La importancia de ser formal – por Oscar Wilde
Enviado por Ing.Licdo. Yunior Andrés Castillo Silverio
Hoy damos por primera vez en castellano La importancia de ser formal sin deformaciones ni cortes, íntegramente, habiendo intentado paso a paso y hasta donde era posible, por respeto al autor y al lector, españolizarla literalmente(1). Esta deliciosa comedia fue estrenada en Londres por la compañía que regentaba Mr. George Alexander, la noche del 14 de febrero de 1895, en el pequeño y elegante teatro de St. James. Wilde la tituló The importance of being earnest, haciendo un gracioso juego con las palabras earnest, formal, serio, y Earnest, Ernesto, que suenan en inglés exactamente lo mismo, a pesar de su ortografía diferente. Y en realidad, como comprobará el lector en el curso de la comedia, para el protagonista (o más bien para los dos personajes centrales), es de suma importancia ser formales de carácter o ser Ernestos de nombre. Comedia trivial para gente seria la subtituló Wilde.
Nosotros añadiríamos: para gente seria que sepa sonreír. Esta es la comedia de la sonrisa. Wilde sabía que ahí está todo, en saber sonreír. Su finura literaria se revela en que sabe buscar y hallar la sonrisa. La risa en el teatro es provocada por un exceso, casi siempre chocarrero, de especias fuertes, ordinarias. Se debe a un retorcimiento del autor o del actor. Los animales tienen una alegría ruidosa, aunque se dice que no ríen nunca (lo cual es una fábula), y que eso los diferencia esencialmente de los seres racionales. ¡Qué no será la sonrisa, que nos diferencia a los hombres, unos de otros! Comedia de equivocaciones o de enredo, la llamaríamos también clásicamente. En La importancia de ser formal todo ese grato humorismo tiene además un gran interés para nosotros. En esta obra sonrió, acaso por última vez, Wilde. A los tres meses y días de su estreno, que constituyó un éxito aparte (aun en pleno éxito general e incesante de su autor), el 25 de mayo de ese mismo año, un sábado, día del aquelarre, Wilde fue declarado culpable, en aquel proceso turbio y cenagoso, promovido por el padre de lord Alfredo Douglas, el ensañado marqués de Queensberry, y condenado, con no muy clara justicia, a dos terribles años de trabajos forzados, pena que cumplió íntegramente en la cárcel de Reading, como sabe el lector. Wilde asistió, ya en pleno desarrollo de los sucesos que iban a envolverle en una red de ignominias, a los ensayos de La importancia de ser formal. El día del estreno, las personas de la intimidad del autor, enteradas de las cartas amenazadoras que le había dirigido Queensberry, pasaron momentos de desagradable expectación. El marqués intentó penetrar en el teatro y se lo impidieron. Y el palco en que se hallaban sus amigos, una aristocrática partida de la porra, estuvo vigilado durante toda ta representación. Pudo evitarse el escándalo, aunque lord Queensberry creyó vengarse puerilmente, mandando a Wilde al teatro un gran manojo de hortalizas.
Días después del estreno, el 18 de febrero, el marqués se presentó en el aristocrático Albemarle Club (del cual eran socios Wilde y su esposa), y ausente aquél de Londres le dejó una tarjeta respaldada con un sucio insulto. Wilde pasó de escribir esta comedia regocijante, última muestra de su apogeo literario, a vivir pocos meses después, con el clownesco uniforme de recluso, la tragedia de la cárcel, que le aniquiló. Esta fue, pues, repetimos, su última sonrisa ante las cuartillas. Como dice Arthur Ransome, uno de sus biógrafos y críticos: «La importancia de ser formal, la más trivial de las comedias mundanas, es una de las que producen ese placer intelectual por el que reconocemos lo bello.» Y añade más adelante: «La risa ligera de esta comedia se debe a la radioactividad de la obra misma, y no a unos gusanos de luz, colocados incongruentemente en su superficie. En ella nos sentimos despojados de nuestra envoltura corporal y compartimos con Wilde el placer de retozar en el mundo de la cuarta dimensión.» Cecil Georges Bazile, otro de sus biógrafos (recientemente fallecido), escribe: «Esta comedia introdujo en Inglaterra la fórmula moderna del teatro contemporáneo. Se acabaron las groseras adaptaciones francesas o alemanas, se acabaron los melodramas vulgares que abrumaban la escena británica. Oscar Wilde substituyó todo esto por la comedia moderna en el sentido más estricto de la palabra. La sátira se mezcla con un diálogo deslumbrante en el que brotan las frases ingeniosas y las paradojas.» ¡Gran preparador del terreno teatral, gran precursor de los comediógrafos que luego habían de florecer, Bernard Shaw entre otros! El mismo lord Alfredo Douglas, en su libro Oscar Wilde y yo, tan rencorosamente femenil, se ve forzado a reconocer que: «La importancia de ser formal fue un éxito que dio más dinero y más gloria a Wilde que ninguna otra de sus obras». «Todo Londres fue a verla», añade.
El valor de esta comedia se prueba igualmente, como decíamos refiriéndonos a Una mujer sin importancia, por el hecho de que estas obras wildeanas no pierden nunca su aroma de modernidad, son siempre jóvenes. El lector hallará en ésta ese tono original, ese ambiente de distinción tan naturalmente conseguidos por Wilde. Verá desfilar esos dos tipos de muchachitas casaderas, Cecilia y Gundelinda, gazmoñas deliciosamente enteradas. Saboreará la cómica solemnidad de lady Bracknell con sus ideas humorísticamente singulares, pero fijas. Conocerá a Jack y a Algernon, muchachos graciosamente abúlicos, cínicos y románticos al mismo tiempo, ex colegiales de Oxford o de Cambridge, que empiezan a vivir en el mundo. Tipos de una inteligencia simpática, mimados por la fortuna. ¡Qué lección la de estos personajes frívolos, pero finamente agudos, para la juventud aristocrática que vemos actualmente, huera y antipática la mayoría de las veces, y perdida, perdida para siempre a todo cuanto signifique agilidad mental, ejercicio artístico del pensamiento! Conocerá también el lector a Lane, el criado, tipo que destila humorismo, concentrado, lacónico.
A Lane, hermano de ficción de Phipps, el otro ayuda de cámara de lord Goring el admirable, a quien ya conoce el público(2). Sólo oyendo hablar a estos personajes, que luego recordaremos ya siempre, puede uno con perfecta precisión componer sus retratos físicos y morales. Aunque también sea el teatro wildeano teatro de acción, de trama interesante; buena prueba de ello es que, precisamente en estos días, el público parisiense admira complacido y la crítica francesa señala con encomio la proyección de la película, basada en El abanico de lady Windermere (incluido también en este tomo), cuyo arreglo cinematográfico ha sido hecho por un importante director artístico germano-yanqui. Y hace ya años se proyectó también en París la película de El retrato de Dorian Gray. Hay además en estas comedias una frivolidad (esa frivolidad que tanto alabó Wilde frente al efectista y serio trascendentalismo, muy siglo XIX sobre todo), que por obra mágica de su arte se eleva hasta una verdadera filosofía de la vida smart, esa vida que puede ser un ambiente propicio al arte, precisamente por su desconocimiento y su alejamiento de la fea lucha por la existencia que sofoca, adultera y deshace temperamentos.
¡Qué buen sabor de boca dejan estos tres actos optimistas, llenos de enredos y de gracia, donde entre la charla chispeante surge con naturalidad la observación certera y original! ¡Y qué modelo proporciona Wilde (haciendo desde la altura privilegiada de su personalidad polifacética un juego, pero fino y artístico, de su talento) a los confeccionadores impunes y metalizados del entontecedor y aún no fenecido astracán, que figura en algunos teatros españoles, incorporado al repertorio, estorbando la entrada de obras dignas, que orienten y vayan educando a nuestros grandes públicos!
Acto primero
Decoración
Saloncito íntimo en el piso de Algernon, en Half-Moon-Street. La habitación está lujosa y artísticamente amueblado. Óyese un piano en el cuarto contiguo. LANE está preparando sobre la mesa el servicio para el té de la tarde, y después que cesa la música entra ALGERNON.
ALGERNON. -¿Ha oído usted lo que estaba tocando, Lane?
LANE. -No creí que fuese de buena educación escuchar, señor.
ALGERNON. -Lo siento por usted, entonces. No toco correctamente -todo el mundo puede tocar correctamente-, pero toco con una expresión admirable. En lo que al piano se refiere, el sentimiento es mi fuerte. Guardo la ciencia para la Vida.
LANE. -Sí, señor.
ALGERNON. -Y, hablando de la ciencia de la Vida, ¿ha hecho usted cortar los sandwiches de pepino para lady Bracknell?
LANE. -Sí, señor. (Los presenta sobre una bandeja.)
ALGERNON. (Los examina, coge dos y se sienta en el sofá.)-¡Oh!… Y a propósito, Lane: he visto en su libro de cuentas que el jueves por la noche, cuando lord Shoreman y míster Worthing cenaron conmigo, anotó usted ocho botellas de champagne de consumo.
LANE. -Sí, señor; ocho botellas y cuarto.
ALGERNON. -¿Por qué será que en una casa de soltero son, invariablemente, los criados los que se beben el champagne? Lo pregunto simplemente a título de información.
LANE. -Yo lo atribuyo a la calidad superior del vino, señor. He observado con frecuencia que en las casas de los hombres casados rara vez es de primer orden el champagne.
ALGERNON. -¡Dios mío! ¿Tan desmoralizador es el matrimonio?
LANE. -Yo creo que es un estado muy agradable, señor. Tengo de él poquísima experiencia, hasta ahora. No he estado casado, más que una vez. Fue a causa de una mala inteligencia entre una muchacha y Yo.
ALGERNON. (Lánguidamente.)-No sé si me interesa mucho su vida familiar, Lane.
LANE. -No, señor; no es un tema muy interesante. Yo nunca pienso en ella.
ALGERNON. -Es naturalísimo y no lo dudo. Nada más, Lane; gracias.
LANE. -Gracias, señor (Vase LANE.)
ALGERNON. -¡Las ideas de Lane sobre el matrimonio parecen algo relajadas. Realmente, si las clases inferiores no dan buen ejemplo, ¿para qué sirven en este mundo? Como clases,, parece que no tienen en absoluto sentido de responsabilidad moral. (Entra LANE.)
LANE. -Míster Ernesto Worthing. (Entra Jack(6). Vase LANE.)
ALGERNON. -¿Cómo estás, mi querido Ernesto? ¿Qué te trae a la ciudad?
JACK. -¡Oh, la diversión, la diversión! ¿Qué otra cosa trae a la gente? ¡Ya te veo comiendo como de costumbre, Algy!
ALGERNON. (Severamente.)-Creo que es costumbre en la buena sociedad tomar un ligero refrigerio a las cinco. ¿Dónde has estado desde el jueves pasado?
JACK. (Sentándose en el sofá.)-En el campo.
ALGERNON. -¿Y qué haces enterrado allí?
JACK. (Quitándose los guantes.)-Cuando está uno en la ciudad, se divierte uno solo. Cuando está uno en el campo, divierte a los demás. Lo cual es extraordinariamente aburrido.
ALGERNON. -¿Y quiénes son esas gentes a las que diviertes?
JACK. (Con tono ligero)-¡Oh! Vecinos, vecinos.
ALGERNON. -¿Has encontrado vecinos agradables en tu tierra del Shropshire?
JACK. -¡Perfectamente molestos! No hablo nunca con ninguno de ellos.
ALGERNON. -¡De qué modo más enorme debes divertirles! (Se levanta y coge un «sandwich».) A propósito, ¿el Shropshire es tu tierra, verdad?
JACK. -¿Eh? ¿El Shropshire? Sí, claro, es. ¡Hola! ¿Por qué todas esas tazas? ¿Por qué esos sandwiches de pepino? ¿Por qué ese loco derroche en un hombre tan joven? ¿Quién va a venir a tomar el té?
ALGERNON. -¡Oh! Solamente mi tía Augusta y Gundelinda.
JACK. -¡Qué encanto! ¡Perfectamente!
ALGERNON. -Sí, está muy bien; pero temo que a tía Augusta no le agrade mucho que estés aquí.
JACK. -¿Puedo preguntar por qué?
ALGERNON. -Chico, tu manera de flirtear con Gundelinda es perfectamente ignominiosa. Es casi tan inicua como la manera de flirtear Gundelinda contigo.
JACK. -Estoy enamorado de Gundelinda. He venido a Londres expresamente para declararme a ella.
ALGERNON. -Yo creí que habías venido a divertirte… A esto lo llamo yo venir a negocios.
JACK. -¡Qué poco romántico eres!
ALGERNON. -Realmente, no veo nada romántico en una declaración. Es muy romántico estar enamorado. Pero no hay nada romántico en una declaración definitiva. ¡Toma! Como que pueden decirle a un que sí. Yo creo que así sucede, generalmente. Y entonces, ¡se acabó todo apasionamiento! La verdadera esencia del romanticismo es la incertidumbre. Si alguna vez me caso, haré todo lo posible por olvidar el suceso.
JACK. -Eso no lo dudo, mi querido Algy. El Tribunal de Divorcio fue inventado especialmente para la gente que tiene la memoria, tan extraordinariamente constituida.
ALGERNON. -¡Oh, es inútil hacer reflexiones sobre este tema! Los divorcios se elaboran en el cielo… (JACK alarga la mano para coger un «sandwich». ALGERNON se interpone en el acto.) Hazme el favor de no tocar los sandwiches de pepino. Están preparados especialmente para tía Augusta. (Coge uno y se lo come.)
JACK. -¡Bueno, pues tú te los comes todo el tiempo!
ALGERNON. -Eso es completamente distinto. Es mi tía. (Coge el plato de debajo.) Ten un poco de pan con manteca. El pan con manteca es para Gundelinda. Gundelinda está destinada al pan con manteca.
JACK. (Aproximándose a la mesa y sirviéndose él mismo.)-Y este pan y esta manteca son igualmente buenos.
ALGERNON. -Bien, mi querido amigo; pero no es necesario que comas así como si fueras a engullírtelo todo. Te conduces como si estuvieras casado ya con ella. No lo estás aún, ni creo que lo estés jamás.
JACK. -¿Por qué dices eso?
ALGERNON. -Pues bien: en primer lugar, las muchachas no se casan nunca con los hombres con quienes flirtean. No lo consideran decente.
JACK. -¡Oh, qué tontería!
ALGERNON. -No lo es. Es una gran verdad. Eso explica el número extraordinario de solteros que se ven por todas partes. En segundo lugar, yo no doy mi consentimiento.
JACK. -¡Tu consentimiento!
ALGERNON. -Mi querido amigo, Gundelinda es prima hermana mía. Y antes de permitir que te cases con ella tendrás que aclararme por completo la cuestión de Cecilia. (Toca el timbre.)
JACK. -¡Cecilia! ¿Qué quieres decir? ¿Qué quiere decir eso de Cecilia, Algy? No conozco a nadie que se llame Cecilia. (Entra LANE.)
ALGERNON. -Traiga la pitillera que se dejó míster Worthing en el salón de fumar la última vez que cenó aquí.
LANE. -Bien, señor. (Sale LANE.)
JACK. -¿Eso quiere decir que te has guardado todo ese tiempo mi pitillera? Podías haber tenido la bondad de comunicármelo. He estado escribiendo furiosas cartas a Scotland Yard(7) sobre esto. Estaba a punto de ofrecer una espléndida gratificación.
ALGERNON. -Muy bien; te ruego que la ofrezcas. Casualmente, estoy más a la cuarta pregunta que de costumbre.
JACK. -No hay que ofrecer ya una espléndida gratificación, puesto que se ha encontrado la cosa.
(Entra LANE con la pitillera sobre una bandeja. ALGERNON la coge inmediatamente. Sale LANE.)
ALGERNON. -Me veo precisado a decirte que me parece eso un poco roñoso en ti, Ernesto. (Abre la pitillera y la examina.) Sin embargo, no importa, porque ahora que veo la inscripción de la parte de dentro descubro que el objeto no es tuyo, después de todo.
JACK. -Claro que es mío. (Dirigiéndose hacia él.) Me lo has visto cien veces y no tienes ningún derecho a leer lo que hay escrito dentro. Es una cosa indigna de un caballero leer una pitillera particular.
ALGERNON. -¡Oh! Es absurdo tener una regla rigurosa e invariable sobre lo que debe y no debe leerse. Más de la mitad de la cultura moderna depende de lo que no debería leerse.
JACK. -Es un hecho del que estoy perfectamente enterado, y no me propongo discutir sobre la cultura moderna. No es un tema para hablar en privado. Yo necesito simplemente recuperar mi pitillera.
ALGERNON. -Sí; pero esta pitillera no es tuya. Esta pitillera es un regalo de alguien que se llama Cecilia, y tú has dicho que no conocías a nadie de ese nombre.
JACK. -Bueno, ya que insistes en saberlo: ocurre que Cecilia es mi tía.
ALGERNON. -¡Tu tía!
JACK. -Sí. Y además, una señora vieja encantadora. Vive en Tunbridge Wells. Y ahora devuélveme eso, Algy.
ALGERNON. -(Refugiándose detrás del sofá.)¿Pero por qué se llama a sí misma «la pequeña Cecilia», si es tía tuya y si vive en Tunbridge Wells? (Leyendo.) «De parte de la pequeña Cecilia, con su más tierno amor».
JACK. (Dirigiéndose hacia el sofá y arrodillándose sobre él.)-Chico, ¿qué misterio hay en eso? Unas tías son altas y otras no lo son. Es ésta una cuestión sobre la cual debe estarle permitido a una tía decidir por sí misma. ¡Tú crees que todos las tías deben ser exactamente iguales a la tuya! ¡Eso es absurdo! ¡Por amor de Dios, devuélveme mi pitillera!
(Persigue a ALGERNON alrededor de la estancia.)
ALGERNON. -Sí. Pero, ¿por qué tu tía te llama tío suyo? «De parte de la pequeña Cecilia, con su más tierno amor, a su querido tío Jack». No hay nada censurable, lo reconozco, en que una tía sea pequeña; pero que una tía, sea cual fuere su tamaño, llame tío a su propio sobrino, es lo que no puedo comprender. Además, tú no te llamas Juan, en absoluto; te llamas Ernesto.
JACK. -No, no me llamo Ernesto; me llamo Juan.
ALGERNON. -Tú siempre me has dicho que eras Ernesto: Yo te he presentado a todo el mundo como Ernesto. Tú respondes al nombre de Ernesto. Tienes aspecto de llamarte Ernesto. Eres la persona de aspecto más formal(8) que he visto en mi vida. Es perfectamente absurdo decir que no te llamas Ernesto. Está en tus tarjetas. Aquí hay una. (Saca una de su cartera.) «Míster Ernesto Worthing, B. 4, Albany.» La conservaré como prueba de que tu nombre es Ernesto, si alguna vez intentas negármelo a mí, a Gundelinda o a cualquier otro. (Se guarda la tarjeta en el bolsillo.)
JACK. -Pues bien, sea; me llamo Ernesto en la ciudad y Jack en el campo, y la pitillera me la dieron en el campo.
ALGERNON. -Sí; pero eso no explica por qué tu pequeña tía Cecilia, que vive en Tunbridge Wells, te llama su querido tío. Vamos, chico; harías mucho mejor en soltar la cosa de una vez.
JACK. -Mi querido Algy, hablas exactamente igual que un sacamuelas, y es muy vulgar hablar lo mismo que un sacamuelas cuando no lo es uno. Hace mala impresión.
ALGERNON. -Claro; eso es; precisamente, lo que hacen siempre los sacamuelas. ¡Vaya, continúa! Cuéntamelo todo. Te advierto que siempre he sospechado que eras un consumado y secreto Bunburysta, y ahora estoy completamente seguro.
JACK. -¿Bunburysta? ¿Qué diablos quieres decir con eso de Bunburysta?
ALGERNON. -Te revelaré el significado de esa expresión incomparable, en cuanto tengas la suficiente bondad para informarme de por qué eres Ernesto en la ciudad y Jack en el campo.
JACK. -Bueno; pero dame mi pitillera primero.
ALGERNON. -Aquí está. (Le entrega la pitillera.) Ahora formula tu explicación, y te ruego que la hagas inverosímil. (Se sienta en el sofá.)
JACK. -Mi querido amigo, no hay absolutamente nada inverosímil en mi explicación. En realidad, es perfectamente vulgar. El viejo míster Thomas Cardew, que me prohijó cuando era yo niño, me nombró en su testamento tutor de su nieta, miss Cecilia Cardew. Cecilia me llama tío por motivos de respeto que tú serías incapaz de apreciar; vive en mi casa en el campo, al cuidado de su admirable institutriz, miss Prism.
ALGERNON. -A propósito, ¿dónde está ese sitio en el campo?
JACK. -Eso no te importa, querido. No vamos a invitarte… Lo que puedo decirte con franqueza es que ese sitio no está en el Shropshire.
ALGERNON. -¡Ya me lo suponía, amigo, mío! He Bunburyzado todo el Shropshire en dos ocasiones distintas. Ahora, sigue. ¿Por qué eres Ernesto en la ciudad y Jack en el campo?
JACK. -Mi querido Algy, no sé si serás capaz de comprender mis verdaderos motivos. No eres lo suficientemente serio. Cuando se desempeñan las funciones de tutor, tiene uno que adoptar una actitud moral elevadísima en todos las cuestiones. Es un deber hacerlo. Y como una actitud moral elevada es realmente muy poco ventajosa para la salud y la felicidad, a fin de poder venir a Londres, he simulado siempre que tenía un hermano menor llamado Ernesto, que vive en Albany, y que se mete en los más horrorosos berenjenales. Esta es, mi querido Algy, toda la verdad, pura y sencilla.
ALGERNON. -La verdad, es rara vez pura y nunca sencilla ¡La vida moderna sería aburridísima si la verdad fuera una u otra cosa, y la literatura moderna completamente imposible!
JACK. -No estaría del todo mal.
ALGERNON. -La crítica literaria no es tu fuerte, chico. No intentes hacerla. Debes dejarla a los que no han estado en la Universidad. ¡La hacen tan bien en los periódicos! Tú eres realmente un Bunburysta. Tenía yo razón en absoluto al decir que eras un Bunburysta. Eres uno de los Bunburystas más adelantados que conozco.
JACK. -¿Qué demonios quieres decir?
ALGERNON. -Tú has inventado un hermano menor utilísimo, llamado Ernesto, a fin de poder venir a Londres cuantas veces quieres. Yo he inventado un inestimable enfermo crónico, llamado Bunbury, a fin de poder marcharme al campo cuando me parece. Bunbury es enteramente inestimable. Sin la mala salud extraordinaria de Bunbury, no me sería posible, por ejemplo, cenar contigo esta noche en Willis, pues estoy comprometido con tía Augusta hace más de una semana.
JACK. -Yo no te he invitado a cenar conmigo en ninguna parte esta noche.
ALGERNON. -Ya lo sé. Eres de una dejadez absurda cuando se trata de enviar invitaciones. Es una tontería por tu parte. Nada irrita tanto a la gente como no recibir invitaciones.
JACK. -Harías mucho mejor en cenar con tu tía Augusta.
ALGERNON. -No tengo la menor intención de hacer semejante cosa. Primeramente, he cenado con ella el lunes, y cenar con parientes una vez a la semana es muy suficiente. En segundo lugar, siempre que ceno allí, me tratan como a un miembro de la familia y me obligan a marcharme solo o con dos invitadas. En tercer lugar, sé perfectamente al lado de quién me colocaría esta noche. Me colocaría al lado de Mary Farquhar, que flirtea siempre con su marido de un extremo a otro de la mesa. Y esto no es muy agradable. En realidad, no es ni siquiera decente… Y es una costumbre que toma un incremento enorme. Es completamente escandaloso el número de señoras en Londres que flirtean con sus maridos. ¡Hace tan mal efecto! Es, sencillamente, como lavar en público la ropa limpia. Además, ahora que sé que eres un Bunburysta consumado, deseo, como es natural, hablarte del Bunburysmo. Quiero revelarte sus reglas.
JACK. -Yo no soy Bunburysta en absoluto. Si Gundelinda me dice que sí, mataré realmente a mi hermano. Le mataré de todas maneras. Cecilia se interesa un poco demasiado por él. Es más bien una lata. Así es que voy a deshacerme de Ernesto. Y te aconsejo vivamente que hagas lo mismo con míster…, con ese amigo tuyo enfermo que tiene un nombre tan absurdo.
ALGERNON. -Nada me moverá a deshacerme de Bunbury, y si te casas alguna vez, lo cual me parece extraordinariamente problemático, te alegrarás mucho de conocer a Bunbury. Un hombre que, se casa sin conocer a Bunbury se encontrará siempre aburridísimo.
JACK. -Eso es una tontería. Si me caso con una muchacha tan encantadora como Gundelinda -y es la única muchacha que he visto en mi vida con la que querría casarme-, te garantizo que no tendré necesidad de conocer a Bunbury.
ALGERNON. -Entonces querrá conocerle tu mujer. Pareces no darte cuenta de que en la vida conyugal tres son una compañía y dos no.
JACK. (Sentenciosamente.)-Mi querido y joven amigo, esa es la teoría que el corruptor teatro francés ha venido propagando durante estos cincuenta últimos años.
ALGERNON. -Sí; y eso es lo que el venturoso hogar inglés ha demostrado en la mitad de ese tiempo.
JACK. -¡Por amor de Dios! No intentes ser cínico. Es facilísimo serlo.
ALGERNON. -Hoy día, mi querido amigo, no hay nada fácil. Existe una competencia estúpida para todo. (Se oye sonar un timbre eléctrico) ¡Ah! Esa debe de ser tía Augusta. Únicamente los parientes o los acreedores llaman de esa manera wagneriana. Vamos, si logro entretenerla durante diez minutos, para que tengas ocasión de declararte a Gundelinda, ¿podré cenar contigo esta noche en Willis?
JACK. -Si te empeñas, es de suponer.
ALGERNON. -Sí, pera que sea en serio. Detesto a la gente que no se porta seriamente cuando se trata de comidas. ¡Demuestra tal trivialidad por su parte!
(Entra LANE.)
LANE. -Lady Bracknell y miss Fairfax. (ALGERNON se adelanta al encuentro de ellas.)
(Entran LADY BRACKNELL y GUNDELINDA.)
LADY BRACKNELL. -Buenas tardes, querido Algernon. Siempre bueno, ¿verdad?
ALGERNON. -Me siento muy bien, tía Augusta.
LADY BRACKNELL. -Lo cual no es lo mismo; me refería yo a la otra bondad. En realidad esas dos cosas van pocas veces juntas. (Ve a JACK y le hace un saludo glacial.)
ALGERNON. (A GUNDELINDA.)-¡Dios mío, qué elegante estás!
GUNDELINDA. -¡Yo siempre estoy elegante! ¿No es verdad, míster Worthing?
JACK. -Es usted absolutamente perfecta, miss Fairfax.
GUNDELINDA. -¡Oh! Espero no serlo, No tendría entonces ocasión de mejorar y procuro mejorar en muchas cosas. (GUNDELINDA y JACK se sientan juntos en un rincón.)
LADY BRACKNELL. -Siento haber llegado un poco tarde, Algernon, pero no he tenido más remedio que ir a ver a nuestra querida lady Harbury. No había estado allí desde la muerte de su pobre marido. No he visto nunca una mujer tan cambiada; enteramente parece veinte años más joven. Y ahora voy a tomar una taza de té y uno de esos exquisitos sandwiches de pepino que me prometiste.
ALGERNON. -Muy bien, tía Augusta. (Se dirige hacia la mesa del té.)
LADY BRACKNELL. -¿Quieres venir a sentarte aquí, Gundelinda?
GUNDELINDA. -Gracias, mamá; estoy aquí muy cómoda.
ALGERNON. (Levantando aterrado la bandeja vacía.)-¡Dios mío! ¡Lane!, ¿cómo no hay aquí sandwiches de pepino? Los encargué especialmente.
LANE. (Con gran seriedad.)-No había pepinos en el mercado esta mañana, señor. He ido dos veces.
ALGERNON. -¿Que no había pepinos?
LANE. -No, señor. Ni siquiera pagando al contado.
ALGERNON. -Está bien, Lane; gracias.
LANE. -Gracias, señor. (Vase.)
ALGERNON. -Me desconsuela muchísimo, tía Augusta, que no hubiese allí pepinos, ni siquiera pagando al contado.
LADY BRACKNELL. -No importa, Algernon. He tomado unas pastas con lady Harbury, que me parece vive ahora dedicada en absoluto a darse buena vida.
ALGERNON. -He oído decir que se le había vuelto el pelo completamente rubio de pena.
LADY BRACKNELL. -El color ha cambiado realmente. Lo que no sabría decir, como es natural, es la causa de ese cambio. (Algernon cruza la estancia y sirve el té.) Gracias. Tengo un verdadero agasajo para ti esta noche, Algernon. Pienso que hagas compañía a Mary Farquhar. Es una mujer verdaderamente deliciosa ¡y tan cariñosa con su marido! Resulta encantador verlos.
ALGERNON. -Temo, tía Augusta, tener que renunciar al placer de cenar con usted esta noche.
LADY BRACKNELL. (Frunciendo el ceño.)-Espero que no, Algernon. Me desbaratarías la mesa por completo. Tu tío tendría que cenar arriba. Afortunadamente ya está acostumbrado.
ALGERNON. -Es muy fastidioso, y no necesito decirle lo que me contraría, pero el hecho es que acabo precisamente de recibir un telegrama diciéndome que mi pobre amigo Bunbury está otra vez gravísimo. (Cambiando una mirada con JACK.) Creen que debo estar allí con él.
LADY BRACKNELL. -Es muy extraño. Ese míster Bunbury padece una mala salud singularísima.
ALGERNON. -Sí; el pobre Bunbury es un caso desesperado.
LADY BRACKNELL. -Bueno, pues debo decirte, Algernon, que a mi juicio es hora ya de que míster Bunbury se decida por fin a vivir o a morirse. Su indecisión en esto es absurda. No apruebo en modo alguno- la simpatía moderna hacia los enfermos desahuciados. La considero morbosa. La enfermedad, sea la que fuese, no es cosa que debe alentarse en el prójimo. La salud es el primer deber en la vida. Se lo estoy diciendo siempre a tu pobre tío, pero él no parece hacer mucho caso… a juzgar por la leve mejoría que experimenta en sus dolencias. Te quedaría muy obligada si le suplicases a míster Bunbury de mi parte que hiciese el favor de no tener recaída el sábado, pues cuento contigo para preparar mi concierto. Es mi última recepción y necesito algo que anime las conversaciones, sobre todo a fines de temporada cuando la gente ha dicho, realmente todo lo que tenía que decir, lo cual no era mucho, probablemente, en la mayoría de los casos.
ALGERNON. -Hablaré a Bunbury, tía Augusta, si es que no ha perdido aún la cabeza, y creo poder prometerla a usted que estará muy bien el sábado. Claro es que el concierto ofrece grandes dificultades. Mire usted, si se toca buena música, la gente no escucha, y si se toca música mala, la gente no habla. Pero repasaré el programa que he redactado, si quiere usted tener la amabilidad de entrar en la habitación de al lado un momento.
LADY BRACKNELL. -Gracias, Algernon. Eres muy previsor. (Levantándose y siguiendo a ALGERNON.) Estoy segura de que el programa quedará encantador, después de algunos expurgos. No puedo permitir canciones francesas. La gente parece siempre creer que son indecentes, y o ponen unas caras escandalizadas, lo cual es vulgar, o se ríen a carcajadas, lo cual es peor aún. Pero el alemán suena a idioma perfectamente respetable, y realmente yo creo que lo es. Gundelinda, ¿quieres venir conmigo?
GUNDELINDA. -Voy, mamá. (LADY BRACKNELL y ALGERNON pasan a la sala de música. GUNDELINDA se queda atrás.)
JACK. -¡Qué hermoso día hace, miss Fairfax!
GUNDELINDA. -No me hable usted del tiempo, míster Worthing, se lo ruego. Siempre que una persona me habla del tiempo, tengo la absoluta seguridad de que quiere dar a entender otra cosa. Y eso me pone nerviosísima.
JACK. -Yo quiero dar a entender otra cosa.
GUNDELINDA. -Ya me lo figuraba. Realmente no me equivoco nunca.
JACK. -Y yo quisiera que me fuese permitido aprovechar la ocasión favorable creada por la ausencia momentánea de lady Bracknell…
GUNDELINDA. -Yo le aconsejaría, sin duda, que lo hiciese. Mamá tiene una manera de volver a entrar de repente en una habitación, que me ha obligado a reñirla muchas veces.
JACK. (Nerviosamente.)-Miss Fairfax, desde que la conocí a usted, la admiré más que a ninguna otra muchacha… Desde que la conocí a usted… la conocí…
GUNDELINDA. -Sí, ya estoy perfectamente enterada de eso. Y con frecuencia he deseado que hubiera usted sido más expresivo, en público, por lo menos. Ha tenido usted siempre para mí un encanto irresistible. Aun antes de conocerle, estaba usted lejos de serme indiferente. (JACK la mira atónito.) Vivimos, como usted sabe, míster Worthing, en una época de ideales. Es un hecho que nos recuerdan constantemente en las revistas mensuales más caras, y que ha llegado, según me han dicho, hasta los púlpitos de provincias; y mi ideal ha sido siempre amar a un hombre que se llamase Ernesto. Hay en ese nombre algo que inspira una absoluta confianza. Desde el momento en que Algernon me indicó que tenía un amigo llamado Ernesto, comprendí que estaba destinada a amarle a usted.
JACK. -¿Me ama usted de verdad, Gundelinda?
GUNDELINDA. -¡Apasionadamente!
JACK. -¡Alma mía! No sabe usted lo feliz que me hace.
GUNDELINDA. -¡Mi Ernesto!
JACK. -¿Pero no querrá usted realmente decir que no podría amarme si no me llamase Ernesto?
GUNDELINDA. -Pero usted se llama Ernesto.
JACK. -Sí, ya lo sé. Pero suponiendo que me llamase de otro modo, quiere usted decir que entonces la sería imposible amarme?
GUNDELINDA. (Con volubilidad.)-¡Ah! Eso es evidentemente una especulación metafísica, y como la mayoría de las especulaciones metafísicas tiene muy poca relación con los hechos efectivos de la vida real, tal como los conocemos.
JACK. -Personalmente, amor mío, se lo digo con toda franqueza, me tiene sin cuidado llamarme Ernesto… No creo que ese nombre me siente del todo bien.
GUNDELINDA. -Le sienta a usted perfectamente. Es un nombre divino. Tiene música propia. Produce vibraciones.
JACK. -Pues yo, la verdad, Gundelinda, debo confesar que hay, a mi juicio, una porción de nombres mucho más bonitos. Creo que Jack, por ejemplo, es un nombre encantador.
GUNDELINDA. -¿Jack?… No; tiene poquísima música ese nombre, si es que realmente tiene alguna. No conmueve. No produce absolutamente ninguna vibración… He conocido varios Jacks, y todos ellos, sin excepción, eran de una fealdad extraordinaria. Además, Jack es el nombre corriente de los infinitos Juanes, criados(9). Y yo compadezco a toda mujer que se casa con un hombre llamado Juan. Probablemente no la estará permitido conocer jamás el placer arrebatador de un solo momento de soledad. Realmente, el único nombre que merece confianza es Ernesto.
JACK. -Gundelinda, es preciso que vaya a bautizarme…, digo, es preciso que nos casemos inmediatamente. No hay un momento que perder.
GUNDELINDA. -¿Casarnos, míster Worthing?
JACK. (Estupefacto.)-Naturalmente… Ya sabe usted que la amo, miss Fairfax, y usted me ha hecho creer que yo no la era completamente indiferente.
GUNDELINDA. -Le adoro. Pero usted no se me ha declarado todavía. No me ha hablado usted para nada de casamiento. No se ha tratado ni siquiera de ese asunto.
JACK. -Bueno… ¿Puedo declararme ahora?
GUNDELINDA. -Me parece que sería una ocasión admirable. Y para evitarle toda posible desilusión, míster Worthing, creo leal manifestarle con toda franqueza y de antemano que estoy completamente decidida a decirle que sí.
JACK. -¡Gundelinda!
GUNDELINDA. -Sí, míster Worthing, ¿qué tiene usted que decirme?
JACK. -Ya sabe usted lo que tengo que decirle.
GUNDELINDA. -Sí, pero usted no lo dice.
JACK. -Gundelinda, ¿quiere usted casarse conmigo? (Se arrodilla.)
GUNDELINDA. -Claro que quiero, vida mía. ¡Cuánto tiempo ha tardado usted en decirlo! Temo que tenga usted muy poca experiencia en materia de declaraciones.
JACK. -No he amado a nadie en el mundo más que a usted, encanto mío.
GUNDELINDA. -Sí, pero los hombres se declaran muchas veces para ejercitarse. Sé que mi hermano Gerardo lo hace. Todas mis amigas me lo dicen. ¡Qué ojos azules más maravillosos tiene usted, Ernesto! Son completamente, completamente azules. Espero que me mirará usted siempre así, sobre todo cuando haya gente delante. (Entra LADY BRACKNELL.)
LADY BRACKNELL. -¡Míster Worthing! ¡Levántese usted, caballero, de esa postura semiacostada! Es muy indecorosa.
GUNDELINDA. -¡Mamá! (Él intenta levantarse; ella se lo impide.) Te ruego encarecidamente que te retires. Éste no es tu sitio. Además, míster Worthing no ha acabado del todo.
LADY BRACKNELL. -¿Acabado el qué, si puedo preguntarlo?
GUNDELINDA. -Soy la prometida de míster Worthing, mamá. (Se levantan ambos.)
LADY BRACKNELL. -Perdona, tú no eres la prometida de nadie. Cuando seas la prometida de alguien, yo, o tu padre, si su salud se lo permite, te lo comunicaremos. Es cosa que debe presentársele a una muchacha como una sorpresa, agradable o desagradable, según los casos. No es asunto que pueda permitírsele arreglar por su cuenta… Y ahora tengo que hacerle a usted unas cuantas preguntas, míster Worthing. Mientras se las hago, espérame abajo en el coche, Gundelinda.
GUNDELINDA. (En tono de reproche)-¡Mamá!
LADY BRACKNELL. - ¡En el coche, Gundelinda! (Gundelinda se dirige hacia la puerta. Ella y Jack se tiran besos por detrás de lady Bracknell. Lady Bracknell mira vagamente a su alrededor, como intentando comprender qué ruido es aquél. Por último, se vuelve.) ¡Gundelinda, al coche!
GUNDELINDA. -Sí, mamá. (Sale, volviéndose para mirar a Jack.)
LADY BRACKNELL. (Sentándose.)-Puede usted sentarse, míster Worthing. (Saca de su bolsillo un cuadernito de notas y un lápiz.)
JACK. -Gracias, lady Bracknell; prefiero estar de pie.
LADY BRACKNELL. (Lápiz y cuadernito de notas en mano.)-Me creo en la obligación de decirle que no está usted en mi lista de muchachos elegibles, aunque tengo la misma que mi querida duquesa de Bolton. En realidad, operamos juntas. No obstante lo cual estoy completamente dispuesta a anotar el nombre de usted si sus respuestas son las que requiere una madre verdaderamente cariñosa. ¿Fuma usted?
JACK. -Pues bien, sí; debo confesar que fumo.
LADY BRACKNELL. -Me alegro saberlo. Un hombre debe siempre tener una ocupación cualquiera. Hay demasiados hombres ociosos en Londres. ¿Qué edad tiene usted?
JACK. -Veintinueve años.
LADY BRACKNELL. -Una edad excelente para casarse. He sido siempre de opinión de que un hombre que desea casarse, debería saberlo todo o no saber nada ¿Cuál es su caso?
JACK. (Después de una ligera vacilación.)-Yo no sé nada, lady Bracknell.
LADY BRACKNELL. -Me alegro. No consiento la menor intromisión de la ignorancia natural. La ignorancia es como un delicado fruto exótico; se la toca y desaparece la pelusilla. La teoría de la educación moderna es íntegra y radicalmente falsa. Afortunadamente, en Inglaterra al menos, la educación no produce el menor efecto. Si lo produjese, representaría un serio peligro para las clases altas, y daría lugar probablemente a actos de violencia en Grosvenor Square. ¿Qué renta tiene usted?
JACK. -De siete a ocho mil libras al año.
LADY BRACKNELL. (Tomando nota en su cuadernito.)-¿En tierras o en inversiones?
JACK. -En inversiones, principalmente.
LADY BRACKNELL. -Eso es satisfactorio. Entre los deberes que la esperan a una en el transcurso de la vida y los deberes que la exigen a una después de muerta, la tierra ha dejado de ser en todo caso un beneficio o un placer. Le da a una posición y le impide mantenerla. Eso es todo lo que puede decirse de la tierra.
JACK. -Tengo una casa de campo con unas tierras, anejas a ella, claro es, unas novecientas cuarenta y tantas fanegas, creo yo; pero no depende de eso mi verdadera renta. En realidad, por lo que he podido comprobar, los cazadores furtivos son los únicos que sacan algo de ella.
LADY BRACKNELL. -¡Una casa de campo! ¿Cuántas alcobas? Bueno, ese punto puede aclararse después. ¿Tiene usted casa en Londres, me figuro? Una muchacha de un carácter tan sencillo y poco maleado, como Gundelinda, no hay que pensar ni por un momento, en que viva en el campo.
JACK. -Sí, tengo una casa en la plaza de Belgravia, pero está alquilada por años a lady Bloxham. Claro es que puedo disponer de ella siempre que quiera, avisando con seis meses de anticipación.
LADY BRACKNELL. -¿Lady Bloxham? No la conozco.
JACK. -¡Oh! Sale poquísimo. Es una señora de edad muy avanzada.
LADY BRACKNELL. -¡Ah! En los tiempos que corren eso no es una garantía de respetabilidad personal. ¿Qué número de la plaza de Belgravia?
JACK. -Ciento cuarenta y nueve.
LADY BRACKNELL. (Moviendo la cabeza)-El lado que no está de moda. Ya me figuraba yo que había algo. Sin embargo, eso podría modificarse fácilmente
JACK. -¿La moda o el lado?
LADY BRACKNELL. (Con seriedad.)-Supongo que ambos, si es preciso. ¿Qué es usted en política?
JACK. -Pues bien, temo realmente no ser nada. Soy liberal unionista(10).
LADY BRACKNELL. -¡Oh! Eso le coloca entre los tories(11). Cenan con nosotros. O vienen a hacernos la tertulia por la noche en todo caso. Y ahora, vamos a los asuntos secundarios. ¿Sus padres viven?
JACK. -He perdido a mis padres.
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