Antes de que estos hábitos hayan llegado a ser totalmente perfectos, quizá el espíritu no se contente con formarse la idea de una sola realidad individual, sino que puede recorrer varias distintas, para entender lo que quiere decir y la extensión del complejo que quiere expresar por el término general. Para que podamos determinar el sentido de la palabra figura debemos recorrer en nuestro espíritu las ideas de círculo, cuadrado, paralelogramo, triángulo de diferentes lados y proporciones, y no podemos permanecer en una imagen o idea. Como quiera que esto sea, es cierto que nos formamos la idea de realidades individuales siempre que usamos un término general, que rara vez o nunca agotamos estas realidades individuales y que las que permanecen por representar son representadas solamente por medio del hábito por el que las reproducimos cuando alguna ocasión presente las exige. Esta es, pues, la naturaleza de nuestras ideas abstractas y términos generales, y de esta manera es como explicamos la precedente paradoja de que algunas ideas son particulares en su naturaleza y generales en su representación. Una idea particular se hace general uniéndose con un término general, esto es, con un término que por una unión habitual está en relación con otras muchas ideas particulares y las reproduce en la imaginación fácilmente.
La única dificultad que queda en este asunto debe referirse al hábito que reproduce tan fácilmente toda idea particular que podamos necesitar y es despertado por una palabra o sonido con el que lo unimos frecuentemente. El modo más apropiado, según mi opinión, de dar una explicación satisfactoria de esta actividad del espíritu es producir otros casos que son análogos a ella y otros principios que facilitan su actuación. El explicar las causas últimas de nuestras acciones mentales es imposible. Es suficiente que podamos dar una explicación satisfactoria de ellas por la experiencia y analogía.
Primeramente, pues, observo que cuando mencionamos algún número grande, por ejemplo, un millar, el espíritu no tiene en general una idea suya adecuada, sino tan sólo la capacidad de producir una idea tal por la idea adecuada de las decenas, bajo las cuales el número se halla comprendido. Esta imperfección, sin embargo, de nuestras ideas no se experimenta nunca en nuestros razonamientos, que parecen ser un caso paralelo al presente de las ideas universales.
Segundo: tenemos varios casos de hábitos que pueden ser despertados por una sola palabra, como, por ejemplo, cuando una persona que sabe de memoria un fragmento de un discurso o una serie de versos puede recordar el todo, que es incapaz de reproducir, tan sólo mediante la primera palabra o expresión con que comienza.
Tercero: creo que todo el que examine la situación de su espíritu al razonar estará de acuerdo conmigo en que no unimos ideas distintas y completas a cada término que usamos, y que cuando hablamos de gobierno, iglesia, negociación, conquista, rara vez exhibimos en nuestras mentes todas las ideas simples de las que se componen estas ideas complejas. Sin embargo, se puede observar que, a pesar de esta imperfección, podemos evitar decir absurdos acerca de estos asuntos y podemos percibir una repugnancia entre las ideas tanto como si tuviésemos una plena comprensión de ellas. Así, si en lugar de decir que en la guerra el más débil recurre siempre a las negociaciones dijésemos que recurre siempre a la conquista, el hábito que hemos adquirido de atribuir ciertas relaciones a las ideas sigue aun a las palabras y nos hace percibir inmediatamente lo absurdo de esta proposición, del mismo modo que una idea particular puede servimos para razonar con respecto a otras ideas, aunque sean éstas diferentes en varias circunstancias.
Cuarto: dado que las realidades individuales se agrupan y se colocan bajo un término general, teniendo en cuenta la semejanza que entre sí muestran, esta relación debe facilitar su entrada en la imaginación y hacer que sean sugeridas en la ocasión precisa más rápidamente. De hecho, si consideramos el progreso común del pensamiento, ya en la reflexión, ya en la conversación, hallaremos una razón poderosa para convencernos de este particular. Nada es más admirable que la presteza con que la imaginación despierta sus ideas y las presenta en el instante preciso en que son necesarias o útiles. La fantasía pasa de un extremo a otro del universo, reuniendo las ideas que pertenecen a un asunto. Podría pensarse que el mundo intelectual de las ideas se hallaba presente a nosotros y que no hacíamos más que coger las que eran más apropiadas a nuestro propósito. Sin embargo, no es preciso que esté presente ninguna, más que las ideas que se hallan reunidas por una especie de facultad mágica en el alma, que aunque sea siempre más perfecta en los grandes genios, y es propiamente lo que llamamos genio, resulta inexplicable para los más grandes esfuerzos del entendimiento humano.
Quizá estas cuatro reflexiones pueden ayudar a alejar todas las dificultades de la hipótesis referente a las ideas abstractas que yo he propuesto y que es tan contraria a lo que hasta ahora ha prevalecido en filosofía. Pero, a decir verdad, pongo mi mayor confianza en lo que he probado ya con referencia a la imposibilidad de las ideas generales, según el método corriente de explicarlas. Debemos buscar, ciertamente, algún sistema nuevo en este asunto, y no existe claramente ninguno más que el que yo he propuesto. Si las ideas son particulares en su naturaleza y al mismo tiempo finitas en su número, sólo por el hábito pueden hacerse generales en su representación y contener un número infinito de otras ideas bajo sí.
Antes de que deje este problema emplearé los mismos principios para explicar la distinción de razón, de la que se habla tanto y se extiende tan poco en las escuelas. De este género es la distinción entre figura y cuerpo figurado, movimiento y cuerpo movido. La dificultad de explicar esta distinción surge del principio antes expuesto: que todas las ideas que son diferentes son separables; pues se sigue de aquí que, si la figura es diferente del cuerpo, sus ideas deben ser tan separables como distinguibles, y si no es diferente, sus ideas no pueden ser ni separables ni distinguibles. ¿Qué se entiende por una distinción de razón, puesto que no implica diferencia ni separación?
Para evitar esta dificultad debemos recurrir a la explicación precedente de las ideas abstractas. Es cierto que la mente jamás hubiera soñado en distinguir ura figura de un cuerpo figurado no siendo en la realidad ni distinguibles, ni diferentes, ni separables, si no hubiera observado que aun en esta simplicidad pueden contenerse muchas semejanzas y relaciones diferentes. Así, cuando una esfera de mármol blanco se nos presenta, tenemos sólo la impresión de un color blanco dispuesto en una cierta forma y no somos capaces de separar y distinguir el color de la forma; pero habiendo observado después una esfera de mármol negra y un cubo de mármol blanco y comparándolos con nuestros primeros objetos, hallamos dos semejanzas separadas en lo que parecía primeramente, y realmente es totalmente inseparable. Después de un poco más de práctica en este género, comenzamos a distinguir la figura del color por una distinción de razón; esto es, consideramos juntamente la figura y el color, pues son, en efecto, la misma cosa e indistinguibles, pero vistas bajo aspectos diferentes, según las semejanzas de que son susceptibles. Cuando consideramos solamente la figura de la esfera de mármol blanco, nos formamos, en realidad, una idea de la figura y el color, pero tácitamente dirigimos nuestra vista a su semejanza con la esfera de mármol negro, y del mismo modo, cuando queremos considerar solamente su color, dirigimos nuestra vista a su semejanza con el cubo de mármol blanco. Por este medio acompañamos nuestras ideas de una especie de reflexión, de la que el hábito nos hace, en gran parte, insensibles. Una persona que desea considerar la figura de un globo de mármol blanco sin pensar en su color desea una cosa imposible; pero lo que quiere decir es que debemos considerar el color y la figura juntos, pero tener presente la semejanza con la esfera de mármol negro o con alguna otra esfera de cualquier otro color o substancia.
Parte Segunda
De las ideas del espacio y el tiempo
Sección Primera
De la infinita divisibilidad de nuestras ideas del espacio y el tiempo.
Todo lo que tiene un aspecto de paradoja y es contrario a las nociones primeras y sin prejuicios de la humanidad es abrazado frecuentemente con gusto por los filósofos, como pareciendo mostrar la superioridad de su ciencia, que puede descubrir opiniones tan remotas de las concepciones vulgares. Por otra parte, algo que no nos es propuesto y causa sorpresa y admiración produce una satisfacción tal al espíritu, que nos entregamos a estas emociones agradables y no nos persuadiremos jamás de que este placer carece de todo fundamento. De estas disposiciones en los filósofos y sus discípulos surge la complacencia mutua existente entre, ellos, ya que mientras los primeros proporcionan una cantidad tal de opiniones extrañas e inexplicables, los últimos las creen muy fácilmente. De esta complacencia mutua no puedo dar un ejemplo más evidente que el de la doctrina de la divisibilidad infinita, con cuyo examen comenzaré el estudio de las ideas de espacio y tiempo.
Se concede universalmente que la capacidad del espíritu es limitada y que no puede jamás alcanzar una concepción plena y adecuada del infinito, y, aunque no se concediese, esto sería bastante evidente por la más corriente observación y expe riencia. Es, pues, claro que todo lo que es capaz de ser dividido al infinito debe constar de un número infinito de partes y que es imposible poner algún límite al número de partes sin poner límite al mismo tiempo a la división. Apenas se requiere una inducción para concluir de aquí que la idea que nos formamos de una cualidad finita no es divisible indefinidamente, sino que podemos, por distinciones y separaciones apropiadas, reducir esta idea a las inferiores, que son totalmente simples e indivisibles. Al rechazar la capacidad infinita del espíritu suponemos que puede llegar a un fin en la división de sus ideas y no hay modo posible de evadir la evidencia de esta conclusión.
Por consiguiente, es cierto que la imaginación alcanza un minimum y puede producir una idea de la cual no puede concebir una subdivisión y que no puede ser disminuida sin una destrucción total. Si se me habla de la milésima y diezmilésima parte de un grano de arena, tengo una idea de estos números y de sus diferentes relaciones; pero las imágenes que yo formo en mi espíritu para representar las cosas mismas no son diferentes entre sí ni inferiores a la de la imagen por la que represento el grano de arena mismo, que se supone que es mucho mayor que ellas. Lo que está formado de partes es divisible en ellas, y lo que es divisible o distinguible es separable. Pero sea lo que fuere lo que podemos imaginar de la cosa, la idea de un grano de arena no es divisible ni separable en veinte ideas diferentes, ni mucho menos en mil, diez mil o un número infinito.
Sucede lo mismo con las impresiones de los sentidos que con las ideas de la imaginación. Poned un punto de tinta sobre un papel, fijad vuestra vista sobre este punto y retiraos a una distancia tal que al fin lo perdáis de vista; es claro que un momento antes de haberse desvanecido la imagen o impresión era totalmente indivisible. No es por falta de rayos de luz que impresionen nuestra vista por lo que las partes pequeñas de los cuerpos distantes no producen una impresión sensible, sino porque se hallan más allá de una distancia en la que sus impresiones puedan reducirse a un mínimum y son incapaces de una disminución interior. Un microscopio o telescopio que las hace visibles no produce nuevos rayos de luz, sino que extiende tan sólo los que partían de ellas, y por este medio concede partes a las impresiones que a la vista por sí sola aparecen simples y sin partes y las lleva a un mínimum que era antes imperceptible.
De aquí podemos deducir el error de la opinión corriente de que la capacidad del espíritu se halla limitada por ambos lados y que es imposible para la imaginación formar una idea adecuada de lo que va más allá de un cierto grado, tanto de pequeñez como de grandeza. Nada puede ser más pequeño que algunas ideas que nos formamos en la fantasía e imágenes que aparecen a los sentidos, pues son ideas e imágenes perfectamente simples e indivisibles. El único defecto de nuestros sentidos está en que nos dan imágenes desproporcionadas de las cosas y nos representan como pequeño y simple lo que es realmente grande y compuesto de un número elevado de partes. No somos sensibles a este error, sino que, considerando las impresiones de los objetos pequeños, que parecen a los sentidos ser iguales o casi iguales a los otros objetos, y hallando por la razón que existen otros objetos mucho más diminutos, concluimos demasiado de prisa que son inferiores a alguna idea de nuestra imaginación o impresión de nuestros sentidos. Sin embargo, es cierto que podemos formarnos ideas que no serán más grandes que el más pequeño átomo de los espíritus animales de un insecto en una milésima de un ardite y podemos concluir más bien que esta dificultad reside en ampliar nuestras concepciones tanto como es necesario para formarnos una justa noción de un ardite o aun de un insecto mil veces más pequeño que un ardite; pues para formar una noción exacta, de estos animales debemos tener una idea distinta que represente cada parte de ellos, lo que, de acuerdo con el sistema de la divisibilidad infinita, es totalmente imposible, y según el de las partes indivisibles de los átomos, extremamente dificultoso por razón del vasto número y multiplicidad de estas partes.
Sección II
De la infinita divisibilidad del espacio y el tiempo.
Siempre que las ideas son representaciones adecuadas de los objetos, las relaciones, contradicciones y concordancias de las ideas son totalmente aplicables a los objetos y podemos observar que esto es el fundamento del conocimiento humano. Nuestras ideas son representaciones adecuadas de las partes más diminutas de la extensión, y sean las que quieran las divisiones o subdivisiones que suponemos para lograr estas partes éstas no pueden jamás ser inferiores a algunas ideas que nos formamos. La clara consecuencia de ello es que todo lo que parece imposible y contradictorio por la comparación de estas ideas debe ser realmente imposible y contradictorio sin una excusa o evasiva ulterior.
Toda cosa capaz de ser dividida infinitamente contiene un número infinito de partes; de otro modo, la división se detendría en las partes indivisibles, a las que inmediatamente llegaríamos. Si, en consecuencia, una extensión finita es divisible infinitamente, no podrá ser contradictorio suponer que una extensión finita comprende un número infinito de partes, y, por el contrario, si es una contradicción suponer que una extensión finita contiene un número infinito de partes, ninguna extensión finita puede ser infinitamente divisible. Pero de que este último supuesto es absurdo me convenzo a mí mismo por la consideración de mis ideas claras. Primeramente considero la más pequeña idea que puedo formarme de una parte de la extensión, y estando seguro de que no existe nada más pequeño que esta idea, concluyo que todo lo que descubro por este medio debe ser una cualidad real de la extensión. Después repito esta idea una, dos, tres veces, etc., y hallo la idea compleja de extensión que surge de esta repetición: aumentar siempre y hacerse doble, triple y cuádruple, etc., hasta que, por último, se convierte en una magnitud considerable más grande o más pequeña, según se repita más o menos la misma idea. Cuando yo me detengo en la adición de las partes, la idea de la extensión cesa de aumentar, y cuando prosigo esta adición al infinito percibo claramente que la extensión debe hacerse también infinita. En total, concluyo que la idea de un número infinito de partes es individualmente la misma idea que la de una extensión infinita y que ninguna extensión finita es capaz de contener un número infinito de partes, y, por consecuencia, que ninguna extensión finita es divisible infinitamente(5).
Puedo añadir otro argumento propuesto por un autor(6) conocido y que me parece muy poderoso y elegante. Es evidente que la existencia en sí misma corresponde tan sólo a la unidad y no es jamás aplicable al número más que en razón de las unidades de que el número está compuesto. Veinte hombres pueden considerarse como existentes, pero esto tan sólo porque uno, dos, tres, cuatro, etc., existen, y si se niega la existencia de los últimos, la de los primeros deja de tener lugar en consecuencia. Por lo tanto, es totalmente absurdo suponer que un número existe y negar la existencia de las unidades, y como la existencia es siempre un número, según la opinión corriente de los metafísicos, y jamás se reduce a una unidad o cantidad indivisible, se sigue que la existencia no puede existir jamás. Es en vano replicar que una cantidad determinada de extensión es una unidad, pero una unidad tal que admite un número infinito de fracciones y es inagotable en sus subdivisiones, pues por la misma regla estos veinte hombres pueden ser considerados como una unidad. La esfera entera de la tierra y, es más, el universo entero, pueden ser considerados como una unidad. El término de unidad es meramente una denominación ficticia que el espíritu puede aplicar a cualquier cantidad de objetos que ella agrupa, y no puede una unidad tal existir más por sí sola que lo puede el número, por ser en realidad un verdadero número. La unidad que puede existir por sí sola y cuya existencia es necesaria para la de todo número es de otro género y debe ser perfectamente indivisible e incapaz de reducirse a otra unidad menor.
Todo este razonamiento tiene lugar también con respecto al tiempo, juntamente con un argumento adicional del que será conveniente tomar nota. Es una propiedad inseparable del tiempo, que en cierto modo constituye su esencia, que a cada una de sus partes sucede otra y que ninguna de ellas, aun contiguas, pueden ser coexistentes. Por la misma razón que el año 1737 no puede coincidir con el año presente, 1738, cada momento, debe ser distinto y posterior o antecedente a otro. Es cierto, pues, que el tiempo, tal como existe, debe hallarse compuesto de momentos indivisibles, pues si en el tiempo no podemos llegar jamás al fin de la división y si cada momento que sucede a otro no fuera perfectamente único e indivisible, existirían un número infinito de momentos coexistentes o partes del tiempo, lo que creo se concederá que es una contradicción notoria.
La divisibilidad infinita del espacio implica la del tiempo, como es evidente por la naturaleza del movimiento. Si la última, por consiguiente, es imposible, la primera debe serlo igualmente.
No dudo que será concedido fácilmente por el más obstinado defensor de la doctrina de la divisibilidad infinita que estos argumentos son difíciles y que es imposible dar una respuesta a ellos que sea perfectamente clara y satisfactoria. Aquí podemos observar que nada puede ser más absurdo que la costumbre de llamar una dificultad a lo que pretende ser una demostración y tratar por este medio de eludir su fuerza y evidencia. No sucede en las demostraciones como en las probabilidades, en las que las dificultades pueden tener lugar y un argumento puede contrarrestar a otro y disminuir su autoridad. Una demostración, si es exacta, no admite ninguna dificultad que se le oponga, y si no es exacta, es un mero sofisma y, por consiguiente, no puede ser una dificultad: o es irresistible o no tiene fuerza alguna. Hablar, pues, de objeciones y réplicas y pesar los argumentos en una cuestión como ésta es confesar o que la razón humana no es mas que un juego de palabras o que la persona misma que habla así no tiene capacidad suficiente para estos asuntos. Las demostraciones pueden ser dificiles de ser comprendidas a causa de lo abstracto del asunto, pero no pueden poseer jamás dificultades tales que debiliten su autoridad una vez que han sido comprendidas.
Es verdad que los matemáticos acostumbran a decir que existen aquí argumentos igualmente poderosos en favor de cada lado de la cuestión y que la doctrina de los puntos indivisibles se halla también unida a objeciones irrefutables. Antes de que examine estos argumentos y objeciones en detalle los consideraré en un cuerpo y trataré de probar de una vez, por una razón breve y decisiva, que es totalmente imposible que puedan tener un fundamento exacto.
Es una máxima establecida en metafisica que todo lo que el espíritu concibe claramente incluye la idea de una existencia posible o, en otras palabras, que nada de lo que imaginamos es absolutamente imposible. Podemos formarnos la idea de una montaña de oro y de aquí concluir que esta montaña puede existir actualmente. No podemos formarnos la idea de una montaña sin valle y, por consiguiente, la consideramos como imposible.
Ahora bien; es cierto que poseemos una idea de extensión, pues de otro modo, ¿por qué hablaríamos y razonaríamos acerca de ella? Es igualmente cierto que esta idea, concebida por la imaginación, aunque divisible en partes o ideas inferiores, no es divisible infinitamente ni consta de un número infinito de partes, pues esto excede a la comprensión de nuestras limitadas facultades. Aquí, pues, existe una idea de extensión que consta de partes o ideas inferiores que son perfectamente indivisibles; así, pues, esta idea no implica contradicción; por consiguiente, es posible que exista realmente la extensión en conformidad con ella y, por tanto, todos los argumentos empleados contra la posibilidad de los puntos matemáticos son meras sutilidades escolásticas inmerecedoras de nuestra atención.
Podemos llevar estas consecuencias más lejos y concluir que todas las pretendidas demostraciones en favor de la divisibilidad infinita de la extensión son igualmente sofisticas, pues es cierto que estas demostraciones no pueden ser exactas sin probar la imposibilidad de los puntos matemáticos, y pretenderlo es un evidente absurdo.
Sección III
De otras cualidades de nuestras ideas de espacio y tiempo.
Ningún descubrimiento más feliz pudo ser hecho para decidir de todas las controversias concernientes a las ideas que el antes mencionado de que las impresiones las preceden siempre y que toda idea que la imaginación posee hace su primera aparición en una impresión correspondiente. Estas últimas percepciones son tan claras y evidentes que no admiten controversia ninguna, aunque muchas de nuestras ideas sean tan obscuras que es casi imposible, aun para el espíritu que las forma, decir exactamente cuál es su naturaleza y composición. Apliquemos este principio para descubrir aún más la naturaleza de nuestras ideas de espacio y tiempo.
Al abrir mis ojos y dirigirlos a los objetos que me rodean percibo muchos cuerpos visibles, y al cerrarlos de nuevo y considerar la distancia entre estos cuerpos adquiero la idea de extensión. Como toda idea se deriva de alguna impresión que le es exactamente similar, las impresiones similares a esta idea de extensión deben ser o sensaciones derivadas de la vista o algunas impresiones internas que se derivan de estas impresiones.
Nuestras impresiones internas son nuestras pasiones, emociones, deseos y adversiones, ninguna de las cuales, según creo, se afirmará que sea el modelo del que se deriva la idea del espacio. No queda más, por consiguiente, que los sentidos para producirnos la impresión original; pero mis sentidos me proporcionan solamente impresiones de puntos coloreados dispuestos de un cierto modo. Si se dice que la vista es sensible a algo más, tan sólo deseo que se me indique esto; pero si es imposible mostrar algo más, podemos concluir con certidumbre que la idea de extensión no es sino una copia de estos puntos coloreados y de la forma de su aparición.
Si se supone que en el objeto extenso o composición de puntos coloreados, del cual hemos obtenido primeramente la idea de extensión, los puntos son de color púrpura, se seguirá que en cada repetición de esta idea no sólo colocaremos los puntos en el mismo orden los unos con respecto a los otros, sino que les atribuiremos también el mismo color que únicamente conocemos. Sin embargo, más tarde, habiendo experimentado otros colores, violeta, verde, rojo, blanco, negro y todas las diferentes mezclas de éstos y habiendo hallado una semejanza en la disposición de los puntos coloreados de los que están compuestos, omitimos las particularidades de color tanto como es posible y hallamos una idea abstracta basándonos en la disposición de los puntos o forma de aparición en que concuerdan. Es más: aun cuando la semejanza se transporta más allá de los objetos de un sentido y se halla que las impresiones del tacto son similares a las de la vista con respecto a la disposición de sus partes, no impide esto que surja la idea abstracta que representa a ambos por razón de su semejanza. Todas las ideas abstractas no son más que ideas particulares consideradas en ciertos respectos; pero hallándose unidas a términos generales, son capaces de representar una vasta variedad y de comprender objetos que, si bien son semejantes en algunos respectos, son en otros muy diferentes entre sí.
La idea de tiempo, derivándose de la sucesión de nuestras percepciones de cualquier género, tanto ideas como impresiones y tanto impresiones de reflexión como de sensación, nos aporta un ejemplo de una idea abstracta que comprende aún una más grande variedad que el espacio y que se halla representada en la fantasía por cualquier idea particular de una determinada cualidad y cantidad.
Del mismo modo que de la disposición de los objetos visibles y tangibles obtenemos la idea del espacio, obtenemos la del tiempo de la sucesión de las ideas e impresiones y no es posible que el tiempo por sí solo aparezca o sea conocido por el espíritu. Un hombre sumido en el sueño profundo o muy ocupado con un pensamiento es insensible al tiempo, y según que sus percepciones se suceden con una rapidez más o menos grande, la misma duración aparece más larga o más breve para su imaginación. Ha sido notado por un gran filósofo(7) que nuestras percepciones tienen ciertos límites en este particular, que son fijados por la naturaleza y constitución original del espíritu, y más allá de los cuales ninguna influencia de los objetos externos sobre los sentidos es capaz de acelerar o retardar nuestro pensamiento. Si se hace girar con rapidez un carbón encendido presentará a los sentidos la imagen de un círculo de fuego y no parecerá que exista ningún intervalo de tiempo entre sus revoluciones, por la mera razón de que es imposible, para nuestras percepciones, sucederse con la misma rapidez con que se comunica el movimiento a los cuerpos extremos. Siempre que no tenemos percepciones sucesivas, no poseemos la noción del tiempo, aunque exista una sucesión real en los objetos. De este fenómeno, lo mismo que de muchos otros, podemos concluir que el tiempo no puede hacer su aparición en el espíritu solo o acompañado de un objeto fijo e inmutable, sino que se descubre siempre por alguna sucesión perceptible de objetos mudables.
Para confirmar esto, podemos añadir el siguiente argumento, que me parece perfectamente decisivo y convincente. Es evidente que el tiempo o duración consiste en partes diferentes, pues de otro modo no podríamos concebir una duración más larga o más breve. Es, pues, evidente que estas partes no son coexistentes, pues la propiedad de la coexistencia de las partes corresponde a la extensión y es lo que las distingue de la duración. Ahora bien; como el tiempo se compone de partes que no son coexistentes, un objeto inmutable, ya que no produce más que impresiones coexistentes, no produce nada que pueda darnos la idea del tiempo, y por consecuencia esta idea debe derivarse de una sucesión de objetos mudables, y el tiempo, en su primera aparición, no puede hallarse separado de una sucesión tal.
Por consiguiente, habiendo hallado que el tiempo, en su primera aparición en el espíritu, va siempre unido con una sucesión de objetos mudables y que de otro modo no podríamos nunca conocerlos, debemos examinar ahora si puede ser concebido, sin nuestra concepción, de una sucesión de objetos y si puede formar por sí solo una idea diferente en la imaginación.
Para saber si los objetos que van unidos en una impresión son separables en la idea necesitamos tan sólo considerar si son diferentes entre sí, en cuyo caso es claro que deben ser concebidos aparte. Todo lo que es diferente es distinguible, y todo lo que es distinguible puede ser separado de acuerdo con las máximas antes expuestas. Si, por el contrario, no son diferentes, no serán distinguibles y no podrán separarse. Esto es precisamente lo que sucede con respecto del tiempo comparado con nuestras percepciones sucesivas. La idea del tiempo no se deriva de una impresión particular mezclada con otra y fácilmente distinguible de ella, sino que surge enteramente de la manera según la que aparecen las impresiones al espíritu sin constituir una de ellas. Cinco notas tocadas en una flauta nos dan la impresión e idea del tiempo, aunque el tiempo no sea una sexta impresión que se presente al oído o a algún otro sentido. No existe, además, una sexta impresión que el espíritu halle por reflexión en sí mismo. Estos cinco sonidos, al hacer su aparición de este modo particular, no excitan ninguna emoción en el espíritu ni producen ningún género de afección que siendo observada pueda dar lugar a una nueva idea, pues esto es necesario para producir una nueva idea de reflexión y no puede el espíritu, recorriendo mil veces sus ideas de sensación, extraer de ellas una nueva idea original a menos que la naturaleza haya forjado sus facultades de tal modo que experimente que una nueva impresión original surja de una contemplación de este género. Pero aquí tan sólo se da cuenta de la manera según la que los diferentes sonidos hacen su aparición y que puede después considerar sin tener en cuenta estos sonidos particulares y puede unir con otros objetos cualesquiera. Debe tener presente, ciertamente, las ideas de algunos objetos y no es posible, sin estas ideas, llegar a la concepción del tiempo, que, puesto que no aparece como una impresión primaria y distinta, no debe ser manifiestamente más que diferentes ideas o impresiones u objetos dispuestos de una cierta manera, esto es, sucediéndose los unos a los otros.
Ya sé que hay algunos que pretenden que la idea de duración es aplicable, en un sentido propio, a los objetos que son totalmente inmutables, y considero que es ésta la opinión corriente tanto entre los filósofos como entre el vulgo. Para convencerse de su falsedad no necesitamos más que reflexionar sobre la conclusión precedente de que la idea de duración se deriva siempre de una sucesión de objetos mudables y no puede jamás ser procurada a la mente por nada fijo e inmutable; pues inevitablemente se sigue de aquí que, ya que la idea de duración no puede derivarse de un objeto tal, no puede ser aplicada a él con alguna propiedad o exactitud y no se puede decir que algo inmutable tiene duración. Las ideas representan siempre los objetos o las impresiones de las que se derivan y no pueden jamás, sin una ficción, representar otros o ser aplicados a otras. Consideraremos más tarde la ficción por la que aplicamos la idea de tiempo aun a lo que es inmutable, y suponemos comúnmente que la duración es una medida tanto del reposo como del movimiento.
Existe otro argumento decisivo que establece la doctrina presente, referente a nuestras ideas de espacio y de tiempo, y que se funda solamente en el simple principio de que nuestras ideas de ellos se componen de partes que son indivisibles. Este argumento merece la pena de que se le examine.
Siendo toda idea distinguible también separable, consideremos una de estas ideas simples e indivisibles de las que está formada la extensión, y separándola de las otras y considerándola aparte, pronunciemos un juicio sobre su naturaleza y cualidades.
Es claro que no es la idea de la extensión, pues la idea de la extensión consta de partes, y esta idea, según lo supuesto, es totalmente simple e indivisible. No es nada, por consiguiente. Esto es absolutamente imposible, pues como la idea compuesta de extensión, que es real, está compuesta de ideas tales, si éstas fuesen algo no existente, una existencia real se compondría de no existencias, lo que es un absurdo. Por lo tanto, debo preguntar: ¿Qué es nuestra idea de un punto simple e indivisible? No es de maravillar que mi respuesta aparezca como algo nuevo, pues la cuestión misma casi no ha sido atacada. Estamos acostumbrados a discutir, con respecto a la naturaleza, de los puntos matemáticos, pero rara vez con respecto a sus ideas.
La idea del espacio es procurada al espíritu por dos sentidos: la vista y el tacto, y nada aparece extenso más que lo que es visible o tangible. La impresión compuesta que representa la extensión consta de varias impresiones menores que son indivisibles para la vista o el tacto y que pueden ser llamadas impresiones de átomos o corpusculos dotados con color y solidez. Pero esto no es todo. No sólo se requiere que estos átomos sean coloreados y tangibles para que se presenten a nuestros sentidos: es necesario también que conservemos la idea de su color o tangibilidad para comprenderlos mediante nuestra imaginación. Tan sólo la idea de su color o tangibilidad puede hacerlos concebibles para la imaginación. Una vez suprimidas las ideas de estas cualidades sensibles, son totalmente aniquilados para nuestro pensamiento o imaginación.
Ahora bien; lo mismo que son las partes es el todo. Si un punto no se considera como coloreado o tangible, no nos puede procurar ninguna idea y, por consiguiente, la idea de la extensión, que se compone de las ideas de estos puntos, no podrá existir jamás; pero si la idea de la extensión puede existir realmente, como sabemos que existe, sus partes deben existir también, y para esto deben considerarse coloreadas y tangibles. Por consiguiente, no poseemos una idea de espacio o extensión más que cuando la consideramos como un objeto de nuestra vista o tacto.
El mismo razonamiento probará que los momentos indivisibles del tiempo deben llenarse con algún objeto real o existencia, cuya sucesión forma la duración y la hace ser concebible por la mente.
Sección IV
Respuesta a las objeciones.
Nuestro sistema, concerniente al espacio y el tiempo, consta de dos partes que se hallan íntimamente enlazadas entre sí. La primera depende de la cadena de este razonamiento: La capacidad de la mente no es infinita; por consecuencia, la idea de la extensión o duración consta de un número de partes o ideas inferiores, pero en número finito, y éstas son simples e indivisibles; es, pues, posible para el espacio y el tiempo existir de acuerdo con esta idea, y si es posible, es cierto que deben existir actualmente de acuerdo con ella, pues su divisibilidad infinita es totalmente imposible y contradictoria.
La otra parte de nuestro sistema es una consecuencia de ésta. Las partes en que las ideas del espacio y el tiempo se dividen son, por último, indivisibles, y estas partes indivisibles, no siendo nada en sí mismas, son inconcebibles cuando no se hallan llenas de algo real y existente. Las ideas del espacio y el tiempo no son, por consiguiente, ideas separadas o diferentes, sino tan sólo el modo o el orden en que los objetos existen, o, en otras palabras, es imposible concebir un vacío y extensión sin materia o un tiempo en el que no haya sucesión o cambio en una existencia real. La conexión íntima entre las partes de nuestro sistema es la razón por que examinaremos juntas las objeciones que han sido presentadas contra ambas, comenzando con las contrarias a la divisibilidad finita de la extensión.
1. La primera de estas, objeciones, de que me ocuparé, es más apropiada para probar la conexión y dependencia de una parte de otra que para destruir alguna de ellas. Ha sido sostenido frecuentemente en las escuelas que la extensión debe ser divisible al infinito, porque el sistema de los puntos matemáticos es absurdo, y que este sistema es absurdo porque el punto matemático es algo sin existencia, y, por consiguiente, no puede formar una existencia real por su unión con otros. Esto sería totalmente decisivo si no existiese un término medio entre la infinita divisibilidad de la materia y la no existencia de los puntos matemáticos; pero existe evidentemente un término medio, a saber: el conceder color o solidez a estos puntos, y el absurdo de ambos extremos se ve en la demostración de la verdad y realidad de este término medio. El sistema de los puntos físicos, que es otro término medio, es demasiado absurdo para necesitar de una refutación. Una extensión real, del género que se supone ser un punto físico, no puede jamás existir sin partes diferentes entre sí, y siempre que los objetos son diferentes son distinguibles y separables por la imaginación.
2. La segunda objeción se deriva de la necesidad de la penetración si la extensión consistiese en puntos matemáticos. Un átomo simple e indivisible que toca a otro debe necesariamente penetrarlo, pues es imposible que pueda tocarle en sus partes externas, dado el supuesto de su simplicidad perfecta que excluye toda parte. Por consiguiente, debe tocarle íntimamente y en su esencia total secundum se, tota, et totaliter, que es la verdadera definición de la penetración. Pero la penetración es imposible; por consecuencia, los puntos matemáticos son igualmente imposibles.
Respondo a esta objeción substituyendo una idea exacta de la penetración. Supóngase que dos cuerpos no teniendo un espacio vacío dentro de su circunferencia se aproximan el uno al otro y se unen de manera tal que el cuerpo resultante de su unión no es más extenso que uno de ellos; esto es lo que debemos entender cuando hablamos de penetración; pero es evidente que esta penetración no es más que el aniquilamiento de uno de los cuerpos y la conservación del otro sin hallarse en situación de poder distinguir en particular cuál es el conservado y cuál es el aniquilado. Antes de su contacto tenemos la idea de dos cuerpos; después tenemos tan sólo la idea de uno. Es imposible para la mente mantener una noción de diferencia entre dos cuerpos de la misma naturaleza existiendo en el mismo lugar y tiempo.
Tomando, pues, la penetración en este sentido, a saber: en el del aniquilamiento de un cuerpo por su contacto con otro, pregunto si alguien ve la necesidad que un punto coloreado o tangible sea aniquilado por la aproximación de otro coloreado o tangible. ¿No se percibirá, evidentemente, por el contrario, que de la unión de estos puntos resulta un objeto que es compuesto y divisible y que puede ser dividido en partes, cada una de las cuales conserva su existencia, diferente y separada, no obstante su contigüidad con otras? Ayudemos a la fantasía imaginando que estos puntos son de diferentes colores y de los más apropiados para evitar su unión y confusión. Un punto azul y un punto verde pueden, seguramente, hallarse contiguos sin ninguna penetración o aniquilación; pues si no pudiese ser así, ¿qué sucedería con ellos? ¿Cuál sería aniquilado, el rojo o el azul? O si estos colores se fundiesen en uno, ¿qué nuevo color producirían por su unión?
Lo que da capitalmente origen a estas objeciones y al mismo tiempo hace tan difícil darles una respuesta satisfactoria es la debilidad e inestabilidad natural de nuestra imaginación y nuestros sentidos cuando se dirigen a tales objetos diminutos. Póngase una mancha de tinta sobre un pedazo de papel y retírese a una distancia tal que la mancha llegue a ser totalmente invisible; se hallará que, al volver a aproximarlo, la mancha se hace visible sólo en pequeños intervalos primeramente, que después se hace visible siempre, que después aun adquiere mayor intensidad en su coloración sin aumentar de tamaño, y que cuando ha aumentado hasta un grado en que se halla realmente extensa es difícil para la imaginación deshacerla en sus partes componentes a causa del desagrado que halla en la concepción de un objeto tan diminuto como es un punto único. Esta debilidad influye, en los más de nuestros razonamientos, acerca del presente asunto y hace casi imposible responder de una manera inteligible y en expresiones adecuadas muchas cuestiones que pueden surgir referentes a ellos.
3. Existen muchas objeciones sacadas de las matemáticas contra la indivisibilidad de las partes de la extensión, aunque a primera vista estas ciencias parecen más bien favorables a esta doctrina, y si es contraria a sus demostraciones es perfecta mente compatible con sus definiciones. Mi presente tarea debe ser defender las definiciones y refutar las demostraciones.
Una superficie se define como siendo larga y ancha sin poseer profundidad; una línea, como larga sin ancho y profundidad; un punto, como lo que no tiene ni longitud, ni ancho ni profundidad. Es evidente que esto es perfectamente ininteligible, partiendo de otro supuesto que no sea la composición de la extensión por puntos o átomos subdivisibles. ¿Cómo de otra manera podría existir algo sin longitud, latitud, profundidad?
Dos diferentes respuestas encuentro que se han dado a este argumento, pero ninguna de ellas es, a mi ver, satisfactoria. La primera es que los objetos de la geometría, cuyas superficies, líneas y puntos, cuyas proporciones y posiciones se examinan, son meras ideas del espíritu, y no sólo no existen, sino que no pueden existir jamás en la naturaleza. No existen porque ninguno puede pretender trazar una línea o hacer una superficie que concuerde enteramente, con la definición, y no pueden existir porque podemos presentar demostraciones, partiendo de estas ideas, para probar que son imposibles.
Sin embargo, ¿puede imaginarse algo más absurdo y contradictorio que este razonamiento? Todo lo que puede ser concebido por una idea clara y distinta implica necesariamente la posibilidad de existencia, y quien pretenda probar la imposibilidad de su existencia por un argumento derivado de la idea clara afirma en realidad que no tenemos una idea clara de ello porque tenemos una idea clara. Es en vano buscar una contradicción en algo que se concibe distintamente por el espíritu. Si implicase una contradicción, sería imposible que pudiese ser jamás concebido.
No existe, pues, término medio entre la concesión, por lo menos, de la posibilidad de los puntos indivisibles y la negación de sus ideas, y sobre este último principio se basa la respuesta al precedente argumento. Se ha pretendido(8) que, aunque es imposible concebir la longitud sin alguna latitud, sin embargo, por una abstracción, sin separación, podemos considerar la una sin tener en cuenta la otra, del mismo modo que pensamos la longitud del camino entre dos ciudades omitiendo su ancho. La longitud es inseparable de la latitud, tanto en la naturaleza como en nuestros espíritus; pero no excluye una consideración parcial y una distinción de razón, del modo que antes hemos explicado.
Al refutar esta respuesta no insistiré sobre el argumento que ya he explicado de un modo suficiente, a saber: que si fuese imposible para el espíritu llegar a un mínimum para sus ideas, su capacidad debería ser infinita, para comprender el infinito número de partes de las que se compondría su idea de extensión. Trataré de hallar nuevos absurdos en este razonamiento.
Una superficie limita un sólido, una línea limita una superficie, un punto limita una línea; yo afirmo que si las ideas de punto, línea o superficie no fueran indivisibles sería imposible que concibiésemos estas limitaciones, pues si supusiésemos que eran infinitamente divisibles y que la fantasía trataba de fijarlas en la idea de la superficie, línea o punto, inmediatamente hallaría ésta que la idea se deshacía en partes, y apoderándose de estas últimas partes perdería su dominio por una nueva división, y así en infinito, sin posibilidad alguna de llegar a una última idea. El número de fracciones no la llevaría más cerca de la última división que la primera idea que se ha formado. Toda partícula escapa de nuevo por una nueva división, del mismo modo que el mercurio cuando intentamos cogerlo con la mano. Pero como de hecho debe existir algo que termine la idea de toda cantidad finita, y como esta idea terminal no puede constar de partes o ideas inferiores -de otro modo sería la última de sus partes la que terminaba la idea, y así sucesivamente- es esto una prueba clara de que las ideas de superficies, líneas y puntos no admiten ninguna división, a saber: las de las superficies en profundidad, las de las líneas en latitud y profundidad y las de los puntos en una división cualquiera.
Los escolásticos fueron tan sensibles a la fuerza de este argumento que algunos de ellos mantuvieron que la naturaleza había mezclado entre las partículas de la materia, que son divisibles al infinito, un cierto número de puntos matemáticos para dar una terminación a los cuerpos, y otros evitaban la fuerza de este razonamiento por un cúmulo de cavilaciones y distinciones ininteligibles. Ambos adversarios concedían igualmente la victoria. El que se oculta a sí mismo confiesa la superioridad evidente de su enemigo tanto como el que entrega honradamente sus armas.
Así, aparece que las definiciones de los matemáticos destruyen las pretendidas demostraciones y que si tenemos ]a idea de puntos, líneas y, superficies indivisibles, según la definición, su existencia es ciertamente posible; pero que si no tenemos una idea semejante es imposible que podamos concebir la limitación de alguna figura, concepción sin la que no es posible una demostración geométrica.
Voy más lejos y afirmo que ninguna de estas demostraciones puede tener suficiente peso para establecer un principio tal como el de la infinita divisibilidad, y esto porque con respecto a semejantes objetos diminutos no existen propiamente demos traciones, hallándose construidos sobre ideas que no son exactas y máximas que no son precisamente verdaderas. Cuando la geometría decida algo concerniente a las proporciones de cantidad no debemos exigir la máxima precisión y exactitud. Ninguna de sus pruebas se extiende tan lejos; toma sus dimensiones y proporciones de las figuras con precisión, pero toscamente y con alguna libertad. Sus errores jamás son considerables y no se equivocaría de ningún modo si no aspirase a una perfección absoluta tal.
Yo pregunto a los matemáticos qué entienden al decir que una línea o superficie es igual a otra o mayor o menor que otra. Haced que alguno de ellos responda, sea cualquiera la secta a que pertenezca, y mantenga la composición de la extensión por puntos indivisibles o por cantidades divisibles al infinito; la respuesta lo embarazará en ambos casos.
Hay pocos matemáticos que defiendan la hipótesis de los puntos indivisibles, y éstos tienen la respuesta más fácil y exacta para la presente cuestión. Necesitan tan sólo replicar que las líneas o superficies son iguales cuando el número de puntos de cada una es igual al de la otra, y que como la proporción de los números varía, varía también la proporción de las líneas y las superficies. Pero aunque esta respuesta es tan precisa como manifiesta, puedo afirmar que su criterio de igualdad es completamente inútil y que jamás determinamos por una comparación tal que los objetos sean iguales o desiguales con respecto los unos de los otros, pues como los puntos que entran en la composición de una línea o superficie, ya se perciban por la vista o el tacto, son tan diminutos y se confunden tanto los unos con los otros que es totalmente imposible para el espíritu contar su número, una numeración tal jamás nos aportará un criterio para que podamos juzgar de las proporciones. Nadie será capaz de determinar, por una exacta enumeración, que una pulgada tiene cinco puntos más que un pie o un pie cinco menos que un codo, o una medida mayor, por cuya razón rara vez o nunca consideramos esto como el criterio de igualdad o desigualdad.
Igualmente es imposible a los que imaginan que la extensión es divisible al infinito hacer uso de esta respuesta o fijar la igualdad de una línea o superficie por la enumeración de sus partes componentes, pues dado que, según su hipótesis, tanto la más pequeña como la más grande figura contiene un número infinito de partes, y dado que los números infinitos, propiamente hablando, no pueden ser iguales o mayores los unos con respecto de los otros, la igualdad o desigualdad de una porción del espacio no puede jamás depender de una relación del número de sus partes. Es cierto, puede decirse, que la desigualdad de un codo y de una yarda consiste en los diferentes números de pies de los cuales están compuestos, y la de un pie y una yarda, en el número de pulgadas; pero como la cantidad que llamamos una pulgada en la una se supone igual a la que llamamos una pulgada en la otra y es imposible para el espíritu hallar esta igualdad, procediendo en el infinito con esta referencia a cantidades inferiores, es evidente que, por último, debemos fijar algún criterio de igualdad diferente de la enumeración de las partes.
Hay algunos que pretenden (9) que la igualdad se define mejor por la congruencia y que dos figuras son iguales cuando colocando la una sobre la otra todas sus partes se corresponden y tocan entre sí. Para juzgar de esta definición consideremos que, puesto que la igualdad es una relación, no es, propiamente hablando, una propiedad de las figuras mismas, sino que surge meramente por la comparación que el espíritu hace entre ellas. Si consiste, por consiguiente, en esta aplicación y contacto mutuo de las partes, imaginario, debemos al menos tener una distinta noción de estas partes y debemos concebir su contacto. Ahora bien; es claro que, según esta concepción, deberíamos recorrer estas partes hasta las más pequeñas que puedan ser concebidas, puesto que el contacto de partes grandes jamás haría iguales a las figuras; pero las partes más diminutas que podemos concebir son los puntos matemáticos y, por consecuencia, el criterio de igualdad es el mismo que hemos derivado de la igualdad del número de puntos que ya determinamos, que era exacto, pero inútil. Por consiguiente, debemos buscar en alguna otra parte, la solución de las dificultades presentes.
Existen muchos filósofos que rehúsan indicar un criterio de igualdad, pero afirman que es suficiente presentar dos objetos que son iguales para darnos una idea precisa de su relación. Todas las definiciones, dicen, son infecundas sin la percepción de objetos tales, y cuando percibimos objetos tales no necesitamos ninguna definición. Estoy enteramente de acuerdo con este razonamiento y afirmo que la única noción útil de igualdad o desigualdad se deriva de la apariencia total y de la comparación de los objetos particulares.
Es evidente que la vista, o más bien el espíritu, es capaz frecuentemente de determinar de un golpe las proporciones de los cuerpos y declararlos iguales, o más grandes o pequeños los unos con respecto de los otros, sin examinar o comparar el número de sus partes diminutas. Juicios tales no sólo son corrientes, sino también en muchos casos infalibles y ciertos. Cuando se presentan la medida de una yarda y la de un pie, el espíritu no pone ya en cuestión más que la primera es más larga que la segunda que puede dudar de los principios que son más claros y evidentes.
Existen, pues, tres relaciones que el espíritu distingue en la aparición general de los objetos y que designa por los nombres de más grande, más pequeño e igual. Sin embargo, aunque sus decisiones con respecto a estas relaciones sean a veces infalibles, no lo son siempre y no se hallan nuestros juicios de este género más exentos de duda y error que los referentes a otro asunto. Corregimos frecuentemente nuestra opinión por la revisión y reflexión y declaramos que son iguales objetos que a primera vista habían sido estimados desiguales, y estimamos un objeto menor aunque antes nos había parecido mayor que otro. No es ésta la única corrección a que se hallan sometidos estos juicios de nuestros sentidos, sino que frecuentemente descubrimos nuestro error por una yuxtaposición de los objetos o cuando es impracticable por el uso de alguna medida común e invariable que, aplicándose sucesivamente a cada uno, nos informa de sus diferentes relaciones. Aun esta corrección es susceptible de una nueva corrección y de diferentes grados de exactitud, según la naturaleza del instrumento por el que medimos los cuerpos y el cuidado que ponemos en la comparación.
Cuando el espíritu, pues, está acostumbrado a estos juicios y a sus correcciones y halla que la misma relación que hace que dos figuras tengan para la vista la apariencia que llamamos igualdad hace que se correspondan la una a la otra y a una medida común con la que son comparadas, nos formamos una noción mixta de la igualdad derivada a la vez de los métodos interminados y estrictos de comparación. Pero no nos contentamos con esto, pues una sólida razón nos convence de que existen cuerpos que son mucho más diminutos que los que aparecen a nuestros sentidos, y como una falsa razón nos persuadiría de que existen cuerpos infinitamente más diminutos, percibimos claramente que no poseemos ningún instrumento o arte para medir que nos pueda asegurar contra nuestro error e incertidumbre. Nos damos cuenta de que la adición o substracción de una de estas partes diminutas no es discernible ni en la apariencia ni en la medida, y como imaginamos que dos figuras que eran iguales antes no pueden ser iguales después de esta substracción o adición, suponemos imaginariamente algún criterio de igualdad por el que las apariencias y medidas son corregidas exactamente y las figuras reducidas enteramente a esta relación. El criterio es claramente imaginario, pues como la verdadera idea de igualdad es la de una apariencia tal corregida por yuxtaposición o medida común, la noción de una corrección ulterior a la que podemos hacer por tener instrumentos y arte para ello es una mera ficción del espíritu y tan inútil como incomprensible. Pero aunque este criterio sea solamente imaginario, la ficción, sin embargo, es muy natural y no hay nada más natural para el espíritu que proceder de este modo en una acción aun después que la razón que la determinó a comenzarla ha cesado. Esto aparece de un modo muy notable con respecto al tiempo en el que, aunque es evidente que no tenemos un método exacto para determinar las relaciones de las partes ni aun tan exacto como en la extensión, sin embargo, las varias correcciones de nuestras medidas y sus diferentes grados de exactitud nos han dado una noción obscura e implícita de una igualdad perfecta y total. Sucede lo mismo con otros muchos asuntos. Un músico, hallando que su oído se hace cada día más delicado y corrigiéndose a sí mismo con la reflexión y atención, procede con el mismo acto del espíritu, aun cuando el asunto no lo permite, y abriga la idea de una tercera y una octava perfecta sin ser capaz de decir de dónde deriva este criterio. Un pintor se forma la misma ficción con respecto a los colores; un mecánico, con respecto al movimiento. Para el uno, luz y sombra; para el otro, rapidez y lentitud parecen ser capaces de una comparación exacta e igualdad rigurosa más allá de los juicios de los sentidos.
Podemos aplicar el mismo razonamiento a las líneas curvas y rectas. Nada es más manifiesto para los sentidos que la distinción entre línea recta y curva, y no existen ideas que podamos formarnos más fácilmente que las de estos objetos. Sin embargo, a pesar de que podamos formarnos tan fácilmente estas ideas, es imposible dar una definición de ellas que fije sus límites precisos. Cuando, trazamos líneas sobre un papel o una superficie continua existe un cierto orden, según el cual las líneas pasan de un punto a otro de modo que pueden producir la impresión total de una línea curva, o recta; pero este orden es totalmente desconocido y no es observado más que la apariencia unitaria. Así, aun basándonos en el sistema de los puntos indivisibles, podemos tan sólo formarnos una noción remota de algún criterio desconocido para estos objetos. Basándonos en la noción de la infinita divisibilidad no podemos ir tan lejos, sino que nos hallamos reducidos meramente a la apariencia general como regla por la que determinamos que las líneas son curvas o rectas. Aunque no podemos dar una definición perfecta de estas líneas ni producir un método exacto para distinguir las unas de las otras, esto no nos impide, sin embargo, corregir la primera apariencia por una consideración más exacta y por la comparación con alguna regla de cuya exactitud tenemos una mayor seguridad mediante repetidos ensayos. Partiendo de estas correcciones y progresando con la misma acción del espíritu, aun cuando su razón no existe, nos formamos la idea independiente de un criterio perfecto de estas figuras, sin ser capaces de explicarlo o comprenderlo.
Es cierto que los matemáticos pretenden dar una definición exacta de la línea recta cuando dicen que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos; pero, en primer lugar, observo que esto es más propiamente el descubrimiento de una de las propiedades de la línea recta que una definición de la línea recta. Pues pregunto que si al mencionar la línea recta no se piensa inmediatamente en una tal aparición particular y sí sólo por accidente, ¿no se considera esta propiedad? Una línea recta puede comprenderse por sí sola; pero esta definición es ininteligible sin una comparación con otras líneas que concebimos ser más extensas. En la vida corriente está establecido como una máxima que el camino más derecho es el más corto, lo que sería tan absurdo como decir que el camino más corto es el más corto si nuestra idea de línea recta no fuera diferente del camino más corto entre dos puntos.
Segundo: repito lo que ya he establecido, a saber: que no tenemos una idea precisa de la igualdad o desigualdad de más corto o más largo que de la línea recta o curva, y, por consecuencia, que lo uno jamás puede proporcionarnos un criterio perfecto para lo otro. Una idea exacta jamás puede construirse sobre otras tan inconexas e indeterminadas.
La idea de una superficie plana es tan poco susceptible de un criterio preciso como la de línea recta, y no tenemos más medios para distinguir una superficie de este género que su apariencia general. En vano los matemáticos representan una superficie plana como producida por el movimiento de una línea recta. Se objetará en seguida que nuestra idea de superficie es tan independiente de este modo de formar una superficie como nuestra idea de la elipse lo es de la de un cono; que la idea de una línea recta no es más precisa que la de una superficie plana; que una línea recta puede moverse irregularmente y por este medio formar una figura muy diferente de un plano, y que, por consiguiente, debemos suponer que se; mueve a lo largo de dos líneas paralelas entre sí y en el mismo plano, lo que es una descripción que explica una cosa por sí misma y se mueve en un círculo.
Resulta, pues, que las ideas que son más esenciales a la geometría, a saber: las de igualdad y desigualdad de línea recta y superficie plana, se hallan muy lejos de ser exactas y determinadas según nuestro modo común de concebirlas. No solamente somos incapaces de decir, si el caso es dudoso, cuándo figuras particulares son iguales, cuándo una línea es recta y cuándo una superficie es plana, sino que no podemos formarnos una idea de la relación o de estas figuras que sea firme o invariable. Apelamos al juicio débil y falible que pronunciamos acerca de la apariencia de los objetos y lo corregimos por un compás o una medida corriente, y si unimos el supuesto de una corrección ulterior, ésta es de un género tal que resulta inútil o imaginaria. En vano recurriremos al tópico común y emplearemos el supuesto de una divinidad cuya omnipotencia pueda capacitarla para formar una figura geométrica perfecta y trazar una línea recta sin ninguna curva o inflexión. Como el último criterio de estas figuras no se deriva más que de los sentidos y la imaginación, es absurdo hablar de una perfección más allá de lo que estas facultades pueden juzgar, pues la verdadera perfección de algo consiste en su conformidad con su criterio.
Ahora bien; ya que estas ideas son tan inconexas e inciertas, preguntaría gustoso a los matemáticos qué seguridad infalible tienen, no sólo de las más complicadas y obscuras de su ciencia, sino también de los principios más vulgares y corrientes. Por ejemplo: ¿Cómo pueden probarme que dos líneas rectas no tienen un segmento común, o que es imposible trazar más de una línea recta entre dos puntos? Si me dijesen que estas opiniones son manifiestamente absurdas y que repugnan a nuestras ideas claras, respondería que no negaré que cuando dos líneas se inclinan la una sobre la otra formando un ángulo perceptible, es absurdo imaginar que tienen un segmento común; pero si suponemos que estas dos líneas se aproximan a razón de una pulgada cada veinte leguas, no encuentro absurdo alguno en afirmar que después de su contacto se conviertan en una; pues yo ruego se me diga por qué regla o criterio se juzga cuando se afirma que la línea en que he supuesto que se funden no puede formar una línea recta con las dos que forman un ángulo tan pequeño entre ellas. Se debe poseer, seguramente, una idea de la línea recta con la que esta línea no concuerda. Se entiende, por consiguiente, que no toma sus puntos en el mismo orden y según la misma regla que es peculiar y esencial a la línea recta. Si así es, diré que, aparte de que al juzgar de este modo se concede que la extensión está compuesta de puntos indivisibles (lo que es quizá más de lo que se pretende), no es éste el criterio según el que se forma la idea de una línea recta, y que, si lo fuese, no existe una firmeza tal en nuestros sentidos e imaginación que pueda determinar cuándo este orden se halla mantenido o violado. El modelo original de una línea recta no es en realidad mas que una cierta apariencia general, y es evidente que las líneas rectas deben ser obligadas a coincidir unas con otras y a corresponder con su modelo, aunque sean corregidas por todos los medios practicables o imaginables.
Sea el que quiera el lado hacia donde los matemáticos dirijan sus miradas, encuentran siempre este dilema. Si juzgan de la igualdad o de alguna otra relación mediante el criterio exacto y preciso, a saber: la enumeración de las partes diminutas e indivisibles, emplean un criterio que es inútil en la práctica y que establece la indivisibilidad de la extensión que tratan de rechazar. Si emplean, como es corriente, el criterio inexacto derivado de la comparación de objetos partiendo de su apariencia general, corregida por la medida y yuxtaposición, sus primeros principios, aunque ciertos e infalibles, son demasiado rudimentarios para proporcionar una inferencia tan sutil como la que comúnmente obtienen de ellos. Los primeros principios se basan en la imaginación y los sentidos; la conclusión, por lo tanto, no puede ir jamás más allá de estas facultades y mucho menos en contra.
Esto nos debe abrir un poco los ojos y permitirnos ver que ninguna demostración geométrica en favor de la infinita divisibilidad de la extensión puede tener tanta fuerza como naturalmente atribuimos a todo argumento que se basa en pretensiones tan magníficas. Al mismo tiempo podemos enterarnos de la razón de por qué la geometría fracasa en su evidencia con respecto a este punto particular, mientras que todos sus demás razonamientos adquieren nuestro pleno asentimiento y aprobación. De hecho parece más importante dar la razón de esta excepción que mostrar que debemos realmente hacer esta excepción y considerar todos los argumentos en favor de la infinita divisibilidad como totalmente sofisticos; pues es evidente que, como ninguna idea de cantidad es infinitamente divisible, no puede imaginarse mayor absurdo que intentar probar que la cantidad misma admite una división tal y demostrar esto por medio de las ideas que son totalmente opuestas en este particular. Y como este absurdo es patente en sí mismo, no existe ningún argumento que no está fundado sobre él que no vaya acompañado de un nuevo absurdo y que no envuelva una contradicción evidente.
Puedo dar como ejemplo de estos argumentos en favor de la divisibilidad infinita los que se derivan del punto de contacto. Sé que no existe matemático alguno que no rechace que se le juzgue por las figuras que traza sobre el papel, siendo éstas, como nos dice, esquemas sueltos y sirviendo sólo para sugerir con mayor facilidad ciertas ideas que son la verdadera fundamentación de nuestro razonamiento. Me satisfago con esto y quiero basarme, en la controversia, meramente sobre estas ideas. Pido, por consiguiente, a nuestro matemático que se forme tan exactamente como le sea posible las ideas de un círculo y de una línea recta, y después le preguntaré si al concebir su contacto puede imaginarlo como tocándose en un punto matemático, o si es necesario pensar que coinciden en algún espacio. Cualquiera que sea la respuesta que elija va a dar a iguales dificultades. Si afirma que trazando estas figuras en su imaginación puede imaginar que se tocan en un punto único, concede la posibilidad de esta idea y, por consecuencia, de la cosa. Si dice que en su concepción del contacto de estas líneas debe hacerlas coincidir, reconoce por esto la falacia de las demostraciones geométricas cuando se llevan más allá de un cierto grado de pequeñez, pues es cierto que él posee una demostración contra la coincidencia del círculo y la línea recta o, en otras palabras, que puede probar una idea, a saber, la de coincidencia, por la incompatibilidad con otras dos ideas, a saber, las del círculo y la línea recta, aunque al mismo tiempo reconoce que estas ideas son inseparables.
Sección V
Continuación del mismo asunto.
Si la segunda parte de mi sistema es verdadera, a saber: que la idea del espacio o extensión no es más que la idea de los puntos visibles y tangibles, distribuidos en un cierto orden, se sigue que no podemos formarnos idea de un vacío o espacio en que no hay nada visible o tangible. Esto da lugar a tres objeciones que debo examinar juntamente, porque la respuesta que daré a una de ellas es una consecuencia de que haré uso para las otras.
Primeramente, puede ser dicho que los hombres han discutido durante varias épocas con respecto a un vacío y a un pleno, sin ser capaces de lograr para este problema una solución final, y que los filósofos aun hoy día piensan tener la libertad de inclinarse de un lado o de otro, según los guía su fantasía. Pero cualquiera que sea el fundamento que pueda existir para la discusión referente a las cosas mismas, puede pretenderse que la misma discusión es decisiva con respecto a la idea y que es imposible que los hombres puedan razonar durante tanto tiempo acerca de un vacío y refutarlo o defenderlo sin tener una noción de lo que refutan o defienden.
Segundo: si este argumento no es admitido, la realidad, o al menos la posibilidad de la idea de un vacío puede ser probada por el siguiente razonamiento: Toda idea que es posible es una consecuencia necesaria e infalible de otras que son posibles. Ahora bien; aunque concedemos que el mundo es en el presente un pleno, podemos imaginarlo privado de movimiento, y esta idea se concederá que es ciertamente posible. También debe ser concedido como posible concebir la aniquilación de alguna parte de la materia por la omnipotencia de la divinidad, mientras que otra parte sigue existiendo, pues como toda idea que es distinguible es separable por la imaginación, y como toda idea que es separable por la imaginación puede ser concebida como existiendo separadamente, es evidente que la existencia de una partícula de materia no implica la existencia de otra más que una figura cuadrada en un cuerpo implica una figura cuadrada en otro cualquiera. Confirmado esto, me pregunto qué resulta para la concurrencia de estas dos ideas posibles de reposo y aniquilación y qué debemos concebir que sigue a la aniquilación de todo el aire y materia sutil en una habitación, suponiendo que las paredes permanecen las mismas sin un movimiento o alteración. Hay algunos metafísicos que responden que, puesto que la materia y la extensión son lo mismo, la aniquilación de la una implica necesariamente la de la otra, y que no existiendo distancia entre los muros del cuarto, se tocaran los unos con los otros de la misma manera que mis manos tocan el papel que se halla inmediatamente delante de mí. Pero aunque esta respuesta rea muy corriente, yo desafío a los metafisicos a que conciban la materia según su hipótesis o imaginen el suelo y el techo con todos los lados opuestos del cuarto tocándose los unos con los otros mientras que continúan en reposo y mantienen la misma posición; pues ¿cómo pueden las dos paredes que van de Sur a Norte tocarse entre sí, mientras que tocan los lados opuestos de las paredes que van de Este a Oeste? Y ¿cómo pueden encontrarse el suelo y el techo mientras que están separados por los cuatro muros que están en posición contraria? Si se cambia su posición, se supone su movimiento. Si se concibe algo entre ellos, se supone una nueva creación. Sin embargo, considerando estrictamente las dos ideas de reposo y aniquilamiento, es evidente que la idea que resulta de ellas no es la del contacto de partes, sino algo distinto, que se deduce que es la idea del vacío.
La tercera objeción va aún más lejos, y no sólo afirma que la idea de un vacío es real y posible, sino también necesaria e inevitable. Esta afirmación se funda en el movimiento que observamos en los cuerpos y que se dice sería imposible e inconcebible sin el vacío en el que los cuerpos deben moverse para hacerse camino los unos a los otros. No debo extenderme sobre esta objeción, porque principalmente corresponde a la filosofia natural que se halla fuera de nuestra esfera presente.
Para responder a estas objeciones debemos penetrar muy profundamente en el asunto y considerar la naturaleza y origen de varias ideas, a fin de que no discutamos sin darnos cuenta perfectamente del tema de la controversia. Es evidente que la idea de la obscuridad no es una idea positiva, sino meramente una negación de la luz o, más propiamente hablando, de los objetos coloreados y visibles. Un hombre que disfrute de su vista no obtiene ninguna otra percepción, al dirigir sus ojos en todos sentidos cuando la luz falta enteramente, que la que le es común con un ciego de nacimiento, y es cierto que un ciego tal no tiene ni la idea de la luz ni la de la obscuridad. Consecuencia de esto es que no obtenemos la impresión de la extensión sin materia por la mera supresión de objetos sensibles y que la ideala obscuridad total no puede ser idéntica a la del vacío.
Supóngase de nuevo que un hombre se halla mantenido en el aire y llevado a través de él suavemente por alguna fuerza invisible; es evidente que no es sensible a ninguna cosa y jamás percibirá la idea de la extensión, ni de hecho ninguna idea, por su movimiento invariable. Aun suponiendo que mueve sus miembros de acá y allá, no puede esto sugerirle dicha idea. Siente en este caso una cierta sensación o impresión, cuyas partes son sucesivas, y puede darle la idea del tiempo, pero no puede ser dispuesta, ciertamente, de una manera tal que despierte necesariamente la idea del espacio o extensión.
Así, pues, si resulta que la obscuridad y movimiento, con la supresión total de todo lo visible y tangible, no puede darnos jamás la idea de la extensión sin materia o de un vacío, se presenta la cuestión inmediata si puede sugerir esta idea cuando se combina con algo visible o tangible.
Se concede corrientemente por los filósofos que todos los cuerpos que aparecen a la vista aparecen como pintados sobre una superficie plana y que sus diferentes grados de lejanía, con respecto a nosotros, se descubren más por la razón que por nuestros sentidos. Cuando tengo mi mano ante mi y separe mis dedos, éstos se hallan perfectamente separados por el color azul del firmamento como podrían serlo por un objeto visible que colocase entre ellos. Por consiguiente, para saber si la vista puede despertar la impresión e idea de un vacío, debemos suponer que en la total obscuridad existirán cuerpos luminosos cuya luz, al estarnos presente, descubre tan sólo estos cuerpos sin darnos la impresión de objetos que los rodean.
Debemos formar un supuesto paralelo referente a los objetos de nuestro tacto. No es apropiado suponer una supresión total de todos los objetos tangibles; debemos conceder que algo se percibe por el tacto, y después de un intervalo o movimiento de la mano o de otro órgano de la sensación, otro objeto del tacto viene a encontrarse, y al abandonar éste, otro, y así sucesivamente del modo que nos plazca. La cuestión es si estos intervalos nos proporcionan la idea de la extensión sin cuerpos.
Comenzando con el primer caso, es evidente que sólo cuando dos cuerpos luminosos aparecen a la vista podemos percibir si se hallan unidos o separados, si están separados por una distancia mayor o menor, y si esta distancia varía, podemos percibir su aumento y disminución que acompaña al movimiento de los cuerpos. Sin embargo, como la distancia no es en este caso algo coloreado o visible, puede pensarse que existe aquí un vacío o extensión pura, no sólo inteligible para el espíritu, sino manifiesta para los sentidos.
Este es nuestro modo natural y más corriente de pensar, pero que aprenderemos a corregir por una pequeña reflexión. Podemos observar que, cuando dos cuerpos se presentan donde existía primeramente una obscuridad completa, el único cambio que puede descubrirse es la apariencia de estos dos objetos y que todo lo demás continúa como antes: una negación total de la luz y de todos los objetos coloreados o visibles. No es esto sólo cierto de lo que puede decirse que se halla remoto a estos cuerpos, sino también de la distancia misma que se halla interpuesta entre ellos, que no es más que obscuridad o negación de la luz sin partes, sin composición, invariable e indivisible. Ahora bien; ya que esta distancia no produce una percepción diferente de la que un ciego puede obtener de sus ojos o de la que poseemos en la noche más obscura, debe participar de las mismas propiedades, y como la ceguera y la obscuridad no nos proporcionan ideas de la extensión, es imposible que la distancia obscura e indistinguible entre dos cuerpos pueda producir esta idea.
La única diferencia entre la obscuridad absoluta y la apariencia de dos objetos luminosos, más o menos visibles, consiste, como he dicho, en los objetos mismos y en la manera como afectan a nuestros sentidos. Los ángulos que los rayos de luz provenientes de ellos forman entre sí, el movimiento que es requerido en los ojos para pasar del uno al otro y las diferentes partes del órgano que son afectadas por ellos producen tan sólo las percepciones por las que podemos juzgar de la distancia. Como estas percepciones son simples e indivisibles, no pueden darnos jamás la idea de la extensión.
Podemos ilustrar esto considerando el sentido del tacto y la distancia o intervalo imaginario interpuesto entre objetos tangibles o sólidos. Supongo dos casos, a saber: el de un hombre suspendido en el aire y moviendo sus miembros de aquí allá sin tropezar con nada tangible y el de un hombre que, tocando algo tangible, lo deja y después de un movimiento que él experimenta percibe otro objeto tangible. Yo me pregunto en qué consiste la diferencia entre estos dos casos. Nadie sentirá un escrúpulo en afirmar que consiste meramente en la percepción de estos objetos y que la sensación que surge del movimiento es, en los dos casos, la misma, y como esta sensación no es capaz de sugerirnos una idea de extensión cuando no va acompasada de alguna otra percepción, no puede procurarnos tampoco esta idea cuando va combinada con las impresiones de los objetos tangibles, ya que la mezcla no produce alteración en ella.
Aunque el movimiento y la obscuridad ni por sí ni acompañados de objetos visibles y tangibles producen la idea de un vacío o extensión sin materia, son, sin embargo, las causas de por qué imaginamos falsamente podernos formar una idea semejante, pues existe una estrecha relación entre este movimiento y obscuridad y una extensión real o composición de objetos visibles o tangibles.
Primeramente, podemos observar que dos objetos visibles que aparecen en medio de la obscuridad total afectan a los sentidos; de la misma manera forman el mismo ángulo por los rayos que provienen de aquéllos e impresionan la vista del mismo modo que si la distancia entre ellos se hallase llena de objetos visibles que nos diesen una verdadera idea de la extensión. La sensación de movimiento es igualmente la misma cuando no existe nada tangible interpuesto entre los dos cuerpos que cuando tocamos un cuerpo compuesto, cuyas diferentes partes se hallan situadas las unas detrás de las otras.
Segundo: hallamos por experiencia que dos cuerpos que se hallan colocados de manera que impresionan los sentidos del mismo modo que otros dos que tienen una extensión de objetos visibles interpuestos entre ellos son capaces de admitir la mis ma extensión sin un impulso sensible o penetración y sin cambio alguno del ángulo bajo el cual aparecen a nuestros sentidos. De igual modo, cuando existe un objeto que no podemos tocar después de otro sin un intervalo y la percepción de la sensación que llamamos movimiento en nuestra mano u órgano de la sensación, la experiencia nos muestra que es posible que el mismo objeto pueda ser sentido con la misma sensación de movimiento, acompañado de una impresión interpuesta de un objeto sólido y tangible que acompaña a la sensación. Esto es, en otras palabras: una distancia invisible e intangible puede convertirse en una visible y tangible sin ningún cambio en los objetos distantes.
Tercero: podemos observar, como otra relación entre estos dos géneros de distancia, que tienen casi los mismos efectos sobre todo fenómeno natural. Pues como todas las cualidades, como calor, frío, luz, atracción, etc., disminuyen en proporción de la distancia, se observa una diferencia muy pequeña entre que la distancia sea conocida por objetos compuestos y sensibles y sea conocida por el modo en que dos objetos distantes afectan a los sentidos.
Aquí, pues, hay tres relaciones entre esta distancia que sugiere la idea de la extensión y la que no se halla llena con objetos coloreados o sólidos. Los objetos distantes afectan a los sentidos del mismo modo, ya estén separados por una distan cia u otra; la segunda especie de distancia se halla que es capaz de admitir la primera, y ambas disminuyen igualmente la fuerza de toda cualidad.
Estas relaciones entre los dos géneros de distancia nos proporcionarán una razón fácil de por qué se las ha tomado tan frecuentemente la una por la otra y de por qué imaginamos que tenemos una idea de extensión sin la idea de un objeto, ya sea de la vista o del tacto. Pues podemos establecer como una máxima general en esta ciencia de la naturaleza humana que siempre que existe una íntima relación entre dos ideas el espíritu es muy propenso a equivocarse y a tomar en todos sus discursos y razonamientos la una por la otra. Este fenómeno ocurre en tantas ocasiones y es de una consecuencia tal, que no puedo por menos de detenerme un momento para examinar sus causas. Estableceré de antemano tan sólo que debemos distinguir exactamente entre el fenómeno mismo y las causas que le asignaremos, y no debemos imaginar por la incertidumbre de las últimas que el primero es también incierto. El fenómeno puede ser real aunque mi explicación sea quimérica. La falsedad de la una no es la consecuencia de la de la otra, aunque al mismo tiempo podemos observar que es muy natural para nosotros sacar una consecuencia tal; lo que es un ejemplo evidente del mismo principio que intento explicar.
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