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Lecciones de compasión

Enviado por Ricardo Peter


    Lecciones de compasión – Monografias.com

    Lecciones de compasión

    "Una de las tendencias más destructivas

    de la condición humana es que,

    tan pronto como uno identifica una

    imperfección siente la necesidad

    de corregirla"

    (Gerald May).

    ¿Cuándo estamos más propensos a tratarnos mal a nosotros mismos? ¿Cuándo tendemos a abusar de nosotros? ¿En qué ocasiones nos volvemos nuestro peor enemigo? ¿Qué provoca que seamos tan duros con nosotros y que no toleremos las fallas de los demás? ¿Qué nos dificulta ser cariñosos con nosotros mismos? ¿Cuál es, en definitiva, la causa del rechazo?

    El sentimiento de dureza hacia nosotros mismos, la tendencia a autocastigarnos, y cualquier otra forma y grado de autodestructividad y de intolerancia hacia los demás, tiene que ver con la más dañina de las demandas, la de ser perfectos, demanda que se reduce a no fallar y, en el fondo, a no ser como realmente somos, seres limitados e inevitablemente defectuosos.

    La perfección esconde una severidad encarnizada. Cuanto más tenemos que ver con la perfección más tendemos a aniquilarnos de alguna manera. La autocrítica y el rechazo se alejan en la medida en que nos liberamos de la perfección y decidimos aceptar lo que somos.

    Pero, ante la fuerte tendencia a herirnos que manifestamos, cabe preguntarse, ¿quién justifica la demanda de la perfección? ¿De dónde surge el mandato de ser perfectos? ¿Quién es el portavoz de este ideal que es causa de un auténtico malestar a lo largo de nuestra breve existencia?

    Por lo común, este mensaje lo absorbemos inconscientemente desde niños en la familia. Con el argumento y la buena intención de ayudarnos a mejorar nuestras actividades y nuestro modo de ser, la familia ofrece los primeros patrones perfeccionistas. Posteriormente, la empresa de ser perfectos prosigue en la escuela, que quiere hacer de nosotros alumnos excelentes e insuperables, y, por último, se refuerza, una vez adultos, en la cultura y en la sociedad, la cual nos motiva incesantemente a continuar entrenándonos a ser irreprochables. ¿Qué sucede concretamente?

    Los patrones perfeccionistas adquiridos gradualmente a lo largo de nuestra educación nos forman al excesivo recurso al análisis y a la crítica y dirigen nuestros pensamientos al enfoque impugnativo de nosotros, de los demás y de la vida en general.

    Los patrones perfeccionistas son los responsables de los sentimientos de rechazo que manejamos y albergamos constantemente. El perfeccionismo, la enfermedad de no querer ser nosotros mismos, acaba por darnos el empujón para el autorechazo.

    Sin embargo, la cultura perfeccionista y la sociedad que refleja dicha cultura no es la única responsable de que nos amemos tan poco y tan mal. En realidad, ese patrón se alimenta no sólo con las instrucciones perfeccionistas que nos vienen de "afuera", sino con las que recibimos desde "adentro", o sea, con el excesivo recurso a la razón que marca tajantemente la civilización occidental.

    A partir de las grandes síntesis filosóficas de Platón y Aristóteles, el pensamiento occidental quedó señalado por un obsesivo y exagerado uso de la inteligencia racional a expensas de la inteligencia emocional o intuitiva. Lo curioso es que mientras inicialmente el "amor por la sabiduría", la filosofía, abarcaba ambas funciones del sistema mental, es decir, conjugaba la habilidad de razonar, con la habilidad de intuir, la episteme, y el nous, como decían los griegos, el desarrollo posterior de la filosofía terminó, en cambio, abogando por la razón pura, a desventaja de la intuición. De aquí que quienes pertenecemos en alma y cuerpo al Occidente conducimos nuestra existencia exclusivamente desde una sola cabina de comando, la racional, sin llegar a echar mano debidamente de la otra cabina, la emocional-intuitiva.

    De hecho, gran parte de nuestra vida diaria la invertimos en actividades que están bajo la influencia directa del entendimiento racional. Casi siempre estamos percibiendo lo que nos ocurre en términos estrictamente racionales. Optamos por colocarnos ante la vida en general desde el lado de lo racional. En la gran mayoría de la gente occidental prevalece el análisis, la definición, el juicio, la crítica, que es casi siempre negativa y destructiva, y una tendencia a encasillar la realidad y nuestra propia vivencia en categorías lógicas, que deforman y eliminan la contradicción y lo absurdo.

    Como consecuencia del obsesivo uso de la razón, nuestro tipo de pensamiento es fuente de ataques, de debates, de controversias, de enfrentamientos, de actitudes de oposición, de refutación, de resistencia y de sentimientos de ira y conductas antagónicas. Estamos siempre en contra de algo, a la defensiva de lo que sea, ejercitando el juicio en todo momento.

    Se nos ha hecho creer que esta es la única manera inteligente de vivir y debemos estar orgullosos de ello. En realidad se trata de una enseñanza muy importante, pero insuficiente y que casi siempre termina por conducirnos a una visión agresiva de la realidad.

    En efecto, ver las cosas desde la exclusiva ventana de la razón nos lleva a enfoques unilaterales, además de inflexibles, dogmáticos, mordaces, perjudiciales y altamente competitivos. De tanto ver la vida desde la razón no soportamos no tener la razón. Quedamos atrapados por la sin razón de querer tener siempre la razón, que es la esencia de la manera de pensar occidental.

    De hecho, en la vida diaria nos pasamos atropellando, deslegitimando y criticando las opiniones de los demás o señalando que lo que dicen es estúpido, no es lógico, está equivocado o que sencillamente es mentira, cuando lo que en realidad sucede es que cada uno tiene su manera propia de percibir y de pensar. Georges Clemenceau expresa este juego racional de manera irónica cuando dice que "un traidor es un hombre que dejó su partido para inscribirse en otro. Un convertido es un traidor que abandonó su partido para inscribirse en el nuestro". La razón nos hace creer que nosotros estamos en lo cierto, lo cual, evidentemente, tampoco es cierto, pero ciertamente nos vuelve desafiantes, polémicos y arrogantes.

    Hemos colocado el pensamiento racional, como si fuera una religión, en la cúspide de la existencia. Pensamos en términos de inclusión y de exclusión. Incluso hemos creado la verdad. Nuestras certezas religiosas, políticas, científicas y filosóficas han provocado, a lo largo de la historia, persecuciones que hemos visto como "buenas" o queridas por Dios por el hecho de responder a nuestra verdad. Nos hemos vuelto incapaces de percibir otras formas de razones, la razones del corazón, por ejemplo, como mencionaba Pascal.

    Filtramos la complejidad del mundo a través de uno de los "procesadores", el racional, con la consecuencia de ahuyentar de nuestro entendimiento todo lo que nos parece paradójico y complejo o totalmente inmanejable por las ecuaciones y clasificaciones de la razón. El abuso de la razón nos ha llevado a establecer paradigmas que sacrifican la complejidad del mundo con el fin de confirmar nuestras presunciones teóricas. En vez de relativizar y buscar, optamos por verificar y comprobar nuestros pretendidos "deberías".

    Podemos suponer que en el ser humano razonar es una tendencia natural sana, como lo es también intuir, pero hasta la fecha nos hemos dejado dominar por la tendencia a razonar con la reducción o supresión de la tendencia a intuir. Ambas formas de conocimiento son importantes y deben ocupar su lugar en la economía humana. Cada forma de conocimiento es adecuado para cierta realidad e inadecuado para otra realidad. El tipo de pensamiento racional llevado fuera de sus límites, nos ha llevado a su vez, fuera de todo tipo de límites, como lo evidencian los daños al ambiente provocados por una idea de progreso ilimitado que hemos manejado incautamente.

    Debido al excesivo desarrollo, hegemonía y papel atribuido a la razón, la duda, la incertidumbre, el desorden, la contradicción y el riesgo, se vuelven enemigos que hay que combatir. Asimismo, el cambio es un asunto que hay que evitar por completo. En resumidas cuentas, nos volcamos a la tarea de estructurar la contingencia de la vida y a simplificar lo impredecible. Vivimos entonces dentro de una forma de monopolio racional que, por exagerado, nos lleva a mantener ordenada (sofocada) la vida y todo lo que en ellas nos afecta.

    Pero esta forma de conocimiento lineal y unilateral nos llena de definiciones completamente lógicas, pero inadecuadas para contemplar la inmensa amplitud de la vida. Lo que ganamos en términos de esquemas, lo perdemos en términos de creatividad y de espontaneidad. De hecho, pudiéramos preguntarnos con T. E. Eliot: "¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento?"

    Se nos ha persuadido que la razón es suficiente para vivir, que utilizar siempre la razón es lo ideal, que precisamente los peligros vienen por la falta de uso de la razón y que el pensamiento racional es el más alto recurso de la mente. Pero, como señala Edward de Bono, "el pensamiento crítico es una parte útil del pensamiento, al igual que la rueda delantera izquierda es una parte útil del coche. Pero tenemos que romper el tremendo dominio que el "juicio" ha adquirido sobre la cultura pensante occidental". Igual podemos decir con respecto a nuestras manos: en el occidente la gran mayoría de personas son educadas al uso exclusivo de la derecha y al uso restricto de la izquierda, cuando, en realidad, se trata de servirnos de ambas "manos".

    Sin embargo, esta arrogancia del mundo occidental es responsable de que identifiquemos la falla y el error con lo negativo y que, a continuación, lo negativo haya que combatirlo y excluirlo. Rechazando la falla y el error, obtendremos la perfección. Damos por hecho que el error es solamente error. Y que todo lo bueno y positivo, según este punto de vista racional, debe estar completamente libre de fallas y de errores. Aplicando este criterio a nuestra experiencia personal, a las relaciones interpersonales, a la manera de concebir los valores y a la realidad en general, se acuña el atractivo ideal de la perfección.

    Como consecuencia, el ansia perfección se ha extendido como una plaga por todo el occidente y es difícil extirparla. Cualquier esfuerzo debe estar dirigido a rechazar el error y a conseguir la infalibilidad. Pero, ¿es cierto que el pensamiento racional es nuestra salvación? ¿No hay otra estrategia de ver y de conocer las cosas que nos permita manejar otra actitud ante el error, la falla o el fracaso?

    Nos serviremos de la parábola del Hijo pródigo para demostrar que hay una forma más saludable de percibir la falla y el error existenciales y veremos que la dureza contra uno mismo tienen que ver con el ideal de la perfección, así como el ideal de la perfección tiene que ver, en última instancia, con una práctica específica y exclusivamente racional.

    El error o el fracaso implican cambios, experiencia, crecimiento y son el equivalente de una especie de inversión en conocimiento profundo de la vida. El verdadero desarrollo, en otras palabras, toma en cuenta el error y la falla. El error y el fracaso coronan nuestro proceso de maduración.

    Además, el error tiene su "mérito": nos ayuda a conocernos. Entre otras cosas ya señaladas, el error puede hacer que quienes sobreviven al fracaso, a la falla o al error, se vuelvan más inteligentes con respecto a su propia vida, y alcancen un nuevo conocimiento con relación a la existencia humana. En pocas palabras, que asuman un comportamiento más sensato, más útil y tal vez hasta más práctico para vivir en adelante.

    En efecto, no cometer errores no nos hace necesariamente mejores ni nos acerca automáticamente a la verdad de nuestra existencia limitada. Precisamente errar no es una forma de fracasar, sino de explorar la vida. Y es probable que el error estimule a la sabiduría de la vida.

    Queremos demostrar entonces que el pensamiento racional y su producto más original, la perfección, es totalmente insuficiente para vivir bien y para reconciliarnos con nosotros mismos. En el peor de los casos, el error nos da una información para la cual no estábamos preparados y vuelve más flexible nuestro repertorio estático de significados de la vida.

    También queremos dejar claro que no estamos en controversia contra la razón, sino que somos contrarios al "iluminismo" diario, o sea, al uso exagerado que hacemos de la razón. Por aquí va entonces la verdadera discusión a propósito de la racionalidad del occidente.

    Lo que relata la parábola del Hijo pródigo no es un hecho atípico, un suceso meramente literario. Ha pasado y sigue pasando en muchas familias: un hijo pide los bienes que le corresponden y se marcha de la casa. Lo que pasa en realidad, es que necesita vivir su vida a su manera, sin ninguna clase de restricciones ni de responsabilidades. Así sucedió con el hijo pródigo de la parábola.

    Al principio todo era color de rosa. Parecía que su riqueza nunca se iba a agotar. Pero después de tanto gastar y gastar, el hijo menor se encontró en la calle y sólo entonces, cuando se dio cuenta que la vida no era una broma e incapaz de mantenerse por sí solo, suspiró por lo bien que se vivía en su casa. Empujado por la necesidad física y por la desesperación de su propia suerte reaccionó y se puso en camino de vuelta a casa.

    A este sujeto se le conoce como el hijo prodigo y lo fue por lo que respecta al desperdicio que hizo del dinero. Pero, no es el único pródigo de la parábola. En efecto, ¿quién lo espera en casa? En casa no le espera un hombre cerrado a su fracaso, a la herida que lleva, alguien dispuesto a condenar y a reprimir, sino que le sale al encuentro su padre, un tipo de hombre que posee un singular enfoque de la falla y del error. Conocemos la historia. Se trata de otro ser pródigo porque se muestra muy dadivoso. Pero hay alguien más en casa que cuenta y tiene su peso y que también puede ser considerado pródigo, aunque en otra acepción del término. El hijo primogénito, el hermano mayor, es otro ser que puede calificarse como pródigo porque se encarga de producir bienes. Tiene a su cargo la hacienda y la riqueza del padre. Pródigo entonces por lo que se refiere al trabajo.

    El hijo menor regresa hundido en la pena. Planea contra sí mismo. La "cuenta" o el balance que ha hecho de su vida es desastroso. Se rechaza a tal punto que no quiere ser reconocido como hijo. Es duro consigo mismo y no le importa albergar ese sentimiento de maltrato. Se autocastiga. Resalta su culpa. Tal vez piensa que culparse es una forma de adquirir méritos, de ser virtuoso a los ojos de sí mismo, de su padre, de Dios o de la sociedad. Hay un falso idealismo, el ideal de la perfección, en la manera de tratar su propio asunto. No es consciente de sus límites como tampoco lo fue al irse de casa.

    El padre zanja el incidente. No quiere saber de culpas. No es agresivo. Y en vez de establecer nuevas reglas para la convivencia con el hijo rebelde, hace una fiesta, sin hacer gala de su bondad.

    Pero, sale a relucir el hombre de la observancia de las reglas por encima de todo. El hijo mayor se identifica con la perfección, en efecto, se autodenomina como el que nunca ha fallado. Exige dureza, quiere que su padre sea fiel a las reglas, que es lo que cuenta y para ello se debe condenar al hermano que ha vuelto. Se trata de un hombre exigente, firme, riguroso e implacable ante la culpa. Quiere impedir que se de el perdón. Practica el deporte de la comparación. Posiblemente también es represivo consigo mismo. Si sabe tratar duro, eso lo ha aprendido en la escuela del trato consigo mismo. Quiere que las cosas se acomoden a su ideal perfeccionista. La razón es su gran instrumento de lectura y de entendimiento de lo que ha sucedido.

    El primogénito se yergue con la voz de la cordura. Y es cierto, es la voz de la cordura racional, la que aniquila la voz de la cordura del corazón. Su tipo de cordura lo lleva a demandar la corrección.

    Si el padre hubiera muerto poco antes de la llegada del hijo menor, éste hubiera topado con un ser duro y agresivo: su propio hermano. Imaginemos el hígado que tenía este pobre diablo, un ser insoportable. Es cruel. Pero, ¿dónde está su falla? ¿Qué es lo que no funciona? Es un ser exclusivamente racional, ya sea tratando los recursos materiales que posee su familia, que los sucesos existenciales acaecidos a su hermano.

    El padre es bondadoso porque "piensa" desde el corazón frente a la desgracia del hijo, esto es, desde lo que probaba su corazón, no desde lo que la razón podía dictarle a este propósito. Se trata, seguramente, de un hombre consciente de sus límites. De aquí que use la medicina de la compasión. Entiende que la verdadera medicina no es la dureza, sino la aceptación de quien ha fallado.

    El padre es suave porque es capaz de reconocerse como un ser limitado. ¿Cómo puede usar otra medida si él mismo es también un ser limitado? Seguramente ha escuchado la invitación a "amar al prójimo como a sí mismo". No tiene otra medida del amor a sí mismo que la del amor al otro. Pero el amor no lo aliena. Lo que verdaderamente aliena es la falta de amor a si mismo. Y quien falta de amor a si mismo no es capaz de amar a los demás. Quien no dispone de compasión para sí mismo, no la encuentra para los otros. No hay dos compasiones. La compasión es una sola e indivisible, porque el amor no hace cuentas, entre uno mismo y el otro. No calcula, que es el significado etimológico del término razón, ratio. No discrimina entre lo tuyo y lo mío.

    No es pues el amor del hombre hacía sí mismo lo que lo vuelve egoísta, sino la falta de amor a sí mismo lo que lo vuelve a uno duro contra sí mismo y contra los otros, en otras palabras, egoísta. El trato con los demás es un test del trato con uno mismo. De aquí pues, que a diferencia del hijo mayor, el padre no pretende "arreglar" al hijo descarriado. No quiere manipularlo ni controlarlo. No busca mejorarlo o repararlo. Respeta su propio proceso de crecimiento. No está empeñado en hacerlo mejor. No está poseído por el afán de controlarlo.

    La enfermedad del hermano mayor es el deseo de corrección. La creencia que refleja el hermano mayor constituye la creencia básica de la cultura occidental: para que los seres funcionen perfectamente deben ser reparados. Ve a su hermano como una cosa. Así ven quienes están intoxicados con el ideal de la perfección.

    El padre, en cambio, es la figura de quien ha renunciado a controlarlo todo. Para este hombre el poder se traduce en la capacidad de compadecerse, lo cual lo vuelve tremendamente incapaz de controlar el fracaso de su hijo. Más sencillamente, el "poder" del padre consiste en dejar que su hijo sea lo que realmente es: un ser limitado que carga con todo el temor a sus propios límites. No es el hombre de la definición, sino de la acción: corre al encuentro, se lanza al cuello, lo abraza, lo cubre de besos, ordena que lo vistan y lo festeja.

    Sin embargo, la conducta del padre no es la de quien no quiere problemas, la del abandono de los demás a su suerte. De hecho, al compadecerse de su hijo, el padre ha hecho mucho. Ha creado la posibilidad para que el hijo menor pueda mejorar. Le ha enseñado algo extraordinario: la aceptación. Le ha enseñado a verse y ha aceptarse como un ser débil, a asumir sus propios errores. Pero para que esto suceda, el hijo y quien quiera que cometa una falla, debe verse y tratarse desde otro lugar, debe hacerse un espacio desde el corazón, desde donde no necesita huir de lo que es, ni rechazar lo que es. Tratarnos sin brutalidad, sino compasivamente, portarnos bien con nosotros mismos es captarnos desde la intuición, la cual nos hace percibir la bondad de nuestro ser indigentes.

    ¿Qué lecciones de compasión nos propone la parábola del Hijo pródigo? ¿Qué nos enseña sobre el padre, el hermano mayor y el hijo pródigo? La parábola del Hijo pródigo ofrece algunas lecciones fundamentales para la vida.

    La primera lección tiene que ver con la aceptación del ser tal cual es. La parábola del hijo pródigo está libre de intenciones y proyectos de hacer arreglos o ajustes del ser del otro. No hay ninguna pretensión de cambiar, ni a corto ni a largo plazo, el "contenido" del otro, de repararlo para que en adelante funcione mejor, sin fallas. Tal pretensión cosifica, objetiva, elimina la tremenda posibilidad de lo subjetivo. El padre permite al hijo ser tal cual es.

    El único patrón de conducta que traza la figura del padre es el de la aceptación. El padre se alegra de la existencia del hijo y eso lo expresa con acciones que comunican una sola cosa: yo te acepto, o sea, concretamente yo acepto también tu experiencia.

    La idea de realizar una reparación del ser, es propia del hijo menor y en alguna medida del primogénito. El padre no se comporta como un corrector. No manipula la situación. Su acción va encaminada a permitir que lo perdido se recupere, y lo muerto vuelva a revivir.

    Aceptar es la manera de realizar una reparación profunda y auténtica de nuestra existencia. Aceptándonos provocamos nuestro propio renacimiento. En cambio, todo lo que se hace para ser perfectos, hace que nuestra pérdida o desorientación de nosotros mismos sea más real.

    El perdón es la segunda lección. El perdón resulta difícil porque no está precedido por la aceptación ni deriva de la aceptación. Decimos "lo acepto", pero radicamos la aceptación en el espacio racional que generalmente no "funciona", y no en el espacio justo: el de la intuición. Desde un punto de vista racional podemos aceptar pero esa aceptación está sujeta a "recaídas", esto es, a reevaluaciones y a repensamientos que vuelven a reactivar el enojo y la ira.

    Desde la razón damos pasos hacia el perdón, pero no llegamos a perdonar plenamente. El perdón desde la razón no deshace el nudo de rabia. Desde la razón quedamos adictos a una recaída en el juicio, porque su manera de intervenir es siempre analítica y crítica y como tal se le hace difícil aceptar la complejidad de sentimientos y reacciones que suscita la ofensa, el agravio. Es como si la razón se obligara a intentar aceptar y nada más disparatado que esta obligación porque la aceptación no presupone ningún tipo de fuerza o presión, generadora de nuevas tensiones.

    La intuición, en cambio, que es, como dijimos, un "pensar con el corazón", es un espacio generador de bondad, no de análisis. Su función no está dirigida a explicarse lo hechos, sino a comprenderlos. La razón nos propone volver a observar lo que ha pasado, a repasar lo que ha sucedido y básicamente, cultiva la potencia del deseo de poder cobrar cuentas: lo que debería hacerse para hacer pagar al otro su deuda. A la intuición no le interesa definir lo que ha sucedido.

    La intuición está a contacto con nuestra impotencia. Y desde la impotencia el castigo se vuelve innecesario. La impotencia que contacta la intuición se vuelve renuncia a la seguridad y por tanto, a la potencia de dañar y cobrar la herida.

    La tercera lección que podemos extraer de la parábola tiene que ver con la culpa. Dar vueltas entorno a la propia culpa es la verdadera culpa porque nos lleva a nutrir el rechazo contra nosotros mismos. El peligro del fallo es culparnos, no el fallo en sí mismo.

    La culpa está llena de lógica. Es un truco de la razón. Nos tiramos encima odio y autodesprecio creyendo que de esta manera favorecemos nuestro progreso en la responsabilidad o una especie de crecimiento espiritual. La culpa, sin embargo es solo una forma refinada de rechazo. Rehusamos de nosotros mismos para llegar a ser de otro modo. Pero esta pretensión de llegar a ser de otro modo no favorece nuestro crecimiento.

    Como vemos, la parábola toca aspectos esenciales de la existencia humana. Surge en defensa de la fragilidad de la existencia.

    La bondad consciente es un acto de voluntad, pero no podemos esperar que este acto de voluntad, como suponen los escolásticos, brote de la razón.

    Para conservarse humano y escapar al peligro de la propia deshumanización, la parábola del Hijo pródigo propone que el hombre se exija a sí mismo el perdón. Al hermano mayor, que no fue capaz de poner la razón a un lado, le propone un cambio de su credo: fallar no es la peor falla. La falta de compasión ante quien ha fallado esa es la verdadera falla.

    Es importante, pues, distinguir entre los resultados del autorechazo y de la crítica implacable de parte de quienes hacen uso de la razón y el resultado de quien se deja guiar por la intuición tal como la hemos descrito. Así, pues, la posibilidad de la comprensión, del perdón y de la aceptación la brinda la intuición. Con la presencia del padre, ambos han salido ganando. Si el padre no hubiera mediado, ambos hijos hubieran quedado envueltos en una atmósfera de desvalorización.

    Criticar el error y atacar al hijo pródigo, como procedió el hermano mayor, sencillamente no comporta un acto creativo. La única estrategia creativa es la de recuperar lo perdido, la de volver a la vida lo que estaba muerto.

    La parábola, en fin, propone el rescate, la revalorización, la comprensión y el acto de aceptación. La intuición puede crear el "ambiente" para que esto suceda. Pero para ser suaves y cariñosos con nosotros mismos, para ejercer la compasión, para que, en otras palabras, la intuición pueda dar sus frutos, se requiere que nos dejemos ser, es decir, que renunciemos a las pretensiones racionales de ser perfectos.

     

     

    Autor:

    Ricardo Peter