Los medios de prensa, socios del embate
Resistentes a confrontar el nudo del conflicto del Medio Oriente, las Naciones Unidas siempre prefirieron concentrarse en los síntomas. Una y otra vez Israel es condenado por desatender los reclamos del pueblo palestino. Israel, que a diferencia del resto de los gobiernos que protestan por la situación de los palestinos pero no hacen nada para resolverla, les ha dado a los palestinos sus siete universidades, derecho de voto a la mujer y decenas de miles de fuentes de trabajo. Se pierde de vista que los reclamos palestinos no se refieren al bienestar concreto de su población sino que son exclusivamente políticos. Constituyen el síntoma del problema; no la enfermedad del Medio Oriente.
Durante la última convención de Estados árabes hace un par de semanas, el Secretario General de la ONU, Kofi Anan, debería haber mirado a su alrededor. Habría notado que no había allí ni un solo gobierno democrático. Aunque más de veinte dictaduras eran las anfitrionas de Anan, el ilustre huésped desaprovechó la ocasión y, corto de mensaje, eligió denostar a Israel. Su censura no rozó siquiera a los regímenes atroces que arrastran a sus ciudadanías a las guerras y el atraso. Prefirió vilipendiar a la única democracia del Medio Oriente, al vibrante país que ha transformado un desierto en un vergel a pesar de la constante agresión. Todo un símbolo de estos tiempos.
Cuán noble habría sido el servicio que la ONU habría provisto a los rezagados pueblos árabes, si sus demandas hubieran sido alguna vez por más libertad, más dignidad, más educación para los masas engañadas y oprimidas por los Sadams Husseins de variadas tonalidades.
Pero Anan no miró alrededor. Miró hacia atrás, y se sometió a décadas de prejuicios judeofóbicos que maniataron a Israel en el ubicuo sillón del acusado y lo encontraron "culpable de todos los males, el judío de los países".
Y que no nos vengan con la abrumadora hipocresía de que el sufrimiento del pueblo palestino despierta misericordia. A la ONU los palestinos les importa muy poco. Cuando Kuwait, en represalia por la guerra del Golfo procedió a expulsar de su territorio a decenas de miles de palestinos inocentes, no se escuchó ninguna voz de condena. Ni la de las Naciones Unidas ni la de los líderes palestinos, ni de nadie.
En escandaloso contraste, cuando el gobierno de Isaac Rabin deportó al Líbano a cuatrocientos terroristas del Hamás, día a día se leían las angustiadas condenas en los medios de difusión del mundo. Por meses enteros. La moraleja encandila: no son los palestinos los que motivan las críticas; es el dudoso placer de castigar a Israel.
Un pequeño Estado cuya creación era de apremiante necesidad para salvar miles de vidas, ha despertado una sostenida hostilidad que no se reservó a ningún otro país. Ergo, la lucha de los árabes palestinos cosechó una popularidad desproporcionada a la urgencia de sus objetivos y a la virulencia de sus medios. Aun organismos para la defensa de los derechos humanos se apresuran más en denostar a Israel que a los regímenes totalitarios que son sus enemigos, regímenes que perpetran contra esos derechos los abusos más intolerables.
Este humanismo selectivo descalifica los sentimientos y aspiraciones nacionales de sólo un pueblo (los judíos) y considera a Israel (y nada más que a Israel) un Estado ilegítimo. La autodefinición de antisionistas les resulta socialmente más aceptable a los judeófobos de hoy, después de que la judeofobia quedara tan desnuda durante el Holocausto. Martin Luther King lo entendió muy bien cuando sentenció: "La gente critica al sionismo pero se refiere a los judíos… ¿Qué es antisionista? Es negarle al pueblo judío un derecho fundamental que con justicia reclamamos para la gente del África y que le acordamos libremente a todas las otras naciones del globo. Es discriminación contra los judíos. En suma: es antisemitismo: A no equivocarse, cuando la gente critica al sionismo, se refiere a los judíos".
De las docenas de pueblos sin Estado que hay en el mundo (cachemiros, tamiles, vascos, curdos, neocaledonios, tibetanos, surinamenses, aymaras, corsos y decenas más) curiosamente, sólo los palestinos gozaron de enorme simpatía internacional, especialmente en las Naciones Unidas. Más de la mitad de las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU, así como casi dos tercios de las de su Asamblea General, fueron contra Israel, una desproporción a todas luces sospechosa. Hace una semana, el veto norteamericano impidió que la ONU volviera a arremeter, esta vez bajo el pretexto de la necesidad de enviar a Israel fuerzas militares internacionales para proteger a los palestinos. Es que, señores de la ONU, si los palestinos deben ser defendidos es de sus propios líderes, que los empujan una y otra vez a baños de sangre, que los someten diariamente a un régimen de miedo y ejecuciones sumarias, a corrupción generalizada y falta de derechos, al envío de niños al frente como carne de cañón.
Pero en la ONU, el único movimiento nacional permanentemente atacado es el sionismo. El 10 de noviembre de 1975 fue declarado "racista", cuatro años después "hegemonista", y en abril de 1982 se aprobó dos veces por votación que Israel "no es Estado de paz". Este epíteto constituía el paso previo a la expulsión del Estado hebreo. La judeofobia medieval quería desalojar al judío de la humanidad; la contemporánea quiso hacer lo propio expulsando al Estado judío de la familia de las naciones. (A veces las deliberaciones en la ONU remedaron los mitos medievales, como cuando el 23 de agosto de 1983 se acusó a Israel de envenenar a escolares secundarias árabes).
Agreguemos que en la ONU se condenó el rescate de los civiles secuestrados en Entebe (1976) y, aunque fue creada en 1945 para promover la paz, en la ONU se rechazaron los Acuerdos de Camp David (1979), que eran el primer tratado de paz entre Israel y un país árabe después de cinco guerras.
Hasta el momento de la invasión iraquí de Kuwait (1990) no hubo en la ONU censura contra Estados árabes, a pesar de que éstos habían llevado a cabo decenas de guerras, usos de armas químicas, expulsiones, ejecuciones públicas, vítores a secuestros de aviones y matanzas de deportistas o escolares.
LOS MEDIOS DE PRENSA, SOCIOS DEL EMBATE
Otro marco proverbial para rescribir la historia del sionismo fueron las agencias internacionales de noticias, que presentaron al movimiento nacional judío como una aberración imperialista destinada a explotar y despojar a una nación pacífica y milenaria. Pocas veces se menciona en la prensa que jamás hubo un Estado árabe palestino, que Jerusalén nunca fue capital de pueblo alguno salvo de los judíos, y que hasta avanzado el siglo XX la mera denominación de palestinos era aceptada sólo por los judíos, ya que los árabes de la zona contendían ser parte de la Siria del Sur.
Los medios de comunicación han distorsionado el objetivo del sionismo. En lugar de la recuperación de la Tierra de Israel para el perseguido pueblo judío, lo presentan como una violenta aventura colonial.
Las principales agencias de noticias y redes de información, como Reuters, la BBC o la CNN, han contribuido con esta fantasía, cada una por sus motivaciones. Aun prestigiosas publicaciones como la National Geographic, dedicó su edición de 1992 a Los Palestinos atribuyéndoles una historia de cinco mil años en una "Palestina" pre-israelita. Recordemos que la palabra Palestina fue acuñada por los romanos en el siglo II y por lo tanto es un anacronismo hablar, por ejemplo, de "Palestina en la época de Jesús". En esa época, había Judea. La noción de que Jesús fue palestino, es sencillamente risible. Jesús era un judío en su tierra. Se regía por el idioma y el calendario que rigen hoy en Israel; estudiaba el mismo libro de los israelíes de hoy, practicaba su misma religión y asumía su misma historia.
Lo antedicho no presupone que la mayoría de las agencias noticiosas sean judeofóbicas, sino que la judeofobia todavía vende muy bien, y los medios de difusión lo saben.
Israel es presentado siempre como el agresor, aun cuando se hable de las formas en que Israel se defiende. La única manera de explicar este vicio es partiendo de la base de que, para quien presenta la información, la mera existencia de Israel es un acto de agresión. En el pasado la mera existencia del judío individual requería de disculpas y explicaciones. Hoy le ocurre al judío de los países. Israel es el país número uno en cuanto a presencia de corresponsales extranjeros en su seno. Estos periodistas están en general obsesionados por mostrar el rigor de la respuesta israelí ante la agresión árabe, soslayando por completo qué tipo de acción provocó la reacción. Ese tipo de "información" es la que más éxito tiene.
Permítame el lector recordar dos argumentos que propusimos en sendos artículos publicados en Sí este año. En la edición del 11 de marzo (página 23) mostramos el espejismo de suponer que el quid del conflicto en el Medio Oriente es el problema palestino, y el mito de que podríamos gozar de paz si el pueblo árabe palestino tuviera independencia política. Lo real es que el liderazgo palestino rechazó toda posibilidad de crear su propio Estado en el momento de percatarse de que para ello debía hacer las paces con los hebreos. Un estadista israelí lo sintetizó así: "Habrá paz, cuando nuestros enemigos amen más a sus hijos de lo que odian a los nuestros". El quid del conflicto no es el problema palestino, sino la deslegitimación de Israel.
En Sí del 15 de enero (página 39) aplicamos la distorsión del conflicto a la ciudad de Jerusalén. Allí explicamos que la ciudad de Jerusalén fue privativamente capital de los judíos, y que la milenaria fidelidad judía a la ciudad no tiene parangón. Hasta 1967, cuando Jerusalén Oriental estaba en manos árabes, la ONU se mantuvo silenciosa ante la destrucción de cincuenta y ocho sinagogas de la ciudad y la profanación del cementerio judío del Monte de los Olivos. Hoy es el centro de los reclamos mundiales para "resolver el problema" de Jerusalén.
En este artículo, quisiera agregar otro motivo por el que la ciudad jamás debería volver a dividirse. Saltearemos aquí la primera santidad, la singularidad, y la perseverancia que son exclusivas del vínculo judío con la ciudad. No nos referiremos a que el desarrollo de la ciudad se produjo sólo bajo gobierno hebreo, ni de que éste es la garantía de la libertad de cultos en Jerusalén. Nuestro tema es otra vez la legitimidad, o sea el nudo gordiano de las guerras del Medio Oriente.
Lo fundamental del enfrentamiento no es un problema territorial ni uno de refugiados: es la obcecada resistencia del mundo árabe-musulmán a aceptar la legitimidad de un Estado judío y democrático en su seno. Esa es la única espina cuya desaparición anunciaría el fin del conflicto.
Desde esa perspectiva, abordemos la temible posibilidad de que Jerusalén volviera a dividirse. Jerusalén oriental pasaría a ser capital del Estado árabe de Palestina (un pequeño Estado que, en una hipótesis difícilmente previsible, conviviría en paz entre los otros dos Estados que ya pueblan la Palestina histórica: Jordania e Israel).
Acto seguido, millonarias inversiones de Arabia Saudita y otras potencias petroleras se apresurarían a desarrollar la ciudad oriental, en procaz competencia con la Jerusalén occidental judía. Todo lo que jamás invirtieron mientras poseyeron Jerusalén oriental en sus manos, esta vez lo gastarían en abundancia, puesto que ese gasto contribuiría a la deslegitimación de Israel. Apuntaría, en pocas palabras, a arrebatar al pueblo judío su historia en la ciudad.
En ese tenebroso escenario, millones de árabes palestinos podrían ser transferidos a la ciudad oriental, que se lanzaría a un crecimiento en competencia con el de la ciudad judía.
Más aún, una lucha adicional estallaría entre "las dos Jerusalén", más sutil, y mucho más seria: cuál de ellas dos sería la "verdadera" heredera de la Jerusalén espiritual, la ciudad de las canciones de gesta en Francia, y la del poemario en el Renacimiento, la del himno británico, la inspiradora de Occidente.
El mundo árabe pasaría a resaltar que "la de ellos" es la verdadera, y para eso debería nuevamente arremeter contra la legitimidad del Estado judío, contra su continuidad histórica en el lugar. Israel volvería a ser rechazado como el Estado renacido del rey David y de los macabeos, y se lo presentaría por enésima vez como un usurpador artificial. Sólo de ese modo podría la Jerusalén árabe justificar el despojo de Israel.
Por todo ello, la división de Jerusalén sería nefasta no solamente porque es una renuncia esencial del pueblo judío (y diría que de Occidente en su conjunto) ni sólo porque significaría un premio a la agresión y una injusticia escandalosa, sino porque, lejos de apaciguar los ánimos belicistas de los regímenes de la región, avivaría los fuegos del conflicto y empujaría a los árabes a seguir luchando contra la legitimidad de Israel.
Europa y las Naciones Unidas actúan en esa dirección. Y para ello le perdonan al liderazgo palestino toda agresión, que es un modo de provocarla. Así, hace un mes el gobierno noruego abusó de su prestigio y declaró que es legítimo para los palestinos usar armas contra Israel. Cuando el ministro declarante fue consultado acerca de si su validación de la violencia incluía también disparar armas de fuegos contra civiles judíos, se limitó a responder que debía investigar las aristas legales de la pregunta. Nos preguntamos contra qué otro país del mundo los noruegos se esforzaron en "legalizar" explícitamente el terror.
La contribución que puede hacer Occidente a la paz es inmensa. Si sólo demandara el fin de la incitación en las escuelas, el fin del terrorismo, el fin de la violencia irracional que vino a suplantar las negociaciones. (Recordemos que hasta el día de hoy Israel ni siquiera figura en los mapas de los árabes, que los niños palestinos estudian en clase que Israel debe ser destruido, y que quien se suicida haciendo explotar una bomba en un ómnibus de pasajeros judíos es presentado como modelo de "mártir sagrado").
Si sólo se invirtiera en la democratización de los Estados árabes un pequeño porcentaje de lo que invirtió en la democratización de Latinoamérica, Sudáfrica y Europa Oriental, y se exigiera la legitimación del Estado judío, el fin a todo acto de violencia y el respeto a la democracia y los valores humanos, se habría avanzado hacia la paz. Aunque ése es el quid de la cuestión, las Naciones Unidas tienen otras prioridades
Gustavo D. Perednik