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Oído, oreja, boca, metalenguaje (página 2)

Enviado por Sergio Hinojosa


Partes: 1, 2

 

  • Lo que me había hecho apasionarme por el marxismo seguía vigente, pero no la vida organizativa, tampoco aquella forma tan peculiar y tan entrañable del lazo social que antes me habían animado.
  • Lo que no marchaba se tradujo a otros términos y se desplazó hacía aspectos sintomáticos que me incomodaban e incluso me hacían sufrir. Fue por esa punta del malestar por donde entré realmente en contacto con ese método y esa práctica tan singulares que constituyen el psicoanálisis.
  • Mi trabajo posterior en este campo me deparó momentos buenos y malos. Muchos de estos momentos compartidos con algunos de los hoy aquí presentes.
  • La neurosis con sus síntomas encriptados me abrió las orejas al ruido fónico más allá del sentido. El encuentro con la psicosis me abrió una serie de preguntas, un poco tontas tal vez, pero aún abiertas, al menos para mí. ¿Qué fuerza es la que permite unir unas palabras con otras hasta formar frases? ¿qué confiere eso que llamamos significación a estas frases?¿qué hace de ese río de sonidos un horizonte habitable y humano? ¿cómo se hace posible el orden y la ley, más allá del sentido aparente de las significaciones?
  • Todas estas preguntas no constituyen para mi un horizonte especulativo, sino una atención particular al una por una de las voces que hablan en mi despacho. Decir "consulta" y "clínica" supone admitir una solidaridad con las prácticas sanitarias y médicas, las cuales parecen haber renunciado, y cada vez de manera más tajante, a la palabra como condición de su experiencia. Sin embargo, algún nombre tenemos que dar a ese lugar en donde la palabra circula como ese río de sonidos de manera tan peculiar. Tan sólo quiero con ello abrir la pregunta para despegarnos de esas certidumbres cotidianas que nos hacen olvidar la radical especificidad de la teoría de Freud.
  • Río de sonidos, cadena significante, efectos de significación…
  • Que experimentemos un cierto equilibrio psíquico en esa vorágine es poco menos que un milagro. Que el orden de esos significantes construya un mundo apacible, y no un infierno interior en donde no haya paz para el serhablante, es toda una proeza del amor. El bálsamo está bien. Pero no basta quedarse anonadado con eso, hay que acercarse más para ver algo más difícil de ver: que la paz es más hija de la muerte que del amor. Entendámonos, no es Eros quien fija la ley y concede un lugar al sujeto como exclusión en esa cadena: es Thanatos el que da lugar al ser del sujeto entre el dicho y el cuerpo. Obtener un puesto en el mundo no es un trabajo de ligazón de palabras cementadas desde la economía del placer/ displacer, sino el producto de un corte, de una muerte de la Cosa (das Ding) en la palabra. Muerte que supone, por ejemplo, la separación de la palabra de la boca. Los órganos se someten todos, en lo que les toca de lo que Freud llamó organización pulsional, a un destino más allá del magma biológico. También la boca, que aunque siga masticando y engullendo, se usa sin echar cuenta de ella al hablar. Todos comprobamos como se pierde la resistencia en su manejo, y ligera, campa montaraz por sus respetos.
  • Nuestros – es literalmente un decir- cuerpos portan los seres que somos, son cuerpos sometidos al bios, a las leyes de la naturaleza. Sin embargo, para dar cuenta de la naturaleza de eso que somos no bastan las fórmulas bioquímicas, tampoco el lenguaje poético, aunque éste ande más próximo a lo que está en juego. Lo que somos no deja de inscribirse, por eso sentimos que somos, y no deja de inscribirse como lugar excéntrico del discurso, esto es, más allá de lo que decimos u oímos.
  • Somos siempre en otro lugar del que pensamos o del que nombramos con nuestro decir. A ese lugar del ser, Heidegger le llamó Da-sein. Pero este lugar de mirada, este polo de la percepción no es sin embargo la causa de nuestra trayectoria vital. Permite, eso sí, la ilusión de tener la sartén por el mango. La mirada que somos como epifenómeno no es , sin embargo, el resultado del funcionamiento de la cadena que alberga ese hueco, esa exclusividad focal desde la que experimentamos el acontecer.
  • Este lugar para la perplejidad o para la ingenuidad, este lugar por el que asoma una de las puntas del sujeto no se deja escribir fácilmente en fórmula alguna. La filosofía ha gustado pensar ese agujero recubriéndolo de mirada reflexiva para adueñarse en un intento desesperado del destino, de los que nos guía. Pero para situarnos en ese punto de apertura desde el que intentamos mordernos los dientes hay que no dejarse seducir por la inmediatez del fenómeno.
  • Nos deja perplejos que no deje de inscribirse la percepción desde el Dasein, desde "el ex –sistente ahí que somos", ¿por qué habría de subsistir ese foco desde el que vemos, amamos y odiamos al mundo? Si esa apertura se mantiene, ello quiere decir que algo sobrevive en esa deriva de la significante, que no todo queda barrido cuando la palabra marcha de la boca o queda escrita en el papel, o simplemente pasa por esa apertura del pensar- ahí. O lo que es lo mismo, que algo hace de barra para que todo no sea un flujo significante sin punto de amarre.
  • Descartes habló del Yo como punto de partida consistente en la medida en que formaba parte de una sustancia. Creer que la sede del pensamiento era el Yo, suponía el advenimiento del Yo como síntesis de la cadena pensada, del río de la experiencia en tanto pensada. "Algo hay en mí que piensa", aunque delire o no exista mi cuerpo, eso subsistirá. Lacan le objetó, por Freud, que ese algo que en mí piensa no es Yo, sino Inconsciente. De tal modo, que allí donde nos pensamos no somos … sino objetos imaginados, objetos construidos para el pathos del cuerpo propio.
  • El Yo es para Lacan un objeto ante esa mirada, uno de esos artilugios imaginarios construido para dar de comer a la pasión. Reconocernos es amarnos u odiarnos, pues siempre hubo alguien – siempre otro- , que aportó ascuas a ese fuego. Ahora, desde el saber que se nombra "experto" se intenta engordar ese objeto con sus pasiones. Entienden algunos que al sujeto hay que cebarle con eso que llaman "autoestima" y ven en ese amor de sí el beneficio sanador de la moderna psicología. Pero, por más que se empeñen nada de eso es decisivo, por más euforia narcisística que muestre un sujeto no alcanzará más logro que el de empeorar sus síntomas y/o renunciar a su lugar de sujeto. La pasión que despliega el reflejo de la estampa asumida como propia tan sólo mantiene el engaño de creernos dueños y señores en esa deriva de la cadena significante, lo que no quiere decir que realmente seamos los señores de esa morada que habitamos.
  • Hablando de esta morada del lenguaje, hay que decir que es muy ancha y amplia. Si la tomamos por el lado de su significación, es más que un mundo, mucho más que un universo. Nos embelesamos como Kant ante el cielo estrellado. Todo lo nominado anda de patitas desfilando ante esa mirada atónita que se abre en el ser-ahí. Desfilan como sombras en la caverna para describir con sus reiterados pasos eso que llamamos realidad.
  • Si tomamos la morada por el otro lado, el de su estructura, podemos asir uno a uno los significantes sin encontrar más peso en uno que en otro. Esto lo ha hecho la filosofía desde los sofistas muchas veces. Pero Freud entrevió que unas palabras pesan más que otras, y no por la grandeza de su significación. Algunas pesan tanto, que arrastran al sujeto por el camino de un goce mórbido y sintomático. Apenas dicen nada, son "tonterías" como decía Juanito, el famoso niño del caso de una fobia analizado por Freud. El peso se traduce, como decía Althusser, en sobredeterminación, en ligazón particular entre materia e idea, entre el cuerpo y el lenguaje.
  • Pero hay que tener cuidado, para el psicoanálisis, el ser que somos no es reductible al significante, ni todo lo que decimos ante otra oreja, sea ésta analista o no, tiene el peso de lo que Lacan llamó "significante" cuando se refería a la escucha analítica. Si así fuera estaríamos todo el rato pegando oreja para buscar el modo de dar forma a ese hilo más o menos continuo de voz que se precipita a nuestros despachos o consultas. Jugaríamos a encontrar el sentido del hilo hablado, convirtiendo la escucha en una suerte de ejercicio metalingüístico. No todo está dado para ser escuchado, y no por mucho esforzarse en comprender, se llega a bordear los litorales que costean la experiencia del ser hablado que somos.
  • El chiste, el sueño, lo que habla del síntoma en un sujeto, eso es lo que abre las orejas a quien está dispuesto a sufrir las consecuencias de prestarles oídos. Es muy poca cosa lo que remite a otro significante. Son perlas escogidas, como el relato del sueño de la Inyección de Irma, las que mantienen la promesa de un retorno dicho de otra manera. Los significantes emitidos en el relato del sueño, emitidos por ese que se asoma a su apertura de Ser-ahí, escapan al sentido siempre perseguido, para dejarle confuso y perplejo.
  • Aprendí de Freud a guiarme en esos caminos del significante. El olvido de los nombres propios es todo un tratado al respecto. Su olvido de Signorelli abrió de manera más diáfana la senda. Mi oreja se acostumbró a escuchar en otro lado que en el de los océanos repletos de significaciones más o menos ocultas. Otros lugares cuya geografía nada tiene que ver con el esfuerzo por construir un metalenguaje, un decir sobre ese decir. Cazar al vuelo la paloma torcaz no admite distanciamiento reflexivo. Quiero decir, no admite ponerse a dar vueltas a las palabras dichas hasta encontrarles la punta y el sentido. Allá donde surge el gazapo hay que estar apostado, libre de manejos reflexivos. La atención flotante es la única que permite estar a salto de mata, sin obsesivamente proponérselo.
  • Pero, para hacer posible esta escucha y moverse con cierta soltura en estos espacios inaugurados por Freud y reinventados por Lacan, es necesario haber escuchado antes la propia estupidez, haber sido testigo de la palabra absurda y sinsentido que nos conduce…al sufrimiento. Los puentes que hicieron posible ligar esos dichos con la historia borrada, fue lo que me permitió salir de un juego fantasmático muy particular, en el que un padre imaginario portaba como faro fálico un saber que me sacaba del rincón oscuro del castigo pulsional. Los pormenores pueden interesar como testimonio, pero ese género no me gusta demasiado, así que prefiero situar el problema en lo que se deja decir en mis palabras.
  • Habitamos el lenguaje, pero no somos significante, no somos "hombre", ni "mujer", ni "trabajador", por más que nos ubiquemos en el discurso a partir de lo que Lacan denominó "significantes amos". No se nos puede reducir al significante, sea cual sea éste.
  • No admitimos quedar fijados en los destinos del término que nos identifica, a menos que seamos totalmente imbéciles. Siempre hay un punto de escape imaginario o, bien de desaparición.
  • La nosología está siempre presta a reducir el ser del sujeto a términos domésticos. Es un afán del que no estamos exentos. Sea apuntando a una sustancialización del sujeto o del predicado, sea coagulando el ser del sujeto en un término como sucede cuando etiquetamos a alguien de "toxicómano", "ludópata", "neurótico" o "psicótico". O bien, cuando, sustantivando una cualidad o manifestación atribuida al sujeto, dejamos a éste preso de la observación y las descripciones propuestas como "trastorno del comportamiento", "trastorno de la personalidad" o "trastorno del sueño", suponiendo en todo caso una entidad extradiscursiva a dichas expresiones.
  • Luego, a partir de esos significantes amos, que reportan lo suyo, se pueden formar asociaciones de drogodependientes, o cualesquiera otros grupos provistos de un significante al que dar vueltas, para construir con su manejo el sentido de una causa-casa común. Todos dispuestos a perder su ser, el ser que son donde no piensan, para someterse como objetos de muestrario a la deriva de esa identidad prestada del "drogadicto", "exalcohólico", "anoréxicas", "familiares de esquizofrénicos", etc. Identidades que no aminoran su dolor de ser, pues con su espejeo imaginario apuntan a un reconocimiento que nada en absoluto tiene que ver con la verdad que está en juego en cada cual.
  • Que un sujeto quede prendido al significante no es extraño, todo está montado para eso. Somos "psicoanalistas", somos "maridos", "esposas", "hijos", "madres", somos funcionarios, somos profesores, somos ciudadanos, somos nominados y denominados en el discurso de los otros. Pero no siempre es tan palpable el dictado que juega los destinos de nuestro ser. Lacan nos dio un ejemplo precioso de esta insignificancia del significante donde nuestro ser aferra su destino. Se trata de aquel paciente de origen islámico que no podía escribir porque sufría una parálisis en la mano. En dicha parálisis no había indicios neurológicos, tan sólo un leve indicio, algo que salía de su boca, un pequeño icebed compuesto de unos cuantos fonemas: "tengo la mano como cortada". Ese "mano como cortada" alguien lo podía haber interpretado como castración o como quien sabe qué aplicando todo el saber metalingüístico de que fuera capaz. Lacan simplemente tomó al vuelo la palabra y se la hizo oír de nuevo. Así, dislocada, puesta en otro lugar para que se aireara. Y desde afuera le llegó al sujeto, embutido en su cultura islámica, su propio enunciado. Entonces aquel icebed comenzó otro recorrido diferente al acostumbrado. Dejó de morder cuerpo para comenzar a ligarse a otros significantes hasta contar un relato. Se trataba de un dicho antiguo, que no iba dirigido al propio paciente, sino a su padre. Alguien sorprendió a éste en un asunto oscuro y fue denunciado por ladrón. En otro confín del mundo no hubiera sucedido esto, pero el imperio de la ley islámica, aunque fuera tan sólo en la imaginación popular hizo que la mano realmente fuese cortada en un momento en que la identificación con el padre era clave.
  • Por este tipo de dichos, desdoblados de mi decir, me di cuenta cómo, alienado a los significantes, no sólo soportaba el pathos, no sólo amaba o era amado, no sólo sentía las briznas de odio o el desprecio. Más allá del espacio visible del ser ahí por el que miraba, pude atisbar algo que ordenaba mi cuerpo y mi destino.
  • La fenomenología en este territorio pierde ya su competencia. La mirada aguda y reflexiva zozobra y el sujeto por más intelectual, comprometido o no que sea, sucumbe como los héroes trágicos ante el destino.
  • La tragedia remite a lo que de imposible tiene el deseo. Éste, para el psicoanálisis –y no las apetencias del Yo -, nunca fue un estado de magma bioquímico alguno, por más que los neutransmisores inhiban, potencien o dejen de potenciar. El deseo constituye, más bien, un estado en la relación del sujeto con el lenguaje.
  • Habría que reforzar el "Yo débil" dicen unos, la "autoestima" dicen otros. Reforcemos la identificación con la que el sujeto hace aguas sugieren los expertos, vayamos todos a fijar en su puesto al marido, a la esposa, al hijo para que ejerza de tal.
  • …O al mismo psicoanalista, habría que decir. Pues, también los psicoanalistas están sometidos a un destino que se les escapa de sus fauces. Y por más que se rumie al pasar, una y otra vez, se dejan a la sombra aquello que les constituye como a todo el mundo. ¿Es esto un obstáculo? Para la realización del ideal de la felicidad o de la salud mental, evidente. Pero, no hay que pedir tanto ni prometerlo tampoco. Pues, cercar esa imposibilidad, para construirse unas flamantes orejas, no es sin el precio de dejar la estructura de la morada apuntalada y recubierta con el imaginario de una nueva fachada. Nueva posición que, desde luego, es de escucha a la palabra voladora. Pero por eso mismo habrá que estar atento a esos pájaros que surcan nuestro cielo, esas gaviotas, cuyo recorrido, marca nuestros puntos de contacto entre el lenguaje y la pulsión.
  • Si nos guía un significante, aunque sea revistiendo todas sus manifestaciones de amor sacrificado, no por ello deja de ser un amo, y eso hay que saberlo.
  • Hubo un tiempo en el que someterse a los designios del Señor fue un gran ideal. Por él se soportaron los mayores sufrimientos, a él se le ofrecieron las más graves enfermedades y los mayores sacrificios. La mística española está llena de sufrimientos encomendados. Allí la enfermedad no estaba para ser curada, sino para ser sufrida identificándose a Cristo. Vivir aquel significante del Hijo de Dios, como la "Humanidad de Cristo" era una forma peculiar de alienación, desde la cual, un Yo, detestando al mundo y al cuerpo, corría en pos de su pareja, de su doble imaginado divino.

"Mi alma se ha empleado,

Y todo mi caudal en su servicio;

Ya no guardo ganado,

Ni ya tengo otro oficio,

Que ya solo en amar es mi ejercicio."

(S. Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 28)

Y otra estrofa, la número 11, en la que da cuerpo al significante:

"Descubre tu presencia,

y máteme tu vista y hermosura;

mira que la dolencia

de amor, que no se cura

sino con la presencia y la figura."

Hoy nos conformamos con otra pareja y otros ideales. El matrimonio sometido a todo tipo de saberes expertos, ha caído como institución simbólica para mostrar su cara más sintomática. Devenido "pareja" constituye un tema preferente en las psicoterapias. Esta relación comandada por otros significantes amos, es el producto de otro juego de anudamiento entre el significante y el cuerpo. En cierto modo, hoy podría decirse que la carne es el espíritu. El saber sobre el cuerpo detenta un poder más prominente que alumbra el camino a seguir en nuestras adhesiones. En la vertiente del síntoma, toda una hagiología beatífica sobre la estética del cuerpo lanza a nuestros jóvenes a la vorágine del goce. La anorexia, hoy, no está bajo el ayuno penitencial dedicado al Señor amo, sino bajo otros imperativos tal vez más exigentes y bizarros.

Un manifiesto, no precisamente comunista, lanzado a Internet en forma de credo y recogido por la escritora Espido Freire, reza así:

"Creo en el control, la única energía con suficiente

Fuerza como para ordenar el caos en que vivo.

Creo que soy la persona más rastrera,

Inútil y despreciable que haya existido jamás en la Tierra,

Y que soy absolutamente indigna del tiempo o la atención de nadie.

Creo que quienes me digan algo distinto son idiotas.

(…) Creo en la perfección y lucho por obtenerla.

Creo en la salvación a través de realizar un esfuerzo cada día mayor.

Creo en las listas de calorías como la palabra de Dios,

Y de acuerdo con esa creencia las memorizaré.

Creo en las básculas de baño como indicador

De mis fracasos y de mis éxitos diarios.

Creo en el infierno, porque en ocasiones pienso que vivo en él.

Creo en un mundo en blanco y negro, en la pérdida de peso,

El remordimiento por los pecados, la negación (denegación habría que decir) del cuerpo

Y una eterna vida de ayuno." (Internet, 2002)

Como ven, la palabra hace estragos, pero no por los supuestos "estereotipos erróneos" que se lanzan al mercado mediático dispuestos para la mimesis, sino por lo que tiene de constitutiva, de vehículo del ser que somos amarrados a ese cuerpo por el significante. Ya no se va tras de Dios para ser anoréxica, ahora se va en pos de otro juego significante, tal vez más asfixiante y menos prometedor.

Seguir al amo oscuro, repetición que se consuma en otro lugar del iluminado por la mirada del Ser-ahí, del Da-sein, ávido de realidad y promesas. El amo, puede tener nombre de Dios. La sierva Iglesia pregona su Nombre y se ocupa esforzadamente de que exista. Pero también otros dioses pueden colarse de soslayo como amos. Una institución puede hacer existir a un Dios en todo su esplendor y eclipsar la emergencia del sufrimiento de existir, para lanzar imperativos o transferencias de trabajo. Almas dedicadas a su "ora et labora".

Escuchar el decurso de la palabra propia, en los años que duró mi análisis, cercar el objeto del goce que sostenía mi anonadamiento y estupidez, fue consecuencia de un acercamiento, cada vez más intenso, a la aportación que Lacan nos legó a todos. Sin embargo, la experiencia propia del encuentro con aquello que me arrastraba en el orden significante a ocupar lugares de goce sintomático, no creo que se pueda resumir en una fórmula testimonial sin el riesgo de hacer de ello un discurso de ilusionistas. Creo que presentarse para dar cuenta de un testimonio, aunque se haga bajo la aparente neutralidad de la tercera persona, no deja de ser una muestra más o menos ejemplarizante del precioso objeto al que nos alienamos de continuo, máxime cuando, al fin y al cabo, de lo que se trata es de ser nombrado por el otro. La forma de hacerse un nombre en una institución sea la que sea, pasa por la mirada benéfica que nos sostiene ante el espejo. Que la mirada esté articulada denegando su función no deja al sujeto libre del espejismo, sino aún más inmerso en la carrera por el reconocimiento. Que no hay metalenguaje quiere decir que no hay otro del Otro, aunque quien se hipostasie sea una institución.

 

Sergio Hinojosa

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