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La política macroeconómica (página 2)

Enviado por Puma Ronald


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4. LA POLÍTICA MONETARIA DEBE BASARSE EN UNA REGLA Y NO EN LA DISCRECIÓN

El banco central fija la política monetaria. Su comité directivo se reúne periódicamente para evaluar la situación de la economía. Basándose en esta evaluación y en las predicciones de la futura situación económica, decide subir, bajar o no alterar los tipos de interés a corto plazo.

En la mayoría de los países, el banco central actúa con una discreción casi total en la gestión de la política monetaria. Las leyes que rigen su funcionamiento sólo suelen darle vagas recomendaciones sobre los objetivos que debe perseguir y no le indican cómo debe perseguir los objetivos que elija. Una vez nombrado el comité directivo del banco central, sus miembros no tienen apenas otra orden que «hacer lo que deben».

Algunos economistas han criticado esta concepción institucional., la atención en la conveniencia o no de que el banco central tenga menos poderes discrecionales y se comprometa a seguir una regla para gestionar la política monetaria.

La política monetaria debe basarse en una regla

La discreción en la gestión de la política monetaria plantea dos problemas. En primer lugar, no limita la incompetencia ni el abuso de poder. Cuando el gobierno manda a la policía a un lugar para mantener el orden público, le da unas directrices estrictas sobre la forma en que debe realizar su trabajo. Como la policía tiene mucho poder sería peligroso dejar que lo ejerciera como quisiera. Sin embargo, cuando el gobierno da a un banco central la potestad de mantener el orden económico, no le da ninguna directriz. Las autoridades monetarias gozan de una discreción ilimitada.

Por poner un ejemplo de abuso de poder, el banco central a veces siente la tentación de utilizar la política monetaria para influir en el resultado electoral. Supongamos que los votos a favor del gobierno actual se basan en la situación económica existente en el momento en que se convocan las elecciones. Un banquero central proclive al gobierno actual podría sentir la tentación de adoptar medidas expansivas justo antes de las elecciones para estimular la producción y el empleo, sabiendo que la inflación resultante no se manifestará hasta después de las elecciones. Por lo tanto, si el banco central se alía con los políticos. La política discrecional puede provocar fluctuaciones económicas que reflejen el calendario electoral. Los economistas llaman ciclo económico político a estas fluctuaciones.

El segundo problema más sutil de la política monetaria discrecional se halla en que puede generar más inflación de la deseable. El banco central, sabiendo que no existe ninguna disyuntiva a largo plazo entre la inflación y el desempleo, suele anunciar que su objetivo es una inflación nula. Sin embargo, raras veces consigue estabilizar los precios. ¿Por qué? Quizá porque, una vez que el público se forma sus expectativas sobre la inflación, los responsables de la política económica se enfrentan a una disyuntiva a corto plazo entre la inflación y el desempleo.

Una manera de evitar estos dos problemas de la política discrecional es obligar al banco central a atenerse a una regla.

  • Supongamos, por ejemplo, que el Parlamento aprobara una ley que obligara al banco central a aumentar la oferta monetaria exactamente un 3 por 100 al año (por qué un 3 por 100? Como el PIB real crece, en promedio, alrededor de un 3 por 100 al año y como la demanda de dinero crece con el PIB real, un crecimiento de la oferta monetaria del 3 por 100 es más o menos la tasa necesaria para estabilizar los precios a largo plazo).
  • Una regla más activa posiblemente permitiría que la situación de la economía influyera a su vez en los cambios de la política monetaria. Por ejemplo, una regla más activa podría obligar al banco central a aumentar el crecimiento monetario 1 punto porcentual por cada punto porcentual en que aumentara el desempleo por encima de su tasa natural. Independientemente de la forma exacta de la regla.

Obligar al banco central a seguir una regla tendría ventajas al limitar la incompetencia, el abuso de poder y la incoherencia temporal en la gestión de la política monetaria.

La política monetaria no debe basarse en una regla

Aunque la política monetaria discrecional tenga muchas trampas, también tiene una importante ventaja: la flexibilidad. El banco central tiene que hacer frente a diversas circunstancias. Muchas de ellas imprevistas. En los años 30, se registró en Estados Unidos una cifra sin precedentes de quiebras bancarias. En los años 70, el precio del petróleo se disparó en todo el mundo. En octubre de 1987 la bolsa de valores bajó un 22 pbr 100 en un solo día. El banco central debe decidir cómo ha de responder a estas perturbaciones de la economía. Los encargados de elaborar una regla posiblemente no podrían tener en cuenta todas las contingencias y especificar de antemano la respuesta correcta. Es mejor nombrar a personas competentes para gestionar la política monetaria y darles la libertad necesaria para que realicen su cometido de la mejor manera posible.

Por otra parte, los supuestos problemas que plantea la discreción son en gran medida hipotéticos. Por ejemplo, la importancia práctica del ciclo económico político dista de estar clara. En algunos casos, parece que ocurre justamente lo contrario. Por ejemplo, el Presidente Jimmy Carter nombró a Paul Voclker presidente de la Reserva Federal en 1979. No obstante, en octubre de ese año Volcker contrajo la política monetaria con el fin de luchar contra la elevada tasa de inflación que había heredado de su predecesor. El resultado predecible de la decisión de Volcker fue una recesión y el resultado predecible de la recesión fue una disminución de la popularidad de Carter. En lugar de utilizar la política monetaria para ayudar al presidente que lo había nombrado, Volcker ayudó a garantizar la derrota de Carter por parte de Ronald Reagan en las elecciones de noviembre de 1980.

EL BANCO CENTRAL DEBE ASPIRAR A CONSEGUIR UNA INFLACIÓN NULA

Según uno de los diez principios de la economía el desarrollado más extensamente en el 28, los precios suben cuando el gobierno imprime demasiado dinero. Según otro, desarrollado más extensamente en el 33, la sociedad se enfrenta a una disyuntiva a corto plazo entre la inflación y el desempleo. Estos dos principios, considerados conjuntamente, plantean una cuestión a los responsables de la política económica: ¿cuánta inflación debe estar dispuesto a tolerar el banco central? Nuestro tercer debate se refiere a la conveniencia o no de que el objetivo correcto para la inflación sea una tasa nula.

El banco central debe aspirar a conseguir una inflación nula

La inflación no beneficia a la sociedad e impone algunos costes reales. Los economistas han identificado seis:

  • Los costes en suela de zapatos que conlleva la reducción de las tenencias de dinero.
  • Los costes de menú que conlleva el ajuste más frecuente de los precios.
  • El aumento de la variabilidad de los precios relativos.
  • Las variaciones intencionadas de las obligaciones fiscales debido a la ausencia de mediación de los impuestos.
  • La confusión y la incomodidad que crean las variaciones de la unidad de cuenta.
  • Las redistribuciones arbitrarias de la riqueza relacionadas con las deudas denominadas en unidades monetarias.

Algunos economistas sostienen que estos costes son bajos, al menos cuando las tasas de inflación son moderadas, como la del 3 por 100 que experimentó Estados Unidos durante la primera mitad de los años 90. Pero otros economistas sostienen que pueden ser considerables, incluso cuando la inflación es moderada. Por otra parte, no cabe duda de que al público le desagrada la inflación. Cuando ésta se reaviva, es uno de los principales problemas de los países según las encuestas de opinión.

Naturalmente, los beneficios de una inflación nula deben sopesarse con los costes de conseguirla. Para reducir la inflación, normalmente es necesario un periodo de elevado desempleo y baja producción, como muestra la curva de Phillips a corto plazo. Pero esta recesión desinflacionista sólo es temporal. Una vez que el público comienza a comprender que las autoridades económicas aspiran a conseguir una inflación nula, las expectativas inflacionistas disminuyen, lo cual mejora la disyuntiva a corto plazo. Como las expectativas se ajustan, no existe ninguna disyuntiva entre la inflación y el desempleo a largo plazo.

La reducción de la inflación es, pues, una política que tiene unos costes temporales y unos beneficios permanentes. Es decir, una vez que ha terminado la recesión desinflacionista, los beneficios de una inflación nula persisten en el futuro. Si las autoridades económicas son previsoras, deberían estar dispuestas a incurrir en los costes temporales a cambio de los beneficios permanentes. Ese es precisamente el cálculo que hizo Paul Volcker a principios de los años 80, cuando redujo la inflación de alrededor de un 10 por 100 en 1980 a alrededor de un 4 por 100 en 1983. Actualmente, Volcker está considerado un héroe entre los banqueros centrales.

Por otra parte, los costes de reducir la inflación no tienen por qué ser tan altos como sostienen algunos economistas. Si el banco central anuncia que está decidido a reducir a cero la inflación y su anuncio es creíble, puede influir directamente en las expectativas sobre la inflación. Ese cambio de las expectativas puede mejorar la disyuntiva a corto plazo entre la inflación y el desempleo y permitir que la economía consiga una inflación más baja con un reducido coste. La clave de esta estrategia es la credibilidad: la gente debe creer que el banco central va a llevar a cabo realmente la política que ha anunciado. El Parlamento podría contribuir en este sentido aprobando leyes que hicieran de la estabilidad de los precios el principal objetivo del banco central. Esas leyes harían que fuera menos costoso conseguir una inflación nula sin reducir ninguno de los beneficios resultantes.

Una de las ventajas del objetivo de la inflación nula se halla en que cero es un punto de referencia más natural para las autoridades económicas que cualquier otra cifra. Supongamos, por ejemplo, que el banco central anunciara que va a mantener la inflación en un 3 por 100, que es la tasa que se registró en Estados Unidos durante la primera mitad de la década de 1990. ¿Mantendría realmente ese objetivo del 3 por 100? Si los acontecimientos elevaran sin querer la inflación a 4 o 5 por 100, ¿por qué no iban a elevar simplemente el objetivo? Al fin y al cabo, el número tres no tiene nada de especial. En cambio, cero es la única cifra de la tasa de inflación a la que el Fed sostiene que puede estabilizar los precios y eliminar totalmente los costes de la inflación.

En contra: el banco central no debe aspirar a conseguir una inflación nula

Aunque la estabilidad de los precios sea deseable, los beneficios de una inflación nula en comparación con una inflación moderada son pequeños, mientras que los costes son elevados. En Estados Unidos, las estimaciones de la tasa de sacrificio sugieren que para reducir la inflación 1 punto porcentual, es necesario renunciar a alrededor de un 5 por 100 de producción anual. Para reducir la inflación, por ejemplo, de 4 por 100 a cero, es necesaria una pérdida del 20 por 100 de producción anual. Con el nivel actual del producto interior bruto del orden de 7 billones de dólares, este coste se traduce en una pérdida de producción de 1,4 billones de dólares, es decir, alrededor de 5.000$ per cápita. Aunque al público le desagrade la inflación, no está en absoluto claro que esté dispuesto (o deba estarlo) a pagar tanto para librarse de ella.

Los costes sociales de la desinflación son aun mayores de lo que sugiere esta cifra de 5.000$, pues la renta perdida no se distribuye equitativamente entre la población. Cuando la economía entra en una recesión, las rentas no disminuyen todas proporcionalmente, sino que la disminución de la renta agregada se concentra en los trabajadores que pierden el empleo. Los trabajadores vulnerables suelen ser los que tienen menos cualificaciones y experiencia. Por lo tanto, una gran parte del coste de la reducción de la inflación recae en las personas que menos pueden pagarlo.

Aunque los economistas pueden enumerar varios costes de la inflación, no existe unanimidad entre ellos en que estos costes sean significativos.

5. EL ESTADO DEBE EQUILIBRAR SU PRESUPUESTO

Tal vez el debate macroeconómico más persistente en los últimos años ha sido el que ha girado en torno al déficit presupuestario del gobierno federal de Estados Unidos. Como recordará el lector, un déficit presupuestario es un exceso de gasto público sobre los ingresos del Estado. El Estado financia un déficit presupuestario emitiendo deuda pública. El déficit presupuestarios afectan al ahorro, a la inversión y a los tipos de interés. Pero, ¿hasta qué punto son un problema los déficit presupuestarios? Nuestro cuarto debate se refiere a la conveniencia o no de que las autoridades fiscales sitúen entre sus máximas prioridades el mantenimiento de un presupuesto equilibrado.

El Estado Debe Equilibrar Su Presupuesto

En Estados Unidos, desde principios de los años 80, el Estado ha gastado considerablemente más de lo que ha recibido en ingresos fiscales. Como consecuencia de estos déficit presupuestarios, la deuda del gobierno federal aumentó de 710.000 millones de dólares en 1980 a 3,6 billones en 1995. Si dividimos la deuda actual por el tamaño de la población, sabemos que la proporción de la deuda pública correspondiente a cada persona es de 14.000$ aproximadamente.

El efecto más directo de la deuda pública es que impone una carga a las futuras generaciones de contribuyentes. Cuando vencen estas deudas y los intereses acumulados, los futuros contribuyentes se encuentran ante una difícil elección. Pueden pagar unos impuestos más altos, disfrutar de un gasto público menor o ambas cosas a la vez con el fin de disponer de suficientes recursos para devolver la deuda y los intereses acumulados o pueden retrasar el día del juicio final y endeudar aún más al Estado pidiendo de nuevo préstamos para devolver la antigua deuda y los intereses. En esencia, cuando el Estado incurre en un déficit presupuestario, permite que los contribuyentes actuales pasen la factura de una parte de su gasto público a los futuros contribuyentes. La herencia de una deuda tan elevada no puede sino reducir el nivel de vida de las futuras generaciones.

Los déficit presupuestarios no sólo producen este efecto directo, sino también otros efectos macroeconómicos. Como representan un ahorro público negativo, reducen el ahorro nacional (la suma del ahorro privado y público). La reducción del ahorro nacional hace que los tipos de interés reales suban y la inversión disminuya. La reducción de la inversión provoca con el paso del tiempo una disminución del stock de capital. Una disminución del stock de capital reduce la productividad del trabajo, los salarios reales y la producción de bienes y servicios de la economía. Por lo tanto, cuando el Estado aumenta su deuda, las futuras generaciones nacen en una economía que tiene unas rentas más bajas y unos impuestos más altos.

No obstante, hay situaciones en las que está justificado incurrir en un déficit presupuestario. A lo largo de la historia de Estados Unidos, la causa más frecuente del aumento de la deuda pública han sido las guerras. Cuando un conflicto militar eleva el gasto público temporalmente, es razonable financiar este gasto adicional endeudándose. De lo contrario, habría que subir los impuestos vertiginosamente durante la guerra. Esos elevados tipos impositivos distorsionarían extraordinariamente los incentivos de los contribuyentes, lo que provocaría grandes pérdidas irrecuperables de eficiencia. También serían injustos para las generaciones actuales de contribuyentes, que ya tienen que hacer el sacrificio de luchar en la guerra.

También es razonable permitir un déficit presupuestario durante una disminución temporal de la actividad económica. Cuando la economía entra en una recesión, los ingresos fiscales disminuyen automáticamente, porque el impuesto sobre la renta y el impuesto sobre las nóminas se calculan en función de la cuantía de la renta. Si el Estado tratara de equilibrar su presupuesto durante una recesión, tendría que subir los impuestos o reducir el gasto en un momento de elevado desempleo. Esa medida tendería a reducir la demanda agregada precisamente en un momento en el que sería necesario estimularla y, por lo tanto, tendería a aumentar la magnitud de las fluctuaciones económicas.

Sin embargo, el déficit presupuestario reciente no puede justificarse apelando a la guerra o a la recesión. Desde principios de los años 80, Estados Unidos ha evitado los grandes conflictos militares y las grandes recesiones económicas. No obstante, el Estado ha incurrido sistemáticamente en un déficit presupuestario, debido en gran parte a que al presidente y al Congreso les ha resultado más fácil aumentar el gasto público que subir los impuestos. Como consecuencia, la deuda pública en porcentaje del producto interior bruto anual aumentó de 26 por 100 en 1980 a 51 por 100 en 1995. Es difícil comprender que esta política tenga alguna justificación. Aunque el gobierno no tuviera que comprometerse a mantener equilibrado el presupuesto de una manera inflexible, lo normal debería ser que el presupuesto estuviera equilibrado. Si los gobiernos de Estados Unidos hubieran actuado con un presupuesto equilibrado desde 1980, los titulados universitarios actuales entrarían en una economía que les prometería una prosperidad económica mayor.

El Estado no debería equilibrar su presupuesto

El problema del déficit presupuestario se exagera frecuentemente. Aunque la deuda pública representa efectivamente una carga fiscal para las generaciones más jóvenes, no es grande comparada con la renta que percibe la persona media durante toda su vida. La deuda del gobierno federal de Estados Unidos es del orden de 14.000$ per cápita. Una persona que trabaje durante 40 años por 25.000$ al año gana 1 millón de dólares durante toda su vida. La proporción que le corresponde de la deuda pública representa menos de un 2 por 100 de los recursos de que dispone durante toda su vida.

Por otra parte, es erróneo considerar los efectos de los déficit presupuestarios por separado. El déficit presupuestario no es más que un elemento de una descripción general de cómo decide el gobierno recaudar dinero y gastarlo. Cuando las autoridades económicas toman estas decisiones fiscales, afectan a diferentes generaciones de contribuyentes de muchas formas. El déficit presupuestario debe considerarse junto con estas otras medidas.

Supongamos, por ejemplo, que el gobierno reduce el déficit presupuestario recortando el gasto en educación. ¿Mejora este cambio de política el bienestar de las generaciones jóvenes? La deuda pública será menor cuando entren en la población activa, lo cual significa una carga fiscal más pequeña. Sin embargo, si tienen peor formación, su productividad y sus rentas serán menores.

La legislación tributaria debe reformarse para fomentar el ahorro

La tasa de ahorro de un país es un determinante clave de su prosperidad económica a largo plazo. Cuando es más alta, se dispone de más recursos para invertir en nueva planta y equipo. Un aumento del stock de planta y equipo eleva, a su vez, la productividad del trabajo, los salarios y las rentas. No es sorprendente, pues, que los datos internacionales muestren la existencia de una estrecha correlación entre las tasas nacionales de ahorro y los indicadores del bienestar económico.

La legislación tributaria no debe reformarse para fomentar el ahorro

Aunque sea deseable aumentar el ahorro, ése no es el único objetivo de la política tributaria. Las autoridades fiscales también deben asegurarse de que distribuyen la carga fiscal equitativa- mente. El problema de las propuestas para aumentar los incentivos para ahorrar se halla en que elevan la carga fiscal de las personas que menos pueden pagarla.

Es un hecho innegable que los hogares de renta alta ahorran una proporción mayor de su renta que los de renta baja, por lo que cualquier modificación tributaria que favorezca a las personas que ahorran también tenderá a favorecer a las que tienen una renta alta. Algunas medidas, como las cuentas de jubilación fiscalmente ventajosas parecen atractivas, pero llevan a una sociedad menos igualitaria. Al reducir la carga fiscal de los ricos que pueden beneficiarse de estas cuentas, obligan al gobierno a aumentar la carga fiscal de los pobres.

Por otra parte, no está claro que las medidas tributarias destinadas a fomentar el ahorro logren realmente ese objetivo. Según muchos estudios, el ahorro es relativamente inelástico, es decir, la cantidad de ahorro no es muy sensible a su tasa de rendimiento. Si fuera realmente así, las disposiciones tributarias que elevan el rendimiento efectivo reduciendo los impuestos sobre la renta del capital enriquecerían aún más a los ricos sin inducirlos a ahorrar más de lo que ahorrarían de todos modos.

Desde el punto de vista de la teoría económica, no está claro que un aumento de la tasa de rendimiento elevara el ahorro. El resultado depende de la magnitud relativa de dos efectos contrarios, llamados efecto-sustitución y efecto-renta. Por una parte, un aumento de la tasa de rendimiento eleva el beneficio del ahorro: cada dólar ahorrado hoy produce más consumo en el futuro. Este efecto-sustitución tiende a aumentar el ahorro. Por otra parte, un aumento de la tasa de rendimiento reduce la necesidad de ahorrar: un hogar tiene que ahorrar menos para conseguir el nivel de consumo que se proponga para el futuro. Este efecto-renta tiende a reducir el ahorro. Si el efecto-sustitución y el efecto-renta se anulan aproximadamente, como sugieren.

CONCLUSIÓN

El estudio de la economía no siempre facilita la elección entre distintas medidas. De hecho, al aclarar las inevitables disyuntivas a las que se enfrentan los responsables de la política económica, puede dificultar la elección.

Sin embargo, las elecciones difíciles no tienen derecho a parecer fáciles. Cuando se oiga a los políticos o a los observadores proponer algo que parece demasiado bueno para ser cierto, probablemente lo es. Si parece que le ofrecen algo a cambio de nada. Debe buscar la ética oculta del precio. Pocas medidas, por no decir ninguna.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

N. Gregory Mankiw (1998) "Principios de Macroeconomía" (Harvard University)

Traducido de la Primera edición en inglés de: PRINCIPLES OF ECONOMICS

 

 

 

Autor:

Puma Ronald

Universidad De San Martín De Porres De Lima – Perú

Facultad de Ciencias Administrativas y Recursos Humanos

Perú – Lima 05 de Octubre del 2007

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