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6. Actitud de los gobiernos ante la filosofía

Mas de por qué ha sido atacada la filosofía y de que lo ha sido injustamente, de eso me parece a mí que, a no ser que tú tengas algo más que decir, ya hemos hablado bastante. —Nada tengo ya que añadir acerca de ello —contestó—.Pero ¿;cuál de los gobiernos actuales consideras adecuado a ella? —Ninguno en absoluto —dije—. De eso precisamente me quejo: de que no hay entre los de ahora ningún sistema político que convenga a las naturalezas filosóficas, y por eso se tuercen éstas y se alteran. Como suele ocurrir con una simiente exótica que, sembrada en suelo extraño, degenera, vencida por él, y se adapta a la variedad indígena, del mismo modo un carácter de esta clase no conserva, en las condiciones actuales, su fuerza peculiar, sino que se transforma en otro distinto. Pero si encuentra un sistema político tan excelente como él mismo, entonces es cuando demostrará que su naturaleza es realmente divina, mientras en los caracteres y maneras de vivir de los demás no hay nada que no sea simplemente humano. Ahora bien, después de esto es evidente que me vas a preguntar qué sistema político es ése. —No acertaste —dijo—, no te iba a preguntar eso, sino si es el mismo que nosotros describimos al fundar la ciudad, o bien otro distinto. —Es el mismo —dije yo—, excepto en una cosa, con relación a la cual dijimos entonces que sería necesario que hubiese siempre en el Estado alguna autoridad cuyo criterio acerca del gobierno fuese el mismo con que tú, el legislador, estableciste las leyes. —Así se dijo, en efecto —asintió. —Pero no quedó lo suficientemente claro —dije—,porque me asustaron las objeciones con que me mostrasteis cuán larga y difícil era la demostración de este punto; además, lo que queda no es en modo alguno fácil de explicar. —¿;Qué es ello? —La cuestión de cómo debe practicar la filosofía una ciudad que no quiera perecer, porque todas las grandes empresas son peligrosas y verdaderamente lo hermoso es difícil, como suele decirse. —Sin embargo —dijo—, hay que completar la demostración dejando aclarado este punto. —Si algo lo impide —dije—, no será la falta de voluntad, sino de poder. Pero tú, que estás aquí, verás cuánto es mi celo. Mira, pues, de qué modo tan vehemente y temerario voy ahora a decir que la ciudad debe adoptar con respecto a este estudio una conducta enteramente opuesta a la de ahora. —¿;Cómo? —Los que ahora se dedican a ella —dije— son mozalbetes, recién salidos de la niñez, que, después de haberse asomado a la parte más difícil de la filosofía —quiero decir lo relativo a la dialéctica—, la dejan para poner casa y ocuparse en negocios, y con ello pasan ya por ser consumados filósofos. En lo sucesivo, creen hacer una gran cosa si, cuando se les invita, acceden a ser oyentes de otros que se dediquen a ello, porque lo consideran como algo de que no hay que ocuparse sino de manera accesoria. Y al llegar la vejez, todos, excepto unos pocos, se apagan mucho más completamente que el sol heracliteo, porque no vuelven a encenderse de nuevo. —¿;Y qué hay que hacer? —dijo. —Todo lo contrario. Cuando son niños y mozalbetes deben recibir una educación y una filosofía apropiadas a su edad; y en esa época en que crecen y se desarrollan sus cuerpos, tienen que cuidarse muy bien de ellos, preparándolos así como auxiliares de la filosofía. Llegada la edad en que el alma entra en la madurez, hay que redoblar los ejercicios propios de ella, y cuando, por faltar las fuerzas, los individuos se vean apartados de la política y milicia, entonces hay que dejarlos ya que pazcan en libertad y no se dediquen a ninguna otra cosa sino de manera accesoria; eso, sise quiere que vivan felices y que, una vez terminada su vida, gocen allá de un destino acorde con su existencia terrena.

Los filósofos pueden gobernar —Verdaderamente —dijo—, me parece que hablas con vehemencia, ¡;oh Sócrates! Sin embargo, creo que la mayor parte de los que escuchan, empezando por Trasímaco, te contradirán con mayor vehemencia todavía y no se convencerán en manera alguna. —No intentes —dije— enemistarme con Trasímaco,de quien hace poco me he hecho amigo, sin que, por lo demás, hayamos sido nunca enemigos. Y no escatimaremos esfuerzos hasta que convenzamos tanto a éste como a los demás, o al menos les seamos útiles en algo para el caso de que, nuevamente nacidos a otra vida, se encuentren allí en conversaciones como ésta. —¡;Pues sí que es corto el plazo de que hablas!—dijo. —No es nada —contesté—, al menos comparado con la eternidad. Por lo demás, no me sorprende en absoluto que el vulgono crea lo que se ha dicho, porque jamás han visto realizado lo que ahora se ha presentado, ni han oído sino frases como la que acabo de decir, pero en las cuales no se han reunido fortuitamente, como en ésta, las palabras consonantes, sino que han sido igualadas de intento las unas con las otras. Pero hombres cuyos hechos y palabras estén, dentro de lo posible, en la más perfecta consonancia y correspondencia con la virtud, y que gobiernen en otras ciudades semejantes a ellos, de esos jamás han visto muchos, ni uno tan siquiera. ¿;No crees? —De ningún modo. —Ni tampoco, mi buen amigo, han sido oyentes lo suficientemente asiduos de discusiones hermosas y nobles en que, sin más miras que el conocimiento en sí, se busque, denodadamente y por todos los medios, la verdad; discusiones en las cuales se salude desde muy lejos esas sutilezas y triquiñuelas que no tienden más que a causar efecto y promover discordia en los tribunales y reuniones privadas. —Tampoco las han oído —dijo. —Esto era lo que considerábamos —dije—, y esto lo que preveíamos nosotros cuando, aunque con miedo, dijimos antes, obligados por la verdad, que no habrá jamás ninguna ciudad ni gobierno perfectos, ni tampoco ningún hombre que lo sea, hasta que, por alguna necesidad impuesta por el destino, estos pocos filósofos, a los que ahora no llaman malos, pero sí inútiles, tengan que ocuparse, quieran que no, en las cosas de la ciudad, y ésta tenga que someterse a ellos; o bien hasta que, por obra de alguna inspiración divina, se apodere de los hijos de los que ahora reinan y gobiernan, o de los mismos gobernantes, un verdadero amor de la verdadera filosofía. Que una de estas dos posibilidades o ambas sean irrealizables, eso yo afirmo que no hay razón alguna para sostenerlo. Pues si así fuera se reirían de nosotros muy justificadamente, como de quien se extiende en vanas quimeras. ¿;No es así? —Así es. —Pero si ha existido alguna vez en la infinita extensión del tiempo pasado, o existe actualmente, en algún lugar bárbaro y lejano a que nuestra vista no alcance, o ha de existir en el futuro alguna necesidad por la cual se vean obligados a ocuparse de política los filósofos más eminentes, en tal caso nos hallamos dispuestos a sostener con palabras que ha existido, existe o existirá un sistema de gobierno como el descrito, siempre que la musa filosófica llegue a ser dueña del Estado. Porque no es imposible que exista; y cuanto decimos es ciertamente difícil —eso lo hemos reconocido nosotros mismos—, pero no irrealizable. —También yo opino igual —dijo. —Pero ¿;me vas a decir que no es esa, en cambio, la opinión del vulgo? —pregunté. —Tal vez —dijo. —¡;Oh, mi bendito amigo! —dije—. No censures de tal modo a las multitudes. Pues cambiarán de opinión si, en vez de buscarles querella, se les aconseja y se intenta deshacer sus prejuicios contra el amor de la ciencia indicándoles de qué filósofos hablas y definiendo, como hace un instante, su naturaleza y profesión, para que no crean que te refieres a los que ellos se imaginan. ¿;O dirás que no han de cambiar de opinión o a responder de distinto modo ni aun cuando los vean a esa luz? ¿;Piensas tal vez que quien no es envidioso y es manso por naturaleza va a ser violento contra el que no lo sea o a envidiar a quien no envidie? Por mi parte diré, anticipándome a tus objeciones, que un carácter tan difícil puede darse en unas pocas personas, pero no en una multitud. —También yo —dijo— estoy enteramente de acuerdo. —¿;Entonces estarás también de acuerdo en que la culpa de que el vulgo esté mal dispuesto para con la filosofía la tienen aquellos intrusos que, tras haber irrumpido indebidamente en ella, se insultan y enemistan mutuamente y no tratan en sus discursos más que cuestiones personales, comportándose así de la manera menos propia de un filósofo? —Sí —dijo.

El vulgo puede convencerse de la bondad del gobierno de los filósofos —En efecto, ¡;oh Adimanto!, a aquel cuyo espíritu está ocupado con el verdadero ser no le queda tiempo para bajar su mirada hacia las acciones de los hombres ni para ponerse, lleno de envidia y mal querencia, a luchar con ellos; antes bien, como los objetos de su atenta contemplación son ordenados, están siempre del mismo modo, no se hacen daño ni lo reciben los unos de los otros y responden en toda su disposición a un orden racional; por eso ellos imitan a estos objetos y se les asimilan en todo lo posible. ¿;O crees que hay alguna posibilidad de que no imite cada cual a aquello con lo que con vive y a lo cual admira? —Es imposible —dijo. —De modo que, por convivir con lo divino y ordenado, el filósofo se hace todo lo ordenado y divino que puede serlo unhombre; aunque en todo hay pretexto para levantar calumnias. —En efecto. —Pues bien —dije—, si alguna necesidad le impulsa a intentar implantar en la vida pública y privada de los demás hombres aquello que él ve allí arriba, en vez de limitarse a moldear su propia alma, ¿;crees acaso que será un mal creador de templanza y de justicia y de toda clase de virtudes colectivas? —En modo alguno —dijo. —Y si se da cuenta el vulgo de que decíamos verdad con respecto a él, ¿;se irritarán contra los filósofos y desconfiarán de nosotros cuando digamos que la ciudad no tiene otra posibilidad de ser jamás feliz sino en el caso de que sus líneas generales sean trazadas por los dibujantes que copian de un modelo divino? —No se irritarán —dijo—, si se dan cuenta de ello. Pero ¿;qué clase de dibujo es ese de que hablas? —Tendrán —dije— que coger, como se coge una tablilla, la ciudad y los caracteres de los hombres, y ante todo habrán de limpiarla, lo cual no es enteramente fácil. Pero ya sabes que éste es un punto en que desde un principio diferirán de los demás, pues no accederán ni a tocar siquiera a la ciudad o a cualquier particular, ni menos a trazar sus leyes, mientras no la hayan recibido limpia o limpiado ellos mismos. —Y harán bien —dijo. —Y después de esto, ¿;no crees que esbozarán el plan general de gobierno? —¿;Cómo no? —Y luego trabajarán, creo yo, dirigiendo frecuentes miradas a uno y otro lado; es decir, por una parte a lo naturalmente justo y bello y temperante y a todas las virtudes similares, y por otra, a aquellas que irán implantando en los hombres mediante una mezcla y combinación de instituciones de la que, tomando como modelo lo que, cuando se halla en los hombres, define Homero como divino y semejante a los dioses, extraerán la verdadera carnación humana. —Muy bien —dijo. —Y pienso yo que irán borrando y volviendo a pintar este o aquel detalle hasta que hayan hecho todo lo posible por trazar caracteres que sean agradables a los dioses en el mayor grado en que cabe serlo. —No habrá pintura más hermosa que esa —dijo. —¿;No lograremos, pues —dije—, persuadir en algún modo a aquellos de quienes decías que avanzaban con todas sus fuerzas contra nosotros, demostrándoles que ese consumado pintor de gobiernos no es otro que aquel cuyo elogio les hacíamos antes, y por causa del cual se indignaban viendo que queríamos entregarle las ciudades, y no se quedarán algo más tranquilos al oírnoslo decir ahora? —Mucho más —dijo—, si es que son sensatos. —Porque, ¿;qué podrán discutir? ¿;Negarán que los filósofos son amantes del ser y de la verdad? —Sería absurdo —dijo. —¿;Dirán que la naturaleza de ellos, tal como la hemos descrito, no es afín a todo lo más excelente? —Tampoco eso. —¿;Pues qué? ¿;Que una naturaleza así no será buena y filosófica en grado más perfecto que ninguna otra, con tal de que obtenga condiciones adecuadas? ¿;O dirá que lo son más aquellos a quienes excluimos? —No, por cierto. —¿;Se irritarán, pues, todavía cuando digamos nosotros que no cesarán los males de la ciudad y de los ciudadanos, ni se verá realizado de hecho el sistema que hemos forjado en nuestra imaginación, mientras no llegue a ser dueña de las ciudades la clase de los filósofos? —Quizá se irritarán menos —dijo. —¿;Y no prefieres —pregunté— que, en vez de decir ";menos";, los declaremos por perfectamente convencidos y amansados, para que, si no otra razón, al menos la vergüenza les impulse a convenir en ello? —Desde luego —dijo.

Algunos gobernantes son verdaderos filósofos —Pues bien —dije—, helos ya persuadidos de esto. ¿;Y puede alguien negar la posibilidad de que algunos descendientes de rey eso gobernantes resulten acaso ser filósofos por naturaleza? —Nadie —dijo. —¿;O hay quien pueda decir que es absolutamente fatal que se perviertan quienes reúnen tales condiciones? Que es difícil que se salven, eso nosotros mismos lo hemos admitido. Pero que jamás, en el curso entero de los tiempos, pueda salvarse ni uno tan sólo de entre todos ellos, ¿;puede alguien afirmarlo? —¿;Cómo lo va a afirmar? —Ahora bien —dije—, bastaría con que hubiese uno solo, y con que a éste le obedeciera la ciudad, para que fuese capaz de realizar todo cuanto ahora se pone en duda. —Sí que bastaría —dijo. —Y si hay un gobernante —dije— que establezca las leyese instituciones antes descritas, no creo yo imposible que los ciudadanos accedan a obrar en consonancia. —En modo alguno. —Ahora bien, lo que nosotros opinamos, ¿;será acaso sorprendente o imposible que lo opinen también otros? —No creo yo que lo sea —dijo. —Y en la parte anterior dejamos suficientemente demostrado, según yo creo, que nuestro plan era el mejor, siempre que fuese realizable. —En efecto, suficientemente. —Pues bien, ahora hallamos, según parece, que, si es realizable, lo que decimos acerca de la legislación es lo mejor, y que, si bien es difícil que llegue a ser realidad, no es en modo alguno imposible. —Así es —dijo.

7. Educación de los gobernantes-filósofos

—Ya, pues, que, aunque a duras penas, hemos terminado con esto, ahora nos queda por estudiar la manera de que tengamos personas que salvaguarden el Estado; las enseñanzas y ejercicios con los cuales se formarán y las distintas edades en que se aplicarán a cada uno de ellos. —Hay que estudiarlo, sí —dijo. —Entonces —dije— de nada me sirvió la habilidad con que antes pasé por alto las espinosas cuestiones de la posesión de mujeres y procreación de hijos y designación de gobernantes, porque sabía cuán criticable y difícil de realizar era el sistema enteramente conforme a la verdad; pero no por ello ha dejado de venir ahora el momento en que hay que tratarlo. Lo relativo a las mujeres e hijos está ya totalmente expuesto; pero con la cuestión de los gobernantes hay que comenzar otra vez como si estuviésemos en un principio. Decíamos, si lo recuerdas, que era preciso que sometidos a las pruebas del placer y del dolor, resultasen ser amantes de la ciudad, y que no hubiese trabajo ni peligro ni ninguna otra vicisitud capaz de hacerles aparecer como desertores de este principio; al que fracasara había que excluirlo, y al que saliera de todas estas pruebas tan puro como el oro acrisolado al fuego, a ése había que nombrarle gobernante y concederle honores y recompensas tanto en vida como después de su muerte.

Tales eran, poco más o menos, los términos evasivos y encubiertos de que usó la argumentación, porque temía remover lo que ahora se nos presenta. —Muy cierto es lo que dices —repuso—. Sí que lo recuerdo. —En efecto —dije yo—, no me atrevía, mi querido amigo, a hablar con tanto valor como hace un momento; pero ahora arrojémonos ya a afirmar también que es necesario designar filósofos para que sean los más perfectos guardianes. —Quede afirmado —dijo. —Observa ahora cuán probable es que tengas pocos de éstos, pues dijimos que era necesario que estuviesen dotados de un carácter cuyas distintas partes rara vez suelen desarrollarse en un mismo individuo; antes bien, generalmente la tal naturaleza aparece así como desmembrada. —¿;Qué quieres decir? —preguntó. —Ya sabes que quienes reúnen facilidad para aprender, memoria, sagacidad, vivacidad y otras cualidades semejantes, no suelen poseer al mismo tiempo una tal nobleza y magnanimidad que les permita resignarse a vivir una vida ordenada, tranquila y segura; antes bien, tales personas se dejan arrastrar a donde quiera llevarlos su espíritu vivaz, y no hay en ellos ninguna fijeza. —Tienes razón —dijo. —En cambio, a los caracteres firmes y constantes, en los cuales puede uno más confiar, y que se mantienen inconmovibles en medio de los peligros guerreros, les ocurre lo mismo con los estudios; les cuesta moverse y aprender, están como amodorrados y se adormecen y bostezan constantemente en cuanto han de trabajar en alguna de estas cosas. —Así es —dijo. —Pues bien, nosotros afirmábamos que han de participar justa y proporcionadamente de ambos grupos de cualidades, y si no, no seles debe dotar de la más completa educación ni concederles honores o magistraturas. —Bien —dijo. —¿;Y no crees que esta combinación será rara? —¿;Cómo no? —Hay que probarlos, pues, por medio de todos los trabajos, peligros y placeres de que antes hablábamos; y diremos también ahora algo que entonces omitimos: que hay que hacerles ejercitarse en muchas disciplinas, y así veremos si cada naturaleza es capaz de soportarlas más grandes enseñanzas o bien flaqueará, como los que flaquean en otras cosas. —Conviene, en efecto —dijo él—, verificar este examen. Pero, ¿;a qué llamas las más grandes enseñanzas?

El bien, objeto del conocimiento —Tú recordarás, supongo yo —dije—,que colegimos, con respecto a la justicia, templanza, valor y sabiduría, cuál era la naturaleza de cada uno de ellos, pero no sin distinguir antes tres especies en el alma. —Si no lo recordara —dijo—, no merecería seguir escuchando. —¿;Y lo que se dijo antes de eso? —¿;Qué? —Decíamos, creo yo, que, para conocer con la mayor exactitud posible estas cualidades, había que dar un largo rodeo, al término del cual serían vistas con toda claridad; pero que existía una demostración, afín a lo que se había dicho anteriormente, que podía ser enlazada con ello. Vosotros dijisteis que os bastaba, y entonces se expuso algo que, en mi opinión, carecía de exactitud; pero si os agradó, eso sois vosotros quienes lo habéis de decir. —Para mí —dijo—, llenaste la medida, y así se lo pareció también a los otros. —Pero, amigo mío —dije—, en materia tan importante no hay ninguna medida que si se aparta en algo, por poco que sea, de la verdad, pueda en modo alguno ser tenida por tal, pues nada imperfecto puede ser medida de ninguna cosa. Sin embargo, a veces hay quien cree que ya basta y que no hace ninguna falta seguir investigando. —En efecto —dijo—, hay muchos a quienes les ocurre eso por su indolencia. —Pues he ahí —dije— algo que le debe ocurrir menos que a nadie al guardián de la ciudad y de las leyes. —Es natural —dijo. —De modo, compañero, que una persona así debe rodear por lo más largo —dije— y no afanarse menos en su instrucción que en los demás ejercicios. En caso contrario ocurrirá lo que ha poco decíamos: que no llegará a dominar jamás aquel conocimiento que, siendo el más sublime, es el que mejor le cuadra. —Pero ¿;no son aquellas virtudes las más sublimes —dijo—, sino que existe algo más grande todavía que la justicia y las demás que hemos enumerado? —No sólo lo hay —dije yo—, sino que, en cuanto a estas mismas virtudes, no basta con contemplar como ahora, un simple bosquejo de ellas; antes bien, no se debe renunciar a ver la obra en su mayor perfección. ¿;O no es absurdo que, mientras se hace toda clase de esfuerzos para dar a otras cosas de poco momento toda la limpieza y precisión posibles, no se considere dignas de un grado máximo de exactitud a las más elevadas cuestiones? —En efecto. ¿;Pero crees —dijo— que habrá quien te deje seguir sin preguntarte cuál es ese conocimiento el más sublime y sobre qué dices que versa? —En modo alguno —dije—; pregúntamelo tú mismo. Por lo demás, ya lo has oído no pocas veces; pero ahora o no te acuerdas de ello o es que te propones ponerme en un brete con tus objeciones. Más bien creo esto último, pues me has oído decir muchas veces que el más sublime objeto de conocimiento es la idea del bien, que es la que, asociada a la justicia y a las demás virtudes, las hace útiles y beneficiosas. Y ahora sabes muy bien que voy a hablar de ello, y a decir, además, que no lo conocemos suficientemente. Y si no lo conocemos, sabes también que, aunque conociéramos con toda la perfección posible todo lo demás, excepto esto, no nos serviría para nada, como tampoco todo aquello que poseemos sin poseer a un tiempo el bien. ¿;O crees que sirve de algo el poseer todas las cosas, salvo las buenas? ¿;O el conocerlo todo, excepto el bien, y no conocer nada hermoso ni bueno? —No lo creo, ¡;por Zeus! —dijo.

Dificultad de conocer el bien —Ahora bien, también sabes que, para las más de las gentes, el bien es el placer; y para los más ilustrados, el conocimiento. —¿;Cómo no? —Y también, mi querido amigo, que quienes tal opinan no pueden indicar qué clase de conocimiento, sino que al fin se ven obligados a decir que el del bien. —Lo cual es muy gracioso —dijo. —¿;Cómo no va a serlo —dije—, si después de echarnos en cara que no conocemos el bien nos hablan luego como a quien lo conoce? En efecto, dicen que es el conocimiento del bien, como si comprendiéramos nosotros lo que quieren decir cuando pronuncian el nombre del bien. —Tienes mucha razón —dijo. —¿;Y los que definen el bien como el placer? ¿;Acaso no incurren en un extravío no menor que el de los otros? ¿;Nose ven también éstos obligados a convenir en que existen placeres malos? —En efecto. —Les acontece, pues, creo yo, el convenir en que las mismas cosas son buenas y malas. ¿;No es eso? —¿;Qué otra cosa va a ser? —¿;Es, pues, evidente, que hay muchas y grandes dudas sobre esto? —¿;Cómo no? —¿;Y qué? ¿;No es evidente también que mientras con respecto a lo justo y lo bello hay muchos que, optando por la apariencia, prefieren hacer y tener lo que lo parezca, aunque no lo sea, en cambio, con respecto a lo bueno, a nadie le basta con poseerlo que parezca serlo, sino que buscan todos la realidad, desdeñando en ese caso la apariencia? —Efectivamente —dijo. —Pues bien, esto que persigue y con miras a lo cual obra siempre toda alma, que, aun presintiendo que ello es algo, no puede, en su perplejidad, darse suficiente cuenta de lo que es ni guiarse por un criterio tan seguro como en lo relativo a otras cosas, por lo cual pierde también las ventajas que pudiera haber obtenido de ellas… ¿;Consideraremos, pues, necesario que los más excelentes ciudadanos, a quienes vamos a confiar todas las cosas, permanezcan en semejante oscuridad con respecto a un bien tan preciado y grande? —En modo alguno —dijo. —En efecto, creo yo —dije— que las cosas justas y hermosas de las que no se sabe en qué respecto son buenas no tendrán un guardián que valga gran cosa en aquel que ignore este extremo; y auguro que nadie las conocerá suficientemente mientras no lo sepa. —Bien auguras —dijo. —¿;No tendremos, pues, una comunidad perfectamente organizada cuando la guarde un guardián conocedor de estas cosas?

El bien, sol del mundo inteligible —Es forzoso —dijo—. Pero tú, Sócrates, ¿;dices que el bien es el conocimiento, o que es el placer, o que es alguna otra distinta de éstas? —¡;Vaya con el hombre! —exclamé—. Bien se veía desde hace rato que no te ibas a contentar con lo que opinaran los demás acerca de ello. —Porque no me parece bien, ¡;oh Sócrates!—dijo—, que quien durante tanto tiempo se ha ocupado de estos asuntos pueda exponer las opiniones de los demás, pero no las suyas. —¿;Pues qué? —dije yo—. ¿;Te parece bien que hable uno de las cosas que no sabe como si las supiese? —No como si las supiese —dijo—, pero sí que acceda a exponer, en calidad de opinión, lo que él opina. —¿;Y qué? ¿;No te has dado cuenta—dije— de que las opiniones sin conocimiento son todas defectuosas? Pues las mejores de entre ellas son ciegas. ¿;O crees que difieren en algo de unos ciegos que van por buen camino aquellos que profesan una opinión recta pero sin conocimiento? —En nada —dijo. —¿;Quieres, entonces, ver cosas feas, ciegas y tuertas, cuando podrías oírlas claras y hermosas de labios de otros? —¡;Por Zeus! —dijo Glaucón—. No te detengas, ¡;oh Sócrates!, como si hubieses llegado ya al final. A nosotros nos basta que, como nos explicaste lo que eran la justicia, templanza y demás virtudes, del mismo modo nos expliques igualmente lo que es el bien. —También yo, compañero, —dije—, me daría por plenamente satisfecho. Pero no sea que resulte incapaz de hacerlo y provoque vuestras risas con mis torpes esfuerzos. En fin, dejemos por ahora, mis bienaventurados amigos, lo que pueda ser el bien en sí, pues me parece un tema demasiado elevado para que, con el impulso que llevamos ahora, podamos llegar en este momento a mi concepción acerca de ello. En cambio, estoy dispuesto a hablaros de algo que parece ser hijo del bien y asemejarse sumamente a él; eso si a vosotros os agrada, y si no, lo dejamos. —Háblanos, pues —dijo—. Otra vez nos pagarás tu deuda con la descripción del padre. —¡;Ojalá —dije— pudiera yo pagarla y vosotros percibirla entera en vez de contentaros, como ahora, con los intereses !En fin, llevaos, pues, este hijo del bien en sí, este interés producido por él, mas cuidad de que yo no os engañe involuntariamente, pagándo os los réditos en moneda falsa. —Tendremos todo el cuidado posible —dijo—. Pero habla ya. Sí —contesté—, pero después de haberme puesto de acuerdo con vosotros y de haberos recordado lo que se ha dicho antes y se había dicho ya muchas otras veces. —¿;Qué? —dijo. —Afirmamos y definimos en nuestra argumentación—dije— la existencia de muchas cosas buenas y muchas cosas hermosas y muchas también de cada una de las demás clases. —En efecto, así lo afirmamos. —Y que existe, por otra parte, lo bello en sí y lo bueno en sí; y del mismo modo, con respecto a todas las cosas que antes definíamos como múltiples, consideramos, por el contrario, cada una de ellas como correspondiente a una sola idea, cuya unidad suponemos, y llamamos a cada cosa ";aquello que es";. —Tal sucede. —Y de lo múltiple decimos que es visto, pero no concebido, y de las ideas, en cambio, que son concebidas, pero no vistas. —En absoluto. —Ahora bien, ¿;con qué parte de nosotros vemos lo que es visto? —Con la vista —dijo. —¿;Y no percibimos —dije— por el oído lo que se oye y por medio de los demás sentidos todo lo que se percibe? —¿;Cómo no? —¿;No has observado —dije— de cuánta mayor generosidad usó el artífice de los sentidos para con la facultadde ver y ser visto? —No, en modo alguno —dijo. —Pues considera lo siguiente: ¿;existe alguna cosa de especie distinta que les sea necesaria al oído para oíro a la voz para ser oída; algún tercer elemento en ausencia del cual no podrá oír el uno ni ser oída la otra? —Ninguna —dijo. —Y creo también —dije yo— que hay muchas otras facultades, por no decir todas, que no necesitan de nada semejante. ¿;O puedes tú citarme alguna? —No, por cierto —dijo. —Y en cuanto a la facultad de ver y ser visto, ¿;note has dado cuenta de que ésta sí que necesita? —¿;Cómo? —Porque aunque, habiendo vista en los ojos, quiera su poseedor usar de ella, y aunque esté presente el color en las cosas, sabes muy bien que si no se añade la tercera especie particularmente constituida para este mismo objeto, ni la vista verá nada ni los colores serán visibles. —¿;Y qué es eso —dijo— a que te refieres? —Aquello —contesté— a lo que tú llamas luz. —Tienes razón —dijo. —No es pequeña, pues, la medida en que, por lo que toca a excelencia, supera el lazo de unión entre el sentido de la vista y la facultad de ser visto a los que forman las demás uniones; a no ser que la luz sea algo despreciable. —No —dijo—; está muy lejos de serlo.

8. La idea de bien, causa del conocimiento

—¿;Y a cuál de los dioses del cielo puedes indicar como dueño de estas cosas y productor de la luz, por medio de la cual vemos nosotros y son vistos los objetos con la mayor perfección posible? —Al mismo —dijo— que tú y los demás, pues es evidente que preguntas por el sol. —Ahora bien, ¿;no se encuentra la vista en la siguiente relación con respecto a este dios? —¿;En cuál? —No es sol la vista en sí, ni tampoco el órgano en que se produce, al cual llamamos ojo. —No, en efecto. —Pero éste es, por lo menos, el más parecido al sol, creo yo, de entre los órganos de los sentidos. —Con mucho. —Y el poder que tiene, ¿;no lo posee como algo dispensando por el sol en forma de una especie de emanación? —En un todo. —¿;Más no es así que el sol no es visión, sino que siendo causante de ésta, es percibido por ella misma? —Así es —dijo. —Pues bien, he aquí —continué— lo que puedes decir que yo designaba como hijo del bien, engendrado por éste a su semejanza como algo que, en la región visible, se comporta, con respecto a la visión y a lo visto, del mismo modo que aquél en la región inteligible con respecto a la inteligencia y a lo aprehendido por ella. —¿;Cómo? —dijo—. Explícamelo algo más. —¿;No sabes —dije—, con respecto a los ojos, que, cuando no se les dirige a aquello sobre cuyos colores se extienda la luzdel sol, sino a lo que alcanzan las sombras nocturnas, ven con dificultad y parecen casi ciegos, como si no hubiera en ellos visión clara? —Efectivamente —dijo. —En cambio, cuando ven perfectamente lo que el sol ilumina, se muestra, creo yo, que esa visión existe en aquellos mismos ojos. —¿;Cómo no? —Pues bien, considera del mismo modo lo siguiente con respecto al alma. Cuando ésta fija su atención sobre un objeto iluminado por la verdad y el ser, entonces lo comprende y conoce y demuestra tener inteligencia; pero cuando la fija en algo que está envuelto en penumbras, que nace o parece, entonces, como no ve bien, el alma no hace más que concebir opiniones siempre cambiantes y parece hallarse privada de toda inteligencia. —Tal parece, en efecto. —Puedes, por tanto, decir que lo que proporciona la verdad a los objetos del conocimiento y la facultad de conocer al que conoce, es la idea del bien a la cual debes concebir como objeto del conocimiento pero también como causa de la ciencia y de la verdad; y así, por muy hermosas que sean ambas cosas, el conocimiento y la verdad, juzgarás rectamente si consideras esa idea como otra cosa distinta y más hermosa todavía que ellas. Y en cuanto al conocimiento y la verdad, del mismo modo que en aquel otro mundo se puede creer que la luz y la visión se parecen al sol, pero no que sean el mismo sol, del mismo modo en éste es acertado el considerar que uno y otra son semejantes al bien, pero no lo es el tener a uno cualquiera de los dos por el bien mismo, pues es mucho mayor todavía la consideración que se debe a la naturaleza del bien. —¡;Qué inefable belleza —dijo— le atribuyes! Pues, siendo fuente del conocimiento y la verdad, supera a ambos, según tú, en hermosura. No creo, pues, que lo vayas a identificar con el placer. —Ten tu lengua —dije—. Pero continúa considerando su imagen de la manera siguiente. —¿;Cómo? —Del sol dirás, creo yo, que no sólo proporciona a las cosas que son vistas la facultad de serlo, sino también la generación, el crecimiento y la alimentación; sin embargo, él no es generación

Niveles de realidad y de conocimiento Entonces Glaucón dijo con mucha gracia: —¡;Por Apolo! ¡;Qué maravillosa superioridad! —Tú tienes la culpa —dije—, porque me has obligado a decir lo que opinaba acerca de ello. —Y no te detengas en modo alguno— dijo—. Sigue exponiéndonos, si no otra cosa, al menos la analogía con respecto al sol, si es que te queda algo que decir. —Desde luego —dije—; es mucho lo que me queda. —Pues bien —dijo—, no te dejes ni lo más insignificante. —Me temo —contesté— que sea mucho lo que me deje. Sin embargo, no omitiré de intento nada que pueda ser dicho en esta ocasión. —No, no lo hagas —dijo. —Pues bien —dije—, observa que, como decíamos, son dos, y que reinan, el uno en el género y región inteligibles, y el otro, en cambio, en la visible; y no digo que en el cielo para que no creas que juego con el vocablo. Sea como sea, ¿;tienes ante tiesas dos especies, la visible y la inteligible? —Las tengo. —Toma, pues, una línea que esté cortada en dos segmentos desiguales y vuelve a cortar cada uno de los segmentos, el del género visible y el del inteligible, siguiendo la misma proporción. Entonces tendrás, clasificados según la mayor claridad u oscuridad de cada uno: en el mundo visible, un primer segmento, el de las imágenes. Llamo imágenes ante todo a las sombras, y en segundo lugar, a las figuras que se forman en el agua y en todo lo que es compacto, pulido y brillante, y a otras cosas semejantes, si es que me entiendes. —Sí que te entiendo. —En el segundo pon aquello de lo cual esto es imagen: los animales que nos rodean, todas las plantas y el género entero de las cosas fabricadas. —Lo pongo —dijo. —¿;Accederías acaso —dije yo— a reconocer que lo visible se divide, en proporción a la verdad o a la carencia de ella, de modo que la imagen se halle, con respecto a aquello que imita, en la misma relación en que lo opinado con respecto a lo conocido? —Desde luego que accedo —dijo. —Considera, pues, ahora de qué modo hay que dividir el segmento de lo inteligible. —¿;Cómo? —De modo que el alma se vea obligada a buscar la una de las partes sirviéndose, como de imágenes, de aquellas cosas que antes eran imitadas, partiendo de hipótesis y encaminándose así, no hacia el principio, sino hacia la conclusión; y la segunda, partiendo también de una hipótesis, pero para llegara un principio no hipotético y llevando a cabo su investigación con la sola ayuda de las ideas tomadas en sí mismas y sin valerse de las imágenes a que en la búsqueda de aquello recurría. —No he comprendido de modo suficiente —dijo— eso de que hablas. —Pues lo diré otra vez —contesté—. Y lo entenderás mejor después del siguiente preámbulo. Creo que sabes que quienes se ocupan de geometría, aritmética y otros estudios similares, dan por supuestos los números impares y pares, las figuras, tres clases de ángulos y otras cosas emparentadas con éstas y distintas en cada caso; las adoptan como hipótesis, procediendo igual que si las conocieran, y no se creen ya en el deber de dar ninguna explicación ni a sí mismos ni a los demás con respecto a lo que consideran como evidente para todos, y de ahíes de donde parten las sucesivas y consecuentes deducciones que les llevan finalmente a aquello cuya investigación se proponían. —Sé perfectamente todo eso —dijo. —¿;Y no sabes también que se sirven de figuras visibles acerca de las cuales discurren, pero no pensando en ellas mismas, sino en aquello a que ellas se parecen, discurriendo, por ejemplo, acerca del cuadrado en sí y de su diagonal, pero no acerca del que ellos dibujan, e igualmente en los demás casos; y que así, las cosas modeladas y trazadas por ellos, de que son imágenes las sombras y reflejos producidos en el agua, las emplean, de modo que sean a su vez imágenes, en su deseo de ver aquellas cosas en sí que no pueden ser vistas de otra manera sino por medio del pensamiento? —Tienes razón —dijo.

9. La dialéctica y el conocimiento del principio supremo

—Y así, de esta clase de objetos decía yo que era inteligible, pero que en su investigación se ve el alma obligada a servirse de hipótesis y, como no puede remontarse por encima de éstas, no se encamina al principio, sino que usa como imágenes aquellos mismos objetos, imitados a su vez por los de abajo, que, por comparación con éstos, son también ellos estimados y honrados como cosas palpables. —Ya comprendo —dijo—; te refieres a lo que se hace en geometría y en las ciencias afines a ella. —Pues bien, aprende ahora que sitúo en el segundo segmento de la región inteligible aquello a que alcanza por sí misma la razón valiéndose del poder dialéctico y considerando las hipótesis no como principio, sino como verdaderas hipótesis, es decir, peldaños y trampolines que la eleven hasta lo no hipotético, hasta el principio de todo; y una vez haya llegado a éste, irá pasando de una a otra de las deducciones que de él dependen hasta que, de ese modo, descienda a la conclusión sin recurrir en absoluto a nada sensible, antes bien, usando solamente de las ideas tomadas en sí mismas, pasando de una a otra y terminando en las ideas. —Ya me doy cuenta —dijo—, aunque no perfectamente, pues me parece muy grande la empresa a que te refieres, de que lo que intentases dejar sentado que es más clara la visión del ser y de lo inteligible que proporciona la ciencia dialéctica que la que proporcionan las llamadas artes, a las cuales sirven de principios las hipótesis; pues aunque quienes las estudian se ven obligados a contemplarlos objetos por medio del pensamiento y no de los sentidos, sin embargo, como no investigan remontándose al principio, sino partiendo de hipótesis, por eso te parece a ti que no adquieren conocimiento de esos objetos que son, empero, inteligibles cuando están en relación con un principio. Y creo también que a la operación de los geómetras y demás las llamas pensamiento, pero no conocimiento, porque el pensamiento es algo que está entre la simple creencia y el conocimiento. —Lo has entendido —dije— con toda perfección. Ahora aplícame a los cuatro segmentos estas cuatro operaciones que realiza el alma: la inteligencia, al más elevado; el pensamiento, al segundo; al tercero dale la creencia y al último la imaginación; y ponlos en orden, considerando que cada uno de ellos participa tanto más de la claridad cuanto más participen de la verdad los objetos a que se aplica. —Ya lo comprendo —dijo—; estoy de acuerdo y los ordeno como dices. Platón: República, libro VI

 

 

Autor:

Licenciado José Luis Dell’Ordine

Partes: 1, 2
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