Eso es lo que, resumidamente y en su esencia, significa construir el Estado de Bienestar (Welfare state, État providence, Sozial Staat). Suele decirse que en Europa prosperó la realización de ese invento gubernamental gracias a las luchas sociales. Eso en muy buena medida es cierto. Pero lo es también, y no precisamente como una nota marginal, el que el mismo invento del Estado de Bienestar fue la solución magistral al conflicto social por excelencia, a saber, el que generaba la confrontación entre las posiciones antagónicas en relación con el gobierno de la pobreza. Y estas no eran otras que las que defendían las tesis liberalistas y socialistas; frente al pobre, según el diagrama puro del liberalismo, no hay más que hacer que apelar al principio de responsabilidad, y según este la moral exige de la responsabilidad que cada quien encuentre en sí mismo el principio de rectificación de su conducta6.
Por su parte, las tesis socialistas van a exigir paridad entre el derecho a la propiedad, tan caro a las libertades defendidas por el liberalismo, y el derecho al trabajo, aspiración suprema de igualdad para las masas pauperizadas. Este conflicto es uno y el mismo con la aspiración de lograr alcanzar la ciudadanía de hecho; es decir, lo que ya de derecho consagraba la Declaración de los Derechos del Hombre. Planteado el conflicto así, el horizonte de la guerra civil fue conjurándose lentamente conforme las dos posiciones se vieron arrastradas (obligadas por los eventos singulares de la confianza que desplegaba una técnica de la seguridad y generadora del derecho social) hacia un proceso de negociación con un intermediario inesperado: el Estado republicano, hasta entonces puro sueño, investido con esa extraña pero real y potente figura en el sentido político, la del Bienestar.
De modo que, y esto es de vital importancia para nuestra tesis, puede establecerse la siguiente ecuación histórica (si se me permite este abusivo término): el Estado de Bienestar no es posible sin el desarrollo de una sociedad salarial, ni es posible el sostenimiento de una sociedad salarial que no se apoye en un Estado de Bienestar.
En otras palabras, que ver en el Estado de Bienestar sólo una función política según la cual el Estado es responsable de la protección y la promoción de un sistema técnico de seguridad social es tanto reducido como ahistórico, por ende parcial y parcializado7.
Y bien, volvamos a estos terruños latinoamericanos. La tesis que sostengo, y que creo válida al menos para el caso venezolano, es la siguiente. Si al sueño independentista de los libertadores latinoamericanos del siglo XIX, quienes bebieron en las fuentes de las ideas de la revolución francesa, siguió la pesadilla del florecimiento de regímenes tiránicos y despóticos abriendo espacio a nuevas formas del colonialismo; algo isomórfico puede decirse de las pretendidas transformaciones de las sociedades latinoamericanas durante el siglo XX. Veamos cómo y por qué.
En este siglo el nuevo sueño constructivo no ha sido otro que el de la realización del modelo de protección social, el de la construcción del Estado de Bienestar. Sin embargo, las diferencias con el caso europeo resultan demasiado palpables. No solamente por los dramáticos resultados de este fin de siglo, en lo que a pobreza de la población se refiere, sino también por la propia forma que adquirió nuestro peculiar transcurso histórico. Un transcurso en el que si apenas hemos alcanzado a construir una pobre caricatura del Estado de Bienestar. Y ello por algunas razones.
Primero.
Los ideales de construcción social no fueron buscados en el modelo de Estado de Bienestar como fuente de inspiración. No. Las ideas del Estado de Bienestar, fruto de una conflictiva gestación histórica como hemos visto, fueron tomadas como modelo en sentido estricto: como una forma que debía ser imitada. Podríamos preguntarnos si, en su sentido profundo, la célebre frase "sembrar el petróleo" no quería decir, precisamente, "¡construyamos un Estado de Bienestar y una sociedad salarial!". Claro está, si nos limitamos al terreno de las ideas puede decirse que el resultado ha sido en buena medida exitoso, puesto que copiar constituciones y decretar marcos jurídicos con nociones de derecho social no es tarea política muy exigente. Al menos no lo fue en Venezuela donde, desde finales de los años treinta, era claro el acuerdo de instituir constitucionalmente los derechos sociales; de hecho, se actuó políticamente desde 1936 como si ya fuesen derechos.
Segunda razón. En relación con las condiciones de posibilidad de realización de la sociedad salarial, ni el
Componente estrictamente económico de la industrialización, ni el desarrollo de una fuerza laboral industrializada han visto luz del día en Venezuela.
En esa ausencia ha radicado, precisamente, la fuerza económica del neocolonialismo cada día más vigoroso. En consecuencia, mal podría haberse desplegado un Estado como Estado de Bienestar.
Tercera razón. Algo bastante claro muestra nuestra institucionalidad desde el punto de vista administrativo. Si se quiere, puede decirse que en este espacio se corrobora la caricatura de Estado de Bienestar que hemos alcanzado. ¿Qué tenemos como mecanismos institucionales de protección social? Desde los propios inicios del siglo XX se destaca la proliferación de organismos gubernamentales destinados a la protección social. Esta proliferación va a la par con la mejora cualitativa de las disposiciones jurídicas a las que ya he hecho referencia (copias y actualizaciones que siguen "lo mejor" de la jurisprudencia del norte; p. ej. la declaración de los derechos del niño). Ahora bien, que esos organismos o instituciones oficiales hayan sido un completo fracaso no es asunto difícil de aceptar: basta contrastar los alcances en beneficios sociales de las instituciones equivalentes del Estado de Bienestar europeo con los magros resultados en nuestro caso. Debe notarse que además de la proliferación de organismos, y la mayor parte de las veces en nombre de la ineficiencia de éstos, ha aparecido la proliferación de programas y "políticas sociales" que pretenden enmendar entuertos. "Políticas sociales" que, hasta en el mismo nombre genérico, son una contradicción con la misma noción de Estado de Bienestar8. En 1998 estamos asistiendo a una suerte de penoso funeral sin duelo de una de las instituciones de la protección, el Instituto Venezolano de los Seguros Sociales, con fecha de muerte decretada en ley por el Congreso de la República: ¿no es ese hecho emblemático?
De esta manera podemos formular la tesis de que en nuestro caso, más que un "exceso de Estado", como suele pregonarse con tanta fuerza desde hace unos años ("no puede ser que el Estado nos siga asegurando desde la cuna hasta la urna", H. Ramos Allup -diputado- dixit), lo que hemos presenciado es un defecto de Estado o una pobreza de Estado. Entiéndase por ello la presencia de una desfiguración del Estado de Bienestar. Una desfiguración que parece ocultarse con la fuerza discursiva
de quienes hablan de abrir paso a las formas de participación de todos los ciudadanos en la construcción de la "sociedad civil", siguiendo los nuevos desarrollos de participación civil en los países industrializados. ¿No será esta copia
de última moda y último grito la base de una nueva ilusión para el alcance del remedio de la pobreza?
*
2 Cf. Giovanna Procacci, Gouverner la misère, Seuil, Paris, 1993.
3 Thomas R. Malthus, An Essay on the Principle of Population, London, 1798.
4 Esta expresión es aún más antigua que las referidas leyes. Corresponde a una ordenanza de Eduardo III en
1394 en respuesta a los efectos de la peste. Las poor laws mantendrán el espíritu de esa ordenanza. Cf. J.C. Ribton-Turner, History of Vagrants and Vagrancy, and Beggars and Begging, New Yersey, 1972.
5 Robert Castel, Les métamorphoses de la question sociale. Une chronique du salariat, Fayard, Paris, 1995.
6 Cf. François Ewald, Histoire de l’État providence. Les origines de la solidarité. Grasset, Paris, 1986.
7 Esta es precisamente una de las reducciones preferidas por el pensamiento neoliberal en su crítica al Estado
de Bienestar. Por ello el hincapié de esa crítica en el asunto de la eficiencia y la efectividad del aparato técnico de seguridad social.
II. CAMBIOS EN EL ROSTRO Y EN EL ALMA DE LA POBREZA
Me pregunto, en principio, si esa moda de participación ciudadana, que ya vemos pulular como orientación básica de las "políticas sociales" emprendidas por
el Estado, pero también por asociaciones de la más variada índole e incluso por parte de las empresas privadas, no sea una suerte de reedición de este temprano anuncio malthusiano del principio moral de responsabilidad a lo liberal: "Debe enseñarse al pobre que en justicia sólo debe depender de sus propios esfuerzos, de su propia actividad y previsión; que si éstas fallan, la ayuda en su desgracia sólo puede ser objeto de una esperanza racional, y que incluso el fundamento de esta esperanza dependerá en grado considerable de su propia buena conducta y de la evidencia de que las dificultades en que se halla no dependen en modo alguno de su indolencia o imprudencia." Ciertamente hay parecidos entre este principio moral y el discurso actual relativo a la participación ciudadana, pero con alguna diferencia. Esa diferencia permite ver cómo se aleja dramáticamente la distancia entre el tipo de pobres (y su destino) del que se hablaba a fines del siglo de las luces y el tipo de pobres (y su destino) del que hablamos a fines del siglo XX. Veamos esa diferencia.
Tengamos en cuenta que la diferencia debe, a su vez, distinguir el caso europeo y nuestro caso. Primero hablemos de "los de arriba", de "los del norte"; la historia obliga.
Se percibe con bastante claridad que el Estado de Bienestar, el exitoso, el europeo, entró en crisis. Nótese bien, una crisis que viene de la entraña del éxito parcial. El quiebre fundamental radica en sí será posible o no que el Estado siga siendo el garante fundamental de una sociedad salarial. Ese, y no otro, es el meollo del gran debate europeo sobre la crisis del empleo; dicho más contundentemente, si el empleo alcanza para todos, o mejor aún, si los puestos de trabajo alcanzan para todos. Pero, ¿qué quiere decir que el Estado (el de Bienestar, se entiende) sea el garante de la sociedad salarial? Pues, ni más ni menos, que el Estado sea el garante de la solidaridad necesaria para sostener una sociedad de producción (y de consumo, ¡claro está!). Y bien, lo que está en juego, en discusión, eso de lo que se duda ahora en Europa, es si más bien el Estado no debe sufrir una mutación en su rol pasando a ser el garante de la producción de la sociedad más bien que sostener la solidaridad de una sociedad de producción, como bien lo ha explicado, entre otros, Jacques Donzelot9.
Y, en esa crisis del Estado de Bienestar, ¿es lícito hablar de pobreza? El término más divulgado no es precisamente el de "pobres" para caracterizar al 10 al 13% de la población que se encuentra sin trabajo en los países europeos. El término usado es, más bien, el de "excluidos"; término exagerado, sin duda. Pero que, realmente, muestra el límite de lo intolerable para una sociedad que pretendió resolver la cuestión social apegada a la ilusión del progreso material propio de la sociedad de producción. Límite que, para repetir una metáfora usada por Pierre Bourdieu, está definido por la ocupación de una posición inferior y oscura en medio de un universo prestigioso y privilegiado, como el contrabajista en la orquesta en el relato de Patrick Süskind10. Límite que consiste, para decirlo sin metáforas, en mostrar el riesgo inminente de la desafiliación: no tener ni una posición social al menos estable (esencialmente asegurada por el salario) ni un sentido mínimo de pertenencia a una red de relaciones sociales con otros semejantes. La "miseria de posición" o el "riesgo de desafiliación" es una nueva forma del riesgo de no poder ser ciudadano (más precisamente, ya no poder serlo) comparado con la situación de hace 200 años cuando la "gran miseria" estuvo asociada a la valoración política de aspirar a ser ciudadano.
De modo que las transformaciones actuales del Estado en las naciones europeas son unas y las mismas con las transformaciones de la llamada sociedad civil. Se trata de una nueva lucha contra el riesgo de la desafiliación; el mismo riesgo que, revestido con amenazas de guerras civiles, engendró el Estado de Bienestar. No es, francamente hablando, una lucha contra la pobreza, o mejor, contra la miseria. Es en esas transformaciones donde florece un sentido auténtico de lo que parece una moda y no es, a saber, el empeño por instaurar mecanismos de participación ciudadana. ¡Que no se confundan los que con ojos prestados al sueño de la ilustración y el progreso creen ver en esa participación (cargada del empeño de una comunicación transparente) la reedición salvadora del proyecto de una sociedad ilustrada! No; es, sencillamente, la salvación de una sociedad de producción (y de consumo, ¡no se olvide!). Salvación que tiene su condición de posibilidad en el éxito, limitado, es verdad, del Estado de Bienestar. Por eso, y no por otra cosa, después de la boga del neoliberalismo en Europa, de hace unos años, se retorna, con la calma tormentosa de estos tiempos, a una política de Estado que enuncia nuevas claves de la negociación iniciada a mediados del siglo XIX. Nuevas claves que enuncian una reorganización del debate público y un nuevo status para la vieja pasión política.
Espero que se entienda la diferencia con los de aquí, con "los de abajo", con "los del sur", con nos-otros (Briceño Guerrero dixit). Nuestros pobres, ¿son los mismos a los que se refería Malthus? ¿son como esos campesinos irlandeses e ingleses que el reverendo se empeñaba en que pararan por sí mismos su empeño en multiplicarse como conejos?
Si a inicios del siglo XIX la pobreza se hubiese medido por "canastas alimentarias" o por "necesidades básicas insatisfechas" o por "salarios mínimos" seguro que la respuesta sería afirmativa. Sólo la inmensa arrogancia de la tecnocracia, pretendiendo erigirse en razón, con la que se viste el pensamiento neoliberal, ha tenido la osadía de querer hacer creernos que la pobreza es un absoluto cuantificable11. La condición de pobreza es siempre una posición relativa; pero no sólo porque necesite un opuesto de referencia (opulencia, riqueza) para definir una escala de medida. El asunto es un tanto diferente. Los pobres del siglo pasado eran tales, y eso tanto en Europa como en estos lares, en relación con una medida más fundamental; en el fondo, en relación con algo que no es propiamente una medida. Se trataba de una condición superable conforme se la coloca en un horizonte de vida; en un proyecto de sociedad; en una ilusión si se quiere, o mejor, en una esperanza. Para el liberalismo puro, por ejemplo, se trataba de una "esperanza racional" —según el anunciador término de Malthus—, a saber, la del principio de responsabilidad.
Pero, es necesario que insista en esto que creo haber dicho ya con otras palabras: para Europa, para sus pobres, había, y creo que aún lo hay, un horizonte de vida con arraigo histórico; precisamente el que logró construir el Estado de Bienestar y que se encuentra en pleno proceso de transformación o de re-definición. Para los de aquí, para los pobres de entre nos-otros, desde inicios del siglo XIX, no sólo no hay horizontes vitales, sino que los rasgos elementales de los que pudieron haber florecido —fruto de nuestro mirar (des)atento y embelesado hacia el norte— fueron desvanecidos, por no decir aplastados, por el empeño ilusionista de los mercaderes de la ganancia fácil y de los mercaderes de la política (juntos o separados por sus propias fuerzas).
Más concretamente, quizás pueda decirse que nuestros pobres de inicios de siglo XX, nuestra pobreza llamada rural era, posiblemente, más "rica" que la de hoy. Tenía, o se le hacía la imagen de poseerla, una ilusión de horizonte de vida: la promesa de un Estado de Bienestar. Con esa promesa se les hizo transitar el inmenso espacio de nuestro territorio, en un corto tiempo, para conocer el drama insospechado de las condiciones de vida de la pobreza urbana marginal. Pero esa pobreza rural tenía, además —y eso le era, posiblemente, más auténtico— los restos claros de unos mecanismos de filiación, de amistad, de cercanía, de sentido humano apegado a una tradición compleja que nunca entendimos. Demasiado ocupados estuvimos con los juegos de los ilusionistas internos y externos.
Nuestra pobreza ha mutado. Ya no tiene la "medida" de un horizonte vital como referencia de su esencial relatividad. Con mucha fuerza le han impuesto de modo sutil, en muy pocos años y muy recientemente, un discurso que ella debe repetir; un discurso que, ocultándose en los programas y medidas engendrados por tecnócratas y académicos, sirve de soporte para la extraña convicción "política" que conjuga las tesis malthusianas sobre la pobreza con las nuevas modalidades de participación civil que sólo tienen sentido cabal en los cambios actuales de la sociedad de producción-consumo de la Europa occidental. Más profundo aún, la mutación de nuestra pobreza tal vez ni siquiera quede bien expresada con la asociación entre la falta (o desaparición) de horizontes de vida y la ausencia de mecanismos de filiación. Y digo, tal vez, porque dudo que la noción de filiación, entendida a la manera europea moderna, es decir, mecanismos de relación en redes sociales de cercanía, de amistad, de solidaridad, etc., resulte suficiente para entender la "riqueza" que aún puede estar pidiendo comprensión y entendimiento de nuestro propio fuero interno.
*
8 Es posible que el frecuente uso de este término, entre nosotros, no sea más que un anglicismo (traído de Norteamérica (policies)) que desfigura el significado que tiene la vieja noción (al menos en alemán) de Sozial Politik que es una y la misma con la de Sozial Staat. En otras palabras, para el Estado de Bienestar, la "política social" no es otra que la "política" del Estado.
9 Cf. L’avenir du social in ESPRIT, Mars, 1996; p.p. 58-81. Véase también L’invention du social. Essai sur le déclin des passions politiques, Fayard, 1984.
10 Pierre Bourdieu, La misère du monde, Seuil, Paris, 1993. Si la metáfora sugiere que la posición inferior está definida contra-lo-bajo (contrebasse) mirando hacia lo alto, podemos decir, con la ventaja que ofrece
nuestra lengua, que la ocupación de esa posición inferior muchas veces, en el norte, es con-trabajo como ciertamente ocurre con el contrabajista. Y se entiende por qué la noción de exclusión es, a lo sumo, metafórica puesto que los sin-trabajo quedan fuera del universo prestigioso y privilegiado.
11 Como ejemplo, dejo al lector el entretenimiento de descifrar el razonamiento del Banco Mundial (La pobreza es un conjunto de medidas, ¿finito o infinito?): Poverty is multidimensional. No single measure
adequately captures the many aspects of human deprivation. By all indicators and measures, however, tremendous progress has been made in reducing poverty in major parts of the developing world. Poverty
Reduction and The World Bank. Progress in Fiscal 1996 and 1997. The World Bank, Washington, December 1997.
III. ¿CUÁL NUEVA RIQUEZA INVOCAR PARA QUE NO HAYA MÁS POBREZA?
Quisiera concluir esbozando una respuesta a esta pregunta que no es otra cosa que mi respuesta más sincera y humilde ante esta exigente cuestión moral e intelectual.
Sugería más arriba que tal vez haya una inmensa riqueza oculta en nuestra pobreza. Seguramente es una riqueza que necesita de otras para poder florecer. Por ejemplo, necesita seguramente de nuestra(?) riqueza petrolera distribuida igualitariamente y no del modo como sabemos que se distribuye desde los inicios del Zumaque I. Podría agregar otras riquezas necesarias. Pero hay una, en especial, a la que quiero referirme. Se trata de la que está entre algunos de nos-otros: universitarios, académicos, intelectuales.
Se trata de cumplir la exigente tarea de comprender nuestra propia pobreza —la de intelectuales, académicos, universitarios—: comprender las amarras intelectuales y materiales que no nos dejan ver, como en claro mediodía, las verdades que están ante nuestros ojos; se trata de comprometerse plenamente en el ejercicio de liberar el pensamiento de manera que nos aliente la esperanza de hacer, completa y cabalmente, un ejercicio honesto de intelectualidad frente a nuestros pobres.
Si el presente texto anima al lector a hacer ese ejercicio, habrá cumplido su único propósito.
Dic. 1997 -Ene. 1998
Jorge Dávila
Departamento de Sistemología Interpretativa – Universidad de Los Andes – Mérida – Venezuela.
Suplemento Cultural de Ultimas Noticias, No. 1573, 1998
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |