que somos, trágica combinación de creatividad infinita y salvaje sustancia.
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Autor:
Raul Reina