- El Granada quiere fichar a un atleta rompedor
- Es Usaín Bolt
- Le llaman El Pelapapas
- Un grupo de cabezas de chorlito puede protagonizar una película
- Juan Fabrizio, el mejor reportero mundial de la ciudad
- La presentación del atleta
- El partido de un domingo desesperado
- Quiroga de vacaciones
- Juan Fabrizio en el atasco
- El Queens Park Rangers compra el Granada
- Primera cazuela de astillas del verano
- Praga
- El intangible
- La meta única
El Granada quiere fichar a un atleta rompedor
Se trata del corredor más veloz del mundo, un hombre que corre como una bala. La última vez, durante una competición en Munich, el referí de la carrera dio el pistoletazo de salida y la llegada a la meta coincidió con un pájaro aterrizando en el suelo. Eran cien metros libres, como siempre, y los corrió a cuarenta y siete kilómetros por hora, tardando nueve segundos y medio, sin viento en contra, batiendo así la plusmarca mundial. Empleó dos pares de zapatillas. Dos eran las que llevaba puestas, y las otras dos las que veía el público en el aire. Quiroga, un directivo del Granada, lo vio por la televisión, y se lo imaginó vestido de futbolista, a toda velocidad por la banda, alcanzando el balón antes que nadie, tras una volea desde el otro campo, sin obstáculo para estar a solas con el portero, provocando en la grada un cataclismo multicolor. En los días sucesivos la televisión no paró de repetir las imágenes del récord ni Quiroga comentando con los otros directivos la idea que se le había ocurrido, la de ficharle, siquiera para estar tomándose el té en el campo, pues esa velocidad bastaba para acobardar a cualquier equipo.
Ninguno se atrevería a jugar adelante, descubriendo la cancha atrás, permitiéndole de ese modo alcanzar la pelota una y otra vez, tras sendas voleas desde el otro campo. Nunca se preguntó qué costaba, sino cuánto dinero podían ganar. No era ya ganar la liga, sino quedar campeón también en los números. Serían campeones con la polémica, batiendo a cualquier equipo en las páginas de los periódicos. El Granada sería el número uno en las preferencias mentales de todo el mundo. Antes de descolgar de nuevo el Granada era campeón de todo. Citó en su casa a un colaborador, al que explicó la jugada como si el balón fuese un hueso de aceituna, llegando fácilmente por el aire, con el atleta raudo por la banda, multiplicando la zancada.
Tras la reunión ambos estaban de acuerdo en que la operación no podía ser mejor, y si no lo había hecho nunca nadie era porque el destino estaba esperando al Granada. Era la revolución del fútbol, una táctica soberana. Con un jugador de esa categoría no haría falta ni el centro del campo, pues bastaba con un simple golpeo largo desde el otro área para cumplir con el trámite de llegar a la otra, siempre a bordo de la oportunidad de gol, con los defensas loqueando como furcias, desarbolados en la corriente, uno tras otro, viendo pasar una sombra.
El destino señalaba al Granada como mejor opción para llevar a cabo la idea, dado que la provincia llevaba veinte años sin una autovía, debiéndose dirimir el tráfico en una carretera de vía estrecha, entorpeciendo la circulación de los vehículos. De aquel modo elegante la pantomima quedaba resuelta con un deleite superior, a la altura de una ciudad monumental y de una provincia histórica. Con aquel tipo Granada paradójicamente podía ser campeona también de la velocidad, Incluso pensó Quiroga en algún anuncio publicitario para el cine, sonando como un cañón, con el corredor en la vía alcanzando la misma velocidad, superior a la de los coches, bastando así para transmitir mentalmente un idea sin precedentes, y cuyo sitio oportuno no podía ser otro. Quiroga pensó que la Historia le estaba llamando. Si alguna provincia le disputaba el proyecto, quedaría claro su valor, y acaso más si disputaran también la falta de autovía. Cada partido sería un espectáculo memorable, solamente por ver la cara de locos de los defensas rivales, dándose la vuelta con dificultad, cuando fuese demasiado tarde, sobrepasados por la ofensiva.
El equipo estaría dirigido por un entrenador capaz de asumir el peso de la gloria, cualquiera de esos que salían en televisión jugando torneos internacionales. Quiroga repasó un lista mentalmente y afloraron varios nombres, y al final estaban los más prestigiosos, de un modo asequible y verdadero, engalanados con una idea servicial, más allá del dinero que debía suponer. Era como reflotar un barco imposible, aplastando la liga, paseándose por los estadios como el favorito en las historias más fabulosas, como una leyenda en definitiva, sólo posible en Granada, la tierra de las mil y una noches.
El atleta haría al menos dos o tres carreras cada partido, de un modo fulgurante, como se vio en Munich, alterando los pronósticos así, con el paroxismo radiofónico de rigor atento a un solo estadio, anhelante ante la idea, la de un balón sometido así, en un tiralíneas, bastando un golpeo y una carrera devastadora. Los árbitros se dejarían seducir por el favorito in extremis, pensando con extrañeza de qué modo señalar un fuera de juego que da comienzo en el otro campo. El hecho de que ningún equipo poderoso adelantara líneas, llenaría el tesoro de la convicción, haciéndole ver a la afición que nadie más podía ganar. Era un lujo sicológico, una mentalización inmediata, casi extraterrestre, sin dejar lugar para la duda. El rival atrás facilitaría la permanencia del balón en torno al marco, la jugada de gol ante el asedio, la emoción necesaria, cualquier cosa menos aburrimiento, esperando el momento en el que al cancerbero, al verle venir desde atrás, le temblaran las piernas, sin saber en qué lado ponerse, con el estadio entero alzando la cara hasta que bajo la sombra del balón apareciera la pisada de la fiera. Los delanteros se hartarían de rematar algo más que un contragolpe, saltando junto al larguero en continuas oportunidades, birlando siempre la clásico ristra de papas fritas sobre el larguero, como diría algún locutor. La desesperación del rival provocaría asimismo expulsiones, conflictos y evidencia de fragilidad, es decir, la imagen general de un derrotado, quizá antes de jugar, al saberse inferior ante una mentalidad asombrosamente ganadora, mucho más fuerte.
Aquellas horas había perdido todo el mundo contra el Granada. Había un disparate de números sobre la mesa, por diversos conceptos. Uno de ellos registraba el anuncio que el atleta Usaín Bolt había protagonizado en fecha reciente para una marca de teléfonos. Se trataba de Vodafone. Se dijo que quizá hubiera sido más lógico, teniendo en cuenta cómo corría el cronómetro, un anuncio de relojes. En el anuncio saltaba al campo vestido de futbolista, con una camiseta amarilla y un pantalón negro, llamando por teléfono a alguien, haciendo pensar que al otro lado contestaba el Granada. El anuncio cerró sin dejar ver la pantallita del teléfono, porque también hubiera colado perfectamente el logotipo de la entidad, con su ge gigante, a la vista de millones de personas presagiando la gran aventura mundial de una entidad que jamás había ganado nada.
Quiroga hizo algunas gestiones de su empresa en Japón, que acababa de patentar una lavadora distinta para hombres torpes. Con una patada a la izquierda se ponía en marcha, y con otra a la derecha centrifugaba, permitiendo incluso un botón para escuchar el carrusel deportivo, con su martingala de agitación, como de estar en el estadio metido con la afición. A esas horas Granada era un imán, pues los directivos, tras comunicarlo, provocaron la necesidad de los periodistas de saber más. Quiroga, con la vista asombrada bajo la gorra, mirando las imágenes, atendió a unos cuantos por teléfono, todos ellos sin salir del asombro, bajo la idea de que así bastaba para que ocurriera de verdad, como si un asombroso robot se alzara de pronto, con toda su tornillería ajustada, avizorando el horizonte con una naturaleza superior, casi sin pedirle permiso a nadie, como una empresa normal que acomete una reforma. Pulsó sin querer el mando del video a cámara rápida, y entonces se asombró del todo, viendo que aún corría más rápido, sin darle tiempo a nadie a verle. En ese instante el presidente del club, David Manuel, llamó para tenerle localizado en casa al objeto de una visita, queriendo conocer en directo qué realmente sucedía.
-Ganar a todo el mundo -, dijo Quiroga con sequedad-. Tengo una idea llena de esperanza que puede que esté dando ya la vuelta al mundo.
El club soportaba una deuda histórica, imposible de pagar, como un enfermo pidiendo cada dos por tres permiso para morirse. En cambio ahora parecía un millonario, aludiendo a las cosas con fragancia adinerada. El hombre que pagaba existía, como decía la máxima empresarial. Lo aprendió de sus ancestros en la niñez, que un empresario pagador tenía credibilidad e inducía confianza para trabajar. A cámara lenta Usaín avanzaba de un modo simple, articulando las manos sincronizadas con cada una de las ventisiete largas zancadas, esta vez en tres minutos y medio. Se lo imaginó llegando así a la portería, sonriente y alzando los brazos, enarbolando ante los fotógrafos los dedos del gol.
David Manuel llegó para lucir la carcajada. Pensaron en uno de los debates habituales de la prensa, alusivo a los misteriosos motivos que había para que un futbolista ganara más que un médico. Para la mayoría de la gente estaba clara la razón fundamental del negocio, es decir, que un deportista ganaba en proporción a lo que ingresaba, y que a su vez cualquiera saldría caro si no ingresaba ni un euro. Se dieron cuenta de que toda la liga había quedado devaluada de repente, pues cualquier estrella a su lado parecería corriendo una vaca en el prado. La siguiente repetición fue un obstáculo para conversar, cuando Usaín se abrazaba a la gente, envueltos en la bandera jamaicana. Quiroga evidentemente tuvo en cuenta la violencia del deporte, diciendo que para cortar ese avance podían hacerle la zancadilla, concluyendo la jugada en la página de sucesos, sobrevolando el larguero e impactando lejos, como en los dibujos animados, aspecto que por cierto también sería lógico como negocio. No obstante, quizá les disuadiera de algo así el hecho de que la afición, probablemente recién llegada de un atasco, pidiera enseguida la revancha. Sin embargo, el tipo no era un cojo, sino que lucía una musculatura titánica, a bordo de una estructura ósea descomunal de uno noventa de estatura, haciendo ver que chocar contra él a esa velocidad sería como hacerlo contra un tabique. Por lo tanto, el asunto pesaba con normalidad y los razonamientos rodaban solos por el suelo. Quiroga cuando cerró la reunión acompañando a David Manuel abajo, diciendo que se iba a pasear por el parque, como solía a menudo.
Paseó discretamente, sin lucir la gala, algo cansado, como si hubiera llegado de muy lejos, pestañeando como una tragaperras por la alergia primaveral, con asomo de monedas incluidas en los bolsillos. Después regresó, se duchó y se aflojó en la almohada, siendo aún de día. Después tuvo un sueño distinto, durante el cual el palco era confundido con un gobierno, con Usaín Bolt nombrado ministro de deportes del país, ministro sólo por correr así. La hinchada, a lo largo de la Historia, siempre pensó que para ser el presidente de aquel club había que estar rematado, pues las deudas eran insufribles. Sin embargo, ahora nadaba en la riqueza y la situación parecía una recompensa llena prestigiosa. Los jugadores de categoría desearían estar en aquel equipo, buscando la gloria definitiva, quizá hartos de ganarlo todo con el suyo. Jugando allí, en un equipo pequeño que hasta hacía poco no valía un pimiento, se aseguraban el recuerdo hogareño del aficionado local, tendiendo el placet cada año como si estuviera por fin en su casa, recordándole cada año lo que ocurrió una vez. Pudiera haber una retransmisión mundial, con las cadenas de televisión pujando fuerte. Por los grandes acontecimientos se pagaban cifras exorbitantes. Si el cálculo era igual de nítido que lo anterior, habría dinero incluso para pagar una afición nueva si acaso la de siempre no estuviera contenta, y una más que solamente para aplaudir a los productores de televisión por haber dado con un motivo distinto a una guerra para captar audiencia.
Después apareció alguien junto a él, su esposa, recién duchada, llegando para otra guerra, la del amor. Entonces inclinó la cabeza y se oyó un tímido ronroneo.
-Por fin en este club hay solvencia.
Usaín mantenía los dedos en alto cuando abrazado a los aficionados jamaicanos. Este detalle tampoco le pasó desapercibido a un empresario de raza como él, acostumbrado a tratar con la gente fina de las finanzas, hecha al estudio de detalles. Estuvo hasta las tantas de la noche en la mesa del salón con sus cálculos, con la imagen del atleta congelada en la pantalla, degustando un zumo fresco preparado por su mujer, que después le oyó reír desde el dormitorio, mientras tecleaba algo con un periodista. Le dijo que si hacía falta ficharían a cinco negros más, para que el atleta corriera también por sus propios motivos étnicos, haciéndole sentir más a gusto en su nueva ciudad. Añadió que tres de los negros serían delanteros y los otros dos los padres de los jugadores. Estaba claro una vez más, como pensó el periodista, que aquellas eran las clásicas ocurrencias de cucaracha del directivo. Era Juan Fabrizio, el reportero local mundialmente conocido, dejándole escribir cuanto quisiera. Quiroga explicó, divertido como un chiquillo, que ubicarían los partidos a las diez de la noche, para el camuflaje completo, dejando que el rival notara el aliento del merecumbé en la nuca. Allí, en la pantalla, el atleta seguía con los dedos de la victoria enarbolados, como si celebrara su primer gol con el club. Entonces comentó que era como si estuviera anunciando el enchufe de un pelapapas, fácil de manejar en la cocina. En efecto el pelapapas, con su cuchilla rápida, liquidaba en un rato la patata. Había una razón para no compararle, viéndole en el césped, con una máquina de contar billetes. Cualquier hombre avezado en la optimización de recursos estaría de acuerdo en ese instante, máxime porque con facilidad no requería ningún esfuerzo más. Gente así era capaz de torcer así el rumbo de la economía, rastreando los detalles, un peine, una rosquilla, una brizna de hierba en la cara, cualquier cosa que pudiera dar dinero.
"Ha llegado El Pelapapas", escribió, imaginando el anuncio en todas las televisiones, con el escudo del Granada, cayendo del todo bien en los hogares.
Parecía que la ciudad ya lo comentaba. Quiroga, como sería impensable poco antes, aludió a los rivales esa noche incluso con lástima, que es lo que suele pasar en el hombre benevolente cuando se sabe superior, diciendo implícitamente, sin nombrar a ninguna ciudad, que ninguna significaba nada, teniendo en cuenta que la iniciativa siempre era del campeón. Comentó una vez más, con suma diversión, de qué modo el guardameta rival temblaría bajo el larguero, viéndole venir cortando las papas con veintisiete galopadas fulgurantes.
"Otra vez viene El Pelapapas", pensaría, viendo a su defensa buscándose las orejas.
Al jugador, corriendo de esa manera, le daría tiempo a efectuar una llamada a la madre para decirle dónde está: haciendo una tontería, solo ante el portero. El proyecto parecía una bicoca, pensó a su vez el periodista, para el cual aquel modo de correr escribiendo era asimismo inaudito. El Granada ya daba envidia, característica habitual de los campeones. Era como ver a todo el mundo disputándole sus alhajas, y en caso de uso político, era como ver a las regiones peticionarias de siempre, sobrepasadas por un asunto superior, sin dar ni tiempo a la discusión. Juan Fabrizio no sabía qué fragmento seleccionar para unas declaraciones, y angustiado con la idea de un reportaje inacabable, angustiado por lo sugestivo y porque en realidad lo era, decidió seleccionar aquella.
"Si alguna provincia le disputara el fichaje al Granada, tal vez también querría disputarle el derecho a tener autovías iguales".
Un grupo de cabezas de chorlito puede protagonizar una película
Por supuesto el cine era una gran apuesta, es decir, que si el argumento real al final no se realizara, seguiría siendo útil en la ficción. Lo iba pensando Quiroga paseando con el coche por la costa, recorriendo aquella vía estrecha. Hacía una mañana fresca y empezó a caer una llovizna. Miró un instante al lado y observó al conductor de la derecha señalándole al copiloto la gran jugada en el parabrisas, yendo de un lado a otro. Llegó para almorzar a solas en un restorán, después de haber hecho el viaje por gusto. Comió pensando en aquella carretera de mala muerte que se vía en lontananza, uniendo en línea recta varios pueblos costeros. El problema estaba la vista y alguna vez se habló del terrorismo, que amenazó el puente alguna vez. Estaba claro que podía existir gente a la que pudiera molestarle dejarlos en su sitio. Las multinacionales del terror contaban con sus propios ojeadores, buscando por doquiera parajes agrícolas para molestar, provocando la oportuna ansiedad para permitir la sensación de cuartel abierto, con el ejército vestido de paisano viviendo en sus casas, luchando en realidad por hacer Historia trabajando. Una situación así, después de veinticinco años, cuando se prometió la autovía por primera vez, solamente divertiría a un loco o a un tirano, llenando con las risas malogradas sus tesoros, pues el cabreo era constante durante el atasco.
Los ciudadanos de Motril se habían licenciado durante aquellos años en varias materias intelectuales, incluyendo la filosófica, haciendo ver que cualquiera conocía en qué callecita cruzar una simple bicicleta para provocar un atasco que pudiera alargarse a Francia, con el último de la cola preguntando por la playa en Pamplona, diciendo ser hincha del Granada, anunciando a su manera el pelapapas. Quiroga notó la dificultad para distinguir en un hecho increíble la línea que dividía la realidad de la ficción, y por un momento se sintió un actor, como si la película hubiera comenzado ya, al volante, de regreso a la capital, volviendo a caer la lluvia. La película podría incluso consistir en el propio guionista durante su elaboración explicando las diferencias con la ficción. Después fue un placer elaborar más argumentos. La provincia, sin duda, también podía ganar en ese aspecto. Estaba claro que debería de ser una película buena, es decir, que el guionista explicara por qué la suya sería más rentable que asistir a la misma cada domingo. Había un argumento más entrañable aún, alusivo a un grupo de chorlito de cabezas de chorlito convirtiendo la odisea en una realidad, hartos de cerveza durante un domingo normal, disfrutando de la playa con la familia. Llegarían al palco saludando a todo el mundo vestidos de hawaianos, fumando porros y haciendo declaraciones balompédicas.
-Les vamos a meter hoy quince -diría alguno-. Esperemos que no sean quince aciertos, pues de lo contrario estaríamos en el baloncesto.
Un aliciente para la película, capaz de sostener una tensión sencilla, sería que un hombre al principio se quedara ciego, para recobrarla en el último minuto de la liga, viendo el gol triunfal de la liga, naufragando entre lágrimas. Cuando llegó Quiroga a Granada, Dan Brown, el famoso novelista de terror bíblico, le parecía simplemente un asador de papas campestres, junto al mítico Leonardo Da Vinci. Había logrado el récord de ventas bajo el título El Código Da Vinci, anunciando la hecatombe mundial haciendo sospechar que en los cuadros había códigos sencillos. El Papa, a su vez, podía ser el protagonista de una escena haciendo algún comentario voladizo, en el siglo de la fibra de vidrio y del satélite, acerca de la llegada del Papa negro.
Había gente dándose sustos cerca del parque, sin tener aún claro si la cosa era verdad, como hablando de una mentira que sucede en otra vida. De ser cierta, el hincha granadí, tan acostumbrado a la derrota, de un modo pesimista pensaba que otra vez se esfumaría. Respecto al mundo empresarial, era sin duda una buena carta de presentación, susceptible de delatar con más facilidad en Europa los yacimientos de dinero. El Granada por su parte nutriría su firme accionarial con firmas de poca presencia hasta ese momento. La idea circulaba por doquier y era probable que ya se hubiera enterado todo el mundo, preparando su inversión correspondiente.
Finalmente tomó asiento para disfrutar el atardecer. Su esposa le había dicho que tardaría un poco. En ese instante David Manuel le informó de la gran película que estaba ocurriendo en la sede del club, con la gente aporreando la puerta, queriéndose sacar el abono para la próxima temporada. Aún faltaba un partido para cerrar la campaña, contra el Barcelona, el líder de la clasificación. El Granada necesitaba vencer a toda costa o de lo contrario descendería, chafando aquel deseo. Se levantó del asiento cuando llegó la esposa y llegó a casa seguido por un perrito faldero.
Juan Fabrizio, el mejor reportero mundial de la ciudad
Por ahora ninguna cadena de televisión se podía descartar. Una de ellas era la CNN norteamericana y la a otra Al Jazira, de Arabia Saudí, así como una RvD rusa. El Granada ya era una multinacional capaz de idear cualquier cosa. Así lo comentaba Quiroga otra vez ante el ordenador, frente a Juan Fabrizio, de nuevo dispuesto a colgarse con él la medalla del insomnio una noche más. El periodista llevaba muchos años ejerciendo la profesión, pero desde hacía un tiempo se sentía acabado. De repente entonces parecía otro, sin atreverse a poner del todo los dedos en el teclado ante la flamígera luz creativa del comunicante. Quiroga, con una lógica simple, le estaba contando una ocurrencia irreprochable. El periodista estaba tan absorto que agarró en la cocina un bollo y sin darse cuenta, creyendo tener bolsillos, lo dejó caer, quedándose en el suelo toda la noche. Conducía un coche viejo que iba a todos sitios sin gasolina, aparcado desde hacía meses en la puerta, cubierto de polvo, pero le daba igual. Hubo en la pantalla diez titulares subyugantes, casi haciendo daño porque no era normal, a cuál de ellos más apetente, haciendo ver el ridículo de que un club monopolizara el periódico.
Juan Fabrizio oyó en algún instante la puerta, y luego el cierre de la persiana. Era su mujer, que al verle así se alegró, motivándose también para la fiesta del dormitorio. Se estaba haciendo rico todo el mundo en aquella pantalla. Había gente que antes no valía un pimiento a punto de salir en el diccionario. El periodista sintió la irresistible necesidad de salir pitando a por el coche, magmático de virilidad por las calles, derrapando en las curvas, como Jean Paul Belmondo en su mejor escena, chutando la marcha como un galán auténtico, aparcando en la puerta del periódico haciendo un trompo exacto antes de entrar a la redacción a trancadas, resuelto y decisivo, para derramar en el techo una balacera en calidad de héroe renovador de la rutina informativa. Estuvo un instante en la calle a por tabaco, en pijama, con el coche arañado por un gato, mostrando un aspecto sedicioso. Además tenía una rueda pinchada. Llegó a la redacción enseguida, a es decir, a las siete de la mañana, regresando al domicilio con el paquete, que era lo que en verdad le interesaba. Volvía a ser el gran héroe activo de la ciudad, como así demostraba la foto que había en la pared, hace mucho tiempo, posando con varias personalidades. Le hizo un guiño al canario antes de seguir, como si estuviera arriesgando el pellejo ante el modo con que sonaban las palabras. Había en la pantalla nombres destacados del cine, como Jup Zomas o el mismísimo Ingyel Twinter, además de Marinov, el protagonista de Crímenes Musicales. Estaba allí todo el mundo y nadie se lo podía perder. No obstante, desde el principio el periodista tuvo claro que la mayor estrella de todas era aquel hombre, analizando varias posibilidades cinematográficas, como un crítico profesional. Tuvo la visión de que el público se levantaba de la grada a gritar gol estando en la parada del autobús, rumbo al estadio. Había una comedia tensa que tenía como protagonista al clásico ruso bronco sentado en la grada, ocupando el primer plano con su idioma de raíces cuadradas y esquinas intemperantes. Debido a su pronunciación la cámara respiraba en él como si fuera un espía del KGB, logrando el suspense clásico preludiando la acción, hasta que al final se descubría que tan sólo pedía una cerveza. Detrás de una portería había un espía más, esta vez de la CIA, la clásica agencia del cine, llamando la atención a su manera con un traje negro, sudando la gota gorda bajo el sol y mirándolo todo de modo enigmático tras unas gafas oscuras Se echaba mano al kigüi inalámbrico confidencialmente, profundo y seducido por el tópico, oyendo realmente los goles de la jornada. Daba un par de toques al reloj con dos dedos, con inclemente solemnidad, y después, inclinando el vaso, leía el mensaje secreto.
"Bebe Cocacola".
Acabaron muertos de risa y encantados de conocerse. Recordaron algunas anécdotas del pasado, con los directivos de la entidad encerrados en las habitaciones de los hoteles debatiendo la crisis en una alarma de puros, tratando desesperadamente de encajar los números para no quedar sepultados por las deudas. Recordaron aquella idea antigua de la casa de apuestas, junto a la sede del club. Al final decidieron ponerla cerca del estadio, en un modesto local. Desde el principio fue un lio, creciendo en la desconfianza de estar premiando a su propio público por empatar. Alguna vez le birlaron al entrenador la alineación antes de tiempo, sin su conocimiento, para darle tiempo a los apostantes a calcular su previsión, hasta que tuvo la impresión de que estaba trabajando en casa del enemigo, sin importarle nada. Cierta vez apareció en la sede del club diciéndoles a los directivos que les iba a poner una denuncia. Al ayuntamiento finalmente le dio pena y recalificó el terreno para edificar unos pisos, cosa que tampoco fue suficiente. Ahora todo era desahogado y licencioso incluso.
"El club es el favorito", decía el uno.
"El club de nuestros amores", reiteraba el otro.
Ya mismo circularían las grandes portadas por internet, la red mundial de la comunicación. En aquel instante apareció una mujer desnuda en la pantalla de Juan Fabrizio anunciando un crucero. Entonces bajó la mano y se echó mano a la pacaya.
"Estoy a punto", pensó.
Quiroga, antes de finalizar, añadió la última información, la cifra más excitante de la noche, es decir, que la cadena norteamericana CNN, como le habían dicho por la otra línea, estaba dispuesta a pagar por la retransmisión mundial 11.000 millones de euros. Juan Fabrizio después pisó el bollo, antes de comerse otro en la cama.
El Granada necesitaba vencer al Barcelona aquel domingo, con toda la ciudad volcada con el equipo. Era el último partido de la liga ante el campeón, que a su vez necesitaba ganar para revalidar el título. El empate también perjudicaba al club local. El día anterior, sábado temprano, un Fokker rojo de sesenta plazas preparaba el despegue en el aeropuerto de El Prat, con los jugadores del Barcelona a bordo, comentando su necesidad. El piloto, una vez más, era Markus Ierolave, pulsando un botón para convertir la carlinga en un regalo. El copiloto comprobó los altímetros, el giróscopo y el sistema de navegación, así como el traspondedor y las señales de radio del sensor de orientación y marcador de rumbo. Ierolave, que era un checo que hablaba bien el español, avisó por el altavoz de la nave que volaría a diez mil pies de altura, bordeando el mapa por Levante, a una velocidad de seiscientos kilómetros por hora. La llegada estaba prevista para el almuerzo, tan sólo tres horas después. El piloto se dejaba un libro de poemas de Brentano en cada aeropuerto, y por último dijo hola así:
-Bastará el silencio para que el avión aterrice solo -, provocando el aplauso.
Así era el Barcelona encima de una montaña. A la misma hora otro avión, un Lineage supersónico, partía desde el aeropuerto de Berlín con Usaín Bolt a bordo, junto a su mánager, entretenidos con los periódicos deportivos. Había batido el récord otra vez. En el otro avión la única dolencia del Barcelona era cargar con el peso de tantos trofeos, que en los últimos cinco años habían sido todos. En cuanto al atleta, la suya consistía en una distensión muscular sin importancia. Quiroga estaba en ese instante en el parque aledaño a su casa, prescindiendo de ir al quiosco a por el periódico, pues con su propia información por el momento tenía bastante.
Le echó de comer a las palomas durante un rato, tratando de domesticar la fiera que tenía dentro. Había desayunado esa mañana dos huevos duros, durante el noticiero internacional, y por más vueltas que le daban a los terremotos no había ninguno como el suyo. Ni siquiera le hicieron reír las imágenes de aquel gordo batiendo el récord con el pedo más largo del mundo. Hizo en el parque una llamada de teléfono al aeropuerto, para confirmar la llegada del Lineage procedente de Berlín. Después, cuando colgó, llamó a una casa de vehículos de alquiler, pidiendo que le enviaran un Mercedes para recoger a Usaín Bolt. Aún era temprano y quedó con el taxista a las doce y cuarto, en la puerta de parque exactamente. No había nadie a esas horas bajo los árboles, solamente él, mirando un petirrojo en el arriate. Más allá había una persona ramoneando con el cadáver del anochecer, pareciendo salir de una fiesta. Una señora, por otro lado, ponía su perrito en el suelo. Quiroga se fue quedando dormido, bañado en el sudor espeso de un sueño, durante el cual remataba un balón, como en sus mejores tiempos, midiendo lo mismo que todos hasta que saltó. Se sobresaltaba de vez en cuando con sus propios latidos, oyendo al perrito llegar del fondo, un yorksire terrier barriendo el albero con su faldamenta reluciente. Debajo del banco pinzoneaba un pájarito, que ojeó como si buscara el tapón de una bañera. Después, sudando más, se durmió profundamente, bajo el cielo encapotado, con todo el mundo haciendo lo mismo en sus casas, tras un sábado de resaca. Hacía una leve neblina creando una cámara de compresión soporífera. Mientras daba el cangilón oía el glogloteo de las palomas pinzoneando por las inmediaciones. Imaginaba en ese instante la gran jugada: balón largo como hueso de aceituna. La grada, por otro lado, espoleaba a la figura, correndo airoso, con largas zancadas, bajo la sombra de un balón superior. Los pelotazos iban de un lado a otro y las jugadas llegaban a la boca con la sequedad de la garganta, comentando centros al acecho, balones sesgados buscando cabezas inquietas, faltas capciosas al borde del área y finalmente una en la que daba tiempo a hartarse de agua.
Cuando abrió los ojos tenía a la dueña del yorkshire mirándole, como si le hubiera reconocido. Pero el motivo no era el motivo, sino otro distinto. Quiroga, moviendo la pierna, había marcado un perro al borde del área. El Mercedes llegó justo en ese instante, a las doce y cuarto. El taxista sí le reconoció, pero apenas comentó nada en exceso. Lo único serio fue decir que por más agua que bebía seguía teniendo la misma sed. El taxista, en medio del fragor del atasco, comentó la impaciencia, pero Quiroga con el ruido entendió otra cosa.
-Podría ser la muerte.
El chófer lo aclaró enseguida. Se refería a la ingesta de agua excesiva.
-Podría ser diabetes.
"¿No es lo mismo? -, pensó él, y él mismo se contestó-. No es más lenta. Es más cruel. Por eso también el organismo dura más".
Llegó al aeropuerto con el botellín a medias, que se acabó de un trago. Luego entró y se situó a esperar cerca del bar, donde pidió otro botellín antes de irse a ocupar una mesa. Parecía un hombre normal allí dentro, con una camiseta corta deslucida, así como un pantalón vaquero gastado, sin denotar en absoluto que era el causante del trastorno informativo más fenomenal de todos los tiempos. Ni él mismo se reconocía, sintiéndose en el fondo mucho más joven y dinámico, pese a todo más capaz de todo, un joven con tiempo sobrado para ponerse aún más nervioso, repasando un poco también sus negocios en Japón. Aquel nuevo modelo de lavadoras para el hombre torpe obtendría éxito. Era una garantía para olvidarse de tanto lujo en el manual de instrucciones, incapaz de aclarar de una vez cómo puñeta se abría el grifo. Entonces, por los altavoces, oyó las llegadas. El vuelo de Berlín, según el panel, tardaría dos horas más. Pensó también en Juan Fabrizio, planteando como gran invento la pantalla gigante en las aulas de periodismo, para corregir párrafos en grupo, disfrutando en común el detalle interesante. Quiroga se imaginó al periodista en el estadio, tecleando los titulares con entusiasmo a la vista de todo el mundo, ajeno a la conexión y lleno de ilusión, poniendo la boca como si se hubiera tragado una raqueta.
Se dijo que necesitaba cuanto antes unas vacaciones. La cosa era muy bonito, pero podía ser nefasta para la salud, porque habían sido demasiados éxitos contínuos, ganándolo todo, como un equipo grande, teniendo a todo el mundo pendiente de una sola idea. Recordó que tras la última temporada, durante el tórrido verano en el apartamento de la playa, con una nube soleada permanente, de tener muy cerca el sol, corrió un extraño rumor relacionado con la autovía. La gente decía por las sombrillas que habían atropellado a un toro en la carretera. Iban diciendo que había quedado reducido a una mancha negra, porque los conductores, enajenados por el soporífero atasco, pasaban uno a uno por encima, sin darle importancia, a una velocidad ridícula. Desde ese momento la gente se pasó días mirando desde el coche, a ver si era cierto, haciendo ver que podían ser más de una. Se trataban obviamente de las clásicas manchas de gasolina de los automóviles. El carril, cargando la balumba multitudinaria de sombrillas, era el que a diario recorría la distancia desde la playa a la capital, pareciendo a veces una recua de reses bravas saliendo del rejoneo.
Una mujer con una camiseta verde le impedía observar bien el aterrizaje, debiendo Quiroga alzar la cabeza. Al poco observó a un grupo de muchachos trajeados. Era la expedición del Barcelona, recién llegada, procedente de un Fokker rojo. Se cruzó con ellos camino del baño, adonde necesitaba entrar para aliviarse la vejiga, que la tenía repleta, motivo por el cual nunca acababa de orinar, justo en el momento preciso, haciéndole temer de que llegara el atleta sin ver a nadie. Cuando salió del aseo, se sorprendió viendo en la mampara el Lineage, gigantesco, desplegando la escalerilla, hasta que destacó la figura de aquel chico negro y alto. Detrás iba su mánager, el hombre de la negociación hace pocos días, entregado a la epopeya. Quiroga sonrió y cuando se aproximaron dijo que no se preocuparan por nada en Granada. Después, en el taxi, bromeó acerca de su pronunciación, diciendo que dominaba cinco idiomas con las manos y un idioma más de índole secreta, para engañar a los chinos.
El Barcelona partía a su hotel en un autobús. Se trataba del Alhambra Palace. El edificio, de estilo mudéjar, estaba situado en un vergel, junto al propio monumento. Poco después el bucólico paraje asomó con sus aljibes y fragante vegetación. Estaban en un cerro alto del Albaicín de muy difícil acceso. Por eso no había nadie más que ellos allí. Caía una fina lluvia y la plantilla decidió entretenerse en la terraza toda la tarde, jugando a las cartas, contemplando la Alhambra enfrente. Resultaba extraño, como comentaban los camareros, que no hubiera apenas nadie de la prensa en el hotel, y albergaron la sensación de que en vez del campeón había llegado un equipo del montón.
La multitud esta vez se hallaba en otra parte, en el centro de la ciudad, en el hotel NH, situado en la avenida de la Facultad de Ciencias, que a esas horas estaba colapsada de un modo increíble. Los futbolistas almorzaban, y alguna vez alzaban las cabezas por la cristalera sin entender qué ocurría. Había incluso unidades móviles internacionales, tantas que solamente se comprendería por la llegada de un jefe de Estado. Por las inmediaciones se veían las unidades de la CBS y de la CNN, aparcadas junto al carrito de los refrescos. Había televisiones de Rusia, Suecia, Dinamarca, Japón, Holanda y Jamaica, en un despliegue sin precedentes que dejaba cada vez más perplejo a los jugadores. La otra idea era que se tratara de un cantante, pero por lo menos tenía que ser el de los Rolling Stone. Sin embargo, aquellas banderas rojiblancas no dejaban lugar a dudas, y la ovación de ánimo que les dedicaban tampoco.
Cuando el Mercedes se aproximaba había alrededor del hotel, según la radio, trece mil personas vitoreando al club. En ese instante, cruzando el cerco policial, apareció el vehículo, quedándose parados los autobuses, con la gente mirando por las ventanas, mucha todavía sin tener claro el por qué del alboroto, pues se dijo que la presentación ocurriría realmente la siguiente temporada, no antes del último partido. Era lo más lógico, porque si perdía descendería y no serviría de nada. Todo el mundo vio descender del vehículo a Usaín Bolt, en medio de una estrepitosa ovación. Honorio, el presidente de las peñas, estaba en ese instante encerrado en un autobús, pidiéndole al conductor que le abriera la puerta allí mismo, para salir corriendo a darles la enhorabuena. Un tropel de periodista acudió atropellándose en medio de un clamoreo horrísono en veinte idiomas. Los corresponsales de radio, interceptando los informativos, daban en directo la noticia para todo el país: era el presidente del Granada en persona, recién llegado de una competición en Munich. Los jugadores del club, aún sin almorzar, veían criaturas corriendo por todas partes, cada vez más apresuradamente, tirando de los micrófonos y tropezando, llegando a la sala principal todos a la vez, situándose la estrella bajo un cartel gigante enarbolando los dedos. Afuera, muchos conductores amagaban en mitad de la vía con darse la vuelta, los unos intentando el desvió en las transversales para aparcar, y los otros temiendo quedarse allí toda la tarde. Todos en general deseaban vivir en directo la noticia, la de un hombre que corría a sesenta kilómetros por hora. El presidente, David Manuel, estaba flamante, declarando que habían fichado a una máquina muy distinta a la de los empates. Quiroga, por su parte, entablaba una conversación anodina en el vestíbulo con el corresponsal de L´Equipe, aclarándole con gestos lo del pelapapas, sin conseguirlo. Todo indicaba que de nuevo la portada sería esta:
"Dos por el precio de uno".
La afición vociferaba en ese instante su nombre.
"Quiroga campeón".
Había oleadas de abrazos en las calles laterales, dando la vuelta a la manzana con la felicitación. En el último de todos, a toda prisa, un conductor, rumbo al hotel, conoció la noticia de que su coche, mal aparcado, estaba siendo retirado por la grúa.
-¡Que le den por culo! -, exclamó, pues no estaba dispuesto a perderse aquello.
David Manuel dejó claro que Usaín no jugaría al día siguiente. Parecía evidente, pero aclaró que era para evitar que el Barcelona soñara con ser el primer club derrotado así. Al decir esto, provocó un aplauso cerrado, que además fue aplaudido por el atleta, al que le pareció una ironía magistral. Lo último que declaró el presidente fue que estudiaba varias ofertas para la retransmisión mundial, alguna superior a los 11.000 millones de la CNN. Quiroga, por su parte, acabó haciendo unas bravas declaraciones para a L´Equipe, diciendo que el Granada podía pegarle con un dedo una paliza a quien sea. El episodio seguía infundiéndoles a los jugadores un valor épico para el encuentro, convenciéndoles de la victoria al día siguiente. Ellos mismos estaban en ese instante entre el público, como verdaderos aficionados, vociferando en la puerta incluso más que ellos, con miles de coches tocando el claxon bajo las banderas rojiblancas. Ocurría en toda la ciudad, como si el partido hubiera comenzado ya. Dijo la radio que había en ese instante treinta mil personas alrededor del hotel formando un jaleo terrible.
El Barcelona, a medida que transcurrían las horas, andaba inquieto en el Alhambra Palace, creyendo ser el otro equipo, es decir, la víctima, con los camareros con más desconfianza, sin reconocer realmente a sus estrellas. Había en el Albaicín un silencio de catacumba, pesado, bronco y sigiloso, cada vez más próximo, hasta que al fin sonó de verdad. Era la ciudad entera clamando por el club, dando una sensación brutal de extensión, con todo el mundo abajo mirando hacia esa parte, animando cada vez con más fuerza. La extraña sonoridad coincidió además con la llegada de un camión pesado de suministros, que hizo temblar los batientes de las ventanas.
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