Me urge salir y ver, ver que hay allí, si es que hay algo. Lo que primero aparece desde el jardín, es la iglesia. Es de los curas seglares, según me informan. Con un gran atrio, una torre con techo de cerámicas, y cuatro árboles plantados en el medio del patio. Hay un mendigo, siempre el único y el mismo, a todas horas, sentado o esperando a la salida de misa con un traje gris y un sombrero de paja. En cada cara busco a Preciado, o a Eduviges, o al padre Rentería. Tomo por la calle Camacho hacia el norte. Allí se ve otra iglesia, a la que me dirijo. Está a unas seis cuadras del "centro", es enorme, blanca, con dos torres, y un patio amurallado inmenso, donde caben árboles, maceteros, bancos de plaza, y hasta las ruinas de la antigua iglesia. Es el templo de los padres Franciscanos. Veo a dos de ellos conversando, vistiendo el hábito de la orden, casi como figuras de novela.
La antigua iglesia que ocupa aún parte del predio se derrumbó por falta de sostén de la estructura. La ruina se continuó cuando más tarde, la orden fue echada del pueblo a raíz de una de las tantas guerras y conflictos entre la Iglesia y el estado. Al regresar los frailes, en lugar de restaurar el viejo templo, construyeron otro. Cuentan con la fidelidad y la preferencia de los fieles, y se instalaron acá, a orillas del pueblo, para evitar conflictos con los curas seculares que dominan ahora el centro del pueblo, pero no el de la fe de la gente.
Desde el atrio se alcanza a ver una cruz en lo alto de unas de las lomas, que se hacen más tarde colinas, y que limitan el terreno del pueblo por el norte. Subo. Es una loma de unos cien metros de altura, seguramente usada para hacer peregrinaciones en fiestas religiosas. En la cima hay una gran cruz de latón blanco, y una más chica de piedra con unos trapos colgando del travesaño. Desde el lugar se domina el pueblo, el de la laguna salada de Sayula, de donde toma su nombre, ya casi desaparecida; el de los campos de labranza con verde de alfalfa. Y a lo lejos, "en la más lejana lejanía" se ven las colinas que anuncian el Llano Grande. Abajo de esta colina, justamente en el límite del poblado, está el cementerio. Lo enmarca una pared amarilla, donde el cartel "Panteón Municipal" anuncia el interior. Las callecitas de tierra del panteón están bordeadas de árboles, de nichos y de tumbas. Algunas nuevas, las más simplemente viejas y adornadas con esculturas, cada una de las cuales tendrá su historia. Tanta, que de los pueblos vecinos o desde México D.F., se quieren llevar las tallas de piedra para adornar construcciones nuevas. El pueblo, hasta ahora con éxito, se opone. Voy hacia los límites del cementerio. Entre los pastos altos del final aún hay tumbas esparcidas y, pasando la pared lateral, unas vacas pastan ajenas al resto del universo. Salgo y las calles aledañas están ya vacías, cae el sol en las piedras redondas, la hiedra (será "la capitana"?) invade el terreno, hace calor. Me parece que de un momento a otro, alguien, una persona que pase, pronunciará mi nombre, me dirá "Llegaste." Y yo simplemente, aceptaré.
Apenas salido del cementerio, llegando de nuevo a la plaza del templo franciscano, me siento a estirar las piernas un rato, y de la calle empieza a salir una multitud. En la calma de la tarde del viernes, esa gente estaba yendo a enterrar a un pariente. De un camioncito bajan unos músicos que pienso son parte del cortejo pero no, se ponen a soplar en los vientos una música alegre y animada. Es la banda del pueblo que está practicando para las próximas festividades de la Virgen de Guadalupe. La misma banda, más tarde, se va la plaza principal y, acompañados por el cohetero, practican el homenaje por venir. Son seis muchachos, algunos muy jóvenes, un par de señores mayores; tocan trompetas, trombones, un tambor y un bombo. Meta mariachi nomás, sin importar que el entierro les cruce la música.
La noche llega al pueblo de a poco. Primero el sol incendia las nubes y, a lo lejos, en verdad parece que el Llano está en llamas. Después, la media luna, pobre luna de Rulfo, sale por unas horas. La estrella de la tarde también. Las lomas se van haciendo planas, como perdiendo relieve, hasta ser no más que una silueta que enmarca el lugar, un poco más azul que el cielo. Un rato más y sólo se ve la negrura, las estrellas, y unos focos en las calles que tratan de imponer una cordura en este estar en medio del Llano Grande, de dar una leve apariencia de algo civilizado. A medida que se llega a las calles del suburbio, la cordura se resquebraja, y el lugar se manifiesta como es, con misterio, con sombras, con el anuncio de una presencia del numen quizás ya visto por la tarde en la cruz de trapos colgando, presencia que espanta. Regreso al centro, las luces de ciudad vuelven a tomar el control de la situación, las cosas abundan, un cine recuerda que acá también se puede estar en New York por unas horas.
San Gabriel, otra de las ciudades importantes en la obra de Rulfo, ahora se llama Venustiano Carranza. A algún burócrata se le ocurrió que algún lugar tenía que llamarse así, y le puso el santo a San Gabriel, aún cuando Carranza no era del pueblo, ni siquiera del Estado. Se encuentra ubicado a una hora y media de Sayula. Desde la ruta se divisa el poblado, unas casas blancas, unas iglesias y, alrededor, el verdor de los campos sembrados de alfalfa. Es el nuevo cultivo que ha sacado a este y otros pueblos del abandono y de la pobreza a que se veían casi irremediablemente condenados, la misma que muestra Rulfo en sus obras. No es ése el cultivo que crecía aquí cuando Rulfo vivía; entonces el maíz y el trigo eran los productos del pueblo. La alfalfa los ha sustutuído y cambiado en parte la cara de la región, lo que hace que muchas de las condiciones que uno espera ver, basado en la lectura de la obra rulfiana, tales como el abandono de los pueblos y la población compuesta de viejas y de niños, no se encuentren presentes aquí.
Baja el autobús hasta la plaza principal. Es la una de la tarde, el sol cae a plomo, no hay nadie en las calles. La plaza es pequeñita, con unos monumentos a los mismos héroes que están en los otros pueblos, unos árboles, y la iglesia a un lado. Esta es enorme a juzgar por el tamaño del pueblo. Pintada de rosa y de rojo, y tiene un doble campanario donde está la campana que sonaba constantemente el día que Susana San Juan murió:
Al alba, la gente fue despertada por el repique de las campanas. Era la mañana del 8 de diciembre. Una mañana gris. No fría; pero gris. El repique comenzó con la campana mayor. La siguieron las demás. Algunos creyeron que llamaban para la misa grande y empezaron a abrirse las puertas; las menos, sólo aquellas donde vivía gente desmañanada, que esperaba despierta a que el toque del alba les avisara que ya había terminado la noche. Pero el repique duró más de lo debido. Ya no sonaban sólo las campanas de la iglesia mayor, sino también las de la Sangre de Cristo, las de la Cruz Verde, y tal vez las del Santuario. Llegó el mediodía y no cesaba el repique. Llegó la noche. (109-110)
Pienso en cómo sería la fiesta que el pueblo convocó entonces, en dónde estarían los músicos, cómo sería la gente de Contla que comenzaba a llegar atraída por el ruido, el circo, las serenatas.
Al lado de la plaza está el atrio de la iglesia y una fila de negocios chicos a los costados. Entro a comer en uno, desde donde se ve la plaza, un perro, nadie. Las calles están dilapidadas, montones de piedras redondas, como aquéllas de Comala, se juntan en las veredas mientras los pozos arruinan la acera. Casas bajas se alinean hasta el final del pueblo donde, como en Sayula, hay un convento. Está en medio de una plaza de tierra, vacía, cubierta por toldos de plástico sostenidos por unos cuantos palos clavados en el piso, como si allí, alguna vez, hubiera habido una celebración de algo ya olvidado hace tiempo. Desde acá se ve una colina dominada por cactos y, coronándola, una capilla donde se va en procesión en las celebraciones religiosas. No hoy, sin embargo; hoy todo está desocupado.
Las vacas bloquean una calle y pastan tranquilamente. Me acerco al río, cruzo el puente, paso por la casa que bien podría ser la de doña Eduviges, donde Juan buscó alojamiento al llegar al poblado, veo la barranca del rió donde quizás se ocultó a pensar el padre Rentería antes de ir a hacer confesión en Contla, las casas vacías.
En la otra punta del poblado, es cierto, ya lo ha afirmado Rulfo en declaraciones a Luis Harss, están las casuarinas. El viento las mueve y el ruido no hace más que acentuar la soledad. Unas viejas pasan rezando en voz alta el rosario, por la calle, rumbo a la iglesia, haciendo un ruido parecido al aletear de murciélagos de "Luvina." De a poco, a medida que se acaba la siesta, la gente empieza a parecer. Así y todo, la soledad y el abandono se sienten a cada paso. Es el San Gabriel que Rulfo tomó como parte de su Comala y los indicios están por doquier para quien los quiera ver.
Desayunamos con el amigo Don Federico Munguía Cárdenas, que se ofreció, después de una conversación en su negocio de ferretería, a llevarme a conocer lo que él sabe de la zona rulfiana, que es mucho. Había conseguido su dirección en Guadalajara, a través de un funcionario municipal que alguna vez conoció a Juan Rulfo, y que me dijo que Don Federico era la persona indicada para informarme del itinerario del escritor mexicano en Jalisco. Lo pasé a ver una noche, a eso de las ocho. Dejó la atención del negocio a cargo de una muchacha, me hizo pasar a la trastienda, me habló de Rulfo y de la familia de éste, además de la historia de Jalisco, de Sayula, y de los libros que al respecto él, Don Federico, había escrito.
Partimos de mañana temprano a los pueblos rulfianos. Salimos de Sayula rumbo al Llano Grande. Para ello se sube desde el pueblo hacia la meseta y en un santiamén se está en terreno estéril, donde los cactos y el chaparral son lo único que se ve de aquí al horizonte. El camino está asfaltado y el cielo azul. Las montañas de Sayula dejan paso a la Sierra Madre, el cordón occidental que limita la costa del estado de Jalisco de la región del llano.
En el horizonte se ve el Cerro Grande donde Pedro Zamora y su banda se ocultaban en la época de la revolución, luego de saquear los pueblos de la comarca. En un rincón de las montañas se ve "la trabazón de los cerros", quizás aquélla a donde se dirigía Abundio, y a donde invitó a Preciado antes que éste bajara a Comala, para descansar. De a poco nos acercamos en el auto de Don Federico a la cuesta de la cadena montañosa, y me parece entonces estar con Abundio, mi guía, hombro con hombro, bajando. El camino empieza a descender, se hace de tierra, unos chicos hacen dedo, van a la planta envasadora de tomates que esta a unos kilómetros de la ruta. De allí en adelante, se acaba el mejorado, y la senda es pura mata y pozos.
Son dieciséis kilómetros a Tuxcacuesco, la Comala elemental. Si Comala es un lugar mental, su geografía está tomada de este pueblo, sumergido entre montañas, con calor, plagas, abandono de la gente sin iglesia por mucho tiempo, casi sin salvación entonces. Hay un río, y se siente que uno estuviera en la mera boca del infierno. Se baja, se va entre montañas, y se siente a flor de piel el calor que aumenta con los metros. Ahí abajo, después de una curva, en el pozo que le dejan las montañas, está Tuxcacuesco. Rodeado de verde, como en la visión edénica de la madre de Preciado, ya que el pueblo está en una cuenca muy rica que colecta el agua de las montañas que lo rodean.
El clima es definitivamente caluroso. Son las once de la mañana de un día de invierno, y el sol pega implacable en las calles de tierra y sobre las casas. Llegados al centro, se ve una gran iglesia donde se está celebrando la misa. Es verdad, como se relata en "El día del derrumbe", que en el pueblo no hubo iglesia por un tiempo, ya que la existente se derrumbo al no aguantar las paredes el peso del techo. Quedaron ahí solas, hasta que los curas se decidieron a construir otra, ésta que se ve ahora. La arquitectura del edificio no es del lugar, ni siquiera del país: sólo aparenta un estilo modernista en la torre y en las cruces que adornan el muro. Le costó al pueblo rifas, bailes, corridas de toros y otros sacrificios. Es la única iglesia del lugar.
Las calles son de tierra, con algunas piedras. Las montañas están por todos lados. También los moscos y el calor. La zona está clasificada como insalubre, tanto para las cosechas como para las personas. Las casas de adobe se encuentran bastante bien cuidadas aunque algunas han sido abandonadas. Esa es la historia de estos pueblos. De a poco la gente se va yendo. Primero a Sayula, después a Guadalajara y finalmente a México. Dejan sus cosas para cuando vuelvan o para regresar por ellas si les va bien en donde estén. Y ya no vuelven. Así sucede también en la obra rulfiana, en donde hay casas entilchadas como la de doña Eduviges, aún esperando por los que se fueron; o en pueblos como Luvina a donde los esposos van una vez al año, le hacen un nuevo hijo a sus mujeres, y vuelven a partir.
Una cancha de básketbol al aire libre hace hoy, lunes de fiesta, de salón de recepción. Es el día de la Virgen de Guadalupe, patrona de México. Y pronto, al terminar la misa, se llenará de gente la plaza. Y habrá fiesta y procesión, como debe ser. Las palmeras presentes en el paisaje recuerdan que el clima acá es de costa, pero sin mar.
De Tuxcacuesco se vuelve a subir al llano y se continúa camino a Tonaya. Allá es donde lleva el padre a su hijo, y donde en el cuento homónimo, no se oye ladrar los perros. Antes de Tonaya, sin embargo, está Apulco. Antigua hacienda del abuelo de Rulfo, ahora es un poblado de cuatrocientos habitantes. Aún se encuentra intacto el casco de la propiedad de la familia Pérez Rulfo, a diferencia de otras de la zona en donde las casas fueron arrasadas por la revolución. En el muro se leen con letras rojas lavadas las palabras "Pérez Rulfo." Pero lo asombroso es que, cruzando la calle, enfrente de las ventanas con rejas y mármol a las que Rulfo se asomaría cuando era chico y vivía en la casa, está la iglesia más extraña de la zona, mandada a hacer por el abuelo de Rulfo, sin reparar en gastos.
El cura de la diócesis fue encargado del proyecto y, para llevarlo a cabo, enviado a Europa, más precisamente a Italia, para elegir los planos de la construcción. Escogió un modelo neoclásico que se en Apulco construyó con mármol, también italiano, traído a costa del abuelo de Rulfo. La iglesia quedo así instalada en la mitad del llano grande, con un altar de mármol de tres plantas, y un estilo que nada tiene que ver con el colonial que abunda en la región. Es blanca por fuera, con un pórtico que da al patio interior también blanco. La casa de la familia está a dos pasos. Con el mármol que seguramente quedó luego de terminada la construcción, se adornaron las ventanas de la residencia del abuelo del escritor, que se ven hoy ya deterioradas por la intemperie. La gente estaba yendo ese día a homenajear a la Virgen en todos los pueblos, y Apulco no era una excepción, es más, allí se la veneraba con el lujo del mármol y del estilo neoclásico.
Por el mismo camino que lleva a Apulco se va a Tonaya. Este es un lugar ya bastante próspero y por lo mismo no tiene ese encanto de los demás pueblos. Las casas se ven nuevas, las veredas arregladas, las calles asfaltadas. Una plaza que da a una iglesia recién pintada se encuentra llena de gente esa mañana. Al lado, aún se conservan los restos del antiguo templo, con dos columnas coloniales y ennegrecidas, y una pared hecha a cal y canto. Un bar abre el local a la plaza, donde nos sentamos con Don Federico a tomar un refresco, algo así como festejando el fin del itinerario. En el lugar, hoy, tampoco se oyen ladrar los perros.
A cuarenta kilómetros, a una hora de autobús, está Tapalpa. Cuando oí nombrar el pueblo por primera vez en Guadalajara, pensé "se han equivocado, es Talpa." Pero no, es Tapalpa. Talpa queda por otro rumbo. Para Tapalpa se sigue el camino que va a Guadalajara por seis kilómetros, y después se toma un desvío que se interna en las montañas. Se sube con el camino que, antes de meterse entre los cerros, deja ver abajo la laguna de Sayula y, a lo lejos, el llano. La zona es muy fértil, con casas por todos lados, campos y animales. El autobús sube y baja. Pasa dos poblados. Y al doblar una curva se ve Tapalpa, siguiendo la línea de los cerros, como trepada a ellos.
La estación de autobuses está a una cuadra de la plaza. Las calles se parecen mucho a las del Cuzco en que suben y bajan, empedradas. Son las diez de la mañana cuando llego y la luz es clarísima; las casas están pintadas de blanco y reflejan el sol. Alrededor de la Plaza están los restaurantes y las tiendas de artesanías; se ve que en el lugar hay turismo. La plaza es nueva, y es un sitio como los de tantos pueblos.
A un lado está la iglesia y, también aquí, se conservan las ruinas de la vieja iglesia. Una fuente en el medio da la excusa para pasear y ver a un grupo de chicos de jardín de infantes preparar una procesión disfrazados de figuras de Cristo, la Virgen, San José, los Reyes Magos, etc. Es fácil llegar a los confines del lugar, sólo basta caminar unas cinco o seis cuadras y se está ya en las fincas. El suelo se ve poblado de cactos y de plantas ralas, espinosas. En uno de los cerros que dejan pasar el camino se ve una cruz, otra más, que señala el lugar de culto de la gente. Un corral de toros, un burro que come pasto en el camino, unos camiones que pasan. Desde el bar en donde me siento a tomar una cerveza se ve el pueblo, casi completo. Sobresalen las torres de la iglesia nueva, y uno o dos restaurantes de dos plantas. En uno de ellos me siento a almorzar, frente a la plaza, a la hora en que los negocios están cerrando y se va la gente a dormir la siesta hasta las cuatro de la tarde. Algún caballo o un perro vagan por la calle a esa hora, alguna persona también.
Zapotlán, la última ciudad de la zona rulfiana que visito, es el cielo, y Tuxcacuesco el infierno, según refiere la copla popular. En el medio de los dos está San Gabriel. Pero Zapotlán es el cielo que se llama Ciudad Guzmán, cambiado el nombre por el de alguien que era amigo de otro que ni siquiera había vivido en la región. Es una ciudad grande para la zona. La estación de autobuses es casi tan vasta como la de Guadalajara, y allí nomas, saliendo, está la plaza de toros, en donde en alguna época se entretenían las gentes. Hoy ya casi no hay toros, pero sí se juega a la pelota, pasión del lugar. Una avenida ancha y ruidosa lleva a la plaza, como me indicó un viejo sentado a la puerta de un bar, con lentes y sin una pierna. En el camino hay una iglesia que están restaurando y que domina la trabazón de dos calles. La plaza es bonita y llena de árboles, con una tarima para las funciones populares y miles de puestos de lustrar zapatos. En las calles que la enmarcan, las casas se ven ocupando sus sitios detrás de una recova de arcos.
A una cuadra de allí está el mercado, que comprende una manzana. Es un edificio de dos plantas, que ofrece un comedor en la segunda. Abajo hay de todo, desde muebles a frutas. Está bien iluminado por la entrada de luz que se abre en el centro de la vereda, en donde abundan los puestos que venden chucherías, revistas, y hasta se ve uno en donde el propietario maneja una imprenta que, a mano, con letras de molde, imprime el nombre de uno en la tarjeta de Navidad que se elija. El pueblo se extiende bien cuidado hasta la falda de una colina, de allí en más sigue con casas pobres, de barro, unos árboles desperdigados, y animales vagando. Subiendo la colina se comienza a ver el conjunto del poblado, con sus tres iglesias; pasa una bandada de pájaros volando frente a mi, señalando la distancia que cubre el pueblo.
La misma distancia que recorrí con Rulfo en los ojos, mirando como había mirado la madre de Juan Preciado, con la voz del recuerdo, esta vez del recuerdo doble, el de Doloritas y el de Juan, además del itinerario que, desde una clase de literatura, me llevó a conocer, casi personalmente diría, el lugar de uno de los escritores más importante de los últimos años.
Bibliografía y notas utilizadas.
Rulfo, Juan. Obra completa. El llano en llamas. Pedro Páramo. Otros textos. Prólogo y cronología de Jorge Ruffinelli. Venezuela: Biblioteca Ayacucho, 1977.
Gustavo Fares
Gustavo Fares, nativo de Argentina y radicado en Estados Unidos desde 1985, posee un Ph. D. en Literatura Latinoamericana con énfasis en Estudios Culturales de la University of Pittsburg, en EE.UU. Además, tiene un Master en Lenguas Extranjeras y Literatura y un Master en Pintura y Litografía, ambos de la West Virginia University, en EE.UU., así como un título de Abogado de la Universidad de Buenos Aires, en Argentina. Fares ha publicado varios libros y artículos sobre la obra de escritor Juan Rulfo, sobre escritoras argentinas actuales, y sobre crítica cultural. Desde Julio del 2000 se desempeña como Chairman del Spanish Departament de Lawrence University, en Wisconsin, EE.UU.
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