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Platón – Fedón o de la inmortalidad del alma (página 3)


Partes: 1, 2, 3

—Estoy lejos de creer, ¡por Zeus! —respondió Sócrates, que conozco la causa de ninguna manera de estas cosas, pues me resisto a admitir siquiera que, cuando se agrega una unidad a una unidad, sea la unidad a la que se ha añadido la otra la que se ha convertido en dos, o que sea la unidad añadida, o bien que sean la agregada y aquélla a la que se le agregó la otra las que se conviertan en dos por la adición de la una a la otra. Porque si cuando cada una de ellas estaba separada de la otra constituía una unidad y no eran entonces dos, me extraña que, una vez que se juntan entre sí, sea precisamente la causa de que se conviertan en dos, a saber, el encuentro derivado de su mutua yuxtaposición. Y tampoco puedo convencerme de que, cuando se divide una unidad, sea, a la inversa, la división la causa de que se produzcan dos, pues ésta es contraria a la causa anterior de que se produjeran dos; porque entonces fue el hecho de juntar y de añadir lo uno a lo otro, y ahora lo es el de separar y retirar lo uno de lo otro. Y asimismo ya no puedo convencerme a mí mismo de que sé en virtud de qué se produce la unidad, ni, en una palabra, el porqué se produce, perece o es ninguna otra cosa, según este método de investigación. Pero yo me amaso, como buenamente sale, otro método diferente, pues el anterior no me agrada en absoluto. Y una vez oí decir a alguien mientras leía de un libro, de Anaxágoras, según dijo, que es la mente lo que pone todo en orden y la causa de todas las cosas. Regocijéme con esta causa y me pareció que, en cierto modo, era una ventaja que fuera la mente la causa de todas las cosas. Pensé que, si eso era así, la mente ordenadora ordenaría y colocaría todas y cada una de las cosas allí donde mejor estuvieran. Así, pues, si alguno quería encontrar la causa de cada cosa, según la cual nace, perece o existe, debía encontrar sobre ello esto: cómo es mejor para ella ser, padecer o realizar lo que fuere. Y, según este razonamiento, resultaba que al hombre no le correspondía examinar ni sobre eso mismo, ni sobre las demás cosas nada que no fuera lo mejor y lo más conveniente, pues, a la vez, por fuerza conocería también lo peor, puesto que el conocimiento que versa sobre esos objetos es el mismo. Haciéndome, pues, con deleite estos cálculos, pensé que había encontrado en Anaxágoras a un maestro de la causa de los seres de acuerdo con mi deseo, y que primero me haría conocer si la tierra es plana o esférica, y, una vez que lo hubiera hecho, me explicaría a continuación la causa y la necesidad, diciéndome lo que era lo mejor, y también que lo mejor era que fuera de tal forma. Y si dijera que estaba en el centro, me explicaría acto seguido que lo mejor era que estuviera en el centro. Y si me demostraba esto, estaba dispuesto a no echar de menos otra especie de causa. E igualmente estaba dispuesto a informarme sobre el sol, la luna y los demás astros, a propósito de sus velocidades relativas, sus revoluciones y demás cambios, del porqué es mejor que cada uno haga y padezca lo que hace y padece. Pues no hubiera creído nunca que, diciendo que habían sido ordenados por la mente, les asignaría otra causa que el hecho de que lo mejor es que estén tal y como están. Así, pues, creía que, al atribuir la causa a cada una de esas cosas y a todas en común, explicaría también lo que es mejor para cada una de ellas y el bien común a todas. ¡Por nada del mundo hubiera vendido mis esperanzas! Antes bien, con gran diligencia cogí los libros y los leí lo más rápidamente que pude, para saber cuanto antes lo mejor y lo peor. Mas mi maravillosa esperanza, oh compañero, la abandoné una vez que, avanzando en la lectura, vi que mi hombre no usaba para nada la mente, ni le imputaba ninguna causa en lo referente a la ordenación de las cosas, sino que las causas las asignaba al aire, al éter y a otras muchas cosas extrañas. Me pareció que le ocurría algo sumamente parecido a alguien que dijera que Sócrates todo lo que hace lo hace con la mente y, acto seguido, al intentar enumerar las causas de cada uno de los actos que realice, dijera en primer lugar que estoy aquí sentado, porque mi cuerpo se compone de huesos y tendones; que los huesos son duros y tienen articulaciones que los separan los unos de los otros, en tanto que los tendones tienen la facultad de ponerse en tensión y de relajarse, y envuelven los huesos juntamente con las carnes y la piel que los sostiene; que, en consecuencia, al balancearse los huesos en sus coyunturas, los tendones con su relajamiento y su tensión hacen que sea yo ahora capaz de doblar los miembros, y que ésa es la causa de que yo esté aquí sentado con las piernas dobladas. E igualmente, con respecto a mi conversación con vosotros, os expusiera otras causas análogas imputándolo a la voz, al aire, al oído y a otras mil cosas de esta índole, y descuidándose de decir las verdaderas causas, a saber, que puesto que a los atenienses les ha parecido lo mejor el condenarme, por esta razón a mí también me ha parecido lo mejor el estar aquí sentado, y lo más justo el someterme, quedándome aquí, a la pena que ordenen. Pues, ¡por el perro!, tiempo ha, según creo, que estos tendones y estos huesos estarían en Mégara o en Boecia, llevados por la apariencia de lo mejor, de no haber creído yo que lo más justo y lo más bello era, en vez de escapar y huir, el someterme en acatamiento a la ciudad a la pena que me impusiera. Llamar causas a cosas de aquel tipo es excesivamente extraño. Pero si alguno dijera que, sin tener tales cosas, huesos, tendones y todo lo demás que tengo, no sería capaz de llevar a la práctica mi decisión, diría la verdad. Sin embargo, el decir que por ellas hago lo que hago, y eso obrando con la mente, en vez de decir que es por la elección de lo mejor, podría ser una grande y grave ligereza de expresión. Pues, en efecto, lo es el no ser capaz de distinguir que una cosa es la causa real de algo, y otra aquello sin lo cual la causa nunca podría ser causa. Y esto, según se ve, es a lo que los más, andando a tientas como en las tinieblas, le dan el nombre de causa, empleando un término que no le corresponde. Por ello, el uno, poniendo alrededor de la tierra un torbellino, formado por el cielo, hace que así se mantenga en su lugar; el otro, como si fuera una ancha artesa, le pone como apoyo y base el aire. Pero la potencia que hace que esas cosas estén colocadas ahora en la forma mejor que pueden colocarse, a esa ni la buscan, ni creen tampoco que tenga una fuerza divina, sino que estiman que un día podrían descubrir a un Atlante más fuerte, más inmortal que el del mito y que sostenga mejor todas las cosas, sin pensar que es el bien y lo debido lo que verdaderamente ata y sostiene todas las cosas. Pues bien, por aprender cómo es tal causa, me hubiera hecho con grandísimo placer discípulo de cualquiera; pero, ya que me vi privado de ella, y no fui capaz de descubrirla por mí mismo, ni de aprenderla de otro, ¿quieres que te exponga, Cebes, la segunda navegación que en busca de la causa he realizado?

—Lo deseo extraordinariamente —respondió.

—Pues bien —dijo Sócrates—, después de esto y una vez que me había cansado de investigar las cosas, creí que debía prevenirme de que no me ocurriera lo que les pasa a los que contemplan y examinan el sol durante un eclipse. En efecto, hay algunos que pierden la vista, si no contemplan la imagen del astro en el agua o en algún otro objeto similar. Tal fue, más o menos, lo que yo pensé, y se apoderó de mí el temor de quedarme completamente ciego de alma si miraba a las cosas con los ojos y pretendía alcanzarlas con cada uno de los sentidos. Así, pues, me pareció que era menester refugiarme en los conceptos y contemplar en aquéllos la verdad de las cosas. Tal vez no se parezca esto en cierto modo a aquello con lo que lo compare, pues no admito en absoluto que el que examina las cosas en los conceptos las examine en imágenes más bien que en su realidad. Así que por aquí es por donde me he lanzado siempre, y tomando en cada ocasión como fundamento el juicio que juzgo el más sólido, lo que me parece estar en consonancia con él lo establezco como si fuera verdadero, no sólo en lo referente a la causa, sino también en lo referente a todas las demás cosas, y lo que no, como no verdadero. Pero quiero explicarte con mayor claridad lo que digo porque, según creo, ahora tú no me comprendes.

—No, ¡Por Zeus! —dijo Cebes—, no demasiado bien.

—Pues lo que quiero decir —repuso Sócrates— no es nada nuevo, sino eso que nunca he dejado de decir en ningún momento, tanto en otras ocasiones como en el razonamiento pasado. Así es que voy a intentar exponerte el tipo de causa con el que me he ocupado, y de nuevo iré a aquellas cosas que repetimos siempre, y en ellas pondré el comienzo de mi exposición, aceptando como principio que hay algo que es bello en sí y por sí, bueno, grande y que igualmente existen las demás realidades de esta índole. Si me concedes esto y reconoces que existen estas cosas, espero que a partir de ellas descubriré y te demostraré la causa de que el alma sea algo inmortal.

—Ea, pues —replicó Cebes—, hazte a la idea de que yo te lo concedo: no tienes más que acabar.

—Considera, entonces —dijo Sócrates—, si en lo que viene a continuación de esto compartes mi opinión. A mi me parece que, si existe otra cosa bella aparte de lo bello en sí, no es bella por ninguna otra causa sino por el hecho de que participa de eso que hemos dicho que es bello en sí. Y lo mismo digo de todo. ¿Estás de acuerdo con dicha causa?

—Estoy de acuerdo —respondió.

—En tal caso —continuó Sócrates—, ya no comprendo ni puedo dar crédito a las otras causas, a esas que aducen los sabios. Así, pues, si alguien me dice que una cosa cualquiera es bella, bien por su brillante color, o por su forma, o cualquier otro motivo de esta índole —mando a paseo a los demás, pues me embrollo en todos ellos—, tengo en mí mismo esta simple, sencilla y quizá ingenua convicción de que no la hace bella otra cosa que la presencia o participación de aquella belleza en sí, la tenga por donde sea y del modo que sea. Esto ya no insisto en afirmarlo; sí, en cambio, que es por la belleza por lo que todas las cosas bellas son bellas. Pues esto me parece lo más seguro para responder, tanto para mí como para cualquier otro; y pienso que ateniéndome a ello jamás habré de caer, que seguro es de responder para mí y para otro cualquiera que por la belleza las cosas bellas son bellas. ¿No te lo parece también a ti?

—Sí.

—¿Y también que por la grandeza son grandes las cosas grandes y mayores las mayores, y por la pequeñez pequeñas las pequeñas?

—Sí.

—Luego tampoco admitirías que alguien dijera que un hombre es mayor que otro por la cabeza, y que el más pequeño es más pequeño por eso mismo, sino que jurarías que lo que tú dices no es otra cosa que todo lo que es mayor que otra cosa no lo es por otro motivo que el tamaño, y que por eso es mayor, por el tamaño, en tanto que lo que es más pequeño no es más pequeño por otra razón que no sea la pequeñez. Pues, si no me engaño, tendrías miedo de que te saliera al paso una objeción, si sostienes que alguien es mayor y menor por la cabeza, en primer lugar, la de que por el mismo motivo lo mayor sea mayor y lo menor menor Y, en segundo lugar, la de que por la cabeza que es pequeña lo mayor sea mayor. Y esto es algo prodigioso, el que por algo pequeño alguien sea grande. ¿No tendrías miedo de esto?

—Yo, sí —respondió Cebes, echándose a reír.

—¿Y no tendrías miedo de decir —continuó Sócrates— que diez son más que ocho en dos, y que ésta es la causa de su ventaja, en vez de decir que lo son en cantidad y por causa de la cantidad? ¿Y que lo que mide dos codos es más que lo que mide uno en la mitad y no en el tamaño? Pues el motivo de temor es el mismo.

—Por completo —replicó.

—¿Y qué? ¿No te guardarías de decir que, cuando se agrega una unidad a una unidad, es la adición la causa de que se produzcan dos, o cuando se divide algo, lo es la división? Es mas, dirías a voces que desconoces otro modo de producirse cada cosa que no sea la participación en la esencia propia de todo aquello en lo que participe; y que en estos casos particulares no puedes señalar otra causa de la producción de dos que la participación en la dualidad; y que es necesario que en ella participen las cosas que hayan de ser dos, así como lo es también que participe en la unidad lo que haya de ser una sola cosa. En cuanto a esas divisiones, adiciones y restantes sutilezas de ese tipo las mandarías a paseo, abandonando esas respuestas a los que son más sabios que tú. Tú, en cambio, temiendo, como se dice, tu propia sombra y tu falta de pericia, afianzándote en la seguridad que confiere ese principio, responderías como se ha dicho. Mas si alguno se aferrase al principio en si, le mandarías a paseo y no le responderías hasta que hubieras examinado si las consecuencias que de él derivan concuerdan o no entre sí. Mas una vez que te fuera preciso dar razón del principio en sí, la darías procediendo de la misma manera, admitiendo de nuevo otro principio, aquel que se te mostrase como el mejor entre los más generales, hasta que llegases a un resultado satisfactorio. Pero no harías un amasijo como los que discuten el pro y el contra, hablando a la vez del principio y de las consecuencias que de él derivan, si es que quieres descubrir alguna realidad. Pues tal vez esos hombres no discuten ni se preocupan en absoluto de eso, porque tienen la capacidad, a pesar de embrollar todo por su sabiduría, de contentarse a sí mismos. Pero tú, si verdaderamente perteneces al grupo de los filósofos, creo que harías como yo digo.

—Dices muchísima verdad —exclamaron a la vez Simmias y Cebes.

EQUÉCRATES.—¡Por Zeus!, , es natural. Pues me parece que expuso esto con maravillosa claridad, incluso para quien tenga una corta inteligencia.

FEDÓN.—Efectivamente, Equécrates, así nos pareció también a todos los presentes.

EQUÉCRATES.—Y a nosotros los ausentes que ahora te escuchamos. Pero ¿qué fue lo que se dijo a continuación?

FEDÓN.—Según creo, una vez que se pusieron de acuerdo con él en esto, y se convino en que cada una de las ideas era algo, y que, por participar en éstas, las demás cosas reciben de ellas su nombre, preguntó a continuación:

—Si dices esto así, ¿no dices entonces, cuando aseguras que Simmias es más grande que Sócrates, pero más pequeño que , que en Simmias se dan ambas cosas: la grandeza y la pequeñez?

—Sí.

—Sin embargo —dijo Sócrates—, ¿no reconoces que el que Simmias sobrepase a Sócrates no es en realidad tal y como se expresa de palabra? Pues la naturaleza de Simmias no es tal que sobresalga por eso, por ser Simmias, sino por el tamaño que da la casualidad que tiene. Ni tampoco le sobrepasa a Sócrates porque Sócrates es Sócrates, sino porque Sócrates tiene pequeñez en comparación con el tamaño de aquél.

—Es verdad.

—Ni tampoco es sobrepasado por porque es , sino porque tiene grandeza en comparación con la pequeñez de Simmias.

—Así es.

—Luego, por esta razón, Simmias recibe el nombre de pequeño y de grande, estando entre medias de ambos: al tamaño de uno ofrece su pequeñez, de suerte que le sobrepasa éste, y al otro presenta su grandeza, que sobrepasa la pequeñez de este último —y, a la vez que sonreía, añadió—: Parece que voy a hablar como un escritor artificioso, pero en realidad ocurre, sobre poco más o menos, lo que digo.

Cebes le dio su asentimiento.

—Y lo digo porque quiero que tu compartas mi opinión. En efecto, a mi me parece que no sólo la grandeza en sí nunca quiere ser a la vez grande y pequeña, sino también que la grandeza que hay en nosotros jamás acepta lo pequeño, ni quiere ser sobrepasada, sino que, una de dos, o huye y deja libre el puesto cuando sobre ella avanza su contrario, lo pequeño, o bien perece al avanzar sobre ella éste. Pero si espera a pie firme y aguanta a la pequeñez, no quiere ser otra cosa que lo que fue. Así, por ejemplo, yo, que he recibido y aguantado a pie firme la pequeñez, mientras sea todavía quien soy, soy ese mismo hombre pequeño. Asimismo, aquello que es grande no se atreve a ser pequeño. Y de igual manera también, la pequeñez que hay en nosotros nunca quiere hacerse ni ser grande, ni tampoco ninguno de los contrarios, mientras siga siendo lo que era, quiere hacerse y ser a la vez su contrario, sino que, o se retira o perece en ese cambio.

—Así me parece a mí por completo —repuso Cebes.

Y oyéndole uno de los presentes — no me acuerdo exactamente quién fue — dijo:

—¡Por los dioses! ¿No convinimos en los razonamientos anteriores precisamente lo contrario de lo que ahora se dice, que lo mayor se produce de lo menor y lo menor de lo mayor, y que en esto simplemente estribaba la generación de los contrarios, en proceder de sus contrarios? Ahora, en cambio, me parece que se dice que esto nunca podría suceder.

—Sócrates, entonces, volviendo hacia él su cabeza, le dijo, tras escucharle:

—Te has portado como un hombre al recordarlo; sin embargo, no adviertes la diferencia existente entre lo que se dice ahora y lo que se dijo entonces. Entonces se decía que de la cosa contraria nace la contraria; ahora, que el contrario jamás puede ser contrario a sí mismo, ni el que se da en nosotros, ni el que se da en la naturaleza. Entonces, amigo mio, hablábamos de las cosas que tienen en sí a los contrarios, y les dábamos el mismo nombre de aquéllos, pero ahora hablamos de los contrarios en si, que están en las cosas, y cuyo nombre reciben aquellas que los contienen. Y son precisamente esos contrarios los que decimos que jamás querrían recibir su origen los unos de los otros — y mirando al mismo tiempo a Cebes, le dijo —: ¿Acaso también a ti, oh Cebes, te ha inquietado algo de lo que ha dicho éste?

—No —le respondió Cebes—, no me ha ocurrido así. Con todo, no puedo decir que no haya muchas cosas que me inquieten.

—Lo que hemos convenido —replicó Sócrates— es simplemente esto: que jamás un contrario será contrario a sí mismo.

—Exactamente —dijo Cebes.

—Considera entonces también esto otro —continuó Sócrates—: a ver si te muestras de acuerdo conmigo: ¿hay algo que llamas caliente y algo que llamas frío?

—Sí.

—¿Acaso es lo mismo que la nieve y el fuego?

—No, ¡Por Zeus!

—¿Entonces lo caliente es una cosa distinta del fuego y lo frío una cosa distinta de la nieve?

—Si.

Sin embargo, creo que, asimismo, opinas que la nieve, en cuanto tal, si recibe el calor, jamás volverá a ser lo que era, como decíamos anteriormente, es decir, nieve y calor a la vez, sino que, al acercarse el calor, o le cederá el puesto o perecerá.

—Exacto.

—Y el fuego, a su vez al aproximársele el frío, o retrocederá, o perecerá, pero jamás, recibiendo la frialdad, se atreverá a ser lo que era, es decir, a ser fuego a la vez que frío.

—Es verdad lo que dices —respondió Cebes.

—Mas es posible —prosiguió Sócrates—, con respecto a algunas de tales cosas, que no sólo sea la propia idea lo que reclame para sí el mismo nombre para siempre, sino también otra cosa que no es aquella, pero que tiene, cuando existe, su forma. Pero con este ejemplo quedará aún más claro lo que digo. Lo impar debe siempre recibir el mismo nombre que acabamos de decir. ¿No es verdad?

—Por completo.

—Pues lo que yo pregunto es esto: ¿Es, acaso, la única realidad con la que ocurre esto, o existe otra cosa que no es exactamente lo impar, y no obstante, debemos darle siempre ese nombre, además del suyo propio, porque es tal, por naturaleza, que jamás se separa de lo impar? Y lo que digo es, por ejemplo, lo que ocurre con el número tres y otros muchos números. Pero considera la cuestión en el caso del tres. ¿No te parece a ti que siempre se le debe designar con su propio nombre y además con el de impar, a pesar—de que lo impar no es exactamente lo mismo que el número tres? Pero, con todo, el número tres, como el cinco y la mitad entera de los números, son tales por naturaleza que, a pesar de no ser precisamente lo mismo que lo impar, siempre es impar cada uno de ellos. Y, a la inversa, el dos, el cuatro y la otra serie completa de los números, aunque no son lo mismo que lo par, son, sin embargo, siempre pares todos ellos. ¿Estás de acuerdo, o no?

—¡Cómo no voy a estarlo! —dijo Cebes.

—Considera, entonces —añadió— lo que quiero mostrarte. Es esto: evidentemente, no son sólo aquellos contrarios de que hablábamos los que no se admiten entre sí, sino que, al parecer, todas las cosas que, aún no siendo mutuamente contrarias tienen en sí uno de esos contrarios, tampoco admiten la idea contraria a la que hay en ellos, sino que, cuando sobreviene ésta, o dejan de existir, o dejan libre el campo. ¿O no vamos a decir que el tres perecerá o sufrirá cualquier cosa, antes de consentir, siendo todavía tres, el convertirse en par?

—Desde luego que sí —respondió Cebes.

—Y, no obstante —añadió—, el número dos no es contrario al número tres.

—Efectivamente, no lo es.

—Luego no son solamente las ideas contrarias las que no consienten su mutua aproximación, sino que hay también algunas otras cosas que no aguantan la aproximación de los contrarios.

—Grandísima verdad es la que dices —respondió.

—¿Quieres, pues, que definamos —prosiguió Sócrates—, si somos capaces, qué clase de cosas son éstas?

—Con mucho gusto.

—¿Podrían ser acaso, Cebes —prosiguió—, aquellas que cuando ocupan cualquier cosa la obligan no sólo a adquirir su propia idea, sino también la de algo que siempre es contrario a algo?

—¿Qué quieres decir?

—Lo que decíamos hace un momento. Sabes sin duda que las cosas de las que se apodere la idea de tres no sólo han de ser tres por necesidad, sino también impares.

—Desde luego.

—Ahora bien, a lo que es de tal índole jamás, según decimos, podrá llegarle la idea contraria a la forma aquella que lo produce.

—No.

—¿Y lo produjo la idea de impar?

—Sí.

—¿Y la idea contraria a ésta es la de par?

—Sí.

—Luego nunca llegará al tres la idea de par.

—No, sin duda alguna.

—Luego el tres no participa en lo par.

—No participa.

—Entonces, el tres es impar.

—Sí.

—He aquí, pues, lo que decía que iba a definir, qué clase de cosas, a pesar de no ser contrarias a algo no admiten la cualidad contraria. Por ejemplo, en el caso presente, el número tres, a pesar de no ser contrario a lo par, no por ello lo admite en si, pues lleva siempre consigo lo que es contrario a lo par, de la misma manera que el dos lleva en sí lo contrario de lo impar y el fuego de lo frío, y así otras muchísimas cosas. Ea, pues, mira si das la definición de esta manera: no sólo es lo contrario lo que no admite a su contrario, sino también aquello que trae consigo algo contrario al objeto en que se presenta, es decir, lo que en sí lleva algo, jamás admite lo contrario de lo que lleva. Y de nuevo haz memoria, pues no es malo oírlo muchas veces. El cinco no admite la idea de par; ni el diez, su doble, la de impar. Y éste, aunque también sea contrario a otra cosa, no admite la idea de impar; ni tampoco los tres medios, ni las restantes fracciones semejantes, el medio, el tercio y las demás fracciones de este tipo admiten la idea del entero, si es que me sigues y estás de acuerdo conmigo.

—Te sigo estupendamente, y comparto plenamente tu opinión —contestó.

—Ahora, respóndeme de nuevo —dijo Sócrates—, volviendo al principio. Pero no me contestes con los términos con los que te pregunte, sino imitándome a mí. Y lo digo, porque además de aquella respuesta segura de la que primero hablé, veo, según se desprende de lo dicho ahora, otra garantía de seguridad. En efecto, si me preguntaras qué debe producirse en el cuerpo de algo para que se ponga caliente, no te daré aquella respuesta segura y necia de que tiene que ser el calor, sino otra más aguda que se deduce de lo ahora dicho, a saber, la de que debe ser el fuego. Y si me preguntaras qué debe producirse en un cuerpo para que se ponga enfermo, no te contestaré que una enfermedad, sino que tiene que producirse en él fiebre. Y lo mismo si tu pregunta es qué debe producirse en un número para que se haga impar, no te diré que la imparidad, sino una unidad, y lo mismo haré con lo demás. Ea, pues, mira si te has enterado bien de lo que quiero.

—Perfectamente —resondró Cebes.

—Contesta, pues —prosiguió Sócrates—, ¿qué debe producirse en un cuerpo para que tenga vida?

—Un alma —contestó.

—¿Y esto es siempre así?

—¡Cómo no va a serlo! —dijo Cebes.

—¿Entonces el alma siempre trae la vida a aquello que ocupa?

—La trae, ciertamente.

—¿Y hay algo contrario a la vida, o no hay nada?

—Lo hay —contestó Cebes.

—¿Qué?

La muerte.

—¿Luego el alma nunca admitirá lo contrario a lo que trae consigo, según se ha reconocido anteriormente?

—Sin duda alguna —dijo Cebes.

—¿Entonces qué? A lo que no admitía la idea de par qué le llamábamos hace un momento?

—Impar.

—¿Y a lo que no admite lo justo o la cultura?

—Inculto e injusto —respondió.

—Bien. Y a lo que no admite la muerte, ¿qué le llamamos?

—Inmortal.

—¿Y no es cierto que el alma no admite la muerte?

—Sí.

—Luego el alma es algo inmortal.

—Sí.

—Está bien, dijo—. ¿Debemos decir, pues, que esto ha quedado demostrado? ¿Qué te parece?

—Que ha quedado perfectamente demostrado, Sócrates.

—¿Y qué, Cebes, —prosiguió—, si a lo impar le fuera necesario el ser indestructible, ¿no sería el tres indestructible?

—¡Cómo no iba a serlo!

—¿Y no es cierto también que si lo no—caliente fuera indestructible, cuando se arrimara calor a la nieve, se retiraría ésta sana y salva y sin fundirse? Pues no cesaría de existir, ni tampoco recibiría el calor esperándolo a pie firme.

—Es verdad lo que dices —repuso Cebes.

—Y de igual manera, creo yo, si lo no—frío fuera indestructible, cuando se lanzara contra el fuego algo frío, jamás se apagaría ni perecería, sino que se marcharía sano y salvo.

—Necesariamente —dijo Cebes.

—¿Y no es necesario también hablar así a propósito de lo inmortal? Si lo inmortal es, asimismo, indestructible, le es imposible al alma perecer cuando la muerte marche contra ella. Pues, según lo dicho, no admitirá la muerte ni quedará muerta, de la misma manera, decíamos, que el tres ni lo impar será par, ni el fuego ni el calor que hay en él será frío. Pero ¿qué es lo que impide —diría alguno— el que, por más que lo impar no se haga par cuando se le acerca lo par, según se ha convenido, se convierta, en cambio, una vez que deja de existir en par en lugar de lo que era? Al que así hablara no le podríamos refutar diciendo que lo impar no perece, puesto que lo impar no es indestructible. Pues si hubiéramos reconocido eso, fácilmente le refutaríamos diciendo que cuando se aproxima lo par, tanto lo impar como el tres se retiran. Y en lo relativo al fuego, y al calor, y a las demás cosas, le refutaríamos de la misma manera. ¿No es verdad?

—Por completo.

—Luego ahora también, si convenimos con respecto a lo inmortal que es indestructible, el alma sería, además de inmortal, indestructible. Si no, sería preciso otro razonamiento.

—Pero no se necesita para nada —replicó Cebes por esta razón: difícilmente podría haber otra cosa que no admitiera la destrucción, si lo inmortal, que es eterno, la admitiese.

—En todo caso —repuso Sócrates— la divinidad, la idea misma de la vida y todo lo demás que pueda ser inmortal, según creo, estarán todos de acuerdo en que no perecen nunca.

—Todos, sin duda, ¡por Zeus!, hombres y dioses —dijo Cebes—, éstos con mayor razón aún, si no me equivoco.

—Pues bien, desde el momento en que lo inmortal es incorruptible, si el alma es inmortal, ¿no sería también indestructible?

—De toda necesidad.

—Luego cuando se acerca la muerte al hombre, su parte mortal, como es natural, perece, pero la inmortal se retira sin corromperse, cediendo el puesto a aquélla.

—Es evidente.

—Entonces, con mayor motivo que nada, el alma es algo inmortal e indestructible, y nuestras almas tendrán una existencia real en el Hades.

—Yo, por mi parte, Sócrates —dijo Cebes—, no puedo objetar nada en contra de esto, ni encuentro motivo para desconfiar de tus palabras. Pero si Simmias, aquí presente, o algún otro tiene algo que decir, lo indicado es que no se calle; pues de no ser ésta, no sé porque otra ocasión lo aplazará, si quiere decir o escuchar algo sobre estas cuestiones.

—Pues bien —intervino Simmias, tampoco yo tengo motivo para desconfiar después de las razones expuestas. No obstante, por la magnitud del asunto sobre el que versa nuestra conversación, y la poca estima en que tengo a la debilidad humana, me veo obligado a sentir todavía en mis adentros desconfianza sobre lo dicho.

—No sólo es comprensible que la tengas, Simmias — dijo Sócrates —, sino que tienes razón en lo que dices, e incluso los supuestos primeros, por más que os parezcan dignos de crédito, han de someterse a un examen más preciso. Y si los analizáis suficientemente, seguiréis, según creo, el argumento en el grado mayor que le es posible a un hombre seguirlo. Y si esto queda claro, no llevaréis en punto alguno la investigación más adelante.

—Es verdad lo que dices —repuso Simmias.

—Pues bien, amigos —prosiguió Sócrates—, justo es pensar también en que, si el alma es inmortal, requiere cuidado no en atención a ese tiempo en que transcurre lo que llamamos vida, sino en atención a todo el tiempo. Y ahora sí que el peligro tiene las trazas de ser terrible, si alguien se descuidara de ella. Pues si la muerte fuera la liberación de todo, sería una gran suerte para los males cuando mueren el liberarse a la vez del cuerpo y de su propia maldad juntamente con el alma. Pero desde el momento en que se muestra inmortal, no le queda otra salvación y escape de males que el hacerse lo mejor y más sensata posible. Pues vase el alma al Hades sin llevar consigo otro equipaje que su educación y crianza, cosas que, según se dice, son las que más ayudan o dañan al finado desde el comienzo mismo de su viaje hacia allá. Y he aquí lo que se cuenta: a cada cual, una vez muerto, le intenta llevar su propio genio, el mismo que le había tocado en vida, a cierto lugar, donde los que allí han sido reunidos han de someterse a juicio, para emprender después la marcha al Hades en compañía del guía a quien está encomendado el conducir allá a los que llegan de aquí. Y tras de haber obtenido allí lo que debían obtener y cuando han permanecido en el Hades el tiempo debido, de nuevo otro guía les conduce aquí, una vez transcurridos muchos y largos periodos de tiempo. Y no es ciertamente el camino, como dice el Télefo de Esquilo. Afirma éste que es simple el camino que conduce al Hades, pero el tal camino no se me muestra a mí ni simple, ni único, que en tal caso no habría necesidad de guías, pues no lo erraría nadie en ninguna dirección, por no haber más que uno. Antes bien, parece que tiene bifurcaciones y encrucijadas en gran número. Y lo digo tomando como indicios los sacrificios y los cultos de aquí. Así, pues, el alma comedida y sensata le sigue y no desconoce su presente situación, mientras que la que tiene un vehemente apego hacia el cuerpo, como dije anteriormente, y por mucho tiempo ha sentido impulsos hacia éste y el lugar visible, tras mucho resistirse y sufrir, a duras penas y a la fuerza se deja conducir por el genio a quien se le ha encomendado esto. Y una vez que llega adonde están las demás, el alma impura y que ha cometido un crimen tal como un homicidio injusto, u otros delitos de este tipo, que son hermanos de éstos y obra de almas hermanas, a ésa la rehuye todo el mundo y se aparta de ella, y nadie quiere ser ni su compañero de camino ni su guía, sino que  anda errante, sumida en la mayor indigencia hasta que pasa cierto tiempo, transcurrido el cual es llevada por la necesidad a la residencia que le corresponde. Y, al contrario, el alma que ha pasado su vida pura y comedidamente alcanza como compañeros de viaje y guías a los dioses, y habita en el lugar que merece. Y tiene la tierra muchos lugares maravillosos, y no es, ni en su forma ni en su tamaño, tal y como piensan los que están acostumbrados a hablar sobre ella, según me ha convencido alguien.

—¿Qué quieres decir con esto, Sócrates? —le preguntó entonces Simmias—. Sobre la tierra, es cierto, también he oído yo contar muchas cosas, pero, con todo, no he oído decir eso que a ti te convence. Así que te lo escucharía con gusto.

—Ciertamente, Simmias, no me parece que sea preciso el arte de Glauco para exponerte lo que es. Sin embargo, al demostrar que es verdad, según mi modo de ver, es demasiado difícil, incluso para el arte de Glauco; y a la vez quizá no fuera yo capaz de hacerlo, y aunque lo supiera hacer, mi vida, Simmias, me parece que no sería suficiente para la extensión del relato. Con todo, nada me impide decir cómo, según mi convicción, es la forma de la tierra y cómo son sus lugares.

—Pues eso basta —replicó Simmias.

—Pues bien, estoy convencido —comenzó Sócrates—, en primer lugar, de que, si la tierra está en el centro del cielo y es redonda, no necesita para nada el aire ni ninguna otra necesidad de este tipo para no caer, sino que se basta para sostenerla la propia homogeneidad del cielo consigo mismo en todas sus partes y la igualdad de peso de la propia tierra. Pues un objeto que tiene en todas sus partes igualdad de peso, colocado en medio de algo homogéneo, no podrá inclinarse más o menos en una u otra dirección, sino que quedará inmóvil en la misma posición. He aquí lo primero — dijo — de lo que estoy convencido.

—Y con razón —replicó Simmias.

—Pero además lo estoy —continuó— de que es algo sumamente grande, y de que nosotros, los que vivimos desde Fáside a las Columnas de Heracles, habitamos en una minúscula porción, agrupados en torno al mar como hormigas o ranas alrededor de una charca; y, asimismo, de que hay otros muchos hombres en otros sitios que viven en lugares semejantes. Pues hay alrededor de la tierra por todas partes muchas cavidades de muy diferente forma y tamaño, en las que han confluido el agua, la niebla y el aire. En cuanto a la tierra, está situada pura en el cielo puro, en el que se encuentran los astros y al que llaman éter la mayoría de los que suelen hablar de estas cuestiones. De él precisamente son sedimento aquellos elementos que confluyen siempre en las cavidades de la tierra. Y en dichas cavidades vivimos nosotros sin advertirlo, creyendo que habitamos arriba, en la superficie de la tierra, de la misma manera que uno que habitara en el fondo del piélago creería morar en su superficie y pensaría, al ver el sol y los demás astros a través del agua, que el mar era el cielo, sin que jamás por culpa de su torpeza y debilidad hubiera llegado a flor del mar, ni visto, sacando la cabeza fuera del agua y dirigiéndola en dirección a este lugar de aquí, cuánto más puro y más bello es que aquel en que ellos viven, ni tampoco se lo hubiera oído contar a otro que lo hubiera visto. Y esto es precisamente lo mismo que nos ocurre a nosotros: a pesar de que vivimos en una concavidad de la tierra, creemos que habitamos sobre ella y llamamos al aire cielo, como si verdaderamente lo fuera y a través de él se movieran los astros. Y en esto también el caso es el mismo: por debilidad y torpeza somos incapaces de atravesar el aire hasta su extremo; pues, si alguien llegara a su cumbre, o saliéndole alas se remontara volando, y divisara las cosas de allí, levantando la cabeza tal y como la levantan los peces desde el mar para ver las cosas de aquí, en el supuesto de que fuera capaz su naturaleza para resistir esta contemplación, reconocería que aquello es el verdadero cielo, la verdadera luz y la verdadera tierra. Pues esta tierra, estas piedras y todo el lugar de aquí está echado a perder y corroído, como lo están por el agua salada las cosas del mar, en la que no se produce nada digno de mención ni, por decirlo así, perfecto, sino tan sólo hendiduras, arena, fango en cantidades inmensas y cenagales, incluso donde hay tierra; nada, por consiguiente, que pueda considerarse valioso en lo más mínimo en comparación con las bellezas que hay entre nosotros. Pero mucho mayor aún se mostraría la ventaja que sacan a su vez aquellas cosas a las que hay entre nosotros. Y si está bien contar un mito ahora, vale la pena escuchar, oh Simmias, cómo son las cosas que hay sobre la tierra inmediatamente debajo del cielo.

—Pues, a decir verdad, Sócrates dijo Simmias —, por nuestra parte escucharíamos con gusto ese mito.

—Pues bien, amigo —empezó Sócrates—, se dice, en primer lugar, que la tierra se presenta a la vista, si alguien la contempla desde arriba, como las pelotas de doce pieles, abigarrada, con franjas de diferentes colores, siendo los que hay aquí y emplean los pintores algo así como muestras de aquellos. Allí, en cambio, la tierra entera está formada tales colores y de otros, aún mucho más resplandecientes y puros que éstos: una parte es de púrpura y de maravillosa belleza, otra de color de oro, la otra completamente blanca, más blanca que el yeso o la nieve; y de igual manera está compuesta de los restantes colores y de otros aún mayores en número y más bellos que cuantos hemos visto nosotros, pues incluso sus propias cavidades, que están llenas de agua y de aire, proporcionan un tono especial de color que brilla en medio del abigarramiento de los demás, de tal suerte que ofrece un aspecto unitario continuamente abigarrado. Y siendo ella así, lo que en ella nace está en proporción, árboles, flores y frutos. E igualmente sus montañas y sus piedras son en la misma proporción más bellas en tersura, diafanidad y color. De ellas precisamente son fragmentos esas piedrecillas de aquí tan apreciadas: las coralinas, los jaspes, las esmeraldas y demás piedras preciosas. Allí por el contrario, no hay nada que no sea igual, o aún más bello que éstas. Y la causa es que aquellas piedras son puras y no están corroídas ni estropeadas como las de aquí por la podredumbre y la salobridad debidas a los elementos que aquí confluyen y que tanto a las piedras como a la tierra y, asimismo, a animales y plantas producen deformidades y enfermedades. Mas la verdadera tierra está adornada con todos estos primores, a los que hay que añadir el oro, la plata y demás cosas de este tipo. Son éstas brillantes por naturaleza, pero como son muchas en número Y grandes, y se encuentran por todas las partes de la tierra, resulta que el verla es un espectáculo propio de bienaventurados espectadores. Y hay en ella muchos seres vivos, entre los cuáles hay también hombres que habitan, unos en el interior, otros alrededor del aire, de la misma manera que nosotros vivimos alrededor del mar, otros en islas que circunda el aire y que están cerca del continente. En una palabra: lo que para nosotros es el agua y el mar con respecto a nuestras necesidades, allí lo es el aire; y lo que para nosotros es el aire, para aquéllos es el éter. Y tienen las estaciones del año una temperatura tal, que aquéllos están exentos de enfermedades y viven mucho más tiempo que los de aquí. Y en lo tocante a la vista, el oído, la inteligencia y todas las facultades de este tipo, media entre ellos y nosotros la misma distancia que hay entre el aire y el agua, o el éter y el aire en lo que respecta a pureza. Tienen también recintos sagrados de los dioses y templos, en los que los dioses habitan realmente, y entre ellos y éstos se producen mensajes, profecías, apariciones divinas y tratos semejantes. Ven, además, el sol, la luna y las estrellas tal como son en realidad, y el resto de su bienaventuranza sigue en todo a esto. Tal es la constitución de la tierra en su totalidad y la de lo que rodea a la tierra. Pero hay en ella, en toda su periferia, conforme a sus cavidades muchos lugares: unos son más profundos y más abiertos que aquel en que vivimos; otros son más profundos, pero tienen la abertura más pequeña que la de nuestro lugar, y los hay también que son menores en profundidad que el de aquí y más anchos. Todos estos lugares están en muchas partes comunicados entre sí bajo tierra mediante orificios, unos más anchos y otros más estrechos, y tienen, asimismo, desagües, por los que corre de unos a otros, como si se vertiera en cráteras, mucha agua. La magnitud de estos ríos eternos que hay bajo tierra es inmensa y sus aguas son calientes y frías. Hay también fuego en abundancia y grandes ríos de fuego, como asimismo los hay en grandes cantidades de fango líquido más claro o más cenagoso, como esos ríos de cieno que corren en Sicilia antes de la lava, y también el propio torrente de lava. De éstos, precisamente, se llenan todos los lugares, según les llega en cada ocasión, a cada uno la corriente circular. Y todos estos ríos se mueven hacia arriba y hacia abajo, como si hubiera en el interior de la tierra una especie de movimiento de vaivén. Y dicho movimiento de vaivén se debe a las siguientes condiciones naturales. Una de las simas de la tierra, aparte de ser la más grande, atraviesa de extremo a extremo toda la tierra. Es ésa de que habla Homero, cuando dice:

Muy lejos, allí donde bajo tierra está el abismo más profundo

y que en otros pasajes él y otros muchos poetas han denominado Tártaro. En esta sima confluyen todos los ríos y de nuevo arrancan de ella. Cada uno de ellos, por otra parte, se hace tal y como es la tierra que recorre. Y la causa de que todas las corrientes tengan su punto de partida y de llegada ahí es la de que ese líquido no tiene ni fondo ni lecho. Por eso oscila y, se mueve hacia arriba y hacia abajo. Y lo mismo hacen el aire y el viento que lo rodea. Pues le sigue siempre, tanto cuando se lanza hacia la parte de allá de la tierra como cuando se lanza hacia la parte de acá; y, de la misma manera que el aire de los que respiran forma siempre una corriente espiratoria o inspiratoria, allí también, oscilando al mismo tiempo que el liquido, da lugar a terribles e inmensos vendavales, tanto al entrar como al salir. Así, pues, cuando se retira el agua hacia el lugar que llamamos inferior, las corrientes afluyen hacia las regiones de allá a través de la tierra, y las llenan de una forma similar a como hacen los que riegan. En cambio, cuando se retiran de allí y se lanzan hacia acá, llenan a su vez las regiones de aquí, y en las partes que han quedado llenas discurren a través de canales y de la tierra, y cada una de ellas llega a los lugares hacia los que tiene hecho camino formando mares, lagunas, ríos y fuentes. De aquí, sumergiéndose de nuevo en la tierra, tras dar las unas mayores y más numerosos rodeos, y las otras menos numerosos y más cortos, desembocan de nuevo en el Tártaro, algunas mucho más abajo de donde se había efectuado el riego, otras un poco solamente. Pero todas tienen su punto de llegada más abajo que el de partida, algunas completamente enfrente del lugar de donde habían salido, otras hacia la misma parte. Algunas hay también que dan una vuelta completa, enroscándose una o varias veces alrededor de la tierra como las serpientes, y que, tras descender todo lo que pueden, desembocan de nuevo. Y en uno y otro sentido es posible descender hasta el centro, más allá no, pues una y otra parte quedan cuesta arriba para ambas corrientes. Las restantes corrientes son muchas, grandes y de todas clases, pero en esta gran multitud se distinguen cuatro. De ellas es la mayor el llamado Océano, cuyo curso circular es el más externo. Enfrente de éste corre en sentido contrario el Aqueronte, que, además de recorrer lugares desérticos y pasar bajo tierra, llega a la laguna Aquerusíade, adonde van a parar la mayoría de los muertos y, tras pasar allí el tiempo marcado por el destino, unas más corto y otras más largo, son enviadas de nuevo a las generaciones de los seres vivos. Un tercer río brota entre medias de éstos, y cerca de su nacimiento va a parar a un gran lugar consumido por ingente fuego, formando un lago, mayor que nuestro mar, de agua y cieno hirviente. De allí, turbio y cenagoso, avanza en círculo y, después de rodear en espiral la tierra, llega entre otras partes a los confines de la laguna Aquerusíade sin mezclarse con el agua de ésta; desemboca en la parte más baja del Tártaro, habiendo dado muchas vueltas bajo tierra. Este es el que llaman Piriflegetonte, cuyas corrientes de lava despiden fragmentos incluso en la superficie de la tierra allí donde encuentran salida. Y, a su vez. enfrente de éste hay un cuarto río que aboca primero a un lugar terrible y agreste, según se cuenta, que tiene en su totalidad un color como el del lapislázuli. A este lugar le llaman Estigio, y a la laguna que forma el río, al desaguar en él, Estigia. Tras haberse precipitado aquí, y después de haber adquirido en su agua terribles poderes, se hunde en la tierra, avanza dando giros en dirección opuesta al Piriflegetonte y se encuentra con él de frente en la laguna Aquerusíade. Y tampoco el agua de este río se mezcla con ninguna, sino que, después de haber hecho un recorrido circular, desemboca en el Tártaro por el lado opuesto al del Piriflegetonte. Su nombre es, según dicen los poetas, Cócito. Siendo tal como se ha dicho la naturaleza de estos parajes, una vez que los finados llegan al lugar a que conduce a cada uno su genio, son antes que nada sometidos a juicio, tanto los que vivieron bien  santamente como los que no. Los que se estima que han vivido en el término medio, se encaminan al Aqueronte, suben a las barcas que hay para ellos y, a bordo de éstas, arriban a la laguna, donde moran purificándose; y mediante la expiación de sus delitos, si alguno ha delinquido en algo, son absueltos, recibiendo asimismo cada uno la recompensa de sus buenas acciones conforme a su mérito. Los que, por el contrario, se estima que no tienen remedio por causa de la gravedad de sus yerros, bien porque hayan cometido muchos y grandes robos sacrílegos, u homicidios injustos e ilegales en gran número, o cuantos demás delitos hay del mismo género, a ésos el destino que les corresponde les arroja al Tártaro, de donde no salen jamás. En cambio, quienes se estima que han cometido delitos que tienen remedio, pero graves, como, por ejemplo, aquellos que han ejercido violencia contra su padre o su madre en un momento de cólera, pero viven el resto de su vida con el arrepentimiento de su acción, o bien se han convertido en homicidas en forma similar, éstos habrán de ser precipitados en el Tártaro por necesidad; pero, una vez que lo han sido y han pasado allí un año, los arroja afuera el oleaje: a los homicidas frente al Cócito, y a los que maltrataron a su padre o a su madre frente al Piriflegetonte. Y una vez que, llevados por la corriente, llegan a la altura de la laguna Aquerusíade, llaman entonces a gritos, los unos a los que mataron, los otros a quienes ofendieron, y después de llamarlos les suplican y les piden que les permitan salir a la laguna y les acojan. Si logran convencerlos, salen y cesan sus males; si no, son llevados de nuevo al Tártaro y de aquí otra vez a los ríos, y no cesan de padecer este tormento hasta que consiguen persuadir a quienes agraviaron. Tal es, en efecto, el castigo que les fue impuesto por los jueces. Por último, los que se estima que se han distinguido por su piadoso vivir son los que, liberados de estos lugares del interior de la tierra y escapando de ellos como de una prisión, llegan arriba a la pura morada y se establecen sobre la tierra. Y entre éstos, los que se han purificado de un modo suficiente por la filosofía viven completamente sin cuerpos para toda la eternidad, y llegan a moradas aún más bellas que éstas, que no es fácil describir, ni el tiempo basta para ello en el actual momento. Pues bien, oh Simmias, por todas estas cosas que hemos expuesto, es menester poner de nuestra parte todo para tener participación durante la vida en la virtud y en la sabiduría, pues es hermoso el galardón y la esperanza grande. Ahora bien, el sostener con empeño que esto es tal como yo lo he expuesto, no es  lo que conviene a un hombre sensato. Sin embargo, que tal es o algo semejante lo que ocurre con nuestras almas y sus moradas, puesto que el alma se ha mostrado como algo inmortal, eso sí estimo que conviene creerlo, y que vale la pena correr el riesgo de creer que es así. Pues el riesgo es hermoso, y con tales creencias es preciso, por decirlo así, encantarse a sí mismo; razón ésta por la cual me estoy extendiendo yo en el mito desde hace rato. Así que, por todos estos motivos, debe mostrarse animoso con respecto de su propia alma todo hombre que durante su vida haya enviado a paseo los placeres y ornatos del cuerpo, en la idea de que eran para él algo ajeno, y en la convicción de que producen más mal que bien; todo hombre que se haya afanado, en cambio, en los placeres que versan sobre el aprender y adornada su alma, no con galas ajenas, sino con las que le son propias: la moderación, la justicia, la valentía, la libertad, la verdad; y en tal disposición espera ponerse en camino del Hades con el convencimiento de que lo emprenderá cuando le llame el destino. Vosotros, Oh Simmias, Cebes y demás amigos, os marcharéis después cada uno en un momento dado. A mí me llama ya ahora el destino, diría un héroe de tragedia, y casi es la hora del encaminarme al baño, pues me parece mejor beber el veneno una vez lavado y no causar a las mujeres la molestia de lavar un cadáver.

Al acabar de decir esto, le preguntó Critón:

—Está bien, Sócrates. Pero ¿qué es lo que nos encargas hacer a éstos o a mí, bien con respecto a tus hijos o con respecto a cualquier otra cosa, que pudiera ser más de tu agrado si lo hiciéramos?

—Lo que siempre estoy diciendo, Critón —respondió— nada nuevo. Si os cuidáis de vosotros mismos, cualquier cosa que hagáis no sólo será de mi agrado, sino también del agrado de los míos y del propio vuestro, aunque ahora no lo reconozcáis. En cambio, si os descuidáis de vosotros mismos y no queréis vivir siguiendo, por decirlo así, las huellas de lo que ahora y en el pasado se ha dicho, por más que ahora hagáis muchas vehementes promesas, no conseguiréis nada.

—Descuida —replicó— que pondremos nuestro empeño en hacerlo así. Pero ¿de qué manera debemos sepultarte?

—Como queráis —respondió—, si es que me cogéis y no me escapo de vosotros. Y, a la vez que sonreía serenamente, nos dijo, dirigiendo su mirada hacia nosotros: no logro, amigos, convencer a Critón de que yo soy ese Sócrates que conversa ahora con vosotros y que ordena cada cosa qué se dice, sino que cree que soy aquel que verá cadáver dentro de un rato, y me pregunta por eso cómo debe hacer mi sepelio. Y el que yo desde hace rato esté dando muchas razones para probar que, en cuanto beba el veneno, ya no permaneceré con vosotros, sino que me iré hacia una felicidad propia de bienaventurados, parécele vano empeño y que lo hago para consolaros a vosotros al tiempo que a mí mismo. Así que — agregó — salidme fiadores ante Critón, pero de la fianza contraria a la que éste presentó ante los jueces. Pues éste garantizó que yo permanecería. Vosotros garantizad que no permaneceré una vez que muera, sino que me marcharé para que así Critón lo soporte mejor, y al ver quemar o enterrar mi cuerpo no se irrite como si yo estuviera padeciendo cosas terribles, ni diga durante el funeral que expone, lleva a enterrar o está enterrando a Sócrates. Pues ten bien sabido, oh excelente Critón —añadió— que el no hablar con propiedad no sólo es una falta en eso mismo, sino también produce mal en las almas. Ea, pues, es preciso que estés animoso, y que digas que es mi cuerpo lo que sepultas, y que lo sepultas como a ti te guste y pienses que está más de acuerdo con las costumbres.

Al terminar de decir esto, se levantó y se fue a una habitación para lavarse. Critón le siguió, pero a nosotros nos mandó que le esperáramos allí. Esperamos, pues, charlando entre nosotros sobre lo dicho y volviéndolo a considerar, a ratos, también comentando cuán grande era la desgracia que nos había acontecido, pues pensábamos que íbamos a pasar el resto de la vida huérfanos, como si hubiéramos sido privados de nuestro padre. Y una vez que se hubo lavado y trajeron a su lado a sus hijos —pues tenía dos pequeños y uno ya crecido— y llegaron también las mujeres de su familia, conversó con ellos en presencia de Critón y, después de hacerles las recomendaciones que quiso, ordenó retirarse a las mujeres y a los niños, y vino a reunirse con nosotros. El sol estaba ya cerca de su ocaso, pues había pasado mucho tiempo dentro. Llegó recién lavado, se sentó, y después de esto no se habló mucho. Vino el servidor de los Once y, deteniéndose a su lado, le dijo:

—Oh Sócrates, no te censuraré a ti lo que censuro a los demás, el que se irritan contra mí y me maldicen cuando les transmito la orden de beber el veneno que me dan los magistrados. Pero tú, lo he reconocido en otras ocasiones durante todo este tiempo, eres el hombre más noble, de mayor mansedumbre y mejor de los que han llegado aquí, y ahora también bien sé que no estás enojado conmigo, sino con los que sabes que son los culpables. Así que ahora, puesto que conoces el mensaje que te traigo, salud, e intenta soportar con la mayor resignación lo necesario. Y rompiendo a llorar, dióse la vuelta y se retiró.

Sócrates, entonces, levantando su mirada hacia él, le dijo:

—También tú recibe mi saludo, que nosotros así lo haremos.—Y, dirigiéndose después a nosotros, agregó—: ¡Qué hombre tan amable! Durante todo el tiempo que he pasado aquí vino a verme, charló de vez en cuando conmigo y fue el mejor de los hombres. Y ahora ¡qué noblemente me llora! Así que, hagámosle caso, Critón, y que traiga alguno el veneno, si es que está triturado. Y si no que lo triture nuestro hombre.

—Pero, Sócrates —le dijo Critón:— el sol, según creo, está todavía sobre las montañas y aún no se ha puesto. Y me consta, además, que ha habido otros que lo han tomado mucho después de haberles sido comunicada la orden, y tras haber comido y bebido a placer, y algunos, incluso, tras haber tenido contacto con aquellos que deseaban. Ea pues, no te apresures, que todavía hay tiempo.

—Es natural que obren así, Critón —repuso Sócrates—, ésos que tú dices, pues creen sacar provecho al hacer eso. Pero también es natural que yo no lo haga, porque no creo que saque otro provecho, al beberlo un poco después, que el de incurrir en ridículo conmigo mismo, mostrándome ansioso y avaro de la vida cuando ya no me queda ni una brizna. Anda, obedéceme — terminó — y haz como te digo.

Al oírle, Critón hizo una señal con la cabeza a un esclavo que estaba a su lado. Salió éste, y después de un largo rato regresó con el que debía darle el veneno, que traía triturado en una copa. Al verle, Sócrates le preguntó:

—Y bien, buen hombre, tú que entiendes de estas cosas, ¿qué debo hacer?

—Nada más que beberlo y pasearte — le respondió — hasta que se te pongan las piernas pesadas, y luego tumbarte. Así hará su efecto.

Y, a la vez que dijo esto, tendió la copa a Sócrates.

Tomóla éste con gran tranquilidad, Equécrates, sin el más leve temblor y sin alterarse en lo más mínimo ni en su color ni en su semblante, miró al individuo de reojo como un toro, según tenía por costumbre, y le dijo:

—¿Qué dices de esta bebida con respecto a hacer una libación a alguna divinidad? ¿Se puede o no?

—Tan sólo trituramos, Sócrates —le respondió— la cantidad que juzgamos precisa para beber.

—Me doy cuenta —contestó—. Pero al menos es posible, y también se debe, suplicar a los dioses que resulte feliz mi emigración de aquí a allá. Esto es lo que suplico: ¡que así sea!

Y después de decir estas palabras, lo bebió conteniendo la respiración, sin repugnancia y sin dificultad.

Hasta este momento la mayor parte de nosotros fue lo suficientemente capaz de contener el llanto; pero cuando le vimos beber y cómo lo había bebido, ya no pudimos contenernos. A mí también, y contra mi voluntad, caíanme las lágrimas a raudales, de tal manera que, cubriéndome el rostro, lloré por mí mismo, pues ciertamente no era por aquél por quien lloraba, sino por mi propia desventura, al haber sido privado de tal amigo. Critón, como aún antes que yo no había sido capaz de contener las lágrimas, se había levantado. Y Apolodoro, que ya con anterioridad no había cesado un momento de llorar, rompió a gemir entonces, entre lágrimas y demostraciones de indignación, de tal forma que no hubo nadie de los presentes, con excepción del propio Sócrates, a quien no conmoviera.

Pero entonces nos dijo:

—¿Qué es lo que hacéis, hombres extraños? Si mandé afuera a las mujeres fue por esto especialmente, para que no importunasen de ese modo, pues tengo oído que se debe morir entre palabras de buen augurio. Ea, pues, estad tranquilos y mostraos fuertes.

Y, al oírle nosotros, sentimos vergüenza y contuvimos el llanto. El, por su parte, después de haberse paseado, cuando dijo que se le ponían pesadas las piernas, se acostó boca arriba, pues así se lo había aconsejado el hombre. Al mismo tiempo, el que le había dado el veneno le cogió los pies y las piernas y se los observaba a intervalos. Luego, le apretó fuertemente el pie y le preguntó si lo sentía. Sócrates dijo que no. A continuación hizo lo mismo con las piernas, y yendo subiendo de este modo, nos mostró que se iba enfriando y quedándose rígido. Y siguióle tocando y nos dijo que cuando le llegara al corazón se moriría.

Tenia ya casi fría la región del vientre cuando, descubriendo su rostro —pues se lo había cubierto—, dijo éstas, que fueron sus últimas palabras:

—Oh Critón, debemos un gallo a Asclepio. Pagad la deuda, y no la paséis por alto.

—Descuida, que así se hará —le respondió Critón—. Mira si tienes que decir algo más.

A esta pregunta de Critón ya no contestó, sino que, al cabo de un rato, tuvo un estremecimiento, y el hombre le descubrió: tenía la mirada inmóvil. Al verlo, Critón le cerró la boca y los ojos.

Así fue, oh Equécrates, el fin de nuestro amigo, de un varón que, como podríamos afirmar, fue el mejor a más de ser el más sensato y justo de los hombres de su tiempo que tratamos.

PLATÓN (FEDÓN, O DE LA INMORTALIDAD DEL ALMA)

 

 

Enviado por:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.

"NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION

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Santiago de los Caballeros,

República Dominicana,

2015.

"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR SIEMPRE"®

Partes: 1, 2, 3
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