Un mundo feliz brinda bendiciones de alegría a toda la humanidad
Enviado por Ing.+ Licdo. Yunior Andrés Castillo Silverio
—Lo que me gustaría saber —dijo la señora McFee dejándose caer en una silla— es si tienen un empleo regular. —Inclinándose hacia adelante, cogió del escritorio un macizo libro mayor y se lo puso en la falda.
—Sí —dijo Ragle—, tenemos empleos regulares.
—¿En qué clase de empresa? Vic dijo:
—Alimentación. Yo dirijo la sección de frutas y verduras de un supermercado.
—¿Un qué? —jadeó la vieja inclinando la cabeza para oír. En su jaula, un pájaro amarillo y negro de alguna especie emitió un ronco graznido—. Cierra ese maldito pico, Dwight —dijo.
—Frutas y verduras. Venta al por menor —dijo Vic.
—¿Qué clase de verduras?
—De toda clase —dijo él con fastidio.
—¿Dónde las obtienen?
—De los camioneros —dijo Vic.
—Oh —dijo ella entre gruñidos—. Y supongo —se dirigió a Ragle— que usted es el inspector. Ragle no dijo nada.
—No confío en ustedes los verduleros —dijo la señora McFee—. Hubo uno merodeando por aquí la semana pasada, no digo que haya sido usted, pero podría haber sido. Tenían muy buen aspecto, pero, ¡oh Dios!, me habría muerto si me hubiera comido alguna. Tenían escrito por todas partes r. a. Puedo asegurarlo. Claro que el hombre decía que no habían crecido arriba-arriba; que provenían de los sótanos. Me mostró la etiqueta que juraba que crecían a una milla de profundidad. Pero yo puedo oler la r. a.
Ragle pensó: Radio-actividad. Los productos cultivados en la superficie de la tierra, están expuestos a las precipitaciones radiactivas. Ha habido bombardeos en el pasado. Contaminación de las cosechas. Lo comprendió todo; la escena de camiones que se cargaban con alimentos cultivados subterráneamente. Los sótanos. Peligrosa venta callejera de tomates y melones contaminados…
—No hay r. a. en nuestras mercancías —dijo Vic—. Radiactividad —dijo por lo bajo para beneficio de Ragle.
—Sí —dijo Ragle.
—Somos de… un sitio muy distante de aquí. Acabamos de llegar esta misma noche.
—Entiendo —dijo la señora McFee.
—Los dos hemos estado enfermos —dijo Vic—. ¿Qué ha ocurrido?
—¿A qué se refiere? —dijo la vieja, dejando de hojear las páginas del libro mayor. Se había puesto unas gafas con montura de carey; tras ellas sus ojos, magnificados, tenían un resplandor astuto y alerta.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Ragle—. La guerra —dijo—. ¿Nos lo contará?
La señora McFee se humedeció el dedo y otra vez volvió las páginas.
—Es raro que no estén enterados de la guerra.
—Díganoslo —dijo Vic con aspereza—. ¡Por Dios!
—¿Son reclutadores? —preguntó la señora McFee.
—No —dijo Ragle.
—Soy patriota, pero no quiero que en mi casa vivan reclutadores. Causan muchas dificultades.
Nunca obtendremos una información directa de ella. Es inútil. Es mejor darse por vencidos.
Sobre una mesa había un marco vertical con fotografías coloreadas, todas ellas de un joven de uniforme.
—¿Quién es? —preguntó.
—Mi hijo —dijo la señora McFee—. Está destinado en la Estación de Misiles de Anvers. No lo he visto desde hace tres años. Desde que empezó la guerra.
Así de reciente, pensó Ragle. Quizás al mismo tiempo que organizaron el…
Cuando empezó el concurso «¿Dónde estará la próxima vez el hombrecito verde?» Casi tres años…
—¿Ha habido algún golpe aquí? —dijo.
—No le entiendo —dijo la señora McFee.
—No importa —dijo Ragle. Sin rumbo, se paseó por el salón. A través de un ancho arco de oscura madera brillante, vio un comedor. Una sólida mesa central, muchas sillas, estanterías en las paredes, armarios de cristal con platos y copas. Y vio un piano. Acercándose al piano, cogió un montón de partituras que descansaban en el atril. Todas canciones populares de tipo sentimental relacionadas con soldados y chicas.
Una de ellas se llamaba:
Cogió la partitura y se la dio a Vic.
—Mira —dijo—. Lee la letra.
Juntos, leyeron los versos bajo el pentagrama.
Eres un bobo, señor Luno,
nunca Un Mundo partirás en dos.
Un bufón, señor Luno,
oh, qué craso error.
Encuentras acogedor el cielo;
el futuro pintado de rosa;
Pero ¡espera! el Tío ya te dará
de azotes.
¡Alza las manos al cielo, alza las manos al cielo,
antes de que sea demasiado tarde!
—¿Sabe tocar, señor? —le estaba preguntando la vieja. Ragle le dijo:
—El enemigo… son los lunáticos, ¿no es así? El cielo, pensó. La luna.
No era a él y a Vie a quienes perseguía la PM. Era al enemigo. Se estaba librando una batalla entre la Tierra y la Luna. Y si los muchachos de arriba podían tomarlos a él y a Vic por lunáticos, los lunáticos tenían que ser seres humanos. No criaturas extrañas. Tal vez eran colonos.
Una guerra civil.
Ahora sé lo que estoy haciendo. Sé lo que es el concurso y lo que soy yo. Soy el salvador de este planeta. Cuando resuelvo un acertijo, indico la hora y el sitio en que caerá el próximo misil. Ordeno un formulario tras otro. Y esta gente, como sea que se llamen, se apresuran a enviar un antimisil a ese cuadrado del gráfico. A ese lugar y a esa hora. Así todos salvan la vida, los muchachos de arriba con sus flautas de nariz, la camarera, Ted el conductor, mi cuñado, Bill Black, los Kesselman, los Keitelbein…
Eso es lo que la señora Keitelbein y su hijo habían empezado a decirme. La Defensa Civil… nada más que una historia de la guerra hasta el presente. Maquetas de 1998 para hacerme recordar.
Pero ¿por qué he olvidado?
—¿Significa algo para usted el nombre Ragle Gumm? —le dijo a la señora McFee.
—Maldita la cosa —dijo la vieja, riéndose—. Por lo que a mí concierne Ragle Gumm puede meterse dentro de un sombrero. No hay una sola persona capaz de hacer eso; es un equipo de gente y siempre a todos los llaman Ragle Gumm. Lo supe desde un principio.
Respirando profunda y agitadamente, Vic dijo:
—Creo que se equivoca, señora McFee. Creo que esa persona existe y que realmente lo hace.
—¿Y acierta un día tras otro? —dijo ella, socarrona.
—Sí —dijo Ragle. Junto a él, Vic asintió con la cabeza.
—Oh, vamos —dijo ella con voz chillona.
—Un talento —dijo Ragle—. La capacidad de percibir una estructura.
—Escuchen —dijo la señora McFee—, soy mucho mayor que ustedes, muchachos. Puedo recordar el tiempo en que Ragle Gumm no era más que un diseñador de modas, que hacía esos espantosos sombreros Señorita Adonis.
—Sombreros —dijo Ragle.
—De hecho, todavía conservo uno. —Gruñendo se puso de pie y fue trabajosamente hasta un armario—. Aquí está.
—Sostenía en alto un sombrero derby—. Nada más que un sombrero de hombre. Vaya, hizo que todas empezaran a llevar sombreros de hombre para deshacerse de un montón de viejos sombreros cuando los hombres dejaron de comprarlos.
—¿E hizo dinero con el negocio de los sombreros?
—preguntó Vic.
—Esos diseñadores de modas ganan millones —dijo la señora McFee—. Todos; cada uno de ellos. Tuvo suerte. Eso es… suerte. Nada más que suerte. Y más tarde, cuando se dedicó al negocio de aluminio sintético. —Reflexionó—. Aluminidio. Eso fue suerte. Uno de esos tipos ambiciosos con suerte, pero siempre terminan de la misma manera; la suerte se les agota al final. La suya se agotó. —Con aires de conocedora, dijo—: La suya se agotó, pero nunca nos lo dijeron. Ésa es la razón por la que nadie ve ya a Gumm. La suerte se le agotó y él se ha suicidado. No es un rumor. Es un hecho. Conozco a un hombre cuya esposa trabajó para PM durante un verano, y le ha dicho que es algo seguro; Gumm se mató hace dos años. Y hacen que una persona tras otra se ocupe de la predicción de los misiles.
—Entiendo —dijo Ragle. Triunfante, la señora McFee le dijo:
—Cuando lo propusieron… cuando él aceptó venir a Denver con el fin de predecir la llegada de los misiles para ellos, pudieron ver quién era; vieron que no era más que un fraude. Y antes de aceptar la vergüenza pública, el bochorno, él…
Vic interrumpió:
—Tenemos que marcharnos.
—Sí —dijo Ragle—. Buenas noches. —Los dos se dirigían ya a la puerta.
—¿Y las habitaciones? —preguntó la señora McFee yendo tras ellos—. No me han dado oportunidad de que les muestre nada.
—Buenas noches —dijo Ragle. Él y Vic salieron a la galería, bajaron los escalones hasta el sendero, y de allí a la acera.
—¿Volverán? —gritó la señora McFee desde la galería.
—Más tarde —dijo Vic.
Los dos se alejaron de la casa.
—Lo olvidé —dijo Ragle—. Olvidé todo esto. —Pero seguí prediciendo, pensó. De algún modo lo hice. De modo que en cierto sentido no importa, porque todavía estoy desempeñando mi trabajo.
—Siempre había creído que no se podía aprender nada de la letra de las canciones populares. Estaba equivocado.
Y, advirtió Ragle, si mañana no estoy en mi cuarto trabajando en la solución del acertijo, como siempre lo hago, puede que todas nuestras vidas se extingan. No es de extrañar que Ted, el conductor, tratara de convencerme. Tampoco es de extrañar que mi cara apareciera en la cubierta del Time como el Hombre del Año.
—Lo recuerdo —dijo deteniéndose—. Esa noche. Los Kesselman. La fotografía de mi planta de aluminio.
—Aluminidio —dijo Vic—. Así lo dijo ella, de cualquier modo.
¿Lo recuerdo todo?, se preguntó Ragle. ¿Qué más hay por recordar?
—Podemos regresar —dijo Vic—. Tenemos que hacerlo. Tú, cuando menos. Supongo que necesitaban mucha gente a tu alrededor para que todo pareciera natural. Margo, yo mismo, Bill Black. Las respuestas condicionadas, como cuando busqué el cordón a tientas en el cuarto de baño. Deben de tener cordones para la luz aquí. O yo lo tuve al menos. Y cuando la gente en el mercado corrió formando un grupo. Deben de haber trabajado en una tienda aquí, todos juntos. Quizás en el colmado de allí fuera, el mismo empleo. Todo lo mismo excepto que fue cuarenta años más tarde.
Por delante de ellos brillaba un conjunto de luces.
—Probaremos allí —dijo Ragle apurando el paso. Todavía tenía la tarjeta que Ted le había dado. El número probablemente lo pondría en contacto con los militares o quienes fueren los que habían montado la ciudad… De nuevo de regreso… pero ¿por qué?
—¿Por qué es necesario? —preguntó—. ¿Por qué no puedo hacerlo aquí? ¿Por qué tengo que vivir allí imaginando que estoy en 1959 trabajando en el concurso de un periódico?
—No me lo preguntes a mí —dijo Vic—. No puedo decírtelo.
Las luces se transformaron en palabras. Un cartel de neón de varios colores que ardían en la oscuridad:
DROGUERÍA Y FARMACIA DEL OESTE
—Una droguería —dijo Vic—. Podemos telefonear desde ahí.
Entraron en una droguería, un lugar asombrosamente pequeño y estrecho brillantemente iluminado con altas estanterías y escaparates. No se veían clientes, ni tampoco empleado alguno; Ragle se detuvo frente al mostrador y miró a su alrededor en busca de los teléfonos públicos. ¿Los tienen todavía?, se preguntó.
—¿Puedo servirlo en algo? —sonó una voz de mujer muy cerca.
—Sí —dijo él—. Queremos hacer una llamada telefónica. Es urgente.
—Es mejor que nos enseñe cómo funciona el teléfono —dijo Vic—. O quizás usted podría obtener el número por nosotros.
—Pues claro —dijo la empleada saliendo de detrás del mostrador con una bata blanca. Les sonrió, una mujer de edad mediana, con zapatos bajos—. Buenas noches, señor Gumm.
Él la reconoció.
La señora Keitelbein.
Saludándolo con la cabeza, la señora Keitelbein pasó junto a él camino a la puerta. La cerró, le echó llave, bajó la persiana y luego se volvió para verlo de frente.
—¿Cuál es el número? —preguntó. Él le dio la tarjeta.
—Oh —dijo ella al leer el número—. Ya veo. Éste es el cuadro de conexión de los Servicios de las Fuerzas Armadas. Y la extensión es 62. Ése es… —Empezó a fruncir el entrecejo—. Es probablemente alguien del departamento de la defensa contra misiles. Si están allí a esta hora, virtualmente viven allí. —Devolvió la tarjeta—. ¿Cuánto es lo que recuerda? —preguntó.
—Recuerdo mucho —dijo Ragle.
—¿Que le mostrara la maqueta de su fábrica lo ayudó en algo?
—Sí —dijo él. Desde luego que había sido así. Después de verla, había cogido el autobús e ido al centro comercial donde se encontraba el supermercado.
—Pues entonces me alegro —dijo ella.
—Usted está cerca de mí —dijo él— para suministrarme dosis sistemáticas de memoria. Entonces debe usted de representar a los Servicios de las Fuerzas Armadas.
—Así es —dijo ella—. En cierto sentido.
—En primer lugar, ¿por qué he perdido la memoria? La señora Keitelbein dijo:
—La ha perdido porque se la hicieron perder. Del mismo modo hicieron que olvidara lo que le ocurrió esa noche que llegó hasta lo alto de la colina y se encontró con los Kesselman.
—Pero eran camiones municipales. Empleados municipales. Ellos me atraparon. Me manipularon. A la mañana siguiente empezaron a abrir la calle. Mientras me vigilaban. —Eso significaba que era la misma gente que regía la ciudad. La misma gente que la había montado—. ¿Me hicieron olvidar?
—Sí —dijo ella.
—Pero usted quiere que yo recuerde.
—Eso es porque soy una lunática. No como lo es usted, sino de la especie que la PM quiere encerrar. Usted había decidido venir a nuestro encuentro, señor Gumm. De hecho, había preparado la maleta. Pero algo salió mal y nunca pudo unírsenos. No quisieron acabar con usted porque lo necesitaban. De modo que lo pusieron a resolver acertijos en un periódico. De ese modo tenían a su disposición el talento de usted… sin remordimientos de conciencia. —Seguía exhibiendo su alegre risa profesional; en su bata blanca de empleada podría haber sido una enfermera, quizás una enfermera dental que abogara por alguna nueva técnica de higiene oral. Eficiente y práctica. Y, pensó él, dedicada.
—¿Por qué había decidido unirme a ustedes?
—¿No lo recuerda?
—No —dijo él.
—Entonces, tengo algo para que usted lea. Una especie de equipo de reorientación. —Agachándose, sacó de detrás del mostrador un sobre de papel Manila; lo abrió sobre el mostrador—. Primero —dijo—, un ejemplar del Time del 14 de enero de 1996, con su retrato en la cubierta y su biografía dentro. Completa, en cuanto al conocimiento público que de usted se tiene.
—¿Qué versión se les ha dado? —preguntó él pensando en la señora McFee y su cháchara llena de sospechas y rumores.
—Que tiene una afección respiratoria que lo obliga a vivir recluido en un lugar de América del Sur. En un pueblo le campo de Perú llamado Ayacucho. Todo figura en la biografía. —Le dio un pequeño libro—. Un texto de la escuela primaria sobre historia contemporánea. Utilizado como texto oficial en las escuelas de Un Mundo Feliz.
—Explíqueme el lema «Un Mundo Feliz» —dijo Ragle.
—No es un lema. Es la nomenclatura oficial para el grupo que cree que no hay futuro en los viajes interplanetarios. Un Mundo Feliz es suficiente, mejor de hecho que un montón de áridos baldíos que el Señor no tuvo nunca intención de que ocupáramos. Sabe, por supuesto, lo que significa «lunáticos».
—Sí —dijo él—. Colonos de la Luna.
—No del todo. Pero figura en el libro, junto con una crónica sobre los orígenes de la guerra. Y hay una cosa más. —De la carpeta sacó un panfleto con el título:
—¿Qué es esto? —preguntó Ragle al recibirlo. El panfleto le produjo una extraña sensación, una fuerte impresión de familiaridad, de una prolongada asociación.
La señora Keitelbein dijo:
—Es un panfleto que se hizo circular entre los miles de trabajadores de Ragle Gumm, Inc. En sus múltiples fábricas. No ha renunciado a sus propiedades, ¿entiende usted? Se ofreció a servir voluntariamente al gobierno por una suma nominal, un gesto de patriotismo. Empleó su talento en salvar a la gente de los bombardeos lunáticos. Pero después de trabajar para el gobierno —el gobierno de Un Mundo Feliz— unos pocos meses, tuvo un decidido cambio de actitud. Siempre fue más rápido que nadie en la percepción de estructuras.
—¿Puedo llevarme esto conmigo a la ciudad? —preguntó. Quería estar listo para el acertijo del día siguiente; lo tenía en los huesos.
—No —dijo ella—. Ya saben que se ha marchado. Si vuelve, intentarán nuevamente borrar su memoria. Prefiero que se quede y lo lea aquí. Son poco más o menos las once. Hay tiempo. Sé que piensa en mañana. No puede evitarlo.
—¿Aquí estamos a salvo? —preguntó Vic.
—Sí —dijo ella.
—¿No vendrá a registrar ningún miembro de la PM?
—preguntó Vic.
—Mire por la ventana —dijo la señora Keitelbein.
Los dos, Vic y Ragle, se dirigieron a la ventana de la droguería y atisbaron fuera.
La calle había desaparecido. Estaban frente a oscuros campos vacíos.
—Estamos entre ciudades —dijo la señora Keitelbein—. Desde que pusieron el pie aquí, hemos estado en movimiento. Estamos en movimiento ahora. Hace ya un mes que podemos penetrar en la Vieja Ciudad, como el ejército. Ellas la montaron y, por tanto, ellos le dieron este nombre.
—Después de una pausa, dijo—: ¿No se les ocurrió nunca preguntarse dónde vivían? ¿El nombre de su ciudad? ¿Del condado? ¿Del estado?
—No —dijo Ragle con la sensación de ser un estúpido.
—¿Sabe dónde está ahora?
—No —admitió.
La señora Keitelbein dijo:
—Está en Wyoming. Nosotros estamos en Wyoming, cerca de la frontera con Idaho. Su ciudad se levantó como reconstrucción de varias viejas ciudades que fueron voladas durante los primeros días de la guerra. El ejército recreó el ambiente bastante bien, basándose en textos y documentos. Las ruinas que Margo quiere que el ayuntamiento elimine por bien de los niños, las ruinas en las que escondimos la guía telefónica, las tiras de papel y las revistas, constituyen genuinos restos de la vieja ciudad de Kemmerer. Un arcaico arsenal del condado.
Sentándose en el mostrador, Ragle empezó a leer su biografía en el Time.
catorce
En sus manos, las páginas de la revista abierta, desplegadas, le revelaban el mundo de la realidad. Nombres, caras, experiencias desfilaban ante él y reanudaban su existencia. Y ningún hombre vestido de mono surgía de la oscuridad para acercársele; nadie lo perturbaba. Esta vez se le permitía estar sentado solo, con la revista en las manos, inclinado sobre ella, absorto por ella.
Más con Moraga, pensó. La vieja campaña, las elecciones presidenciales de 1987. Y, pensó: Ganad con Wolfe. El equipo vencedor. Delante de él la delgada e inepta figura de profesor de derecho de Harvard, y luego su vicepresidente. Qué contraste, pensó. Una disparidad que había provocado una guerra civil. Y en la misma lista además. El intento de obtener el voto de todo el mundo. Todo bajo el mismo manto… pero ¿es posible hacerlo? Un profesor de derecho de Harvard y un ex capataz ferroviario. Derecho romano e inglés, y luego un hombre que apuntaba el peso de los sacos de sal.
—¿Recuerdas a John Moraga? —le preguntó a Vic. Hubo un leve estremecimiento de confusión en la cara de Vic.
—Naturalmente —musitó.
—Es gracioso que un hombre tan culto haya podido resultar tan crédulo —dijo Ragle—. Un juguete en manos de los intereses económicos. Demasiado ingenuo, probablemente. Demasiado enclaustrado. —Mucha teoría y poca experiencia, pensó.
—No estoy de acuerdo contigo —dijo Vic con la voz endurecida de pronto por una decidida convicción—. Un hombre empeñado en que sus principios se lleven a la práctica a pesar de todos los inconvenientes.
Ragle lo miró con asombro. La tirante expresión de certidumbre. Partidismo, pensó. Discusiones en los bares por la noche; no querría ser sorprendido con una ensaladera hecha con mineral lunar. No consumáis productos lunares. El boicot.
—Consumid minerales antárticos —dijo Ragle.
—Consumid lo que es de casa —convino Vic sin vacilar.
—¿Por qué? —preguntó Ragle—. ¿Cuál es la diferencia? ¿Consideras el continente antártico como tu casa? —Estaba intrigado—. Minerales lunares o minerales antárticos. Los minerales son minerales. —El gran debate de la política exterior. La Luna nunca valdrá nada para nosotros económicamente, pensó. Hay que olvidarla. Pero supongamos que algún valor tiene. Entonces, ¿qué?
En 1993 el presidente Moraga promulgó el proyecto de ley que ponía fin a las actividades económicas americanas en la Luna. ¡Hurra! ¡Ziiiiip! ¡Ziiiiip!
El desfile en la Quinta Avenida.
Y luego la insurrección. Los lobos,* pensó.
—«Ganad con Wolfe» —dijo en voz alta.
—En mi opinión, un puñado de traidores —dijo Vic con convicción.
Apartada de los dos, la señora Keitelbein escuchaba y observaba.
—La ley establece claramente que en caso de incapacitación del presidente, el vicepresidente asume plenos poderes presidenciales —dijo Ragle—. ¿Cómo puedes hablar entonces de traidores?
—Presidente en funciones no es lo mismo que presidente. Sólo debía llevar a la práctica los deseos del verdadero presidente. No debía distorsionar y destruir la política exterior del presidente. Se aprovechó de la enfermedad del presidente. Conceder fondos a los proyectos lunares para complacer a un puñado de liberales californianos con un montón de ideas visionarias y sin el menor sentido práctico.. . —Vic jadeaba de indignación—. Mentalidad de adolescentes que sueñan con conducir potentes coches a toda velocidad a largas distancias. Es preciso ver más allá de la próxima cadena de montañas.
—Has sacado eso de un artículo de algún periódico. Ésas no son tus ideas.
—Una explicación freudiana, algo relacionado con vagos impulsos sexuales. ¿Por qué otro motivo ir a la Luna, si no? Toda esa cháchara sobre «la meta última de la vida». Disparates. —Vic movió un dedo admonitorio ante él—. Y no es legal.
—Si no es legal —dijo Ragle—, poco importa que se trate de vagos impulsos sexuales o no. —Se te está empantanando la lógica, pensó. Una doble argumentación. Es síntoma de inmadurez y está contra la ley. Decir cualquier cosa en contra, lo que te venga en mente. ¿Por qué tan decidida oposición a la exploración lunar? ¿El olor de lo extraño? ¿La contaminación? Lo desconocido que se infiltra entre las resquebrajaduras de la pared…
La radio vociferó:
—… desesperadamente enfermo, con una afección renal, el presidente Moraga, desde su mansión de Carolina del Sur, declara que sólo con el más penoso examen y la más solemne atención a los más altos intereses de la nación ha de considerar…
Penoso examen, pensó Ragle. Las afecciones renales son siempre penosas. Pobre hombre.
—Era un presidente extraordinario, ¡qué demonios! —dijo Vic.
—Era un idiota —dijo Ragle.
La señora Keitelbein asintió con la cabeza.
El grupo de colonos lunares declaró que no devolverían los fondos ya recibidos y que los organismos federales habían empezado a incluir en las minutas para ellos. En consecuencia, el FBI los arrestó en cuanto a grupo por violar los estatutos acerca del mal uso de los fondos federales y, en caso de que se tratara de maquinaria antes que de fondos, por posesión no autorizada de propiedad federal, etcétera.
Pretextos, pensó Ragle.
En el mortecino atardecer, las luces de la radio del coche iluminaban el tablero de instrumentos, su rodilla, y la rodilla de la chica junto a él mientras los dos yacían juntos entrelazados, acalorados, sudorosos, sacando una patata frita de vez. en cuando de un paquete que descansaba entre los pliegues de la falda de ella. Él se incorporó una vez. para beber un sorbo de cerveza.
—¿Por qué querría alguien vivir en la Luna? —preguntó la chica.
—Descontentos crónicos —dijo él adormilado—. A la gente normal no le es necesario. La gente normal se contenta con la vida tal como es. —Cenó los ojos y escuchó la música bailable que transmitía la radio.
—¿Es bonita la Luna? —preguntó la chica.
— Oh, Dios, es espantosa —dijo él—. Sólo rocas y polvo.
— Cuando nos casemos preferiría vivir en los alrededores de Ciudad de México. Es caro, pero muy cosmopolita.
Las páginas de la revista que Ragle Gumm tenía en las manos le recordaron que tenía ahora cuarenta y seis años. Había transcurrido mucho tiempo desde que había estado con la chica en el coche escuchando por radio música bailable. Era una chica toda dulzura, pensó. ¿Por qué no hay una fotografía de ella en este artículo? Quizá no sepan de ella. Una parte de mi vida que no contaba. Que no afectaba a la humanidad…
En febrero de 1994 estalló una guerra en la Base Uno, la capital nominal de las colonias lunares. Los soldados de una base de misiles de las cercanías fueron atacados por los colonos y se libró una batalla campal de cinco horas. Esa noche, naves especiales de transporte de tropas fueron enviadas de la Tierra a la Luna.
¡Hurra!, pensó. ¡Ziiiiip! ¡Ziiiiip!
En un mes, se desarrollaba ya una guerra a gran escala.
—Ya veo —dijo Ragle. Cerró la revista. La señora Keitelbein dijo:
—Una guerra civil es la peor de las guerras. Familia contra familia. Padre contra hijo.
—Los expansionistas… —Con dificultad, dijo—: A los lunáticos de la Tierra no les fue muy bien.
—Lucharon un tiempo en California y en Nueva York y en unas pocas ciudades grandes del interior. Pero al cabo del primer año los partidarios de Un Mundo Feliz tenían completo control de la Tierra. —La señora Keitelbein le sonrió con su fija sonrisa profesional; se apoyó contra un mostrador con los brazos cruzados—. De vez en cuando, por la noche, los partisanos lunáticos cortan líneas telefónicas y vuelan puentes. Pero la mayor parte de los que sobrevivieron están recibiendo una dosis de c. c. Campos de concentración en Nevada y Arizona.
—Pero ustedes tienen la Luna.
—Oh, sí —dijo ella—. Y ahora somos bastante autosuficientes. Tenemos los recursos, el equipo. Los hombres entrenados.
—¿No los bombardean?
—Bien, ¿sabe usted?, la Luna tiene una cara oculta respecto a la Tierra.
Sí, pensó él. Por supuesto. La base militar ideal. La Tierra no tiene esa ventaja. Todas las partes de la Tierra quedan sucesivamente bajo el punto de mira de los vigilantes de la Luna.
La señora Keitelbein dijo:
—Todas nuestras cosechas son cultivos hidro… hidropónicos, en tanques bajo la superficie. No hay modo de que queden contaminados por precipitaciones radiactivas. Y no tenemos atmósfera que recoja el polvo y lo traslade. La menor gravedad permite que gran parte del polvo se vaya por completo… sencillamente parte hacia el espacio. Nuestras instalaciones son también subterráneas. Nuestras casas y escuelas. Y —sonrió— respiramos aire enlatado. De modo que ningún material bacteriológico nos afecta. Estamos por completo aislados. Aun si somos pocos. Sólo unos pocos miles, de hecho.
—Y han estado bombardeando la Tierra —dijo él.
—Tenemos un programa de ataques. Un enfoque agresivo. Ponemos una sección explosiva en lo que solían ser vehículos de transporte y los disparamos contra la Tierra. Uno o dos por semana… además de unos ataques menores, cohetes de investigación de los que disponemos en abundancia. Y cohetes de comunicación y de reserva, adminículos pequeños que resultan útiles en las granjas o en una fábrica. Se preocupan porque jamás pueden saber si se trata de un vehículo de transporte de gran tamaño con carga de hidrógeno o sólo algo pequeño. Les desorganiza la vida.
—Y eso es lo que he estado prediciendo —dijo Ragle.
—Sí —dijo ella.
—¿Cómo lo he hecho?
—No tan bien como le han dicho. Lowery, quiero decir.
—Ya veo —dijo él.
—Pero tampoco mal. Hemos logrado someter nuestro programa bastante al azar… pero usted logra precisar algunos ataques, en especial los de los vehículos de gran tamaño. Creo que tendemos a preocuparnos en exceso por ellos porque los tenemos en número limitado. Ello impide que los sometamos por completo al azar. De modo que usted percibe la estructura: usted y su talento lo hacen. Sombreros de mujer. Lo que llevarán el año próximo. Algo oculto.
—Sí —dijo él—. O artístico.
—Pero ¿por qué te pasaste a su lado? —preguntó Vic—. Nos han estado bombardeando, matando a mujeres y a niños. ..
—Él sabe el porqué —dijo la señora Keitelbein—. Se lo vi en la cara mientras leía. Lo recuerda.
—Sí —dijo Ragle—. Lo recuerdo.
—¿Por qué te pasaste a su lado? —preguntó Vic.
—Porque tienen razón —dijo Ragle—. Y los aislacionistas se equivocan.
La señora Keitelbein dijo:
—Ése es el porqué.
Cuando Margo abrió la puerta y vio que Bill Black estaba en !a galería oscura, dijo:
—No están aquí. Están en la tienda, haciendo un inventario global. Había un examen de cuentas sorpresa o algo por el estilo.
—¿Puedo pasar, de todos modos? —preguntó Black. Ella lo hizo pasar. Él cerró la puerta tras de sí.
—Sé que no están aquí. —Tenía un aire distraído y desanimado—. Pero tampoco están en la tienda.
—Allí los vi por última vez —dijo ella disgustada por tener que mentir— Y eso es lo que me dijeron. —Lo que me dijeron que dijera, pensó.
—Se han marchado. Recogimos al conductor del camión. Lo dejaron a un centenar de millas o algo así en la carretera.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó ella, y luego sintió rabia contra él. Un resentimiento casi histérico. No entendía, pero tenía una profunda intuición—. Tu y tus famosas lasañas —dijo ahogándose—. Venir aquí a espiar y estarle siempre alrededor. Enviar a esa esposa tuya para que se frote contra él meneando la cola.
—No es mi esposa —dijo él—. La asignaron porque yo tema que instalarme en un barrio residencial. A ella la cabeza le daba vueltas.
—¿Lo sabe?
—No.
—Eso es algo —dijo Margo—. ¿Ahora qué? Puedes estarte ahí sonriendo con superioridad porque sabes de qué va todo esto.
—No estoy sonriendo —dijo Black—. Simplemente estaba pensando que en el momento en que tuve oportunidad de hacerlo regresar, pensé: Deben de ser los Kesselman. Es la misma gente. Una simple confusión de nombres. Me pregunto quién habrá planeado eso. Nunca me fue fácil recordar nombres. Quizá lo averiguaron. Pero con dieciséis mil nombres que tener en cuenta…
—Dieciséis mil nombres —dijo ella—. ¿Qué quieres decir? —Y su intuición se hizo mayor entonces. La sensación de finitud del mundo que la rodeaba. Las calles y las casas y las tiendas y los coches y la gente. Dieciséis centenares de personas en medio de un escenario. Rodeados de decorados, de muebles en los que sentarse, cocinas en las que cocinar, coches que conducir, comida que preparar. Y luego, detrás de los decorados, el telón pintado. Casas pintadas a lo lejos. Gente pintada. Calles pintadas. Sonidos de altavoces instalados en la pared. Sammy sentado solo en un aula, él único alumno. Y ni siquiera la maestra era real. Sólo una serie de cintas en funcionamiento para que él las escuchara.
—¿Sabemos qué fin tiene todo esto? —preguntó ella.
—Él lo sabe. Me refiero a Ragle.
—Ésa es la razón por la que no tenemos radios —dijo ella.
—Habríais logrado captar demasiadas cosas por radio
—dijo Black.
—Lo hicimos —dijo ella—. Te captamos a ti. Él hizo una mueca.
—Era una cuestión de tiempo. Tarde o temprano se enteraría. Pero esperábamos que volvería a sumergirse en su tarea, a pesar de ello.
—Pero alguien se presentó —dijo Margo.
—Sí. Dos personas más. Esta noche enviamos a una cuadrilla de trabajadores a la casa, esa vieja casa de dos plantas en la esquina, pero se han marchado. Allí no había nadie. Dejaron todas sus maquetas. Le dieron un curso sobre Defensa Civil. Que conducía al presente.
—Si no tienes más que decir, me gustaría que te fueras
—dijo ella.
—Me quedaré aquí —le dijo Black—. Toda la noche. Puede que decida volver. Pensé que preferirías que Junie no viniera conmigo. Puedo dormir aquí en el salón; de este modo lo veré si aparece. —Abrió la puerta principal, cogió una pequeña maleta y entró en la casa con ella—. Mi cepillo de dientes, mi pijama y unos pocos efectos personales
—dijo con la misma voz apagada y desalentada.
—Estás en dificultades —dijo ella—. ¿No es cierto?
—También lo estás tu —dijo Black. Poniendo la maleta en una silla, la abrió y empezó a sacar sus pertenencias.
—¿Quién eres? —preguntó ella—. Si no eres Bill Black.
—Soy Bill Black. El mayor William Black, de la junta de Planeamiento Estratégico de los Estados Unidos, Zona Occidental. Originalmente trabajaba con Ragle, proyectando ataques con misiles. En ciertos aspectos, yo era su alumno.
—De modo que no trabajas para el municipio. Para la compañía de aguas.
La puerta principal se abrió y allí estaba Junie Black, con abrigo, sosteniendo un reloj. Tenía la cara hinchada y enrojecida; evidentemente, había estado llorando.
—Te has olvidado el reloj —le dijo a Bill Black al tiempo que se lo daba—. ¿Por qué te quedas aquí esta noche? —le preguntó con voz estremecida—. ¿Es por algo que yo he hecho? —Lo miró y miró luego a Margo—. ¿Mantenéis vosotros una relación? ¿Es eso? ¿Ha sido siempre eso?
Ninguno de los dos dijo nada.
—Por favor, explicádmelo —dijo Junie.
—Por amor de Dios, basta ya. Vete a casa —dijo Bill. Con un sollozo, ella dijo:
—De acuerdo. Lo que tú digas. ¿Volverás a casa mañana? ¿O esto es definitivo?
—Sólo por esta noche —dijo él. La puerta se cerró tras ella.
—Qué pesada —dijo Bill Black.
—Ella todavía lo cree —dijo Margo—. Que es tu esposa.
—Lo creerá hasta que haya sido reconstruida —dijo Bill—. También tú. Seguirás viendo lo que vienes viendo. El condicionamiento sigue estando presente en un nivel irracional. Impreso en vuestros sistemas.
—Es espantoso —dijo ella.
—Oh, no lo sé. Hay cosas peores. Es un intento de salvar nuestras vidas.
—¿Está Ragle también condicionado? ¿Como el resto de nosotros?
—No —dijo Black mientras extendía el pijama sobre el diván. Margo observó los colores chillones, las flores y las hojas de un rojo brillante—. Lo de Ragle es algo diferente. Él nos dio la idea de todo esto. Estaba en un dilema, y el único modo de resolverlo fue entrar en un estado psicótico que ¡o mantuviera apartado.
Ella pensó: Entonces está verdaderamente loco.
—Se retiró a una fantasía en la que reinaba la tranquilidad —dijo Black, dando cuerda al reloj que Junie le había traído—. A un período anterior a la guerra. A su infancia. A finales de los años cincuenta, cuando era un niño.
—No creo nada de lo que dices —dijo ella resistiéndose. Pero aun así lo escuchaba.
—De modo que buscamos un sistema por el que pudiera vivir en su mundo libre de tensiones. Relativamente libre de tensiones, quiero decir. Y aun así, que siguiera planeando para nosotros la interceptación de los misiles. Podía hacerlo sin la sensación de llevar un peso sobre los hombros. La vida de la humanidad entera. Podía hacerlo como un juego, un concurso de un periódico. Ése fue el dato que obtuvimos secretamente en un principio. Un día, al llegar a su sede en Denver, nos saludó diciendo: «Tengo casi terminado el acertijo de hoy». Poco más o menos una semana después se había sumido en una total fantasía de desapego.
—¿Es realmente mi hermano? —preguntó ella. Black vaciló.
——No —- dijo.
—¿Tengo algún parentesco con él.?
—No —dijo Black con renuencia.
—¿Es Vic mi marido?
—N… no.
—¿Es alguien pariente de alguien? —preguntó ella. Frunciendo el entrecejo, Black dijo:
—Yo… —Luego se mordió los labios y dijo—: El caso es que tú y yo estamos casados. Pero tu tipo de personalidad ¿m ajaba mejor como miembro del hogar de Ragle. Tuvo que organizarse todo sobre una base práctica.
Después de eso, ninguno de los dos dijo nada. Margo se dirigió con paso vacilante a la cocina y se sentó reflexiva a la mesa que allí había.
Bill Black, mi marido, pensó. El mayor Bill Black.
En el salón, su marido desenrolló una manta sobre el diván y arrojó una almohada sobre uno de sus extremos disponiéndose a pasar la noche.
Yendo a la puerta del salón, ella dijo:
—¿Puedo preguntarte algo? Él asintió con la cabeza.
—¿Sabes dónde está el cordón de la luz que Vic quiso encontrar esa noche en el cuarto de baño?
—Vic tenía un colmado en Oregon. Puede que el cordón de la luz haya estado allí. O en el apartamento que tenia allí.
—¿Cuánto hace que tú y yo estamos casados?
— Seis años.
—¿Tenemos hijos?
—Dos niñas. De cuatro y cinco años.
—¿Y Sammy? —En su habitación, Sammy seguía durmiendo con la puerta cerrada—. ¿No es pariente de nadie? ¿Sólo un niño reclutado en algún sitio, como un actor para desempeñar un papel?
—Es hijo de Vic. De Vic y su esposa.
—¿Cómo se llama su esposa?
—Tú no la conoces.
—¿No es esa chica grandota de Tejas que trabaja en la tienda?
Black se echó a reír.
—No. Una chica llamada Betty o Barbara; tampoco yo la conozco.
—Vaya lío —dijo ella.
—Lo es, en efecto —dijo él.
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