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Geoffrey Chew: Apogeo y decadencia de la democracia nuclear


Partes: 1, 2, 3
Monografía destacada
  1. Introducción
  2. Introducción histórica, breve semblanza biográfica y juventud
  3. Los comienzos de la carrera de Chew
  4. El exilio
  5. El regreso a Berkeley – Madurez como físico teórico
  6. El programa de la democracia nuclear en decadencia
  7. Los epígonos de Chew
  8. Referencias bibliográficas

(Estudio sobre historia de la física en el siglo XX, el desarrollo de la teoría atómica y la propuesta de la democracia nuclear por parte del físico estadounidense Geoffrey Chew)

(El presente trabajo puede copiar, reproducirse y difundirse libremente, siempre que se cite la fuente, el autor y su página web)

Palabras clave: filosofía, ciencia, historia, historia de la ciencia, chew, capra, átomo, física, democracia nuclear, universidad, Berkeley, s-matrix, bootstrap, Feynman, McCarthy, Oppenheimer, loyalty oath, Einstein, Bohr, Heisenberg, David Bohm, bomba atómica, quark.

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Geoffrey Chew

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Geoffrey Chew y Rudolf Peiers

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Geoffrey Chew

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Geoffrey Chew y Steven Weinberg

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Introducción

La Física del siglo XX supuso, sin duda, un gran cambio en comparación con los desarrollos teóricos anteriores. Se trata de un tema ampliamente expuesto en numerosas publicaciones, pero debemos hacer referencia a él porque nos servirá de introducción para enmarcar este trabajo. En este siglo, esta ciencia pasó de parecer una disciplina conclusa y perfecta sobre la que quedaba poco por decir a abrírsele todo un nuevo mundo ante sus ojos. Hasta finales del siglo XIX, en ella dominaba un paradigma mecanicista y determinista, procedente de la síntesis entre la física newtoniana y el mecanicismo cartesiano de la res extensa. El espacio y el tiempo absolutos, la creencia en la validez del principio de causalidad y la absoluta seguridad de que, si alguien conociera todas las fuerzas y las posiciones de los seres naturales y pudiera analizar todos los datos derivados de ellos, conocería todo el pasado, el presente y el futuro del universo (el determinismo clásico, tal como lo formuló Laplace) eran sus pilares principales. Es cierto que había discusiones sobre si la naturaleza de la luz era corpuscular (tesis defendida por Newton) u ondulatoria (la tesis de Huygens, Young, Maxwell y Hertz), y que esta última había triunfado desde mediados del siglo XIX, pero que los rayos de luz no consistieran en los haces de partículas que en su día defendió Newton no se consideraba un problema importante para el sistema en su globalidad. Además, Maxwell había enunciado sus ecuaciones del electromagnetismo -que parecían unificar todos los fenómenos de este ámbito-, había respaldado la hipótesis del éter como medio para explicar la propagación de las ondas de luz, y el ambiente de optimismo y confianza en el cientifismo positivista hacía que se considerara a la Física como una ciencia prácticamente completa.

Sin embargo, el éter seguía siendo sólo una hipótesis, y había investigadores que deseaban otorgarle un carácter más sólido y material. Después del intento de demostración de la existencia del éter por parte de Fizeau en 1851, en 1887 Albert Michelson y Edward Morley realizaron el primero de una larga serie de experimentos para medir la velocidad de la Tierra respecto al éter, y con ello demostrar la existencia de éste. Contra todo pronóstico, el resultado fue que no parecía que hubiese tal "viento de éter". Como era lógico, el experimento se repitió, pero el resultado fue el mismo. Como también era lógico esperar, enseguida surgieron las hipótesis ad hoc para salvar las apariencias, pero fue evidente su artificialidad y falta de coherencia. Por tanto, en contra de lo que se esperaba, lo que se consiguió fue que se pusiera en duda la misma existencia del éter y que Lorentz y FitzGerald enunciaran sus ecuaciones de transformación, que a su vez fueron la base de la teoría de la relatividad especial, obra de Einstein. Todo este embrollo comenzó a poner en duda la validez del paradigma mecanicista en lo que podríamos llamar "ámbito de de lo grande", en el que Einstein pondría fin al espacio y el tiempo absolutos de la mecánica clásica.

En el "ámbito de lo pequeño", a finales del XIX y comienzos del XX fue creciendo el cúmulo de conocimientos sobre los rayos X, la radioactividad y la estructura del átomo, que se encarnó en los modelos de Thomson y de Rutherford, entre otros avances. Tuvo que ser Planck, un físico con clara tendencia de la vieja escuela, quien, en su investigación sobre el cuerpo negro de Kirchhoff, descubriera que la radiación se emitía o absorbía no de forma continua -como se pensaba hasta entonces-, sino en cantidades discretas, los cuantos de energía que él expresó en su fórmula E = hv, donde la energía equivale a la frecuencia (v), multiplicada por h, que simboliza la famosa "constante de Planck". La energía no se transmitía, por tanto, de manera continua. Había nacido la que después se conocería como "antigua teoría cuántica". Después de que Einstein se diera cuenta -en su artículo de 1905 sobre el efecto fotoeléctrico- de la importancia de lo que Planck había descubierto -no sólo involuntariamente, sino casi contra su voluntad-, y después de que Niels Bohr mejorara en 1913 el modelo atómico de Rutherford, y en 1925 Schrödinger y Heisenberg desarrollaran sus mecánicas ondulatoria y matricial, nació la mecánica cuántica, que supuso un varapalo al paradigma mecanicista en el "ámbito de lo pequeño", ya que con su dualidad onda-partícula y su principio de incertidumbre/indeterminación permitió poner en duda el principio de causalidad y el determinismo laplaciano que habían estado vigentes en Física durante mucho tiempo.

Además de estas transformaciones "internas" -que a su vez pueden tener causas externas-, otro cambio importante fue la posición de la Física en la sociedad, en especial la de la física teórica. Ésta, hasta finales del siglo XIX, no era un campo bien considerado socialmente, y en cambio sí lo eran la química y la física experimental. Por ejemplo, se dice que cuando, Planck aceptó la cátedra de física teórica de la Universidad de Berlín, en 1889, muchos físicos pensaban que este campo en realidad era más bien superfluo; en cambio, la física experimental gozaba de gran prestigio. Esto precisamente tenía relación con lo que antes hemos comentado sobre la aparente imposibilidad de perfeccionar o completar lo ya enunciado por esta disciplina. Así aconsejaba von Jolly al joven Planck en 1874: "La física teórica es una materia muy elegante, pero es poco probable que usted pueda llegar a añadirle nada nuevo de importancia fundamental" (Max Planck Society).

En el período de entreguerras esta situación comenzó a variar, y con la Segunda Guerra Mundial llegó la gran explosión (un término bastante adecuado) de la física teórica. Si la Primera Guerra Mundial fue la guerra de los químicos -como bien dicen Sánchez Ron y Kevles-, la Segunda fue la de los físicos. La entrada en escena de la energía nuclear supuso un cambio radical en la posición de la física teórica en la sociedad, lo cual implicó, inevitablemente, su politización. El caso de Los Álamos -con la colosal reunión de científicos, militares y políticos, en medio de un desierto norteamericano, con el objetivo de construir la bomba atómica, y todas las consecuencias posteriores, surgidas durante la posguerra y la Guerra Fría– es un excelente ejemplo.

Geoffrey Chew, el protagonista de este trabajo -como veremos más adelante-, comenzó su carrera precisamente en Los Álamos, en el equipo de Robert Oppenheimer, sufrió en cierta medida la represión que a finales de los cuarenta y comienzos de los cincuenta ejercieron el Comité de Actividades Anti-Americanas y el equipo del senador McCarthy, y en medio de este ambiente opresivo adoptó una posición liberal en política, progresista en pedagogía y rupturista en Física, posiblemente influido por el ambiente de su época.

Explicaremos todo esto en el transcurso del trabajo. De momento, en la presente introducción nos sugiere -y consideramos pertinente decir aquí algo sobre el tema- la cuestión de la relación entre ciencia y sociedad. Como dice el profesor Solís en Razones e intereses, la historia de la ciencia, a grandes rasgos, se puede abordar desde una perspectiva objetivista -la considerada tradicional-, según la cual todo se explica mediante causas internas a la propia ciencia, y "en la que tienen poca cabida las circunstancias sociales o el contexto metafísico de las teorías científicas"; Otto Neugebauer sería un buen ejemplo de esta posición. Frente a este enfoque se sitúa el de la concepción sociologista de la ciencia, representado por Barry Barnes y la Escuela de Edimburgo:

Barry Barnes critica la concepción objetivista de la ciencia del tipo de la de Neugebauer, según la cual el conocimiento genuino es una representación justificada de la realidad, al margen de los intereses individuales y sociales de los científicos (…) Frente a dicha concepción, Barnes señala que el conocimiento está producido por grupos que interactúan socialmente (…) Un caso aún más extremo es el de S. Woolgar, quien afirma que los objetos del mundo natural se constituyen en virtud de la representación, en vez de ser algo preexistente a nuestros esfuerzos por descubrirlos (…) Ni lógica, ni hechos, ni mundo; sólo invención social (Solís, 1994: 11-12).

Y nos sigue explicando:

Llamo aquí concepción racionalista a aquella que estima que la ciencia es el mejor ejemplo de actividad racional, en la que las decisiones se toman en virtud de reglas y argumentos válidos universalmente (…) Por otro lado, llamo concepción sociologista a la que se propone ser neutral respecto a la racionalidad e irracionalidad, respecto a la verdad y falsedad o, en general, respecto a cualesquiera valoraciones, a fin de concentrarse exclusivamente en el estudio de la ciencia como si fuese un proceso natural en el que las decisiones se toman no por razones, sino por causas sociales.

Dentro de los sociologistas hay dos tendencias: en primer lugar, los etnometodólogos, que son relativistas tanto en lo epistemológico (no hay conocimiento objetivo) como en lo ontológico (no hay una realidad independiente de las construcciones sociales. En segundo lugar, siguiendo a Solís, los partidarios del llamado "Programa Fuerte para la sociología de la ciencia" continúan teniendo viejos prejuicios como el de creer que existe un mundo exterior que de alguna manera constriñe nuestras creencias. Esta tendencia, aunque sea relativista, acepta que la ciencia tiene algún sentido. No obstante, frente a los racionalistas, explican las decisiones científicas en términos de intereses, no de razones, de modo que los conocimientos generados sobre la naturaleza no son objetivos, sino objetos socialmente construidos a partir de esos intereses (Cfr. Solís, 1994).

Por su parte, León Olivé afirma, en la introducción a La Explicación Social del Conocimiento, que "el conocimiento es un hecho social. Seguramente pocos filósofos y casi ningún sociólogo disputarían hoy en día la verdad de esta afirmación". Verdad evidente en sí misma -casi podríamos decir-, pero no es menos obvio que el problema consiste en explicar qué quiere decir esto exactamente y qué implicaciones tiene. Dependiendo de la perspectiva que se tome, significará una cosa u otra:

Así, desde la perspectiva tradicional no hay lugar para una verdadera sociología del conocimiento. El auténtico conocimiento, creencia verdadera y justificada, se debe explicar sobre fundamentos puramente epistemológicos (…) Cabe aclarar que el enfoque tradicional no prohíbe toda explicación causal de las creencias. Lo que sostiene es, si se nos permite la insistencia, que es incorrecto tratar de explicar creencias verdaderas por referencia a factores sociales causales (Olivé, 1985: 13).

Olivé pasa después revista a la perspectiva contraria, la de la sociología de la ciencia, que incluye varias tendencias, pero todas comparten la misma tesis:

La ciencia es una actividad de seres humanos que actúan e interactúan, y por tanto una actividad social. Su conocimiento, sus afirmaciones, sus técnicas han sido creados por seres humanos y desarrollados, alimentados y compartidos entre grupos de seres humanos. Por tanto, el conocimiento científico es esencialmente conocimiento social. Como una actividad social, la ciencia es claramente un producto de una historia y de un proceso que ocurre en el tiempo y en el espacio, y que involucra actores humanos. Estos actores tienen vidas no sólo dentro de la ciencia, sino en sociedades más amplias de las cuales son miembros (Mendelsohn, 1977: 3. En Olivé, 1985: 22).

Una vez hecho este rápido repaso a las principales teorías sobre el tema, centrándonos en la labor que nos ocupa y partiendo de que el entorno social debe tener al menos alguna influencia -aunque no sea determinante- sobre el desarrollo científico, en el presente trabajo intentaremos mostrar la influencia de los factores sociopolíticos sobre ciertas teorías físicas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, a través del estudio de la figura del científico norteamericano Geoffrey Chew. Creemos que a lo largo de la exposición se hará evidente que el ambiente en que vivieron y trabajaron los físicos de la época de la posguerra influyó de forma decisiva en su labor. Nos parecería demasiado difícil de justificar una explicación excesivamente determinista acerca de los factores socioculturales, al estilo de la ya clásica tesis de Paul Forman sobre la fuerte influencia de la situación política y cultural de la Alemania posterior a la Primera Guerra Mundial en los físicos alemanes, que habrían estado predispuestos a aceptar una mecánica cuántica que negara el principio de causalidad (Cfr. Forman, 1971). En cambio, defender cierta interacción entre lo sociocultural y lo científico, con influencias en ambos sentidos, nos parece más apropiado, sobre todo para un proyecto de investigación como éste. Cuando al que esto suscribe le llegue la hora de defender su tesis, tendrá que definirse completamente en lo relativo a este complejo tema.

Un último aspecto que nos gustaría comentar en esta introducción es el nivel de comprensión de las teorías físico-matemáticas necesario para poder hacer historia de la ciencia. No voy a entrar a fondo en esta compleja cuestión teórica, que va más allá del objetivo de este trabajo, que es exponer la vida y la obra de Geoffrey Chew en relación con su contexto social y político, pero sí me gustaría comentar algo al respecto. Es lógico que, para conocer a fondo una teoría física, sea fundamental discernir el aparato matemático que utiliza. Como bien dice Harry Collins, "es obvio, para todos los que trabajan en el campo de la Física, que conocer las matemáticas utilizadas es imprescindible para entender las teorías. En esto consiste realmente comprender las teorías físicas, dado que las matemáticas son la forma en que ellas se expresan" (Collins, 2007: 667). No obstante, se puede lograr un nivel suficiente de interpretación de un artículo o teoría, sin tener por qué dominar al detalle todo el aparato, para hacer historia de la ciencia. El mismo Collins establece varios niveles de conocimiento en relación con las matemáticas, y asegura que, para conocer los desarrollos de la Física y poder hablar sobre ellos, no es obligatorio tener un alto grado de conocimiento en este campo. La física actual es matemática, sin duda, y quienes poseen grandes conocimientos de este disciplina tienen un lugar entre los físicos más prestigiosos, pero los físicos no siempre utilizan un alto nivel matemático en sus escritos, e incluso ha habido físicos brillantes que no han sido muy buenos matemáticos, por ejemplo Niels Bohr, como atestiguaron su hermano Harald y su colega Heisenberg (Collins, 2007: 669-670); por ello, quienes pertenecen a otros campos del saber no necesitan ser expertos para entender las teorías físicas. Lo que requieren es una buena comprensión de los desarrollos conceptuales y conocer sus implicaciones (Cfr. Collins, 2007). En el caso de un estudioso con formación filosófica, lo que debe poder hacer es seguir la explicación expuesta en el artículo o libro -aunque no sea capaz de desentrañar todo su planteamiento-, conocer la teoría y entender sus consecuencias. El investigador de la filosofía y de la historia de la ciencia puede hablar legítimamente sobre algo tan técnico como las teorías de la Física, a otro nivel y en un plano distinto al que podría adoptar un científico, que no tiene por qué ser mejor ni peor, sino simplemente distinto. Y normalmente -podríamos añadir-, su visión va a ser más amplia y general que la que pueda ofrecer el especialista en ese campo. Por nuestra parte, esperamos cumplir este objetivo en el presente trabajo y en la tesis doctoral que emprendamos.

Me gustaría aprovechar esta presentación para decir que la bibliografía utilizada es casi exclusivamente en inglés, que hemos traducido las citas al castellano en todos los casos para ganar en claridad y que la traducción de los textos es nuestra, excepto cuando exista versión española y la hayamos utilizado.

Introducción histórica, breve semblanza biográfica y juventud

Geoffrey Foucar Chew nació el cinco de junio de 1924 en Washington D.C., lugar donde también vivió durante su niñez y su primera juventud. Además de estudiar, desde muy joven se dedicó al deporte, en concreto al béisbol, afición que no se convirtió en carrera profesional por culpa de unos problemas de espalda. Martin Goldberger, otro físico, llegó a decir que fue toda una suerte que Chew sufriera esos problemas de espalda porque lo que perdió el béisbol lo ganó la Física (Goldberger, 1985: 245).

Chew pertenece a la generación de físicos inmediatamente posterior a la de Feynman y Schwinger, y comenzó a destacar en su campo a mediados de la década de los cincuenta del siglo XX. No ha sido un científico de geniales descubrimientos como Newton, Einstein, Bohr o Heisenberg. Tampoco una brillante figura como Oppenheimer, y tal vez ni siquiera un físico de primera fila como Fermi, Pauli, Feynman o Weinberg. No obstante, su labor ha sido muy productiva y su trabajo de difusión ha sido excelente gracias al énfasis que siempre puso en la formación de sus alumnos. Además, fue una persona comprometida en proyectos políticos relacionados con la defensa de las libertades individuales, durante la época más oscura de la historia estadounidense del siglo XX. Y, lo que es más importante para el presente trabajo, protagonizó uno de los episodios más interesantes de la Física del pasado siglo, con importantes repercusiones a nivel científico y filosófico, como ya veremos. Por otra parte -aunque esto sea más bien ajeno a nuestra condición de investigadores-, Chew ha sido también un hombre de gran encanto personal; además de sus buenas dotes físicas e intelectuales, todos los testimonios apuntan a que es una excelente persona con gran poder de persuasión. Su éxito en este aspecto también incluyó el éxito con las mujeres; no en vano solían llamarle "el hombre más atractivo de la Física de Altas Energías", hasta el punto de que más de una secretaria de departamento universitario tenía una fotografía suya sobre la mesa. No obstante, ese poder de seducción no era sólo para el sexo femenino, y por eso John Polkinghorne comentaba que Chew es un hombre al que uno estaría contento de comprarle un coche usado; tanto es así que su mayor influencia sobre el mundo de la ciencia la realizó al modo de un vendedor (de ideas) (Polkinghorne, 1985: 23).

Chew estudió en la George Washington University. En 1944, ya graduado por esa universidad, George Gamow -que había sido uno de sus profesores y a quien nuestro protagonista debe su interés por la física de partículas (Gordon, 1998: 15)- le reclutó para el equipo de científicos de Los Álamos, donde Robert Oppenheimer dirigía el Proyecto Manhattan, que hizo posible la construcción de las primeras bombas atómicas; en concreto, se unió al grupo de Edward Teller y Emil Konopinski. Aunque la historia sea bien conocida y pueda leerse en cualquier manual de historia de la ciencia, vamos a resumirla para que sirva de introducción a la época que vamos a tratar y a la figura de Geoffrey Chew.

En la búsqueda de los elementos que en la tabla periódica están situados más allá del uranio -los llamados "transuránicos"-, el italiano Enrico Fermi vio en 1934 que, cuando bombardeaba con neutrones un átomo, éste solía convertirse en el siguiente elemento en cuanto a su número atómico. Probó a bombardear el uranio y obtuvo algo que pensó que sería el elemento siguiente, el 93, transuránico y no existente en la naturaleza. Pero en 1938, los físicos alemanes Otto Hahn y Fritz Strassman se dieron cuenta de que lo que en realidad había sucedido es que el átomo de uranio se había dividido en dos, es decir, se había conseguido la fisión radioactiva. Los núcleos resultantes se separan a gran velocidad, y de ellos se liberan neutrones que pueden, a su vez, descomponer nuevos núcleos. Sabían que, si se lograra una reacción en cadena, en la cual unos neutrones iniciales descomponen átomos de uranio -con la consiguiente producción de más neutrones que repiten el mismo proceso-, se generaría una potencia explosiva desconocida hasta entonces. Su colaboradora Lise Meitner, que por su origen judío había tenido que exiliarse en Copenhague, escribió junto con su sobrino -Otto Frisch- un artículo para explicar el proceso. Se lo entregaron a Niels Bohr, ya toda una institución en Dinamarca. En enero de 1939, cuando se publicó el artículo, Bohr viajó a Estados Unidos para informar a sus colegas norteamericanos. Éstos decidieron estudiar el asunto y confirmaron en poco tiempo que era posible la fisión del uranio.

El 2 de agosto de 1939, Albert Einstein -que residía en Estados Unidos tras su huida de la Alemania nazi por su condición de judío-, preocupado por la inminente guerra mundial y el potencial militar alemán, dirige una carta al presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, comentándole las investigaciones realizadas recientemente por los científicos Enrico Fermi y Leo Szilard a partir del descubrimiento de Hahn y Strassman, gracias a las cuales el uranio podría convertirse, en un futuro cercano, en una nueva e importante fuente de armas militares. Einstein recomendaba el inicio de un programa de investigación sobre el uso militar de la energía atómica, con el objetivo de frenar la amenaza nazi. En octubre de ese año, con la guerra ya en curso -aunque con los Estados Unidos aún fuera de ella-, Roosevelt autoriza la fabricación de una bomba atómica. Durante los dos primeros años el proyecto atómico no pasa de ser precisamente eso, un proyecto, y la inversión en él es pequeña. Sin embargo, a finales de 1941, cuando Estados Unidos entra en guerra con Japón, la situación cambia: el programa nuclear adquiere la máxima prioridad, y Gran Bretaña y Canadá se suman a él, que ahora pasa a llamarse "Proyecto Manhattan". Miles de científicos, algunos de los más importantes de la época, colaboran y trabajan bajo la dirección científica de Robert Oppenheimer y la supervisión militar del general Leslie Groves, para fabricar dos tipos de bomba atómica: una basada en el uranio y otra en el plutonio.

El 12 de abril de 1945 muere F. D. Roosevelt, y le sucede en el cargo el hasta entonces vicepresidente Harry Truman. El nuevo presidente, que en principio desconocía la existencia del Proyecto Manhattan, es informado de todos sus pormenores: en tres meses Estados Unidos podría disponer de una bomba capaz, por sí sola, de destruir toda una ciudad. Él será quien deba tomar la última decisión al respecto.

El 7 de mayo de 1945 Alemania se rinde, pero aún prosigue la guerra contra Japón, un enemigo casi totalmente derrotado. Los Estados Unidos sabían que Japón estaba sobradamente vencido, que reconocía su derrota y que deseaba rendirse, pero lo harían con la condición de que se conservara la figura del emperador, es decir, una rendición negociada. A pesar de ello, el presidente Truman exige la rendición incondicional a Japón, que no responde a la exigencia. El 4 de julio Churchill comunica a Truman la aprobación de Gran Bretaña para el uso de la bomba. El 16 de julio, Oppenheimer acciona el mecanismo que permite detonar la primera bomba atómica. La prueba, bautizada con el nombre de Trinity, explosiona una de las tres bombas nucleares (una de uranio y dos de plutonio) que se habían obtenido hasta ese momento. Fue en una zona desértica, a ochenta kilómetros de Alamogordo. El proyecto Manhattan culmina con éxito, y Oppenheimer, al ver ascender el hongo nuclear a los cielos, pronuncia su famosa frase: "Me he convertido la muerte, la destructora de mundos", citando el texto sagrado hindú Bhagavad-Guita (Oppenheimer sabía leer sánscrito). El 17 de julio de 1945, Truman, presente en la Conferencia de Potsdam, recibe la noticia de los resultados de Trinity. El 26 de julio se redacta la Declaración de Potsdam, en la que se exige a Japón la rendición incondicional. Se trataba de un ultimátum que afirmaba que, sin una rendición de ese tipo, los aliados atacarían Japón y arrasarían el país; no obstante, no se mencionaba la utilización del arma nuclear. El gobierno japonés no hace caso a la declaración de los aliados y Truman, desde Potsdam, da la orden de lanzar la primera bomba atómica. El comandante Paul Tibbets es el encargado de arrojar Little boy desde el avión Enola Gay; la hora fatídica, las 8:15; la fecha: seis de agosto de 1945. Tres días después, el bombardero B-29 apodado Bock"s Car deja caer sobre el centro de Nagasaki la segunda bomba atómica, Fat Man. El 15 de agosto, el pueblo de Japón oye por primera vez la voz de su emperador, y el motivo es anunciar la capitulación. El 2 de septiembre, en la bahía de Tokio, en la cubierta del acorazado Missouri, se formaliza la rendición.

Esto ha sido un breve resumen de lo que se hizo en Los Álamos y sus consecuencias bélicas. El proyecto se llevó a cabo en secreto y se tuvo mucho cuidado con que el personal fuera de la máxima confianza. Sin embargo, en el equipo había personas de ideas izquierdistas, y entre ellas algunas que tenían -o habían tenido- relación con el partido comunista, y de las que se temía pudieran pasar información a la Unión Soviética de Stalin. Éste, a través de la Tercera Internacional y los partidos comunistas nacionales, intentaba influir en la política interna de diversos países. Resulta curioso que se hubiera elegido como director de un proyecto tan vital para la guerra a Robert Oppenheimer, una persona de ideas izquierdistas, e incluso con cierta relación con el partido comunista. Las autoridades del Proyecto Manhattan conocían su pasado, y sin embargo siguieron considerándole el hombre más adecuado para dirigir el trabajo, sin duda debido a sus cualidades como científico y organizador. Es de suponer que en aquel momento lo importante era ganar la guerra y demostrar el poder militar estadounidense; después vendría la Guerra Fría y las cuestiones políticas.

Volvamos al protagonista de nuestra historia. ¿Qué papel jugó Chew durante la Segunda Guerra Mundial? Era aún muy joven, pero comenzó su carrera cuando, en 1943, a Jean Craighead, periodista del Washington Post, le encargaron escribir un artículo sobre el National War Labor Board, agencia estatal encargada de coordinar la industria en tiempo de guerra. La reportera decidió que el artículo explicaría cómo contribuía a la guerra el trabajo de un físico encargado de un ciclotrón (acelerador de partículas), y que de paso serviría para reivindicar mejores condiciones laborales para una persona que estaba contribuyendo a los esfuerzos bélicos. Pidió ayuda a su amiga Ruth Chew, hermana de Geoffrey, quien en esos momentos estudiaba en la universidad. El 31 de octubre de 1943, tras consultar al protagonista del presente trabajo, apareció el artículo, que mencionaba la posibilidad de fabricar una bomba a base de uranio. En aquel momento se estaban realizando en secreto las investigaciones del equipo de Los Álamos, y nadie ajeno a ellas las conocía. Las autoridades, alarmadas por lo que tenía todo el aspecto de un chivatazo, investigaron de dónde había surgido esa información y se llegó hasta Chew. Como parecía que sabía demasiado -pero no había hecho nada malo- se le incorporó al personal de Los Álamos cuatro meses después de haberse publicado el artículo, a comienzos de 1944, con apenas veinte años de edad. Así entró en el panorama científico nuestro amigo. Ofrecemos un extracto del artículo citado.

"Just an Atom-smasher"

Por Jean Craighead, Washington Post, 31 de octubre de 1943.

«A un joven que ha estado estudiando el asunto de la destrucción de países enteros por medio de los átomos le gustaría obtener un aumento de sueldo (…) Ocupado en descubrir la fórmula que permita destruir Berlín con una cucharadita de polvo antes de que los chicos de Berlín lleguen a dominar esta técnica, se ha dado cuenta de que necesita un nuevo par de zapatos y un abrigo para el invierno.

En el laboratorio donde vive este joven son raros los pensamientos sobre la tienda de la esquina y la política gubernamental de congelación de sueldos (…)

El hilo de la conversación suele derivar hacia los isótopos utilizados para bombardear, o gira en torno al efecto de una partícula alfa sobre las fuerzas eléctricas de un átomo de uranio, o sobre la destrucción de Berlín por medio de explosivos. Para él debe haber sido toda una molestia verse perdiendo el tiempo en un asunto como éste. Sin embargo, el recuerdo de que necesitaba un aumento de sueldo para comprar cigarrillos fue más fuerte que la ciencia de los isótopos, por lo que se tomó algo de tiempo para escribir a su departamento ministerial con el fin de preguntar qué debería hacer en este caso.

¿Por qué no otro trabajo? Al recibir la carta comenzaron a pensar qué podrían hacer para mejorar el sueldo de un investigador atómico. Una de las soluciones propuestas era que consiguiera un aumento mediante otro trabajo. Pero un investigador de esta clase, después de haber estudiado siete años para ser un experto en su campo, difícilmente aceptaría cambiar de trabajo. Este joven no es un personaje ficticio, sino que está muy vivo. Sin embargo, debido al carácter secreto de su trabajo, no podemos publicar su nombre.»

Al acabar la guerra, Chew asistió a la Universidad de Chicago, donde fue alumno de Fermi y de Teller, y compañero de Marvin Goldberger, quien siempre ha mantenido una sincera admiración por su colega. Terminó el doctorado en 1948, en menos de dos años y medio, bajo la dirección de Enrico Fermi. El título de su tesis fue "The Elastic Scattering of High-Energy Nucleons by Deuterons". Ese mismo año, junto con su compañero Goldberger, asistió como alumno post-doctorado al Radiation Laboratory de Berkeley, para colaborar con Robert Serber, quien había participado en el Proyecto Manhattan e ideado los nombres de las dos bombas atómicas lanzadas sobre Japón. Serber, después de lanzarse las bombas, acudió a Hiroshima y Nagasaki para comprobar in situ el poder destructor de las mismas. A pesar de su labor en la guerra -lo mismo que sucedió con otros científicos notables-, en 1948 tuvo que defenderse de la acusación de deslealtad, que se originó porque varios familiares de su mujer eran judíos de tendencia socialista. También influyeron sus discusiones con Edward Teller, el más belicista y adepto al uso militar de la energía nuclear entre los científicos de la época.

Volviendo a Chew, haciendo un breve resumen de lo que vamos a exponer a lo largo de este trabajo, casi toda su labor tuvo lugar en la Universidad de Berkeley, California, excepto unos años en que impartió clase en Illinois. El punto cumbre de su carrera tuvo lugar desde mediados de los años cincuenta hasta mediados de los sesenta. A pesar de todos sus esfuerzos -como veremos-, a finales de esta década sus teorías ya habían perdido gran parte de su atractivo. Después de mediados de los setenta se ha vuelto a reivindicar su trabajo, pero no ha sido tanto desde el ámbito de la ciencia, sino desde sectores menos serios, semi-científicos e incluso pseudo-científicos, después de que Fritjof Capra, uno de los ideólogos de las tendencias más próximas a la ciencia rigurosa del movimiento New Age -aunque también cae en ciertas simplificaciones y excesos- , le reivindicara en su best-seller El Tao de la Física como fundador de una nueva forma de pensar la Física y la Filosofía.

En el ámbito académico, Chew fue alumno de Enrico Fermi y Edward Teller, y profesor de David Gross y John Schwarz, por nombrar sólo a algunos científicos muy conocidos. Es profesor emérito de la Universidad de California desde 1991, y forma parte de la National Academy of Sciences y de la American Academy of Arts and Science. Recibió el Hughes Prize de la American Physics Society en 1962 y el Lawrence Prize en 1969. Se ha casado dos veces; perdió a su primera mujer en 1971, tras una trágica enfermedad. Con ella había tenido dos hijos mellizos, Beverly y Berkeley. Con Denyse, su segunda mujer, ha tenido tres hijos: Pierre-Yves, Jean-Francois y Pauline.

Los comienzos de la carrera de Chew

2.1. La posguerra

El nombre de Chew ha estado casi siempre ligado a la Universidad de California, y ya con veinticinco años era allí profesor asistente. Sin embargo, muy pronto surgieron ciertos problemas que describiremos a continuación. Siempre fue poco amigo de seguir normas irracionales por mera obediencia a quienes las dictan, de la misma forma que no aceptó la tradición imperante en Física, la teoría cuántica de campos, como también explicaremos posteriormente. Por eso, a comienzos de la década de los cincuenta se comprometió en actividades políticas relacionadas con el mundo académico, coincidiendo con uno de los períodos más oscuros de la vida social y cultural estadounidense.

La Segunda Guerra Mundial, con la lucha contra el nazismo, había supuesto un relativo parón en la sempiterna actitud anticomunista de los Estados Unidos, el país del individualismo y del pionero emprendedor. Sin embargo, poco después de terminar la guerra se retomó esta característica del pueblo norteamericano, ahora con más intensidad porque la Unión Soviética se erigía como único opositor a la dominación estadounidense sobre el mundo. A ello se unía que el monopolio nuclear de Estados Unidos estaba en peligro e iba a durar poco. Es precisamente en este ambiente de gran relevancia de la energía atómica donde entra en juego la importancia concedida a la física teórica, así como el miedo al espionaje científico y a una posible venta de información nuclear al enemigo.

Los científicos -en especial los físicos- se van a encontrar con que los políticos, los periodistas y la opinión pública desean controlar su actividad. Pero ellos, conscientes de su papel y de las amenazas que planean sobre el mundo debido a los riesgos inherentes a la energía nuclear, saben que tienen mucho que decir. Ya el 11 de junio de 1945, dos meses antes de lanzarse las bombas atómicas sobre Japón, James Franck había elaborado un reportaje sobre los peligros del empleo de armas nucleares y de su posible proliferación tras la guerra, conocido como "Informe Franck". Dice Sánchez Ron que "no es preciso elucubrar mucho sobre lo que esta pequeña historia significa. Los científicos habían hecho posible y puesto en marcha un instrumento que poseía obvias implicaciones sociopolíticas. Algunos intentaron controlar esas implicaciones, pero los políticos no se lo permitieron. Un nuevo ejemplo, particularmente transparente, de las relaciones entre el poder y la ciencia" (Sánchez Ron, 2007: 743).

Muy al contrario, las autoridades no sólo no iban a permitir que los científicos tomaran las decisiones relativas a la energía atómica, sino que desconfiaron por completo de aquellos cuyo trabajo fuera vital para la seguridad del país y que -por motivos ideológicos- pudieran pasar al enemigo información considerada como secreto de estado. La polémica estaba servida:

Cuando la guerra terminó, los científicos fueron catapultados a un papel destacado, debido a su trabajo en la producción de penicilina, el radar y, sobre todo, la bomba atómica (…) Personas cuyos flirteos con el socialismo o el comunismo durante la década de los treinta no había sido nada de lo que avergonzarse se encontraron, a finales de los cuarenta, con que eran objeto de temor y odio (…) Los americanos veían a los ocupantes del Kremlin como unos conspiradores diabólicamente brillantes, implicados en una conjura para conquistar el mundo y esclavizar a la humanidad (…) ¿Por qué los científicos estaban entre los grupos cuya lealtad más preocupaba? La respuesta es fácil (…) Desde la guerra eran considerados vitales para la seguridad nacional. Ellos sabían secretos, en concreto los relacionados con las armas nucleares. Además, en los años cincuenta el público norteamericano se dio cuenta de que los científicos solían tener ideas políticas liberales o izquierdistas (Cfr. Badash, 2000).

Suele identificarse este período con el ultraconservador senador Joseph McCarthy y denominarse con el nombre de "macartismo", pero lo cierto es que, antes de que éste disparase la histeria colectiva con su siempre cambiante lista de comunistas infiltrados en el gobierno, el Comité de Actividades Antiamericanas (HUAC = House Un-American Activities Committee), dependiente de la Cámara de Representantes, ya cazaba sus propias brujas unos años antes. El futuro presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, fue una de las figuras más destacadas de este organismo a finales de los cuarenta y comienzos de los cincuenta, y de hecho forjó los inicios de su carrera al lograr brillar con luz propia en la heroica tarea de búsqueda y captura de rojos. También antes de que McCarthy entrara en escena, el FBI de John Edgar Hoover ya acosaba y detenía a cualquier sospechoso de disidencia, e incitaba a la delación y a la denuncia, que bien podían ser anónimas. Nixon, Hoover y McCarthy: el triunvirato del ultraconservadurismo y visceral anticomunismo estadounidenses.

Por citar un nombre conocido, Alger Hiss, empleado público, doctor en leyes por la Escuela de Leyes de Harvard y miembro de la delegación norteamericana que acompañó a Roosevelt a la Conferencia de Yalta en febrero de 1945, fue acusado de haber pertenecido a una célula secreta del Partido Comunista en los años 30. Nixon, al mando del HUAC, dio un buen impulso a su carrera intentando demostrar que era un espía soviético, y después de un largo proceso fue condenado a tres años y medio de cárcel por perjurio. Poco después, el senador McCarthy comenzó a enseñar su tristemente famosa lista de comunistas infiltrados. En realidad, nunca encontró elementos subversivos, y la mayoría de los implicados eran totalmente leales; no obstante, fueron seleccionados y defenestrados por haber sido anteriormente simpatizantes de izquierdas.

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