Indice1. Introducción3. Pasaportes hacia la salvación4. Tiempo prestado5. La barraca 286. Paraíso en el infierno
En la ciudad holandesa de Haarlem, en una casa varias veces centenaria y de curiosa construcción, vivía la familia Ten Boom, compuesta de personas bondadosas, devotas lectoras de la Biblia, los mejores relojeros de Holanda. Pero el huracán de la ocupación alemana trasformó al barbado patriarca y a dos de sus hijas en guerreros clandestinos. La pintoresca casa de la Barteljorisstraat se convirtió en base de la Resistencia holandesa, refugio de perseguidos.., y objetivo de la Gestapo. Los amables e ingeniosos Ten Boom se enfrentaron al peligro y a la muerte de manera que constituye un fascinante relato de aventuras. Pero, más que eso, es la narración jubilosa, extraordinaria y a menudo graciosa, de un triunfo de la fe cristiana. Por Corrie ten Boom Salte de la cama y me incliné fuera de la única ventana de mi dormitorio. Frente a mis ojos se alzaban las paredes de ladrillo de la parte posterior de otros edificios viejos en aquel apiñado centro del antiguo Haarlem; en lo alto, encima de los absurdos tejados y las chimeneas torcidas, aparecía un cuadrado de perlino firmamento. ¡Tendríamos un día de sol para nuestra fiesta!
– Porque ese día de enero de 1937 se cumplía el centenario de nuestra tienda. Exactamente un siglo antes el padre de mi padre había colocado en el escaparate un rotulo que decía: TEN BOOM, RELOJERÍA. Saqué mi vestido nuevo y ensayé unos pasos de vals. El dormitorio mi padre quedaba exactamente bajo el mío, pero a los 77 años de edad dormía a pierna suelta. Tú tampoco eres una pollita, recordé a la imagen del espejo: 45 años, soltera, y ya has perdido la silueta. Mi amada hermana Betsie, de 52, que también vivía en casa, aun conservaba su esbelta gracia que hacía a la gente volverse para seguirla con los ojos. Allá abajo oí sonar el timbre de puerta. Me precipité por las escaleras torcidas y empinadas. Aquellas escaleras eran un añadido a nuestra vieja y curiosa vivienda, que todos conocían por la Beje. En realidad eran dos casas unidas entre sí: una típica construcción de Haarlem, añosa y diminuta, de tres pisos, no más ancha que un cuarto con la profundidad de dos, unida por detrás a otra casa todavía mas estrecha y empinada. El tirabuzón de la escalera se abría angosto paso entre las dos.
Desde las 7 hasta las 8 el timbre e la puerta sonó sin parar, a medida que llegaban ramilletes y tiestos de flores con las felicitaciones de los amigos. De la puerta lateral, que se abría a una minúscula callejuela, Betsie y yo los llevábamos hasta el taller, donde se reparaba toda clase de relojes. Allí estaba el alto banco sobre el cual nuestro padre se había inclinado durante tantos años en la ejecución de su delicado y minucioso trabajo, reputado como el mejor de Holanda.
Junto a su banco había otros tres, inclusive el mío, pues a los 30 años me había convertido en la primera relojera con licencia en Holanda. Frente al taller, en la estrecha Barteljorisstraat, estaba la sección de la tienda destinada a los clientes, con sus relojes de péndulo y su vitrina llena de relojes de pulsera y bolsillo. Desde la niñez había sido para mí un gozo entrar en aquel cuarto, donde un centenar de vocecitas mecánicas me daban la bienvenida con su tictac.
A las 9 de la mañana empezaron a llegar visitantes. En poco tiempo el callejón estaba atestado de bicicletas, y una corriente ininterrumpida de invitados (al parecer la ciudad entera) era conducida por la tienda y luego escalera arriba hasta la sala para beber café, comer taartjes (pastelillos) y estrechar la mano de mi padre. Porque en verdad él era "el magnífico anciano de Haarlem", a quien todos acudían con sus problemas y a quien los niños llamaban Opa, es decir, abuelo.
Todo el día llegaron amigos: jóvenes y viejos, pobres y ricos, ilustrados caballeros y sirvientas analfabetas. El alcalde, de levita; el cartero, el conductor del tranvía, media docena de agentes de la Central de Policía de Haarlem, que estaba a la vuelta de la esquina…
Por la tarde empezaron a llegar también niños y, como siempre, se dirigieron sin vacilar a mi padre. Porque, además de tener ojos azules de bondadosa y sonriente expresión, y larga barba a la que se adhería el aroma del cigarro puro, papá hacía tictac. Los relojes puestos en un anaquel no funcionan igual que sobre una persona, por lo que llevaba siempre encima los que estaba arreglando. Sus chaquetas tenían enormes bolsillos interiores provistos de ganchos para colgar una docena de relojes. Así que, dondequiera que fuera, le acompañaba el rumor de centenares de ruedecillas.
Mi padre adoraba a los niños. De alguna manera, con aquella tienda que nunca había ganado dinero, se las arregló para alimentar, vestir y cuidar once hijos adoptivos, cuando los cuatro suyos hubieron crecido. Pero no tenía idea de los negocios. A veces trabajaba muchos días en un difícil problema de reparación y luego se olvidaba de mandar la cuenta. Cuanto más raro y costoso fuera un reloj, menos capaz era él de verlo en términos monetarios.
"¡ Habría que pagar por el privilegio de trabajar en un reloj como este, Corrie!" solía decir. Hasta que me hice cargo de los desordenados libros (el mismo año que mi madre murió) e impuse cierto método en aquel manicomio, el taller no empezó a ganar algo.
A media tarde mi hermana Nolie llegó a la fiesta acompañada por su marido y sus hijos; mi hermano llegó al anochecer. Único de los Ten Boom que asistió a la universidad, Willem se había ordenado ministro en la Iglesia Holandesa Reformada. En su tesis doctoral, redactada en Alemania diez años antes, había escrito que una maldad terrible estaba echando raíces en aquel país. En la universidad misma se sembraban las semillas de un menosprecio por la vida humana como el mundo no había conocido jamás. Los pocos que leyeron su tesis habían reído.
Ahora, por supuesto, la gente ya no reía en lo tocante a Alemania. La mayoría de los buenos relojes llegaba de allí y, en los últimos tiempos, varias empresas con las que tratamos durante algunos años (judías todas ellas) habían suspendido misteriosamente sus actividades. Willem encabezaba el programa establecido por su iglesia para entrar en contacto con los judíos alemanes (aunque jamás supe que hubiera convertido a ninguno), y a fuerza de sacrificios y economías había construido un asilo para judíos ancianos en Hilversum, distante 50 kilómetros. Sólo que en los últimos meses el asilo se había visto inundado de refugiados jóvenes, todos procedentes de Alemania. Y con ellos llegaban historias de demencia creciente en aquella nación.
También nos acontecía que, a veces, captábamos en la radio una voz trasmitida del oriente por nuestros vecinos, una voz que no hablaba, que ni siquiera gritaba, sino que se expresaba en alaridos. ¿Qué quería, qué buscaba aquel hombre en Alemania? ¿ La guerra? "¿Qué importa?" preguntaba alguien, sentado a la mesa de los pásteles. "Allá que peleen entre si las grandes potencias. La cosa no nos afectará a nosotros". En ese momento entró Willem a la habitación. Lo acompañaba un judío de poco más de 30 años, tocado con el característico sombrero de alas anchas y vestido de larga levita negra. Pero lo que atrajo todas las miradas fue la cara de aquel hombre: estaba quemada. La barba había desaparecido y el rostro mostraba una piel roja y llagada."Les presento a Herr Gutlieber", anuncio Willem. "Escapó de Alemania en un camión lechero. Un grupo de adolescentes lo paró en la calle, en Munich, y le quemó las barbas. El recién llegado se sentó muy rígido para tomar una taza de café con bizcochos, y yo traté de entablar conversación hablándole del tiempo. Alrededor de nosotros se reanudó la festiva charla. "¡Rufianes!" oí decir a un vendedor de relojes. "Lo mismo sucede en todos los países. Pero ya verán: la policía los pondrá en su lugar. Alemania es un país civilizado".
Tres años después, el 9 de mayo de 1940. Mi padre tenía cerca de 81 años. Todas las noches, precisamente las 8:45, abría la vieja Biblia con pastas de latón. Era la señal para decir las oraciones familiares. Media hora más tarde subía las escaleras hacia su cuarto. Sin embargo, esa noche se quedó abajo para conversar. Gran Bretaña, Francia y Alemania se encontraban ya en guerra. Una dolorosa pregunta resonaba por todo el país:
¿ También a nosotros nos alcanzarían las hostilidades,? Mi padre encendió nuestra enorme radio de mesa. Se escuchó la voz de un noticiario, sonora y tranquilizadora. Se respetaría la neutralidad de Holanda. No había nada que temer. Se instaba a los holandeses a conservar la calma y a… Papá apagó la radio bruscamente, con una llama en la mirada que no conocíamos. "Es malo dar esperanzas cuando no las hay", declaró.
Y su faz recuperó en seguida la bondadosa expresión habitual. "Queridas hijas, en este momento siento tristeza por todos los holandeses que no conocen el poder divino. Porque los alemanes atacarán, y nosotros seremos derrotados. Pero Él, no". A Betsie y a mí nos dio las buenas noches con un beso y se fue a acostar.
Cinco horas más tarde me incorporé repentinamente en la cama. ¿ Qué había sido eso? ¡ Ah, otra vez! Un destello deslumbrador, seguido un instante después por una explosión que sacudió la cama. Fuera, sobre mi ventana, el trozo de cielo brillaba rojo y anaranjado. Me lancé al segundo piso, donde encontré a Betsie sentada en su cama. Nos abrazamos y juntas exclamamos en voz alta: "¡La guerra!"
El estruendo de las bombas parecía venir principalmente del aeropuerto. En la salas las sillas, los libreros de caoba, el viejo piano vertical reflejaban una luz que bajaba del cielo incandescente. Betsie y yo nos arrodillamos junto a la banqueta del piano. Oramos por nuestro país, por los muertos y heridos de esa noche, por la Reina. Y luego, por increíble que parezca, mi hermana empezó a rezar por los alemanes que volaban en lo alto, en sus aviones, atrapados en el puño de la gigantesca maldad desencadenada en Alemania. La mire, de rodillas junto a mi a la luz de la Holanda incendiada, "Señor", murmure. "Escucha a Betsie y no a mi, porque yo no puedo orar por ellos".
Holanda resistió 5 días. Nosotros seguimos abriendo la tienda porque la gente quería ver a mi padre. Algunos le pedían que rezara por los maridos y los hijos destacados en las fronteras de Holanda. Otros llegaban sólo para verlo sentado ante su banco de trabajo, como desde hacía 60 años, y para oír en el tictac de los relojes la voz de un mundo de orden y razón. Poco después del primer bombardeo, los tanques alemanes cruzaron la frontera holandesa. El 14 de mayo por la mañana supimos la noticia que temíamos: la Reina había partido para Inglaterra. El bombardeo de Rótterdam, más tarde en ese mismo día, fue el golpe de gracia. ¡A las 7 de la noche una voz muy quebrada anunció por la radio "Holanda ha capitulado!" Poco después apareció en la tienda un muchacho de unos 15 años con la cara bañada en lagrimas.-¡Yo hubiera peleado! ¡ Jamás me abría rendido! Mi padre lo miro con ternura. Es bueno saberlo hijo-le contesto-. Porque la batalla de Holanda apenas acaba de empezar.
Herir a Dios en lo más vivo En los primeros meses de la ocupación la vida no fue totalmente insoportable. Lo más difícil era acostumbrarse a ver por todas partes uniformes, camiones y tanques alemanes, y a oír que el alemán se hablaba en las tiendas. También se molestaba la imposición del carnet de identidad que todos los ciudadanos de más de 15 años de edad debían llevar consigo; las colas que debíamos formar en todas partes; la propaganda nazi y los periodicos que ya no publicaban noticias. Pero solo paulatinamente cobramos conciencia del verdadero horror de la ocupacion.
Durante los seis primeros meses solamente se produjeron ataques menores contra los judíos de Holanda: una piedra arrojada al escaparate de una tienda de propietario judío, una palabrota garabateada en el muro de una sinagoga. Pero a medida que pasaban los meses la Unión Nacionalsocialista, es decir, el organismo de colaboracionistas en Holanda, aumentaba en numero y audacia. En los paseos, que , mediado el día, solíamos dar mi padre y yo, advertíamos los síntomas de la contaminación antisemitica. Un letrero en algún escaparate decía: Aqui no servimos a judíos; a la entrada de un parque público: No se admiten judíos. Lo peor eran las desapariciones. Un reloj ya reparado y listo para entregar, permanecía colgado en la trastienda mes tras mes. Una casa, en la manzana donde vivía Nollie, quedó misteriosamente deshabitada, mientras la hierba crecía en el jardín. Nunca supimos si aquellas personas fueron secuestradas por la Gestapo o lograron esconderse antes de que les echaran mano.
Los arrestos en público empezaron a menudear. Un día mi padre y yo encontramos el Grote Markt, plaza principal de Haarlem, rodeada por un doble anillo de policías y soldados. Frente al Fish Mart había un camión estacionado, al que subían hombres, mujeres y niños; todos llevaban la estrella amarilla con la palabra Jood (judío). —¡Pobre gente papá! —exclamé cuando el camión se alejaba. —Pobre gente, sí —repitió mi padre. Pero él miraba a los soldados—. Me dan pena los pobres alemanes, Corrie. Han herido a Dios en lo más vivo.
Bajo la llovizna de una mañana de noviembre de 1941 cuatro soldados alemanes recorrían la Barteljorisstraat comprobando los números de las tiendas. Al llegar a la tienda de Weil, el peletero judío que vivía frente a nosotros, se detuvieron. Un soldado golpeó la puerta con la culata del fusil."¡Betsie!" llamé. "¡Apresúrate!" Salimos a la puerta principal y vimos al señor Weil, que salía espaldas mientras el cañón de fusil le apuntaba al estómago. pues los soldados volvieron a en la tienda y cerraron la puerta de golpe. No era, pues, un arresto. Dentro oímos ruido de cristales que se rompían. Empezaron a salir soldados cargados con brazadas de pieles. El señor Weil no se había movido. Una ventana se abrió sobre su cabeza y le llovió encima su propia ropa: pijamas, camisas, prendas interiores. El anciano peletero se inclinó mecánicamente y empezó a recogerlas.
Betsie y yo corrimos hacia él. Levantando calcetines y pañuelos de la acera, empujamos al aturdido anciano para cruzar la calle hasta nuestra casa. Papá saludó al señor Weil, y la naturalidad de su actitud pareció tranquilizar algo al peletero. Su esposa, dijo, estaba de visita con una hermana en Ámsterdam.
"Debemos advertirle que no vuelva", recomendó Betsie. ¿ Pero adónde iría en ese caso? ¿ Dónde vivirían los Weil? Mi padre, Betsie y yo nos miramos dijimos: "¡Willem!" Sabíamos desde principios de la ocupación nuestro hermano había localizado en granjas de zonas rurales donde había pocas tropas, escondites seguros para los jóvenes judíos alemanes refugiados en su asilo.
Pero no era asunto que se pudiera tratar por teléfono. Alguien tenía que hacer en tren el viaje de 50 kilómetros hasta Hilversum. Cuando llegué al asilo, poco después de mediodía, no estaba Willem. Referí el asunto a su mujer, Tine, y a su hijo Kik, de 22 años, alto y rubio. "Dile al señor Weil qué esté listo cuando oscurezca", contestó mi sobrino. Pero era casi la hora del toque de queda cuando Kik llamó con los nudillos a la puerta de la Beje que daba al callejón. Puso al señor Weil su atado de ropa bajo el brazo y juntos se alejaron al amparo de la noche.
Dos semanas más tarde volví a ver al muchacho y le pregunté qué había sucedido. Con su enorme sonrisa lenta, que me encantaba me contestó: —Si vas a trabajar con la Resistencia, tía Corrie, tienes que aprender a no hacer preguntas: —¡La Resistencia!
¿ Estaban Kik y Willem trabajando con ella? Los rumores que corrían sobre este organismo clandestino hablaban de robos, mentiras, sabotajes y asesinatos. ¿ Era esto lo que Dios esperaba de un cristiano en tiempos como aquellos?
3. Pasaportes hacia la salvación
Mayo de 1943. Una llamada a la puerta que da al callejón, a las 7:55 le la noche, me hizo mirar al espejo de la ventana del comedor. A la luz del crepúsculo vespertino, vi a una mujer. Llevaba consigo un maletín y, cosa rara en una noche de primavera, se cubría con un abrigo de pieles y un espeso velo. Abrí la puerta. "¿ Puedo entrar?" preguntó la desconocida con voz quebrada por el miedo. "Me llamo Kleermaker. Soy judía".
Meses antes su esposo había sido arrestado y el hijo de ambos se había escondido. El día anterior la policía política le había ordenado cerrar la tienda de ropa, propiedad de la familia, y ahora la señora Kleermaker temía volver al apartamento, situado encima de la tienda. Se enteró de que nosotros habíamos auxiliado a un hombre que… —En esta casa —declaró mi padre—, el pueblo del Señor es siempre bien recibido. —Arriba tenemos cuatro camas vacías —interpuso Betsie—. Su único problema será decidir en cuál quiere usted dormir.
Dos noches después llegó a nuestra puerta una pareja de ancianos judíos. La misma historia. Mas por estar nosotros tan cerca de la Central de Policía, nuestro domicilio resultaba peligroso para albergar huéspedes permanentes. Así que al día siguiente volví a visitar a Willem. —Tenemos tres judíos alojados en la Beje —le dije—. ¿Podrías hallarles alojamiento en el campo? —La escasez de alimentos se está dejando sentir incluso en las granjas —comentó—. No quieren ya aceptar a nadie si no lleva su cartilla de racionamiento. —¡Pero no hay cartillas’para los judíos escondidos! —repliqué, y por vez primera me pregunte como estarían arreglándoselas el y Tine para alimentar a los ancianos que cuidaban— ¿ Qué podemos hacer? —No se pueden falsificar esas cartillas. Las cambian con demasiada frecuencia y son muy fáciles de identificar. Es necesario robarlas, Corrie.
Me quedé mirando a aquel clérigo de la Iglesia Reformada: —Entonces, Willem, ¿ no podrías tú robar…? Quiero decir, ¿no podrías conseguir.., tres cartillas robadas? —pregunté. —No, Corrie, me vigilan. Es mejor que tú organices tus propias fuentes. Cuanto menos te relaciones conmigo o con nadie, mejor será. "Tus propias fuentes". ¡Aquello sonaba tan…tan profesional! Pero al volver a casa en el tren atestado de gente, acudió a mi pensamiento un nombre: Fred Koornstra. Durante unos 20 años yo había estado encargada de una "iglesia" para retrasados mentales, y asistía a ella una hija de Fred, el cual ocupaba ahora un empleo en la Oficina de Comestibles de Haarlem.
Al caer la noche me dirigí a casa de los Koornstra dando sacudidas en la bicicleta por las calles adoquinadas. Como ya había acabado con los neumáticos, me desplazaba trepidando sobre las llantas de metal. —Nos han caído en casa huéspedes inesperados —le dije a Fred en cuanto se cerró la puerta a nuestras espaldas—. Judíos.
Su cara impasible no se alteró. —Podemos hallarles un escondite seguro —añadí—, pero necesitan cartillas de racionamiento.
A los ojos de Fred asomó una sonrisa. —Entiendo. Pero no hay nada que hacer, Corrie. Las cartillas pasan por muchas revisiones. A menos que… que ocurriera un asalto. La Oficina de Comestibles en Utrecht fue robada el mes de marzo ¿ Recuerdas que…? —No me digas dónde, ni quién, ni cómo. Limítate a conseguirme las cartillas. Necesito… Iba a decir cinco, pero dije "cien". Cuando Fred me abrió la puerta una semana más tarde, ya me tenía las cartillas: cien pasaportes hacia la salvación.
El cuarto secreto Los perseguidos llegaban sin cesar, y muy a menudo sus necesidades eran complicadas. ¿ Adónde podía acudir una judía encinta para dar a luz? Si un judío escondido moría, ¿ dónde se le podía enterrar? ¿ Y si hacía falta una urgente operación de apéndice? Pero como éramos amigos de la mitad de los habitantes de Haarlem y siempre conocíamos a alguien en todo negocio o servicio, nuestra casa se estaba convirtiendo en centro de necesidades y de recursos para satisfacerlas.
Una noche, mucho después del toque de queda, sonó el timbre de la puerta del callejón. Era mi sobrino. "Toma tu bicicleta", me ordenó. "Quiero que vengas a conocer a unas personas".
La bicicleta de Kik no tenía neumáticos, y había envuelto en trapos las llantas. Hizo lo mismo con las de la mía para atenuar el ruido, y poco después pedaleábamos de prisa por las calles en tinieblas. En el elegante barrio de Aerdenhout tomamos por una entrada de coches. Una sirvienta nos abrió: el vestíbulo estaba atestado de bicicletas.
Vi entonces a nuestro anfitrión. Era Herman Sluring, el más acaudalado de nuestros clientes en la relojería, viejo amigo que nos había mandado un gigantesco ramo de flores en la celebración del centenario de la casa. Se asemejaba de modo increíble a las ilustraciones de nuestro ejemplar de la novela Pickwick Papers, de Dickens. Corto de estatura, inmensamente gordo, de ojos saltones, calvo como un queso holandés, "Pickwick" era el hombre más feo de Haarlem, pero bueno y generoso.
Apretujado en su sala (¡ comiendo pastelillos y saboreando café auténtico!) estaba un grupo de hombres y mujeres de aspecto por demás distinguido. Pickwick me presentó con varias personas. Ninguna dio su nombre: sólo uno que otro domicilio, o bien la frase: "Pregunte usted por la señora Smit". Finalmente Kik me explicó sonriendo que "Smit" era el único apellido usado en la Resistencia.
¡De manera que aquel era un grupo de la Resistencia, disciplinado, profesional, que, junto con otras unidades análogas, mantenía contacto con las fuerzas de Gran Bretaña y de Holanda Libre y ayudaba a las tripulaciones de los aviones aliados derribados a llegar a la costa del mar del Norte! Enrojecí al oír que se me describía como "la cabeza de una operación, aquí mismo en la ciudad". Pero ellos se mostraron inmediatamente bien dispuestos, comunicándome en un murmullo qué era lo que podían ofrecer: documentos falsos; el uso de un automóvil con matrícula oficial; falsificaciones diversas.
"Nuestro anfitrión me informa", dijo un hombrecito con perilla rala, "que a la central de ustedes le falta un cuarto secreto. Si me permiten, les haré una visita".
Una mañana de la semana siguiente ese hombre fue nuestro primer cliente del día. —¡Smit! —comentó mi padre con interés— Yo conozco a varios Smit. ¿ Por casualidad no estará usted emparentado con…? —Papá —le interrumpí—, el señor es la persona de quien te hablé. Viene a… a inspeccionar la casa. -¡Ah, un inspector de construcciones! Entonces usted debe ser el Smit cuya oficina está en… —¡Papá! —le supliqué. Tratamos de explicarle las cosas, pero él era incapaz de engañar o aceptar engaños, y, al llevarme al señor Smit, todavía pude oír a mi padre murmurando: "Pero yo conocí a un Smit, de Koning Straat". El señor Smit aprobó el escondite que yo había preparado para las cartillas de racionamiento, bajo el último peldaño de la escalera en el pasillo trasero. También aprobó nuestro sistema de advertencia: un letrero triangular, con un anuncio de los relojes Alpina, colocado en la ventana del comedor. Si estaba a la vista era porque se podía entrar en la Beje sin peligro.
Le mostré un estrecho espacio, detrás de la alacena rinconera del comedor, que había quedado allí al modificarse la casa, mucho tiempo atrás, y que, de ser necesario, podía dar cabida a una persona. Pero Smit no lo aceptó. "Esto es lo primero que registrarían",declaró. Echó por la estrecha escalera de caracol, y a medida que subía su animación iba en aumento. Se detenía en los caprichosos rellanos, encantado, así como en los antiguos rincones. Golpeaba con el puño los viejos muros y reía a carcajadas al ver cómo los niveles de los pisos de las dos viejas casas se continuaban en forma desigual. Al llegar a lo más alto, entró en mi dormitorio y dejó escapar. un grito de alegría:
"¡Aquí está! El escondite debe estar en lo más alto. Le da a uno tiempo de meterse en él mientras registran abajo". Se inclinó fuera de la ventana mirando a uno y otro lado. Después empezó a tomar medidas. "Aquí es donde debe ir el muro falso". Trazó con lápiz una línea a lo largo del piso, a 80 centímetros de distancia del muro del fondo. "Esto es lo más que me atrevería a aconsejar".
En los días siguientes él y sus trabajadores estuvieron entrando y saliendo constantemente. En cada visita traían consigo algo: unos ladrillos en una cartera; herramientas en un periódico doblado. Seis días después de que empezaron la obra, Smit llamó a mi padre, a Betsie y a mí para que la viéramos.
Nos quedamos boquiabiertos. El olor de pintura fresca saturaba el ambiente… ¡pero sin duda en aquel cuarto no había nada que se acabara de pintar! Las cuatro paredes se veían igualmente sucias; las antiguas molduras, astilladas y desconchadas, corrían ininterrumpidamente en torno al techo. Viejas manchas de agua aparecían en la falsa pared trasera, de ladrillo enyesado, y a lo largo se extendían estantes empotrados en ella, anaqueles de viejas tablas combadas. En el ángulo del extremo izquierdo, debajo del anaquel inferior, un tablero corredizo, de 60 centímetros por lado, daba acceso al cuarto secreto. Una vez dentro era posible estar de pie, sentarse, o incluso tenderse sobre una colchoneta. Un respiradero oculto en el muro verdadero dejaba entrar aire fresco.
"Tengan siempre aquí una jarra de agua", nos pidió Smit. "Cambien el agua una vez por semana. Las galletas y las vitaminas se conservan indefinidamente. Siempre que haya alguien ajeno a la casa deberán guardar aquí todas sus pertenencias, salvo la ropa que lleve puesta Pegó con el puño en la gruesa pared de ladrillo. "Esto jamás lo descubrirá la Gestapo", concluyó.
Preparativos para el desastre En la primavera de 1943 docenas de judíos pasaron por nuestra estación clandestina, y 50 holandeses, entre hombres y mujeres, componían nuestro grupo: "la Resistencia de Dios", como solíamos llamarnos a veces en broma. Los del grupo no se veían en general unos a otros, pero todos conocían la Beje
¿ Hasta cuándo seguirían creyendo los curiosos que nuestra tiendecita era un negocio tan activo como parecía con tanto ir y venir? Cada vez resultaba más difícil encontrar alojamiento seguro para los judíos, y, como era. inevitable, la Beje adquirió algunos residentes fijos por varias razones. En algunos casos, porque sus rasgos faciales marcadamente semíticos los convertían en un riesgo mayor. Cierta noche, en su casa, Pickwick me soltó un sermón.
"Cornelia", me dijo, "tú sabes que de un momento a otro pueden irrumpir en tu casa. El cuarto secreto será inútil si tus huéspedes no pueden meterse en él a tiempo. Ese Leendert que está viviendo con ustedes es un buen electricista. Pídele que instale un sistema de alarma". Ese fin de semana Leendert instaló cerca del remate de la escalera un zumbador suficientemente fuerte para que se oyera en toda la casa, pero no desde afuera. Luego puso botones que activaran el zumbador en todos los aposentos que tenían ventana o puerta a la calle. Por entonces contábamos con tres residentes permanentes extraoficiales: el maestro de escuela y electricista Leendert, el abogado Henk, y un cantor de sinagoga, Meyer Mossel. Dos veces al día subían los tres al cuarto secreto: por la mañana para guardar la ropa de cama y los colchones; por la noche para ‘guardar su ropa de día. Con eso el tráfico era muy intenso en la estrecha habitación donde yo seguía durmiendo como antes.
Cierto día llegó un hombre alto y pálido enviado por Pickwick: "Las horas de la comida", me advirtió al seguirme escalera arriba, "son muy favorecidas para los registros. También la medianoche". Recorrió los cuartos de uno en uno, señalando todos los indicios de que en la casa vivían más de tres personas. "Ojo con los ceniceros y las’ cestas de desperdicios", advirtió.
Se detuvo a la puerta de uno de los dormitorios. "Si la incursión acontece de noche, sus huéspedes no sólo deben llevarse sus mantas y sus sábanas, sino que también deben volver los colchones al revés. Uno de los recursos favoritos del enemigo es tocar la cama para ver si está caliente".
El señor Smit se quedó a almorzar. Betsie acababa de hacer circular un estofado sin carne, cuando el invitado se echó hacia atrás y oprimió el botón que había debajo de la ventana. Encima de nosotros sonó el zumbador. Todos se pusieron de pie, vasos y platos en mano, y corrieron hacia la escalera. Mi padre, Betsie y yo arreglamos apresuradamente la mesa y las sillas para que aquello pareciera un almuerzo de tres personas solamente.
"No, dejen ustedes mi cubierto", nos aconsejó Smit. "¿ Por qué no habían de tener un invitado?" Poco después ya estábamos otra vez sentados a la mesa. En el movimiento entero habíamos tardado cuatro minutos. Demasiado lento. Nos señaló los indicios delatores que ‘habíamos dejado a la vista: dos cucharas y un trozo de zanahoria en la escalera, cenizas de tabaco en un dormitorio "desocupado". A la noche siguiente redujimos en 93 segundos la operación; el quinto ensayo lo completamos en dos minutos. Nunca logramos alcanzar el ideal de menos de un minuto; pero con la práctica aprendimos a ocultar en 70 segundos a los huéspedes extraoficiales.
No tardamos en adquirir cuatro huéspedes permanentes más: Hans Polij, estudiante que vivía con nosotros porque ningún varón holandés joven estaba a salvo en la calle con la repentina campaña para reclutar trabajadores para las fábricas de municiones de Alemania; Thea Dacosta, Meta Monsanto y Mary van Itallie. Así se constituyó nuestra familia. Otros se quedaban un día o una semana, pero aquellos siete permanecieron. Que la vida en casa fuera feliz constituye un homenaje a Betsie. A veces mi hermana organizaba conciertos: el abogado Henk tocaba el violín, y el cantor Meyer Mossel el piano. Una noche a la semana teníamos lecciones de hebreo; en otra, de italiano. Había sesiones de lectura: de historia, de novela, de teatro. Mi padre se acostaba siempre después de las oraciones, a las 9:15, pero los demás nos quedábamos levantados, deseosos de que la velada prosiguiera, no obstante que la población sólo disponía de electricidad durante unas horas de la noche y había que conservar las velas.
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