Las ceremonias de la religión católica romana pueden ser consideradas como experimentos de la misma naturaleza. Los devotos de esta extraña superstición dicen, en defensa de las mascaradas que se les echan en cara, que experimentan el buen efecto de estos movimientos externos, posturas y acciones en la vivificación de su devoción y aumento de su fervor, que de otro modo decaería si se dirigiese enteramente a objetos distantes e inmateriales. Representamos los objetos de nuestra fe, dicen, con objetos e imágenes sensibles y los hacemos más presentes a nosotros por la presencia inmediata de estos tipos de lo que es posible hacerlos meramente por una visión y contemplación intelectual. Los objetos sensibles tienen siempre una mayor influencia sobre la fantasía que los otros, y conceden esta influencia fácilmente a las ideas con que están relacionados y a las que se les asemejan. Solamente inferiré de estas prácticas y este razonamiento que el efecto de la semejanza, consistente en vivificar la idea, es muy corriente, y como en todo caso deben concurrir una semejanza y una impresión presente, poseemos experimentos abundantes para probar la realidad de los principios precedentes.
Podemos dar más fuerza a estos experimentos mediante otro de diferente género, considerando los efectos de la contigüidad del mismo modo que los de la semejanza. Es cierto que la distancia disminuye la fuerza de toda idea y que cuando nos aproximamos a un objeto, aunque no se descubra a nuestros sentidos, actúa sobre el espíritu con una influencia que imita a la impresión inmediata. El pensamiento de un objeto lleva rápidamente al espíritu al que le es contiguo, pero sólo la presencia actual de un objeto la transporta con una vivacidad superior. Cuando me hallo a pocas millas de mi casa todo lo relativo a ella me impresiona más directamente que cuando me encuentro distante doscientas leguas, aunque a esta distancia aun la reflexión acerca de algo en la vecindad de mis amigos y familia produce una idea de ellos. Sin embargo, como en este último caso ambos objetos del espíritu son ideas, a pesar de existir una fácil transición entre ellas, esta transición por sí sola no es capaz de conceder una vivacidad superior a alguna de las ideas por faltar una impresión inmediata (18).
Nadie puede dudar de que la causalidad tiene la misma influencia que las otras dos relaciones de semejanza y contigüidad. Las gentes supersticiosas se apasionan por las reliquias de los santos y hombres piadosos por la misma razón que buscan tipos e imágenes para vivificar su devoción, y aquéllas les proporcionan una más íntima y vigorosa concepción de estas vidas ejemplares que desean imitar. Ahora bien; es evidente que unas de las mejores reliquias que el devoto puede procurarse son las cosas que han servido al santo, y si sus vestidos e instrumentos se consideran siempre así es porque dispuso en un tiempo de ellos y fueron manejados y usados por él, por cuyo respecto han de ser considerados como efectos imperfectos y como enlazados con él por una más breve cadena de consecuencias que aquellos por los cuales conocemos la realidad de su existencia. Este fenómeno prueba claramente que una impresión presente mediante la relación de causalidad, puede vivificar una idea y, por consecuencia, producir la creencia o asentimiento según la anterior definición de ésta.
Pero ¿por qué necesitamos buscar otros argumentos para probar que una impresión presente, juntamente con una relación o transición de la fantasía, puede vivificar una idea cuando el mismo caso de nuestro razonamiento bastará sólo para este propósito? Es cierto que debemos tener una idea de todo hecho que creemos. Es cierto que esta idea surge solamente de una relación con una impresión presente. Es cierto que la creencia no añade nada a la idea, sino que tan sólo cambia nuestra manera de concebirla y la hace más fuerte y vivaz. La conclusión presente, relativa a la influencia de la relación, es la consecuencia inmediata de todas estas afirmaciones, y cada afirmación aparece como segura e infalible. Nada entra en esta actividad del espíritu más que una impresión presente, una idea vivaz y una relación o asociación en la fantasía entre la impresión y la idea, así que no puede existir sospecha de error.
Para esclarecer aún más este asunto, considerémoslo como se hace con una cuestión en la filosofía natural que haya que determinar por experiencia y observación. Supongo que existe un objeto que se me presenta, partiendo del cual obtengo cierta conclusión y me formo ideas, de las cuales digo que las creo o que las presto mi asentimiento. Es evidente aquí que, aunque pueda pensarse que el objeto que está presente a mis sentidos y aquel cuya existencia infiero por el razonamiento se influyan recíprocamente por sus fuerzas o cualidades particulares, como el fenómeno de creencia que en el presente examino es meramente interno, siendo dichas fuerzas y cualidades enteramente desconocidas, no pueden éstas tener parte en su producción. La impresión presente es la que debe ser considerada como la causa verdadera y real de la idea y de la creencia que la acompaña. Debemos, por consiguiente, tratar de descubrir, mediante experimentos, las cualidades particulares que la capacitan para producir un efecto tan extraordinario.
Primeramente, pues, hago observar que la impresión presente no tiene este efecto por su propia fuerza y eficacia en tanto que se la considera por sí misma como una percepción única, limitada al momento presente. Hallo que una impresión partiendo de la cual, una vez presentada, no puedo lograr ninguna conclusión, puede más tarde llegar a ser el fundamento de la creencia cuando poseo la experiencia de sus consecuencias usuales. Debemos en cada caso haber observado la misma impresión en ejemplos pasados y haber hallado que iba constantemente unida con alguna otra impresión. Esto está confirmado por una multitud tal de experimentos que no admite la más pequeña duda.
De una segunda observación concluyo que la creencia que acompaña a la impresión presente y es producida por un cierto número de impresiones y enlaces pasados surge inmediatamente sin una nueva actividad de la razón o imaginación. De esto puedo estar cierto, porque jamás me doy cuenta de una actividad tal y no hallo en el sujeto nada en que pueda fundarse. Ahora bien; como llamamos costumbre a todo lo que procede de una repetición pasada, sin un nuevo razonamiento o conclusión, podemos establecer como una verdad cierta que toda la creencia que sigue a una impresión presente se deriva tan sólo de aquel origen. Cuando nos hallamos acostumbrados a ver dos impresiones enlazadas entre sí, la aparición de la idea de la una despierta inmediatamente en nosotros la idea de la otra.
Habiéndonos convencido plenamente acerca de este punto, hago una tercera serie de experimentos para conocer si se requiere algo más que la transición habitual para la producción de este fenómeno de la creencia. Cambio, pues, la primera impresión en una idea y observo que, aunque la transición habitual a la idea correlativa continúa aún, no existe, en realidad, ni creencia ni persuasión. Una impresión presente es, pues, absolutamente necesaria para este proceso, y cuando después de esto comparo una impresión con una idea y hallo que su única diferencia consiste en sus diferentes grados de fuerza y vivacidad, concluyo de todo ello que la creencia es una concepción más vivida e intensa de una idea que procede de su relación con una impresión presente.
Así, todo razonamiento probable no es más que una especie de sensación. No sólo en poesía y música debemos seguir nuestro gusto y sentimientos, sino también en filosofía. Cuando yo estoy convencido de un principio sucede tan sólo que una idea me impresiona más fuertemente. Cuando yo doy la preferencia a una serie de argumentos sobre otra no hago más que decidir de mi sentimiento relativo a la superioridad de su influencia. Los objetos no poseen una conexión entre sí que pueda descubrirse, y por ningún otro principio más que por la costumbre, que actúa sobre la imaginación, podemos hacer una inferencia partiendo de la apariencia del uno para llegar a la existencia del otro.
Es digno de ser observado que la experiencia pasada, de la que dependen todos nuestros juicios relativos a la causa y al efecto, puede actuar sobre nuestro espíritu de una manera tan insensible que no nos demos jamás cuenta de ello, y hasta en cierto modo puede sernos desconocido esto. Una persona que se detiene en su camino por encontrar un río que lo atraviesa prevé las consecuencias de su avance, y el conocimiento de las consecuencias le es sugerido por la experiencia pasada, que le informa de ciertos enlaces de causas y efectos. ¿Podemos, sin embargo, pensar que en esta ocasión reflexiona sobre alguna experiencia pasada y recuerda casos que ha visto u oído, para descubrir los efectos del agua sobre los cuerpos animales? Seguramente que no; no es éste el modo como procede en su razonamiento. La idea de hundirse va tan íntimamente unida con la del agua y la idea de ahogarse tan inmediatamente unida con la de hundirse, que el espíritu realiza la transición sin el auxilio de la memoria. El hábito actúa antes de que tengamos tiempo para la reflexión. Los objetos parecen tan inseparables que no nos detenemos ni un momento al pasar del uno al otro. Pero como esta transición procede de la experiencia y no de una conexión primaria entre las ideas, debemos reconocer necesariamente que la experiencia puede producir una creencia y un juicio relativo a causas y efectos por una actividad separada y sin pensar en ello. Esto hace desaparecer todo pretexto, si es que queda alguno, para afirmar que el espíritu se convence razonando sobre el principio de que casos de que no tenemos experiencia deben parecerse necesariamente a aquellos de que la tenemos; pues aquí hallamos que el entendimiento o imaginación puede hacer inferencias partiendo de la experiencia pasada sin reflexionar sobre ello, y mucho menos sin formarse un principio concerniente a ello o razonar sobre este principio.
En general podemos observar que en todos los enlaces más firmes y uniformes de causas y efectos, como lo son la gravedad, el choque, la solidez, etcétera, el espíritu jamás dirige su vista expresamente a la consideración de la experiencia pasada, aunque en otras asociaciones y objetos más raros e inhabituales puede ayudarse la costumbre y transición de ideas por esta reflexión. Es más; hallamos en algunos casos que la reflexión produce la creencia sin la costumbre, o, más propiamente hablando, que la reflexión produce la costumbre de una manera oblicua y artificial. Me explicaré. Es cierto que no solamente en filosofía, sino aun en la vida corriente, podemos lograr el conocimiento de una causa particular por un experimento único con tal de que sea hecho con juicio y después de suprimir cuidadosamente todas las circunstancias extrañas y superfluas. Ahora bien; como después de un experimento de este género el espíritu, basándose en la apariencia de una causa o de un efecto, puede realizar una inferencia relativa a la existencia de su correlativo, y como un hábito jamás puede adquirirse por un único caso, podría pensarse que la creencia no puede estimarse en este caso efecto del hábito. Sin embargo, esta dificultad se desvanecerá si consideramos que, si bien aquí suponemos tener un único experimento de un efecto particular, poseemos, sin embargo, millones de ellos para convencernos del principio de que objetos iguales, colocados en iguales circunstancias, producirán siempre iguales efectos, y como este principio ha sido establecido por un hábito suficiente, concede evidencia y firmeza a toda opinión a que se aplique. La conexión de las ideas no es habitual después de un experimento único; pero esta conexión se comprende bajo otro principio que es habitual, lo que nos lleva de nuevo a nuestra hipótesis. En todos los casos transferimos nuestra experiencia a los casos de que no tenemos experiencia, ya sea expresa o tácitamente, o directa o indirectamente.
No debo concluir este asunto sin observar que es muy difícil hablar de las operaciones del espíritu con absoluta propiedad y exactitud, porque el lenguaje corriente ha hecho rara vez una distinción penetrante entre ellas, sino que ha designado generalmente con el mismo término todas las que se parecen mucho entre sí. Esto es una fuente de obscuridad y confusión casi inevitable en el autor, de tal modo que puede dar lugar frecuentemente a dudas y objeciones del lector, en las cuales, si fuese de otro modo, no habría ni pensado. Así, mi posición general de que una opinión o creencia no es más que una idea fuerte y vivaz, derivada de una impresión presente relacionada con ella, puede encontrar la siguiente objeción por razón de una pequeña ambigüedad en las palabras fuerte y vivaz. Puede decirse que no sólo una impresión puede dar lugar al razonamiento, sino que una idea puede también tener la misma influencia, dado mi principio de que todas nuestras ideas se derivan de las impresiones correspondientes; pues suponiendo que me forme una idea presente, de la que he olvidado la correspondiente impresión, soy capaz de concluir, partiendo de esta idea, que esta impresión ha existido una vez, y como esta conclusión va acompañada de la creencia, puede preguntarse de dónde vienen las cualidades de fuerza y vivacidad derivadas que constituyen esta creencia. A esto contesto rápidamente: de la idea presente, pues como la idea no se considera aquí como la representación de un objeto ausente, sino como una percepción real en el espíritu, de la que somos íntimamente conscientes, debe ser capaz de conceder a todo lo que está relacionado con ella la misma cualidad, llámese ésta firmeza, solidez, fuerza o vivacidad con que el espíritu reflexiona sobre ella y está asegurado de su existencia presente. La idea suple aquí a la impresión y es totalmente lo mismo en lo que respecta a nuestro propósito presente.
Basándonos en los mismos principios no tenemos por qué sorprendernos de oír hablar del recuerdo de una idea, esto es: de la idea de una idea y de su fuerza y vivacidad superior a las concepciones inconexas de la imaginación. Reflexionando sobre nuestros pensamientos pasados, no sólo bosquejamos los objetos en los que hemos pensado, sino que también concebimos la acción del espíritu en la meditación, este cierto no se qué del cual es imposible dar una definición o descripción, pero que cada uno entiende suficientemente. Cuando la memoria ofrece una idea de esto y se lo representa como pasado, es fácil concebir que la idea puede tener más vigor y firmeza que cuando pensamos en un pensamiento pasado del que no tenemos recuerdo.
Después de esto, todo el mundo entenderá cómo podemos formamos la idea de una impresión o de una idea y cómo podemos creer en la existencia de una impresión y de una idea.
Sección IX
De los efectos de otras relaciones y otros hábitos.
Tan convincentes como puedan parecer los precedentes argumentos, no debemos, sin embargo, contentarnos con ellos, sino que debemos considerar el asunto en todos sus aspectos para hallar algunos nuevos puntos de vista desde los cuales poda mos ilustrar y confirmar principios tan fundamentales y extraordinarios. Una vacilación cuidadosa, antes de admitir una nueva hipótesis, es una disposición tan digna de alabanza en los filósofos y tan necesaria para el examen de la verdad, que merece se la tenga en cuenta y requiere que se presente todo argumento que pueda tender a su satisfacción y se refute toda objeción que pueda ser un obstáculo para su razonamiento.
He observado frecuentemente que, además de la causa y el efecto, las dos relaciones de semejanza y contigüidad deben ser consideradas como principios asociadores del pensamiento y como capaces de llevar la imaginación de una idea a otra. He hecho observar también que, cuando dos objetos están enlazados entre sí por alguna de estas relaciones, si uno de ellos se halla inmediatamente presente a la memoria o los sentidos, no solamente el espíritu es llevado a su correlativo por medio del principio de asociación, sino también que lo concibe con una fuerza y vigor adicional por la actuación de este principio y de la impresión presente. Todo esto lo he hecho observar para confirmar, por analogía, mi explicación de nuestros juicios referentes a la causa y el efecto. Sin embargo, este mismo argumento puede quizá volverse contra mí y, en lugar de ser una confirmación de mi hipótesis, convertirse en una objeción a ella; pues puede decirse que, si todas las partes de la hipótesis fueran ciertas, a saber: que estas tres especies de relación se derivasen del mismo principio; que sus efectos, consistentes en reforzar y vivificar nuestras ideas, fuesen los mismos, y que la creencia fuese más que una concepción intensa y vivida de una idea, se seguiría que la acción del espíritu no sólo puede derivarse de la relación de causa y efecto, sino también de la de contigüidad y semejanza. Pero como hallamos por experiencia que la creencia surge solamente de la causa y que no podemos hacer una inferencia de un objeto a otro, excepto cuando se hallan enlazados por esta relación, podemos concluir que existe algún error en el razonamiento que nos lleva a tales dificultades.
Esta es la objeción; consideremos ahora su solución. Es evidente que todo lo que se halla presente a la memoria e impresiona el espíritu con una vivacidad que se asemeja a la de una impresión inmediata debe ser un factor considerable en todas las actividades del espíritu y debe distinguirse con facilidad de las meras ficciones de la imaginación. De estas impresiones o ideas de la memoria formamos una especie de sistema que comprende todo lo que recordamos haber estado presente, ya sea la percepción interna o a los sentidos, y cada término de este sistema unido a la impresión presente es lo que llamamos realidad. Sin embargo, el espíritu no se detiene aquí, pues hallando que, además de este sistema de percepciones, existe otro enlazado por el hábito, o, si se quiere, por la relación de causa y efecto, procede a la consideración de sus ideas, y como experimenta que en cierto modo es determinado a considerar estas ideas particulares y que la costumbre o relación por la cual está determinado no admite el cambio más mínimo, las construye en un nuevo sistema que igualmente designa con el título de realidad. El primero de estos sistemas es objeto de la memoria y los sentidos; el segundo, del juicio.
Es el último principio el que puebla el mundo y nos permite conocer existencias que por su distancia en tiempo y lugar se hallan más allá del alcance de los sentidos y la memoria. Mediante él finjo el universo en mi imaginación y fijo mi atención en la parte que me agrada. Me formo una idea de Roma, a la que jamás vi ni recuerdo, pero que se halla enlazada con impresiones que yo recuerdo haber recibido en la conversación y en los libros de los viajeros e historiadores. Esta idea de Roma la coloco en una cierta situación en la idea de un objeto que llamo la tierra. Uno a ella la concepción de un gobierno particular, religión y vida. Considero el tiempo pasado e imagino su fundación, sus varias revoluciones, triunfos y desgracias. Todo esto, y lo demás que yo creo, no son más que ideas, aunque por su fuerza y orden fijo que surge del hábito y la relación de causa y efecto se distinguen de las otras ideas que son tan sólo producto de la imaginación.
En cuanto a la influencia de la contigüidad y semejanza, podemos observar que, si el objeto contiguo o semejante es comprendido en este sistema de realidades, no hay duda alguna de que estas dos relaciones ayudarán a la de causa y efecto y fijarán la idea relacionada con más fuerza en la imaginación. Debo ampliar esto ahora. Mientras tanto, llevo mi observación un poco más lejos y afirmo que, aun cuando el objeto relacionado no sea más que fingido, la relación servirá para vivificar la idea y aumentar su influencia. Sin duda alguna, un poeta será el más capaz de hacer la descripción más intensa de los Campos Elíseos al ser impulsada su imaginación por la vista de una bella pradera o jardín, del mismo modo que puede por su fantasía colocarse en medio de estas regiones fabulosas y, por la contigüidad fingida, vivificar su imaginación.
Sin embargo, aunque no puedo excluir totalmente las relaciones de semejanza y contigüidad de la actividad de la fantasía, se puede observar que cuando se presentan solas su influencia es muy débil o incierta. Del mismo modo que la relación de causa y efecto se requiere para persuadirnos de alguna existencia real, se requiere esta persuasión para dar fuerza a estas otras relaciones, pues cuando ante la apariencia de una impresión no sólo fingimos otro objeto, sino que igualmente, de un modo arbitrario y por nuestro mero capricho y placer, concedemos una relación particular a la impresión, puede esto tener tan sólo una pequeña influencia sobre el espíritu y no existe razón alguna para que al volver sobre la misma impresión nos hallemos determinados a colocar el mismo objeto en la misma relación con ella. No existe ninguna necesidad para que el espíritu finja algún objeto semejante y contiguo, y si lo finge, existe una necesidad muy pequeña para que se limite al mismo sin una diferencia o variación; y de hecho, una ficción tal se funda tan poco en la razón, que nada más que el puro capricho puede determinar el espíritu a formársela, y siendo este principio fluctuante e incierto, es imposible que pueda jamás actuar con un grado considerable de fuerza y constancia. El espíritu prevé y anticipa el cambio, y aun desde el primer momento experimenta lo inconexo de sus actividades y el débil dominio que tiene de sus objetos. Y como esta imperfección es muy sensible en cada caso particular, aumenta por la experiencia y la observación cuando comparamos los varios casos que recordamos y forma una regla general contraria a que repose alguna seguridad en estos momentáneos chispazos de luz que surgen en la imaginación partiendo de una fingida semejanza o contigüidad.
La relación de causa y efecto tiene todas las ventajas opuestas. Los objetos que presenta son fijos e inalterables. Las impresiones de la memoria jamás cambian en un grado considerable y cada impresión surge acompañada de una idea precisa que ocupa su lugar en la imaginación como algo sólido, real, cierto e invariable. El pensamiento se halla siempre determinado a pasar de la impresión a la idea y de la impresión particular a la idea particular sin ninguna elección o vacilación.
No contento con refutar esta objeción, debo tratar de sacar de ella una prueba de la doctrina presente. La contigüidad y la semejanza tienen un efecto muy inferior al de la causalidad, pero tienen algún efecto y aumentan la convicción de una opinión y la vivacidad de una concepción. Si esto puede probarse en varios casos nuevos, además de los que ya hemos observado, será un argumento de no poca consideración en favor de que la creencia no es mas que una idea vivaz relacionada con una impresión presente.
Para comenzar con la contigüidad ha sido notado, tanto entre los mahometanos como entre los cristianos, que los peregrinos que han visto La Meca o Tierra Santa son creyentes mucho más fieles y celosos que los que no han tenido esta ventaja. Un hombre cuya memoria le presenta una imagen vivaz del Mar Rojo, del Desierto, Jerusalén y Galilea no puede dudar jamás de los hechos milagrosos que son narrados por Moisés o los evangelistas. La idea vivaz de los lugares pasa por una fácil transición a los hechos que se suponen están relacionados con ellos por contigüidad y aumentan la creencia por el aumento de la vivacidad de la concepción. El recuerdo de estos campos y ríos tiene la misma influencia sobre el vulgo que un nuevo argumento y la tiene por las mismas causas.
Podemos hacer una observación igual relativa a la semejanza. Hemos notado que la conclusión que hacemos partiendo de un objeto presente, para llegar a su causa o efecto ausente, no se funda jamás en las cualidades que observamos en este objeto considerado en sí mismo o, en otras palabras, que es imposible determinar de otro modo más que por experiencia lo que resultará de un fenómeno o lo que le ha precedido. Pero aunque esto sea tan evidente en sí mismo que no parece necesitar de prueba, sin embargo, los filósofos han imaginado que existe una causa aparente por la comunicación del movimiento y que un hombre razonable puede inmediatamente inferir el movimiento de un cuerpo partiendo del impulso que otro imprime sin recurrir a ninguna observación pasada. Que es falsa esta opinión lo mostrará una prueba fácil, pues si una inferencia tal puede ser hecha meramente partiendo de las ideas de cuerpo, movimiento e impulso, debe remontar a una demostración y debe implicar la absoluta imposibilidad de un supuesto contrario. Todo efecto, pues, además de la comunicación del movimiento, implica una contradicción formal, y no sólo es imposible que pueda existir, sino también que pueda concebirse. Sin embargo, pronto podemos convencernos de lo contrario formándonos una idea clara y consistente de un cuerpo moviendo a otro, de su reposo inmediatamente después del contacto o de su regreso en la misma línea en que vino, o de su destrucción o de su movimiento circular o elíptico y en breve de un número infinito de otros cambios a los que puede suponerse se halla sometido. Estos supuestos son todos consistentes y naturales, y la razón de por qué imaginamos que la comunicación del movimiento es más consistente y natural, no sólo que estos supuestos, sino también que algún otro efecto natural, se funda en la relación de semejanza entre la causa y el efecto, que va unida aquí a la experiencia y enlaza los objetos entre sí de la manera más estrecha e íntima, de modo que nos hace imaginarlos como absolutamente inseparables. La semejanza, pues, tiene la misma influencia que la experiencia o una influencia paralela a ésta, y como el único efecto inmediato de la experiencia es asociar nuestras ideas entre sí, se sigue que toda creencia surge de la asociación de ideas, según mi hipótesis.
Se concede universalmente por los escritores de óptica que el ojo ve siempre el mismo número de puntos físicos, y que un hombre en la cumbre de una montaña no tiene presente a sus sentidos una imagen más grande que la que posee cuando está encerrado en el más estrecho recinto o habitación. Tan sólo por experiencia inferimos el tamaño del objeto partiendo de algunas cualidades peculiares de la imagen, y esta inferencia del juicio se confunde con la sensación, como es común en otras ocasiones. Ahora bien; es evidente que la inferencia del juicio es aquí mucho más vivaz que lo que acostumbra a ser en nuestros razonamientos corrientes y que un hombre tiene una concepción más vivaz de la vasta extensión del Océano mediante la imagen que percibe por su vista cuando se halla en la cumbre de un alto promontorio que cuando oye solamente el rugir de las aguas. Experimenta un placer más sensible ante su magnificencia, lo que es una prueba de su idea más vivaz, y confunde su juicio con la sensación, lo que es otra prueba de ello. Como la inferencia es igual en los dos casos, la vivacidad superior de la concepción, en un caso, no puede proceder más que de que, al hacer la inferencia partiendo de la vista, además del enlace por el hábito, existe también una semejanza entre la imagen y el objeto, acerca del cual inferimos que fortalece la relación y hace pasar la vivacidad de la impresión a la idea relacionada con un movimiento más fácil y más natural.
Ninguna debilidad de la naturaleza humana es más universal y notable que lo que llamamos comúnmente credulidad, o sea el prestar fácilmente fe al testimonio de los otros, y esta debilidad se explica también, naturalmente, partiendo de la in fluencia de la semejanza. Cuando admitimos un hecho basándonos en el testimonio humano, nuestra fe surge del mismo origen que nuestras inferencias de causas a efectos y de efectos a causas, y no existe nada más que nuestra experiencia de los principios que rigen la naturaleza humana para darnos alguna seguridad de la veracidad de los hombres. Sin embargo, aunque la experiencia sea el verdadero criterio de este lo mismo que de los otros juicios, rara vez nos guiamos enteramente por ella, sino que experimentamos una inclinación notable a creer todo lo que nos es dicho, aun lo relativo a las apariciones, encantos y prodigios tan contrarios como sean éstos a la experiencia y observación cotidianas. Las palabras o discursos de los otros hombres tienen una íntima conexión con ciertas ideas en su espíritu, y estas ideas tienen también una conexión con los hechos u objetos que representan. Esta última conexión se exagera mucho y se atrae nuestro asentimiento más allá de lo que la experiencia puede justificarla, lo que no puede proceder más que de la semejanza entre las ideas y los hechos. Otros efectos solamente ponen de relieve sus causas de una manera indirecta; pero el testimonio de los hombres lo hace directamente y debe ser considerado tanto una imagen como un efecto. No debemos maravillarnos, por consiguiente, de que seamos tan precipitados en nuestras inferencias que parten de él y seamos guiados menos por nuestra experiencia en nuestros juicios relativos a él que en los que hacemos sobre otros asuntos.
Del mismo modo que cuando la semejanza va unida con la causalidad fortifica nuestros razonamientos, la falta de ella en un grado elevado es capaz de destruirlos casi por entero. De esto existe un notable caso en la despreocupación y estupidez universal de los hombres con respecto a su estado futuro, por el que muestran una incredulidad obstinada, mientras que prestan una ciega credulidad en otras ocasiones. De hecho no existe un asunto más amplio para el asombro del estudioso y de tristeza para el hombre piadoso que el observar la negligencia de la totalidad del género humano en lo que respecta a su condición futura, y con razón muchos teólogos eminentes no experimentan escrúpulo alguno en afirmar que, aunque el vulgo no posee los principios formales de la infidelidad, sin embargo es en su corazón realmente infiel y no posee nada análogo a lo que podemos llamar una creencia en la duración eterna de las almas; pues consideremos, por una parte, que los teólogos han hablado con tanta elocuencia con respecto a la importancia de la inmortalidad, y al mismo tiempo reflexionemos que, aunque en los asuntos de la retórica podemos presentar nuestra explicación con alguna exageración, debemos conceder en este caso que las figuras más poderosas son infinitamente inferiores al asunto; después de esto, dirijamos nuestra vista a la prodigiosa seguridad de los hombres en este particular. Me pregunto si las gentes creen realmente lo que les ha sido inculcado y lo que pretenden afirmar; la respuesta es manifiestamente negativa. Como la creencia es un acto del espíritu y que surge de la costumbre, no es extraño que la falta de semejanza pueda deshacer lo que el hábito ha establecido y disminuir la fuerza de la idea del mismo modo que el último principio la aumenta. Un estado futuro se halla tan alejado de nuestra comprensión y tenemos una idea tan obscura del modo como existiremos después de la disolución del cuerpo, que todas las razones que podamos aducir, por muy poderosas que sean en sí mismas y por muy reforzadas que se hallen por la educación, no son capaces, con imágenes tan torpes, de dominar esta dificultad o conceder una autoridad suficiente o fuerza a la idea. Prefiero más bien atribuir esta incredulidad a la idea débil que nos formamos de nuestra condición futura derivada de la falta de semejanza con nuestra vida presente que derivarla de su lejanía, pues observo que los hombres se preocupan siempre de lo que pueden esperar después de su muerte, con tal de que tenga que ver con este mundo, y pocos son indiferentes a su nombre, su familia, amigos y patria en un cierto período de tiempo. De hecho, la falta de semejanza en este caso destruye tan enteramente la creencia, que excepto aquellos pocos que por la fría reflexión sobre la importancia del asunto han cuidado, por meditación repetida, de fijar en sus espíritus los argumentos en favor de una vida futura, hay muy pocos que crean en la inmortalidad del alma, según un juicio fiel y firme análogo al que se deriva del testimonio de los viajeros e historiadores. Esto se ve muy notablemente siempre que los hombres tienen ocasión de comparar los placeres y dolores, las recompensas y castigos de esta vida con los de la futura, aun cuando el caso no sea el suyo mismo y no exista pasión violenta que perturbe su juicio. Los católicos romanos son ciertamente la más celosa de las sectas del mundo cristiano, y, sin embargo, pocos se encontrarán entre los miembros más refinados de esta confesión que no censuren la traición de las pólvoras y la matanza de San Bartolomé como crueles y bárbaras, aunque proyectadas y ejecutadas contra el mismo pueblo, al que, sin escrúpulo ninguno, condenan a los castigos eternos e infinitos. Todo lo que podemos decir para excusar su contradicción es que no creen realmente lo que afirman concerniente a la vida futura, y no existe una prueba mejor de ello que su misma contradicción.
Podemos añadir a esta indicación que en asuntos de religión los hombres encuentran placer en ser aterrorizados y que no hay predicadores más populares que los que excitan la mayor tristeza y las pasiones más tétricas. En los asuntos corrientes de la vida, en los que sentimos y nos hallamos penetrados de la solidez del asunto, nada puede ser más desagradable que el miedo y el terror, y sólo en las representaciones dramáticas y en los sermones religiosos nos producen siempre placer. En el último caso, la imaginación reposa indolente niente sobre una idea, y habiendo sido suavizada la pasión por la falta de la creencia en el asunto, no posee más que el efecto agradable de vivificar el espíritu y fijar la atención.
La hipótesis presente obtendrá una confirmación adicional si examinamos los efectos de otros géneros de hábito, así como de otras relaciones. Para entender esto debemos considerar que el hábito, al cual atribuyo toda creencia y razonamiento, puede actuar sobre el espíritu vigorizando una idea de dos modos distintos, pues suponiendo que en toda la existencia pasada hemos hallado que dos objetos han aparecido unidos siempre entre sí, es evidente que, en cuanto aparezca uno de estos objetos en una impresión debemos, por la costumbre, realizar una fácil transición a la idea del objeto que le acompaña usualmente, y por medio de la impresión presente y de la fácil transición debemos concebir esta idea de una manera más fuerte y más vivaz que lo hacemos con una imagen más inconexa y fluctuante de la fantasía. Pero supongamos ahora que una idea por sí sola, sin alguna de esta preparación curiosa y casi artificial, haga frecuentemente su aparición en el espíritu; esta idea debe por grados adquirir facilidad y fuerza y se debe distinguir por su firme dominio y fácil introducción de toda idea nueva y no usual. Esta es la única característica en que coinciden los dos géneros antedichos de hábito, y si resulta que sus efectos sobre el juicio son similares y proporcionados, podemos concluir ciertamente que la explicación precedente de esta facultad es satisfactoria. Pero ¿podemos dudar de esta concordancia y de su influencia sobre el juicio cuando consideramos la naturaleza y los efectos de la educación?
Todas las opiniones y nociones de las cosas a las que hemos sido habituados desde nuestra infancia arraigan tan profundamente que es imposible para nosotros, mediante todo el poder de la razón y experiencia, desarraigarlas, y este hábito no sólo se acerca en su influencia, sino que a veces supera al que surge de la constante unión inseparable de las causas y efectos. No nos debemos contentar aquí con decir que la vivacidad de la idea produce la creencia: debemos mantener que es individualmente la misma: la repetición frecuente de una idea fija a ésta en la imaginación; pero no puede jamás por sí misma producir la creencia si el acto del espíritu, por la constitución original de nuestra naturaleza, estaba tan sólo unido al razonamiento y comparación de ideas. El hábito nos lleva a una falsa comparación de ideas; este es el efecto más grande que podemos concebir con respecto de él; pero es cierto que jamás puede substituir a la comparación ni producir un acto del espíritu que corresponda naturalmente a este principio.
Una persona que ha perdido una pierna o un brazo por amputación trata durante largo tiempo de servirse de él. Después de la muerte de una persona se observa corrientemente por toda su familia, especialmente por los criados, que apenas pueden creer que ha muerto, sino que se imaginan que se halla en su cuarto o en algún otro lugar donde acostumbraban a encontrarle. Yo he oído frecuentemente en conversación, después de hablar de una persona a quien se pondera por algo, decir a alguien que no lo conocía: «No le he visto, pero casi me imagino haberlo visto cuando oigo hablar de él.» Todos estos son casos paralelos.
Si consideramos como es debido este argumento de la educación, resultará muy convincente, y tanto más cuanto que se halla fundado en uno de los fenómenos más comunes que podemos encontrar en todas partes. Estoy persuadido de que después del examen hallaremos que una mitad de las opiniones reinantes entre el género humano se debe a la educación, y que los principios que se admiten así implícitamente contrarrestan a los que se deben al razonamiento abstracto o la experiencia. Del mismo modo que los mentirosos, por la repetición frecuente de sus mentiras, llegan a recordarlas, el juicio, o más bien la imaginación, por medios análogos pueden poseer ideas tan fuertemente impresas en ellos y concebirlas tan claramente, que pueden operar sobre el espíritu de la misma manera que los sentidos, la memoria o la razón presente a nosotros. Sin embargo, como la educación es una causa artificial y no natural y como sus máximas son frecuentemente contrarias a la razón y aun entre sí mismas, en los diferentes tiempos y lugares, no es jamás, por este motivo, admitida por los filósofos, aunque en realidad se basa casi sobre el mismo fundamento de la costumbre y la repetición que nuestro razonamiento relativo a las causas y efectos(19).
Sección X
De la influencia de la creencia.
Aunque la educación sea rechazada por la filosofía como un fundamento falaz de asentimiento a cualquier opinión, prevalece, sin embargo, en el mundo y es el motivo de por qué todos los sistemas están dispuestos a ser repudiados en un principio como nuevos y no usuales. Esto quizá será el destino de lo que ya he expuesto referente a la creencia, pues aunque las pruebas que he presentado me parecen perfectamente decisivas, no espero hacer muchos prosélitos para mi opinión. Los hombres se persuadirán difícilmente de que efectos de tanta importancia puedan nacer de principios que parecen tan insignificantes y de que la mayor parte de nuestros razonamientos, con todas nuestras acciones y pasiones, pueda derivarse tan sólo de la costumbre y el hábito. Para evitar esta objeción debo anticipar algo aquí que será considerado más apropiadamente después, cuando hablemos de las pasiones y del sentido de la belleza.
En el espíritu humano se halla establecida una percepción del dolor y el placer como resorte capital y principio motor de todas sus acciones; pero el dolor y el placer tienen dos modos de hacer su aparición en el espíritu, y uno de ellos tiene efectos muy diferentes de los del otro. Pueden aparecer como una impresión para el sentimiento actual o solamente como una idea, como sucede ahora cuando los menciono. Es evidente que la influencia de éstos sobre nuestras acciones está muy lejos de ser igual. Las impresiones actúan sobre el alma siempre y en el grado más alto, pero no toda idea tiene el mismo efecto. La naturaleza ha procedido con precaución en este caso y parece haber evitado cuidadosamente los inconvenientes de los dos extremos. Si sólo las impresiones influyeran en la voluntad deberíamos en cada momento de nuestra vida hallarnos sometidos a las más grandes calamidades, porque aunque prevemos su aproximación no nos hallaríamos dotados por la naturaleza de un principio de acción que pudiese impedirnos a evitarlas. Por otra parte, si toda idea influyese en nuestras acciones, nuestra condición no se hallaría muy mejorada, pues es tal la instabilidad y actividad del pensamiento, que las imágenes de todas las cosas, especialmente de los bienes y males, se hallan siempre cruzando el espíritu, y si se hallasen guiadas por cualquier concepción de este género de los males no gozaríamos ni un momento de paz y tranquilidad.
La naturaleza ha elegido, por consiguiente, un término medio, y ni ha concedido a toda idea de un bien o un mal el poder de actuar sobre la voluntad, ni la ha privado enteramente de su influencia. Aunque una ficción de un mal no tiene eficacia, hallamos por experiencia que las ideas de los objetos que creemos que son o serán existentes producen en menor grado el mismo efecto que las impresiones que se hallan inmediatamente presentes a los sentidos y la percepción. El efecto, pues, de la creencia consiste en conceder a una simple idea la igualdad con las impresiones y concederle una análoga influencia sobre las pasiones. Este efecto sólo puede tenerlo haciendo que una idea se aproxime a una impresión en fuerza y vivacidad, pues como los diferentes grados de fuerza constituyen la diferencia original entre una impresión y una idea, deben ser, por consecuencia, la fuente de todas las diferencias en los efectos de estas percepciones, y su supresión total o parcial, la causa de toda nueva semejanza que adquieran. Dondequiera que podamos hacer que una idea se aproxime a las impresiones en fuerza y vivacidad se asemejará a ella igualmente en su influencia sobre el espíritu, y, por el contrario, cuando se asemeja a la impresión en esta influencia, como sucede en el caso presente, debe proceder esto de su aproximación en fuerza y vivacidad. La creencia, pues, ya que hace que una idea tenga los mismos efectos que las impresiones, debe hacer que se les asemeje en estas cualidades y no es más que una concepción más vivaz e intensa de una idea. Esto puede servir como un argumento adicional para el presente sistema y puede darnos una noción de la manera como nuestros razonamientos partiendo de la causalidad son capaces de actuar sobre la voluntad y las pasiones.
Del mismo modo que la creencia es casi absolutamente necesaria para excitar nuestras pasiones, las pasiones, a su vez, son muy favorables a la creencia, y no sólo los hechos que producen emociones agradables, sino también y muy frecuentemente los que nos causan dolor, llegan a ser por esta razón más prestamente objetos de opinión y fe. Un cobarde, cuyo miedo se despierta fácilmente, asiente con facilidad a toda noticia del peligro que le den, lo mismo que una persona de disposición triste y melancólica es muy crédula para todo lo que alimenta su pasión dominante. Cuando un objeto capaz de afectarnos se presenta da la alarma y excita inmediatamente un grado de su pasión correspondiente, especialmente en las personas que son naturalmente propensas a esta pasión. Esta emoción pasa por una fácil transición a la imaginación y difundiéndose sobre la idea del objeto que afecta, nos hace formarnos su idea con mayor fuerza y vivacidad y nos hace asentir a ella según el sistema que precede. La admiración y la sorpresa tienen el mismo efecto que las otras pasiones, y de acuerdo con esto podemos observar que entre el vulgo los curanderos y proyectistas encuentran una fe más fácil por la razón de sus pretensiones magníficas que si se mantuviesen dentro de los límites de la moderación. El primer asombro que naturalmente acompaña a sus relaciones maravillosas se extiende sobre toda el alma, y de este modo vivifica y fortalece la idea, de manera que se asemeja a las inferencias que sacamos de la experiencia. Esto es un misterio que ya conocemos un poco y que tendremos ocasión de conocer mejor en el curso de este tratado.
Después de esta explicación de la influencia de la creencia sobre las pasiones hallaremos menos dificultad en explicar sus efectos sobre la imaginación tan extraordinarios como puedan parecer. Es cierto que no obtenemos placer de un discurso cuando nuestro juicio no asiente a las imágenes que son presentadas a nuestra fantasía. La conversación de los que han adquirido el hábito de mentir, aunque no sea en asuntos de importancia, jamás nos produce satisfacción, y esto porque las ideas que nos presentan no yendo acompañadas de la creencia no impresionan el espíritu. Los poetas mismos, aunque mentirosos por profesión, tratan siempre de dar un aire de verdad a sus ficciones, y cuando olvidan esto totalmente, sus obras, aunque ingeniosas, no serán capaces de producir mucho placer. En resumen, podemos observar que, aunque las ideas no tengan influencia ninguna sobre la voluntad y las pasiones, la verdad y la realidad son necesarias aún para hacerlas gratas a la imaginación.
Si comparamos entre sí todos los fenómenos que se presentan con relación a este asunto hallaremos que la verdad, tan necesaria como pueda parecer en todas las obras del genio, no tiene más efecto que procurar una fácil aceptación de las ideas y hacer que el espíritu se repose en ellas con satisfacción o al menos sin repugnancia. Pero como esto es un efecto que puede suponerse fácilmente que nace de la solidez y fuerza que, según mi sistema, acompaña a las ideas que son establecidas por el razonamiento de causalidad, se sigue que toda la influencia de la creencia sobre la fantasía puede explicarse partiendo de este sistema. De acuerdo con ello podemos observar que siempre que la influencia surge de otro principio que no sea la verdad o realidad, éste la suple y proporciona un agrado igual a la imaginación. Los poetas han creado lo que ellos llaman un sistema poético de las cosas que, aunque no es creído ni por ellos ni por los lectores, se estima como un fundamento suficiente para cualquier ficción. Hemos sido tan habituados a los nombres de Marte, Júpiter, Venus, que, de la misma manera que la educación fija una opinión, la constante repetición de estas ideas las hace entrar en el espíritu con facilidad y las mantiene en la fantasía sin influir el juicio. Del mismo modo los trágicos toman siempre su argumento, o por lo menos los nombres de sus personajes principales, de algún hecho conocido de la historia, y esto no para engañar a los espectadores, pues confiesan francamente que la verdad no se observa rigurosamente en todas las circunstancias, sino para procurar una aceptación más fácil, por parte de la imaginación, de los sucesos extraordinarios que representan. Es ésta una precaución que no se requiere de los poetas cómicos, cuyos personajes e incidentes, siendo de un género más familiar, son más accesibles a la concepción y son admitidos sin una formalidad tal aun cuando a primera vista pueda conocerse que son ficticios y mero producto de la fantasía.
La mezcla de verdad y falsedad de los argumentos de los poetas trágicos no sólo sirve para nuestro propósito presente, mostrando que la imaginación puede satisfacerse sin una creencia o seguridad absoluta, sino que puede en otro respecto ser considerada como una poderosa confirmación de este sistema. Es evidente que los poetas hacen uso de su artificio, consistente en tomar los nombres de sus personajes y los sucesos capitales de la historia, para procurar una más fácil aceptación del conjunto y producir una impresión más profunda sobre la fantasía y las afecciones. Los varios incidentes de la obra adquieren una especie de relación por hallarse unidos en un poema o representación, y si uno de estos incidentes puede ser un objeto de creencia, concede fuerza y vivacidad a los que se hallan relacionados con él. La viveza de la primera concepción se difunde a través de las relaciones y pasa como por muchos tubos o canales a toda idea que esté en comunicación con la primaria. Esto de hecho no puede llegar jamás a una seguridad perfecta, porque la unión entre las ideas es, en cierto modo, accidental; pero se aproxima tanto a su influencia, que puede convencernos de que se derivan del misino origen. La creencia debe agradar a la imaginación por medio de la fuerza y vivacidad que la acompaña, ya que toda idea que posee fuerza y vivacidad encontramos que es agradable a esta facultad.
Para confirmar esto podemos observar que existe una ayuda recíproca entre el juicio y la fantasía, lo mismo que entre el juicio y la pasión, y que la creencia no sólo concede vigor a la imaginación, sino que una imaginación vigorosa y fuerte es de todos los talentos el más apropiado para proporcionar la creencia y autoridad. Es difícil para nosotros negar nuestro sentimiento a lo que nos es descrito con los vivos colores de la elocuencia, y la vivacidad producida por la fantasía es, en muchos casos, más grande que la que surge de la costumbre y la experiencia. Somos arrastrados por la viva imaginación de un autor o un amigo y hasta él mismo frecuentemente es víctima de su propia fogosidad y genio.
No estará fuera de lugar notar aquí que, del mismo modo que una imaginación viva degenera muchas veces en locura o demencia y tiene con ellas una gran semejanza en su actividad, influyen éstas a su vez en el juicio del mismo modo y producen la creencia por los mismos principios. Cuando la imaginación adquiere, por un fermento extraordinario de la sangre y los espíritus, una vivacidad tal que desordena todas sus fuerzas y facultades, no hay posibilidad de distinguir entre verdad y falsedad, sino que cada ficción o idea inconexa teniendo la misma influencia que las impresiones de la memoria o las conclusiones del juicio, es admitida con el mismo valor y actúa con igual fuerza sobre las pasiones. Una impresión presente y una transición habitual no son ya necesarias para vivificar nuestras ideas. Toda quimera del cerebro es tan vivaz e intensa como cualquiera de las inferencias que designamos primeramente con el nombre de conclusiones relativas a los hechos y a veces tanto como las impresiones presentes de los sentidos.
Podemos observar el mismo efecto en la poesía, aunque en un grado menor, y es común a la poesía y la locura que la vivacidad que conceden a las ideas no se deriva de las situaciones o conexiones particulares de los objetos de estas ideas, sino del temperamento y disposición presente de la persona. Pero tan grande como sea el grado que esta vivacidad alcance, es evidente que en la poesía jamás tiene la misma cualidad afectiva que la que surge en el espíritu cuando razonamos aún basándonos en la especie más inferior de probabilidad. El espíritu puede fácilmente distinguir entre la una y la otra, y cualquiera que sea la emoción que el entusiasmo poético pueda producir a los espíritus, no es más que el mero fantasma de la creencia o la persuasión. Sucede lo mismo con la idea que con la pasión que ocasiona. No existe ninguna pasión del espíritu humano que no pueda surgir mediante la poesía, aunque al mismo tiempo las cualidades afectivas de las pasiones son muy diferentes cuando se despiertan por ficciones poéticas que cuando surgen de la creencia y la realidad. Una pasión que es desagradable en la vida real puede producir el mayor agrado en una tragedia o en un poema épico. En el último caso no nos oprime tanto: es sentida menos firme y sólidamente y no tiene otro efecto más que el agradable de excitar a los espíritus animales y despertar la atención. La diferencia de las pasiones es una prueba clara de una diferencia análoga en las ideas de las cuales las pasiones se derivan. Cuando la vivacidad surge de un enlace habitual con una impresión presente, aunque la imaginación no pueda en apariencia ser muy agitada, existe siempre algo más fuerte y real en sus actividades que en los fervores de la poesía y la elocuencia. La fuerza de nuestras actividades mentales, en este caso, lo mismo que en otro cualquiera, no ha de ser medida por la agitación aparente del espíritu. Una descripción poética puede tener un efecto más sensible sobre la fantasía que una narración histórica; puede recoger un mayor número de las circunstancias que componen una imagen o descripción completa; puede parecer que coloca el objeto ante nosotros con más vivos colores. Sin embargo, las ideas que presenta son diferentes, en cuanto a la cualidad afectiva, de las que surgen de la memoria y del juicio. Hay algo débil e imperfecto en medio de esta aparente vehemencia del pensamiento y sentimiento que acompaña a las ficciones de la poesía.
Tendremos después ocasión de hacer notar las semejanzas y diferencias entre un entusiasmo poético y una convicción seria. Mientras tanto, no puedo menos de observar que la gran diferencia en su cualidad afectiva procede, en alguna medida, de la reflexión y las reglas generales. Observamos que el vigor de la concepción que las ficciones toman de la poesía y elocuencia es una circunstancia meramente accidental, de la que toda idea es igualmente susceptible, y que estas ficciones no se hallan enlazadas con nada que sea real. Esta observación nos hace prestar algo, por nuestra parte, a la ficción, por decirlo así; pero produce que la idea sea sentida muy diferentemente de las persuasiones establecidas de un modo duradero y basadas en la memoria y el hábito. Son ambas del mismo género, pero la primera es muy inferior a las otras tanto en sus causas como en sus efectos. Una reflexión sobre las reglas generales nos aparta de aumentar nuestra creencia con cada aumento de fuerza y vivacidad de nuestras ideas. Cuando una opinión no admite duda o probabilidad opuesta le atribuimos una plena verdad, aunque la falta de semejanza o contigüidad pueda hacer su fuerza inferior a la de otras opiniones. Así, el entendimiento corrige las apariencias de los sentidos y nos hace imaginar que un objeto a veinte pies de distancia parece a la vista tan grande como uno de la misma dimensión a diez pies de distancia.
Podemos observar el mismo efecto de la poesía en un grado menor con esta sola diferencia de que la más mínima reflexión disipa las ilusiones de la poesía y coloca los objetos en su verdadera naturaleza. Sin embargo, es cierto que en el calor de un entusiasmo poético el poeta tiene una creencia artificiosa y aun una especie de visión de sus objetos, y si existe algún resto de argumento que sostenga esta creencia nada contribuye más a su plena convicción que el ardor de las figuras e imágenes poéticas que tienen tanta fuerza sobre el poeta mismo como sobre sus lectores.
Sección XI
De la probabilidad del azar
Para conceder a este sistema su plena fuerza y evidencia debemos apartar nuestra vista de él por un momento y dirigirla a considerar sus consecuencias y a explicar por los mismos principios alguna otra especie de razonamiento que se deriva del mismo origen.
Los filósofos que han dividido la razón humana en conocimiento y probabilidad y han definido el primero como la evidencia que surge de la comparación de ideas están obligados a comprender todos nuestros argumentos relativos a las causas y efectos bajo el término general de probabilidad. Sin embargo, aunque cada uno es libre de usar este término en el sentido que le plazca, y según esto, en la parte precedente del presente discurso he seguido este método de expresión, es no obstante cierto que en el lenguaje corriente afirmamos que muchos argumentos que parten de la causalidad exceden a la probabilidad y pueden ser admitidos como un género superior de evidencia. Haría el ridículo quien dijese que es sólo probable que el Sol salga mañana o que todos los hombres mueran, aunque es claro que no tenemos más seguridad de estos hechos que la que la experiencia nos proporciona. Por esta razón quizá será más conveniente, para conservar el sentido corriente de las palabras y al mismo tiempo indicar los varios grados de evidencia, distinguir en la razón tres grados, a saber: el del conocimiento, el de las pruebas y el de la probabilidad. Por conocimiento entiendo la seguridad que surge de la comparación de ideas; por pruebas, los argumentos que se derivan de la relación de causa y efecto y que están totalmente libres de duda e incertidumbre; por probabilidad, la evidencia que va acompañada con alguna incertidumbre. Procedo a examinar ahora esta última especie del razonamiento.
La probabilidad o razonamiento por conjetura puede dividirse en dos géneros, a saber: el que se funda en el azar y el que surge de las causas. Debemos considerar cada uno de ellos en este orden. La idea de causa y efecto se deriva de la experiencia que, presentándonos ciertos objetos constantemente enlazados entre sí, produce el hábito de considerarlos en esta relación, de modo que no podemos, sin una violencia sensible, considerarlos en ninguna otra.
Por otra parte, como el azar no es nada real en sí mismo y, propiamente hablando, es meramente la negación de una causa, su influencia en el espíritu es contraria a la de la causalidad y le es esencial el dejar a la imaginación en plena libertad de considerar la existencia o no existencia del objeto que se considera como contingente. Una causa indica el camino a nuestro pensamiento y en cierto modo le obliga a considerar determinados objetos en determinadas relaciones. Sólo el azar puede destruir esta determinación del pensamiento y dejar al espíritu en su situación originaria de indiferencia, en la que una vez cesen las causas que se oponen a ello es instantáneamente reintegrado.
Por consiguiente, ya que una indiferencia total es esencial al azar, ningún azar puede ser superior a otro más que por estar compuesto de un número superior de casos iguales; pues si afirmamos que el azar puede de otro modo ser superior a otro, debemos al mismo tiempo afirmar que existe algo que le concede esta superioridad y determina el suceso más en este sentido que en otro, o sea, con otras palabras, debemos conceder una causa y destruir el supuesto del azar que ya hemos establecido antes. Una indiferencia perfecta y total es esencial al azar, y una indiferencia total no puede jamás en sí misma ser superior o inferior a otra. Esta verdad no es peculiar a mi sistema, sino que está reconocida por todo aquel que hace cálculos referentes al azar.
Es aquí notable que, aunque el azar y la causalidad sean totalmente contrarios, es imposible para nosotros concebir esta combinación de azares que se requiere para hacer un azar superior a otro, sin suponer una mezcla de las causas entre los azares y un enlace necesario en algunos respectos con una total indiferencia en otros. Cuando nada limita el azar, toda noción que la fantasía más extravagante pueda formarse es de la misma categoría y no puede existir una circunstancia que conceda a una de ellas ventaja sobre las otras. Así, a menos que concedamos que existen algunas causas para hacer que los dados caigan y mantengan su forma en la caída y queden sobre una u otra de sus caras, no podemos hacer ningún cálculo relativo a las leyes del azar; pero suponiendo que estas causas actúen, y suponiendo igualmente que todo lo demás es indiferente y determinado por el azar, es fácil llegar a una noción de una combinación superior de azares. Un dado que tiene cuatro lados marcados con un cierto número de puntos y sólo dos con otro nos proporciona un caso manifiesto y fácil de esta superioridad. El espíritu está aquí limitado por las causas a un número preciso y cualidad de sucesos, y al mismo tiempo no se halla determinado para elegir un suceso particular.
Prosiguiendo, pues, con este razonamiento, en el que hemos dado ya tres pasos: que el azar es la mera negación de la causa y produce una indiferencia total en el espíritu; que la negación de una causa y una indiferencia total no puede jamás ser superior o inferior a otra; que debe existir siempre una combinación de causas entre las probabilidades para fundamentar algún razonamiento, debemos considerar en seguida qué efecto puede tener una combinación superior de probabilidades sobre el espíritu y de qué manera influye en nuestro juicio y opinión. Podemos repetir aquí los mismos argumentos que hemos empleado al examinar la creencia que surge de las causas y podemos probar de la misma manera que un número superior de probabilidades no produce nuestro asentimiento ni por demostración ni por probabilidad. Es de hecho evidente que no podemos jamás, por la comparación de las meras ideas, hacer un descubrimiento que tenga importancia en este asunto y que es imposible probar con certidumbre que un suceso debe tener lugar en un sentido en que el número de probabilidades es superior. El suponer en este caso alguna certidumbre sería destruir lo que hemos establecido relativo a la oposición de probabilidades y su perfecta igualdad e indiferencia.
Si se dice que aunque en una oposición de probabilidades es imposible determinar con certidumbre de qué lado debe tener lugar el suceso, podemos, sin embargo, afirmar con certidumbre que es más verosímil y probable que sea en un sentido dado, para el que existe un mayor número de casos, que en el sentido que es en este respecto inferior, preguntaré qué se entiende aquí por verosimilitud y probabilidad. La verosimilitud y probabilidad de azares es un número superior de casos iguales, y, por consecuencia, cuando decimos que es verosímil que el suceso tenga lugar en un sentido que es superior más bien que en uno que es inferior no hacemos más que afirmar que donde existe un número superior de casos existe actualmente una probabilidad superior, y donde existe uno inferior es ésta inferior, proposiciones que son idénticas y no tienen importancia. La cuestión es por qué medios un número igual o superior de probabilidades actúa sobre el espíritu y produce creencia o asentimiento, ya que resulta que esto no sucede ni por argumentos derivados de la demostración ni de la probabilidad.
Para resolver esta dificultad supondré que una persona toma un dado hecho de manera tal que cuatro de sus lados están marcados con una figura o un número de puntos y los otros dos lados con otro, y lo pone en un cubilete con intención de arrojarlo después; es evidente que debe concluir que una figura será más probable que la otra y dará la preferencia a la que está grabada en mayor número de caras. En cierto modo cree que ésta será la predominante, aunque aun dudando en proporción del número de casos contrario y según que estos casos contrarios disminuyan y aumente la superioridad de los otros casos, su creencia adquirirá nuevos grados de estabilidad y seguridad. Esta creencia surge de una acción del espíritu sobre los objetos simples y limitados que están ante nosotros y, por consiguiente, será más fácilmente descubierta y explicada. No tenemos necesidad de considerar más que un único dado para comprender una de las más curiosas actividades del entendimiento.
Este dado, construido como antes se dijo, contiene tres circunstancias dignas de nuestra atención. Primeramente, ciertas causas, como la gravedad, solidez, figura cúbica, etc., que le determina a caer, a conservar su forma en la caída y a volverse sobre uno de sus lados; segundo, cierto número de lados que se suponen indiferentes; tercero, cierta figura grabada en cada lado. Estas tres particularidades constituyen la plena naturaleza del dado, en tanto que se relaciona con nuestro propósito presente, y, por consecuencia, son las únicas circunstancias consideradas por el espíritu al pronunciar su juicio acerca del resultado de la acción de arrojarlo del cubilete. Consideremos gradualmente y con cuidado cuál será la influencia de estas circunstancias sobre el pensamiento y la imaginación.
Primeramente, hemos observado ya que el espíritu se halla determinado por la costumbre a pasar de una causa a su efecto y que cuando uno de estos términos se presenta es casi imposible no formarse la idea del otro. Su unión constante en casos pasados ha producido un hábito tal en el espíritu, que los une siempre en su pensamiento e infiere la existencia del uno de la de su acompañante usual. Cuando considero el dado no sostenido ya por el cubilete no puedo considerarlo sin violencia como suspendido en el aire, sino que lo coloco naturalmente sobre la mesa y lo veo volviéndose sobre uno de sus lados. Es éste el efecto de una de las causas mixtas que se requieren para realizar un cálculo relativo al azar.
Segundo: se supone que, aunque el dado está necesariamente determinado a caer y a volverse sobre uno de sus lados, no existe, sin embargo, nada que fije cuál lado particular será éste, sino que está enteramente determinado por el azar. La verdadera naturaleza y esencia del azar es una negación de las causas y el dejar al espíritu en una indiferencia perfecta para elegir entre los sucesos que se supone son contingentes. Por consiguiente, cuando el pensamiento se halla determinado por las causas para considerar que el dado cae y se vuelve sobre uno de sus lados, el azar presenta todos estos lados como iguales y nos hace considerar cada uno de ellos, uno después de otro, como igualmente probables y posibles. La imaginación pasa de la causa, a saber: el arrojar los dados, al efecto, a saber: el volverse sobre uno de los seis lados, y experimenta una especie de imposibilidad tanto de detenerse en su camino como de formarse otra idea; pero como estos seis lados son incompatibles y el dado no puede volverse sobre ellos al mismo tiempo, este principio no nos lleva a considerarlos a la vez como estando hacia arriba, lo que vemos que es imposible, ni nos lleva a considerar con su fuerza total un lado particular, pues en este caso este lado se consideraría como cierto e inevitable, sino que nos hace dirigirnos a los seis lados de tal manera que divide su fuerza igualmente entre ellos. Concluimos en general que alguno de ellos debe presentarse después de la caída; recorremos todos con nuestro espíritu; la determinación del pensamiento es común a todos, pero no corresponde más fuerza a la parte de cada uno que la que es compatible con el resto. De esta manera el impulso original y por consecuencia la vivacidad del pensamiento que surge de las causas se divide y separa por las causas combinadas.
Hemos visto ya la influencia de las dos primeras cualidades del dado, a saber: las causas, el número y diferencia de los lados, y hemos aprendido cómo conceden un impulso al pensamiento y dividen este impulso en tantas partes como unidades exis ten en el número de partes. Debemos considerar ahora los efectos de la tercera particularidad, a saber: las figuras inscritas en cada lado. Es evidente que cuando varios lados tienen la misma figura inscrita en ellos deben coincidir en su influencia sobre el espíritu y deben concentrar en una imagen o idea de una figura todos los impulsos divididos que se hallaban dispersos en los varios lados en que esta figura está grabada. Si la cuestión fuese tan sólo qué lado quedaría hacia arriba, resultaría que todos eran perfectamente iguales y que ninguno podría tener ventaja sobre otro; pero como la cuestión se refiere a la figura y como la misma figura se presenta por más de un lado, es evidente que los impulsos referentes a todos estos lados deben reunirse en esta figura y hacerse más fuertes y potentes mediante esta unión. En el presente caso se supone que cuatro lados tienen inscrita la misma figura y dos una figura diferente. Los impulsos de los primeros son, pues, superiores a los de los últimos. Sin embargo, como los sucesos son contrarios y es imposible que estas figuras a la vez puedan quedar hacia arriba, los impulsos se hacen igualmente contrarios y el inferior destruye al superior hasta donde llega su fuerza. La vivacidad de la idea es siempre proporcional a los grados del impulso o tendencia hacia la transición, y la creencia es lo mismo que la vivacidad de la idea, según la doctrina precedente.
Sección XII
De la probabilidad de las causas.
Lo que he dicho referente a la probabilidad del azar no puede servir para otro propósito más que para ayudarnos a explicar la probabilidad de las causas, ya que se concede corrientemente por los filósofos que lo que el vulgo llama azar no es más que una causa secreta y oculta. Así, pues, debemos examinar capitalmente esta especie de probabilidad.
La probabilidad de las causas es de varios géneros, pero todas se derivan del mismo origen, a saber: lo, asociación de ideas con la impresión presente. Como el hábito que produce la asociación surge del enlace frecuente de objetos, debe llegar a su perfección por grados y debe adquirir nueva fuerza por cada caso que cae bajo nuestra observación. El primer caso no tiene fuerza o tiene poca fuerza; el segundo aporta algún aumento de ella; el tercero se hace más sensible, y por estos pequeños avances nuestro juicio llega a la seguridad plena. Sin embargo, antes de que alcance este grado de perfección pasa a través de varios grados inferiores, y en todos ellos debe sólo estimarse una presunción o probabilidad. La gradación, pues, desde las probabilidades hasta las pruebas, es en muchos casos insensible, y la diferencia entre estos géneros de evidencia se percibe más fácilmente en los grados alejados que en los próximos y contiguos.
Merece ser notado en esta ocasión que, aunque la especie de probabilidad que aquí se explica sea la primera en el orden y tenga lugar naturalmente antes de que pueda existir una prueba total, sin embargo, ninguno que haya llegado a la edad de la madurez puede conocer otra más amplia. Es verdad que nada es más común para las gentes de conocimientos más perfectos que el haber alcanzado tan sólo una experiencia imperfecta de muchos sucesos particulares, lo que produce naturalmente tan sólo un hábito y transición imperfecta; pero debemos considerar que el espíritu habiendo realizado otra observación referente a la conexión de causas y efectos, concede nueva fuerza a su razonamiento que parte de su observación, y mediante ella puede construir un argumento sobre un experimento único cuando se halla debidamente preparado y examinado. Lo que hemos hallado una vez que resulta de un objeto concluimos que siempre resultará de él, y si esta máxima no se establece siempre como cierta no es por falta de un número suficiente de experimentos, sino porque encontramos frecuentemente casos contrarios, lo que nos lleva a la segunda especie de probabilidad cuando existe una oposición en nuestra experiencia y observación.
Sería una gran cosa para los hombres con respecto a la conducta en su vida y acciones que los mismos objetos fuesen siempre unidos entre sí y que no tuviéramos nada que temer de los errores de nuestro juicio, ni tener razón alguna para recelar la incertidumbre de la naturaleza. Pero como se sucede frecuentemente que una observación es contraria a otra y que las causas y efectos no se siguen en el mismo orden del que hemos tenido experiencia, estamos obligados a variar nuestro razonamiento por esta incertidumbre y a considerar los sucesos contrarios. La primera cuestión que se presenta en este asunto es la referente a la naturaleza y causas de la oposición.
El vulgo, que juzga de las cosas por su primera apariencia, atribuye la incertidumbre de los sucesos a una incertidumbre análoga en las causas, que las hace no ejercer su influencia usual, aunque no hallan obstáculo ni impedimento en su actuación. Sin embargo, los filósofos, observando que en casi todas las partes de la naturaleza existe una vasta variedad de orígenes y principios que están ocultos por razón de su pequeñez o distancia, piensan que por lo menos es posible que la oposición de los sucesos no proceda de la contingencia de las causas, sino de la operación secreta de las causas contrarias. Esta posibilidad se convierte en certidumbre por una observación ulterior cuando notan que por una exacta investigación una oposición en los efectos lleva consigo una oposición en las causas que procede de su recíproca contraposición y de ser obstáculo las unas para las otras. Un aldeano no puede dar mejor razón para el hecho de pararse un reloj que decir que no marcha bien; pero un relojero fácilmente percibe que la misma fuerza en el resorte o péndulo tiene la misma, influencia sobre las ruedas, mas no produce su efecto acostumbrado quizá por razón de un poco de polvo que detiene el movimiento total. Partiendo de la observación de varios casos paralelos, los filósofos establecen la máxima de que el enlace entre todas las causas y efectos es igualmente necesario y que su aparente incertidumbre en algunos casos procede de la oposición secreta de sus causas.
Aunque los filósofos y el vulgo puedan diferir en su explicación de la oposición de los sucesos, sus inferencias partiendo de ella son siempre del mismo género y se fundan en los mismos principios. Una oposición de sucesos en el pasado puede producirnos una especie de creencia dudosa para el futuro de dos modos diferentes: primeramente, produciendo un hábito imperfecto y transición imperfecta de la impresión presente a la idea relacionada. Cuando el enlace de dos objetos es frecuente, sin ser enteramente constante el espíritu, se halla inclinado a pasar de un objeto a otro, pero no con un hábito tan completo como cuando esta unión es ininterrumpida y todos los casos que encontramos son uniformes y de un mismo tipo. Hallamos por la experiencia corriente, tanto en nuestras acciones como en nuestros razonamientos, que una constante repetición de una dirección de la vida produce una fuerte inclinación y tendencia a continuarla en el futuro, aunque existen hábitos de inferior grado de fuerza proporcionados a los grados inferiores de fijeza e inferioridad de nuestra conducta.
No hay duda alguna de que este principio tiene lugar algunas veces y produce las inferencias que hacemos partiendo de los fenómenos contrarios, aunque estoy persuadido de que, mediante un examen, no hallaremos que es el principio que más comúnmente influye en el espíritu en esta especie de razonamiento. Cuando seguimos tan sólo la determinación habitual del espíritu hacemos la transición sin reflexión alguna y sin interponer un momento de dilación entre la consideración de un objeto y la creencia del que hallamos frecuentemente que le acompaña. Como el hábito no depende de la deliberación, actúa inmediatamente sin conceder tiempo alguno a la reflexión. Sin embargo, tenemos pocos casos de este modo de proceder en nuestros razonamientos probables y aun menos en los que se derivan del enlace no interrumpido de los objetos. En la primera especie de razonamiento tomamos en consideración, a sabiendas, los casos contrarios del pasado; comparamos los diferentes términos de la oposición, pesamos cuidadosamente los experimentos que hemos hecho acerca de cada término; de aquí podemos concluir que nuestro razonamiento de este género no surge directamente del hábito, sino de un modo indirecto que debemos ahora trata, de explicar.
Es evidente que cuando un objeto va acompañado de efectos contrarios juzgamos de él tan sólo por nuestra experiencia pasada y consideramos siempre como posibles los que hemos observado que se siguen de él, y como la experiencia pasada regula nuestro juicio referente a la posibilidad de estos efectos, hace también esto con respecto a su probabilidad, y el efecto que ha sido el más común lo estimamos el más probable. Existen aquí, pues, dos cosas que han de ser consideradas, a saber: las razones que nos determinan a hacer del pasado un criterio para el futuro y la manera como hacemos un juicio único partiendo de la oposición de los sucesos pasados. Primeramente, podemos observar que el supuesto de que el futuro se asemeja al pasado no se funda en argumentos, de cualquier clase que éstos sean, sino que se deriva enteramente del hábito por el que nos hallamos determinados a esperar para el futuro la misma serie de los objetos a la que hemos sido acostumbrados. Este hábito o determinación de transferir el pasado al futuro es pleno y perfecto y, por tanto, el primer impulso de la imaginación en esta especie de razonamiento está dotado por las mismas cualidades.
Segundo: cuando al considerar los experimentos pasados los hallamos de una naturaleza contraria, esta determinación, aunque plena y perfecta en sí misma, no se presenta con ningún objeto estable, sino que ofrece un cierto número de imágenes discordantes en un cierto orden y proporción. El primer impulso, pues, aquí es deshacerse en partes y difundirse sobre todas estas imágenes, cada una de las cuales participa de una cantidad igual de fuerza y vivacidad que se deriva del impulso. Algunos de estos sucesos pasados pueden suceder de nuevo, y juzgamos que cuando ellos sucedan deben hallarse combinados en la misma proporción que en el pasado.
Si es, pues, nuestra intención considerar las relaciones de los sucesos contrarios en un gran número de casos, las imágenes presentadas por nuestra experiencia pasada deben permanecer en su primera forma y conservar sus primitivas relaciones. Supongamos, por ejemplo, que he hallado, por una continuada observación, que de veinte barcos que salen al mar sólo vuelven diez y nueve. Supongamos que ahora veo veinte barcos que abandonan el puerto. Aplico mi pasada experiencia al futuro y me represento diez y nueve barcos de éstos volviendo con seguridad y uno pereciendo. Con respecto a esto no puede existir dificultad. Sin embargo, como recorremos estas varias ideas de los sucesos pasados para pronunciar un juicio referente a un caso único que aparece incierto, esta consideración debe cambiar la primera forma de nuestras ideas y reunir las imágenes separadas que nos presenta la experiencia, ya que es aquel a quien referimos la determinación del suceso particular sobre el que razonamos. Muchas de estas imágenes se supone que coinciden y un número mayor en ellas que coinciden en un sentido. Estas imágenes concordantes se unen entre sí y hacen a la idea más fuerte y vivaz no sólo que una mera ficción de la imaginación, sino también que una idea que se basa en menor número de experimentos. Cada nuevo experimento es un nuevo toque de pincel que concede una vivacidad adicional a los colores, sin multiplicar o aumentar la figura. Esta actividad del espíritu ha sido tan detalladamente explicada al tratar de la probabilidad del azar, que no necesito intentar aquí hacerla más inteligible. Todo experimento pasado puede ser considerado como una especie de azar, siendo incierto para nosotros si el objeto existirá de un modo acorde con un experimento u otro, y por esta razón si todo lo que se ha dicho de un asunto se aplica a ambos.
Así, en resumen, los experimentos opuestos producen una creencia imperfecta, ya porque debilitan el hábito o porque dividen y después juntan en diferentes partes el hábito perfecto que nos hace concluir en general que casos de los que no tenemos experiencia deben necesariamente asemejarse a aquellos de los que la tenemos.
Para justificar aun más esta explicación de la segunda especie de la probabilidad, cuando razonamos con conocimiento y reflexión, partiendo de la consideración de experimentos contrarios pasados, debo proponer las siguientes consideraciones sin temor de molestar por el aire de sutilidad que las acompaña. El razonamiento exacto puede quizá conservar su fuerza, aunque sea sutil, de igual modo que la materia conserva su solidez en el aire, fuego y espíritus animales, lo mismo que en las formas más grandes y más perceptibles.
Primeramente, podemos observar que no existe una probabilidad tan grande que no permita la posibilidad de lo contrario, porque de otro modo cesaría de ser una probabilidad y se convertiría en certidumbre. Esta probabilidad de las causas, que es más extensa y que al presente examinamos, depende de una oposición de los experimentos, y es evidente que un experimento en el pasado prueba por lo menos una posibilidad para el futuro.
Segundo: las partes componentes de esta posibilidad y probabilidad son de la misma naturaleza y difieren en número solamente, pero no en género. Se ha observado que todos los azares únicos son enteramente iguales y que la sola circunstancia que puede conceder a un suceso que es contingente una superioridad sobre otro es un número superior de posibilidades. De igual manera, como la incertidumbre de las causas se descubre por la experiencia que nos presenta una visión de los sucesos contrarios, es claro que cuando aplicamos el pasado al futuro, lo conocido a lo desconocido, cada experimento pasado tiene el mismo peso y que sólo un número superior de ellos puede inclinar la balanza en un sentido. La posibilidad, pues, que entra en todo razonamiento de este género se compone de partes que son de la misma naturaleza las unas que las otras y con las que se constituye la probabilidad opuesta.
Tercero: podemos establecer como una máxima cierta que en todo fenómeno moral y natural, siempre que una causa consiste en un número de partes y el efecto aumenta o disminuye según la variación de este número, el efecto, propiamente hablando, es un compuesto y surge de la unión de varios efectos que surgen de cada parte de la causa. Así, por aumentar o disminuir la gravedad de un cuerpo con el aumento o disminución de sus partes, concluimos que cada parte contiene esta cualidad y contribuye a la gravedad del todo. La ausencia o presencia de una parte de la causa va acompañada por la de una parte proporcional del efecto. Esta conexión o enlace constante prueba de un modo suficiente que una parte es la causa de la otra. Como la creencia que tenemos de algún suceso aumenta o disminuye según el número de azares o experimentos pasados, debe ser considerada como un efecto compuesto en el que cada parte surge de un número proporcional de casos o experimentos.
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