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El desconocido que no se conoce a sí mismo ¿Necesitamos a los “santos” como intercesores?

Enviado por Maite Valderrama


Partes: 1, 2

    El desconocido que no se conoce a sí mismo – Monografias.com

    El desconocido que no se conoce a sí mismo ¿Necesitamos a los "santos" como intercesores?

    El contemporáneo crítico

    Muchas cosas de las que tú, Gabriele, me dices, siguen resonando en mí, y no me dejan del todo tranquilo. Hace algún tiempo conversamos sobre la fuerza de los pensamientos. Cuando explicaste cuán poderosamente pueden actuar los pensamientos negativos sobre nosotros, si una y otra vez pensamos lo mismo o algo parecido, me dije: "En realidad no soy tan malo, pues por lo general mis pensamientos no están tan desencaminados como para decir que pudiesen provocarme un golpe del destino".

    Sin embargo, cuando escuché de ti que lo decisivo son siempre los contenidos de nuestros pensamientos, palabras y actos, y también de nuestros sentimientos y sensaciones, entonces comencé a cuestionarme cada vez más todo mi comportamiento, es decir, a preguntarme cada vez más en cada situación, si mis pensamientos y palabras realmente correspondían a mis sentimientos y sensaciones. El resultado de mi autoinvestigación fue tan exitoso como desconsolador.

    Me asusté al ver qué escultura se había cristalizado con los aspectos surgidos del autorreconocimiento. Ni yo mismo podía apenas creer haber dibujado semejante imagen caracterológica. Se puso de relieve que muchas de mis formas de comportamiento son engañosas, es decir, que hasta ahora me había estado engañando a mí mismo a la hora de hacer mi propio balance, porque no me conocía. Cuando estoy en una conversación, me viene una y otra vez el pensamiento: "¿Qué deposito ahora dentro de mis palabras?". Este preguntar por el trasfondo es realmente interesante, pero más de una vez me sorprendí pensando: "Ah, en realidad no quiero saber quién soy yo verdaderamente". En definitiva, era la curiosidad la que me empujaba a seguir perguntándome a mí mismo, para saber qué es lo que había depositado en mis palabras y pensamientos.

    En mi autoanálisis surgieron más preguntas, de las cuales quiero exponerte algunas, si me lo permites.

     El profeta:

    El que no pregunta, nunca obtendrá una respuesta. El preguntar e investigar indican una consciencia despierta. El que se da por satisfecho nunca pregunta: vegeta, más o menos perezoso, apático y apagado. La combinación alternante de preguntar y responder es movimiento, dinamismo; de ello pueden resultar crecimiento y evolución espirituales.Por tanto: ¡Pregunta!

     El contemporáneo crítico:

    En una de nuestras numerosas conversaciones has comparado a las palabras y a los conceptos humanos con un recipiente, diciendo que cada persona pone en el recipiente, en la palabra, algo personal, sus sentimientos y sensaciones individuales, que surgen de su estado de consciencia del momento. Cada uno, dijiste en este sentido, habla solamente desde su estado de consciencia, que él deposita en el recipiente, en la palabra. Según lo que haya introducido personalmente en su palabra, en el recipiente, entiende también la palabra de su interlocutor.Me he investigado a mí mismo al respecto y he hecho un ejercicio con un buen amigo. Ambos observamos la imagen de una mujer, y ambos expresamos la convicción de que la imagen, esta mujer, es hermosa. Antes tenía la firme opinión de que ambos, mi amigo y yo, tenemos a menudo el mismo punto de vista y opinamos también lo mismo. Pero como yo había escuchado de ti que las palabras sólo son recipientes y que cada uno de nosotros deposita algo diferente en la palabra, pregunté a mi amigo qué quería expresar con su afirmación. Escuché con atención y tuve que constatar, que a pesar de que ambos habíamos pronunciado lo mismo -"una mujer hermosa"-, mi amigo había depositado en su afirmación algo totalmente diferente que yo. Cuando hablamos sobre ello, no sólo estábamos sorprendidos, sino que incluso estábamos en desacuerdo, pues empezamos a discutir sobre los detalles de esta imagen. De pronto cada uno de nosotros tenía una imagen diferente de esa mujer hermosa. Gabriele, me acordé de nuestra conversación en la que dijiste que no tiene ningún sentido discutir sobre los valores de nuestras afirmaciones. Por tanto, intenté ceder para poner fin a la conversación que se iba acalorando crecientemente, y di la razón a mi amigo. ¿Fue correcto?

     El profeta:

    Mientras consideremos sólo la palabra, el recipiente, que está teñido de los contenidos de nuestra consciencia, rara vez nos entenderemos. No fue del todo correcto hablar al gusto de tu amigo, dándole la razón para poner fin a la conversación. Hubiese sido mejor decir, por ejemplo, "mira, esa es tu opinión; en mi caso, en cambio, surgen asociaciones completamente distintas, las que yo he depositado en las palabras una mujer hermosa. Por tanto, yo tengo un mundo de imágenes completamente diferente al tuyo. De esta forma, cada uno tiene su propia opinión. Pero dejemos esto ahora, hasta que podamos hablar sobre ello sin emociones".Al principio eras de la opinión de que lo que habías depositado en tus palabras se podía también escuchar en las palabras que sonaban parecidas a la afirmación de tu amigo. Puedes reconocer por tanto a qué engaño estamos sometidos, y cómo somos unos desconocidos para nosotros mismos, hasta que no nos hayamos investigado, cuestionando nuestro comportamiento. Pero la disposición de aprender a investigarte a ti mismo para poder autorreconocerte te ayuda también a entender poco poco a tu prójimo.

    Cuando nos hacemos conscientes de que las palabras de nuestro prójimo tienen contenidos completamente distintos a los nuestros, aprendemos a escuchar también más atentamente. Si nos hemos cuestionado con frecuencia a nosotros mismos, reconociendo todo lo que se esconde detrás de la fachada de nuestras palabras, ya no nos sorprenderemos cuando tengamos que comprobar que otra persona entiende nuestras palabras de un modo completamente distinto al nuestro, de acuerdo a los contenidos de sus palabras. En base a estas experiencias ya no valoraremos ni juzgaremos tan a menudo, sino que llegaremos a tener comprensión, que es lo que nos conduce al entender.

    Quien se observa a sí mismo, poniendo en cuestión su propio comportamiento y purificando lo contrario a la ley divina con la fuerza del Espíritu de Dios en sí, con el tiempo se volverá más sensitivo, y sentirá en su prójimo, tanto en la elección de sus palabras como en el sonido de éstas, lo que éste pone en sus palabras o en sus actos. La consecuencia es que él comprende mejor a sus semejantes, y que puede dirigirse a ellos correspondientemente.

    El que ya no se engañe a sí mismo pronto ya no podrá ser engañado por otros. Entonces habremos alcanzado una cierta fortaleza interna, de forma que ya no despreciaremos a nuestro prójimo por cómo habla y cómo se comporta. Al cuestionarnos a nosotros mismos y al purificar los errores reconocidos con ello, hemos experimentado lo difícil que es superarnos a nosotros mismos y conseguir con Cristo la maestría sobre nosotros mismos. Así no sólo nos formamos una idea de nuestro prójimo, sino también de problemas y situaciones. Es necesario que lleguemos a conocernos a nosotros mismos, para poder dar los pasos que conducen a la fortaleza y a la claridad internas, que nos capacitan para captar lo esencial en la situación, para hacer lo que es apropiado y para ser una ayuda real para otros.

     El contemporáneo crítico:

    Ahora he aprendido que hablamos y no nos entendemos.

     El profeta:

    Mientras no hayamos reconocido, purificado y con ello eliminado en sus diversos aspectos a nuestro subconsciente, que registra los contenidos de nuestros sentimientos, sensaciones, palabras y actos, estamos sometidos al engaño. Nos encontramos en la prisión de nuestras opiniones y puntos de vista y nos figuramos que el otro nos entiende, porque él emplea las mismas palabras que nosotros. Esto a menudo conduce a apoyarse en otros, y en consecuencia, a la atadura. El apoyo que creemos haber encontrado se acaba sin embargo tan pronto como se pone de manifiesto que las palabras de nuestro prójimo contenían programas, imágenes e ideas diferentes a los nuestros.

    El sentido de nuestra existencia terrenal consiste, sin embargo, en reconocernos a nosotros mismos y en purificar con la ayuda del Espíritu de Dios en nosotros nuestros errores, que son nuestros pecados, de modo que poco a poco nos volvemos sinceros. Entonces se disuelven también las ataduras y la necesidad de apoyarse en otros. Nuestra relación con nuestros semejantes se caracteriza más y más por la independencia y la libertad. De ello surgen la soberanía y la fortaleza internas.

    La mayoría de las personas se conforman con lo que dicen y creen incluso haber dicho lo que de hecho querían decir. Lo que dicen y ponen en sus palabras, lo escuchan de las palabras de su prójimo; su consciencia no llega más allá. A nuestra "prisión", al mundo pequeño y estrecho de nuestras opiniones e ideas, no tiene acceso nuestro prójimo, sino que sólo lo tiene el prisionero, es decir, nosotros mismos. Pocos saben que se encuentran encerrados en una prisión, que se hablan a sí mismos, se escuchan a sí mismos y que también se entienden sólo a sí mismos.

     El contemporáneo crítico:

    ¿No será tal vez que nuestro intelecto es también nuestra prisión? Recuerdo que tú diferencias entre intelecto e inteligencia. Hasta ahora, el intelecto era en mi opinión lo aprendido. El concepto "inteligencia" lo relacionaba con la idea de un hombre listo, dueño de aptitudes fuera de lo corriente. ¿Es ésta la inteligencia de la que tú hablas?

     El profeta:

    Esta clase de "inteligencia" no es más que el brillo del intelecto humano que se luce en determinadas materias para debatir con otros en discusiones, con el mayor número posible de argumentos, es decir, para aventajarlos. Estas "aptitudes fuera de lo normal" a menudo se convierten en "anormales", si se las observa de cerca. El intelectual bien puede ser listo, pero no sabio. El siempre presenta una obra imperfecta.

    La inteligencia cósmica -es el Espíritu de Dios- no es una obra imperfecta, sino siempre la totalidad. El intelecto, que con tanto gusto se las da de imparcial, es en el fondo emocional, especialmente cuando cree ser inteligente, lo que siempre se remite al ego. El llamado "intelectual" habla solamente de sí mismo, y más de uno es un exaltado, aunque ésto lo rechazaría enérgicamente de sí mismo si alguien lo afirmara.

    El intelectual que con exaltación sí opina que él es el brillo personificado de todas las cosas, se regodea en argumentos y teorías muy elaborados, en ideas y opiniones que él propaga como realidad y en definitiva como verdad. La forma de pensar de este intelectual se remite exclusivamente a la superficie de las cosas, a lo material e intelectualmente comprensible. Tiene muy en cuenta su perspicacia y confunde la riqueza en reconocimientos, la visión profunda y la sabiduría, con la abundancia en conocimientos. En definitiva es un admirador de sí mismo, y se exhibe. La verdad es otra cosa. Aquel que adora al -desde el punto de vista humano- "listo", al intelectual, hablando así al gusto de éste y le considera como lo "supremo", no reconocerá que esta pasión pronto se convertirá en una nube que pronto se disolverá.

    La verdadera inteligencia por el contrario es soberana y tranquila, es de una visión profunda. El que se ha sumergido en la inteligencia divina se ha vuelto sensible. Es sensible a la irradiación de las personas y también a las diversas formas naturales, hasta el infinito, el Ser eterno. El hombre espiritual que se provee de la inteligencia divina reconoce lo que es cierto y lo que no es cierto, pues él no ve indirectamente, es decir, no sólo ve la superficie del objeto, sino que lo capta como una totalidad. Mira en el objeto, en la forma, para averiguar los contenidos. Esta sensibilidad -podemos denominarla también sensibilización- uno sólo la puede alcanzar con el autorreconocimiento y la purificación de su comportamiento erróneo, acercándose así a la inteligencia divina, que es el fondo del alma de cada hombre, y que llama incansablemente para poder manifestarse.

     El contemporáneo crítico:

    Por lo tanto, nuestro intelecto, nuestro saber racional y nuestra comprensión humana en sí, no conducen ni al autorreconocimiento ni a la profunda comprensión de la verdad.

    ¿Qué sucede cuando abandonamos el cuerpo humano? ¿Seguimos siendo los mismos después de la muerte?

     El profeta:

    Sí y no. Si uno no se conoce en esta Tierra, tampoco se conoce en el más allá, pues allí será el mismo que fue aquí y el mismo que aquí, en la dimensión temporal, siendo hombre, no se reconoció porque no se cuestionó a sí mismo para reconocer los aspectos demasiado humanos que había en su comportamiento.

    La mayoría de las personas son de la opinión de que aquello que dicen, piensan y hacen, son ellos, la persona. Muchos se valoran de forma muy superior a lo que son en realidad, porque no han aprendido a tener control sobre sí mismos, a cuestionarse, poniendo en cuestión aquello que piensan, dicen y hacen -también por ejemplo su compasión-, para conocer qué es lo que depositan en sus palabras y no pronuncian sus pensamientos, que difieren de sus palabras. Esto sirve también para nuestros sentimientos, sensaciones y actos. Los motivos que están detrás de nuestro comportamiento, por ejemplo en nuestros sentimientos, sensaciones, pensamientos, palabras y actos, es lo que somos -y eso es lo que seremos también, después de que nuestro cuerpo terrenal haya fallecido.

    Por tanto depende de si en esta Tierra nos hemos examinado a nosotros mismos, es decir, nos hemos encontrado en nuestras formas de comportamiento. Los motivos en la cadena de nuestro sentir, pensar, hablar y actuar, en todas nuestras pasiones y deseos, marcan nuestro subconsciente. Lo que se ha acumulado y aumentado en nuestro subconsciente, pasa también a nuestra alma. Eso es entonces lo que somos después del fallecimiento del cuerpo.

    Muchos hombres tienen miedo de la muerte, porque temen que la vida no continúa. ¡Pero sí que continúa! El cómo lo determina cada uno por sí mismo. Su más allá corresponde a su carácter. Nuestro carácter, nuestra verdadera identidad, contiene entre otras cosas, todo aquello que hemos ocultado detrás de la fachada de palabras no veraces y lo que de motivos innobles se esconde detrás de actos aparentemente altruistas. Estos contenidos, nuestros verdaderos rasgos de carácter, corresponderán al lugar donde continúe para nosotros la vida "al otro lado", y también al cómo nos encontraremos en el más allá. Nuestro estado en el más allá lo viviremos – según el carácter que hayamos tenido y cómo fue nuestro paso por la Tierra – bien como alegría y alivio, o bien como un espanto.

    Una canción alemana tradicional dice: "…Muerte: ¿Dónde están tus horrores?". Yo creo que más de un alma se horrorizará cuando haya abandonado definitivamente su cuerpo, su hombre. Más de un alma no podrá creer que ella es su propio comportamiento en el más allá, o el lugar del más allá donde se encuentra, porque en lo temporal se comportó de otra forma -que sin embargo no era sincera.

     El contemporáneo crítico:

    Nosotros los hombres nos desilusionamos a menudo de nuestros semejantes, por un lado, porque éstos no se comportan como a nosotros nos gustaría, por otro lado porque queremos verlos de forma distinta a como son. Tampoco su forma de vida ni su estilo de vida nos gustan en muchos casos. Hablamos y pensamos de forma negativa sobre ello. Nos ocupamos con nuestros semejantes de diferentes maneras: cómo son, qué hacen o qué, a nuestro parecer, deberían dejar de hacer. Por el contrario, raras veces pensamos sobre nosotros mismos, sobre cómo somos en realidad. El desengaño de nosotros mismos por lo tanto será en el más allá mucho más grande que el que tenemos ahora respecto a nuestros semejantes aquí y ahora.

     El profeta:

    Como almas no se nos abrirán los ojos de una vez a la totalidad de nuestros estados de consciencia pecaminosos. De hoy a mañana no alcanzaremos la consciencia de quiénes somos aún. También en el más allá nos será manifestado paulatinamente cómo fueron realmente nuestras formas de comportamiento siendo hombres.

    Después de la muerte terrenal, nuestra alma está cubierta con todo lo que hemos grabado en ella, que puede proceder de diferentes épocas históricas en las que vivió el alma como hombre. Estas diferentes grabaciones son vibraciones, frecuencias, que tienen sus colores, formas y tonos. Estas diferentes envolturas las describen también los místicos como trajes del alma, que tienen que ser abandonados sucesivamente, para que el cuerpo espiritual, el ser puro, que pertenece al Cielo, vuelva a ser visible. La envoltura, es decir, el traje que se active en el más allá, hace al alma consciente de que ese es su estado actual de consciencia, que corresponde a las grabaciones que ella hizo siendo hombre, y que estas grabaciones ahora conscientes y activas, eran los contenidos del comportamiento que tuvo estando encarnada en una determinada época histórica. Si se transforma en el reino de las almas esta envoltura, este traje del alma lo abandona ella en el reino de las almas por la expiación, que contiene el reconocimiento del comportamiento erróneo. Entonces se activa otra envoltura del alma, que tal vez muestra otra época histórica de sus días terrenales, en la que el alma acogió del hombre de aquel entonces lo que éste puso en aquella oportunidad en su forma de comportarse.

    Si un alma va de nuevo a la encarnación, tienen lugar procesos parecidos a los del más allá. Una envoltura del alma, que tal vez trae frecuencias iguales o parecidas a otras envolturas del alma, dibuja al hombre también en su forma de sentir, pensar, hablar y actuar, en sus deseos, pasiones y anhelos. Tanto lo positivo como lo contrario a la ley divina que está grabado en la envoltura del alma, se declara en el transcurso de la vida terrenal y se expresa en la forma de comportamiento del hombre.

    Ahora se plantea la pregunta: ¿Qué hace uno con su vida terrenal? ¿Construye e intensifica la ley divina, o cuestiona sus formas de comportamiento, para, con la ayuda del Espíritu en él, arrepentirse de sus aspectos pecaminosos, purificarlos y no volverlos a hacerlos más? En este caso, fomenta lo positivo, lo divino, que se hace notar en el alma y así también en todas las envolturas del alma. De esta forma, el alma de este hombre se vuelve más luminosa, el hombre se vuelve más fino, los rasgos esenciales de su vida se elevan más y más a lo espiritualmente ético y moral. El encuentra acceso a su prójimo y mantiene desde el corazón la conexión con sus semejantes. Juzga y condena cada vez menos y se esfuerza en vivir en paz con su prójimo.

    Tras la muerte terrenal el alma va con sus vestidos más luminosos a regiones más elevadas de la vida. Se distancia cada vez más de este mundo, pues en este mundo tiene sólo un pequeño magnetismo, es decir, genes, que ya no tienen la polarización para poder atraer a esta alma que se ha vuelto más luminosa.

     El contemporáneo crítico:

    Esto es muy interesante, pero para mí es nuevo. No puedo simplemente afirmarlo, tengo que reflexionar sobre ello. Pero una pregunta me interesa: ¿Son estas almas entonces seres santos, es decir, aquellos que, por ejemplo, en el catolicismo se declaran "beatos" o "santos"? Si son seres beatos o santos, ¿por qué no existen en todas las religiones los llamados "santos"?Yo he estudiado diversas religiones, me he informado sobre sus formas externas de presentación y sobre sus contenidos, y he encontrado tanto coincidencias como divergencias. Una religión tiene diferentes seres en el más allá a los que uno se puede dirigir, sus "santos", la otra religión no habla de tales. La religión católica tiene a la "Madre de Dios", la virgen "María" y todo un repertorio de "santos", mientras que otras religiones no hablan ni de María ni de ningún otro "santo". Una religión tiene una creencia y la otra, otra. ¿Qué conclusión se puede sacar de cada una? ¿Qué decisión puedo tomar ahí? ¿Dónde encuentro la verdad?

     El profeta:

    Ciertamente es aconsejable no aceptar todo lo que se dice. Pero tampoco es bueno rechazar y negar todo lo que para nosotros es nuevo. Nosotros los hombres tenemos diferentes formas de interpretar las cosas según nuestra consciencia. Uno puede aceptar con facilidad una cosa, el otro no. Por lo tanto, no deberíamos negar las cosas categóricamente, si no llegamos a entender o a aceptar algo enseguida.

    Has dicho que tienes que reflexionar sobre lo que es nuevo para ti. Eso me parece correcto. Tú lo aceptas primero simplemente como información, es decir, tomas nota de ello, sin embargo, no haces aún de ello causa propia. Sólo cuando ya has reflexionado sobre ello, sopesarás lo que puedes aceptar, es decir creer, y lo que aún no está claro para ti, es decir, lo que aún no puedes comprender.

    Preguntas dónde puedes encontrar la verdad. Yo sólo te puedo decir que en todas las religiones hay destellos de la verdad eterna. Para encontrarlos debes encontrarte paulatinamente a ti mismo, es decir, como hombre cristiano en Cristo.

    Para encontrarse a sí mismo como hombre cristiano en Cristo no se necesitan religiones externas, pues la búsqueda del destello o de la chispa de la verdad es demasiado costosa. Hazte consciente de que eres un hijo de Dios, y de que tu herencia divina es el reino celestial, que está en tu interior. El reino divino, que es nuestro hogar eterno, tiene sus leyes celestiales y eternas del amor y de la sabiduría, del orden, de la voluntad, de la seriedad, de la bondad y de la mansedumbre. Hemos recibido extractos de esta ley originaria eterna. Dios nos dio a través de Moisés los Diez Mandamientos, y Jesús, el Cristo, se basó en los Diez Mandamientos. Sus enseñanzas se basan por lo tanto en los Diez Mandamientos, que El también amplió en Su Sermón de la Montaña.

    Si mides diariamente los contenidos de tu comportamiento con los Diez Mandamientos y con las enseñanzas de Jesús de Nazaret, si te arrepientes de los pecados -tus pecados- que reconoces, los purificas y no los vuelves a cometer y si sigues paso a paso las enseñanzas de Jesús, el Cristo, desarrollas el reino del interior, tu herencia divina, y encuentras así el camino hacia la verdad eterna. Para eso no se necesita ninguna religión externa, sino solamente la fe activa, que conlleva en sí la práctica, la aplicación de la enseñanza de Jesús, el Cristo. Entonces también sabrás que en la existencia eterna no hay "santos", sino sólo seres puros, que viven en el Uno Santo, que es Dios, nuestro Padre eterno.

     El contemporáneo crítico:

    Para mí esto significa cuestionarme ahora a mí mismo con la mayor consecuencia posible y poner en cuestión todo lo que oigo o leo. Hace poco me encontré con una cosa que me dio que pensar: como se sabe, los católicos cantan la canción de la Misa de Schubert "Santo, santo, santo es el Señor, santo, santo, santo, santo sólo es El". A mí también me gusta esa canción; la he escuchado a menudo e incluso la he cantado en un coro. Ahora bien, entretanto me había hecho consciente de que deberíamos cuestionarnos todo. Recordé esto al ver hace poco que se cantó este coral de nuevo en una misa. De pronto me quedé perplejo y reflexioné. Fue como si se me cayera una venda de los ojos. Se me hizo consciente que los católicos escarnecen al Santo, a Dios, el eterno, pues el creyente católico ciertamente canta "santo sólo es El", pero a continuación vuelve a rezar a los "santos".

    Los católicos llaman a los "santos" para fines de todo tipo. Hablé de esto con una conocida, que quiero describir como "católica de toda la vida", y escuché de ella que los "santos" tienen incluso ámbitos de competencia específicos. Por ejemplo, hay uno que es competente para los mendigos, soldados y los que montan a caballo. Es "San Martín". "Santa Verónica" es la patrona particular de las asistentas de las casas parroquiales. "San Pancracio" se llama el que asiste en perjurios y falsos testimonios, "Santa Susana" la ayudante en necesidades por causa de la lluvia, calumnias y desgracias.

    A mi conocida, la "católica de toda la vida", apenas la podía parar; conocía de pe a pa las "secciones" de los auxiliadores y sus ámbitos de competencia. Sus palabras seguían brotando a borbotones: "San Antonio" está destinado para ayudar a encontrar objetos perdidos. "San Cristóbal", conocido como gigante que vadea el río con el niño a las espaldas, es por lo visto el "santo" de los viajeros y conductores. De pronto se detuvo y dijo: Bueno, lo de este "San Cristóbal" es una cuestión aparte. Un día se dio a conocer que no se sabía nada sobre su vida, y que el tal "San Cristóbal" es sólo una leyenda.

    Entonces empecé yo a analizar y a cuestionar y pregunté a la "católica de toda la vida" lo siguiente: ¿Por qué hay en la iglesia católica "santos" y en cambio en la luterana no? Para mi asombro comprobé que ella se comportaba como yo me había comportado durante decenios. Simplemente se encogió de hombros diciendo: "Estas cosas son como son".

    Me quedó claro que esto no se podía quedar así. Con ello se escarnece a Dios, al Uno Santo: ¿No habría que decidirse en definitiva o bien por los llamados "santos" católicos o por el Uno Santo? La iglesia católica habla en la canción de un único Santo, del que se dice: "Santo, santo, santo, santo es sólo El" -y así me parece correcto. Pero si El es el único Santo, ¿por qué tiene que haber entonces tantos "santos", intercesores, que median entre Dios y los hombres? Por tanto me cuestioné a mí mismo de nuevo en la consciencia de ¿por qué no puedo pedir yo mismo a mi Padre de los Cielos? ¿Por qué necesito "santos", es decir, intercesores? Algo en mí se incomodó. Innumerables veces había cantado esta canción, sin que me remordiese la conciencia, puesto que en aquel entonces no cuestionaba todavía nada. Simplemente me gustaba la canción. La escuchaba y cantaba con devoción, disfrutaba del cambio positivo que producía en mi ánimo y no pensaba mucho más allá.

    Tampoco he pensado mucho más durante muchos años cuando veía al llamado "Santo Padre" en la televisión, cuando se hacía y hace un inimaginable alarde de preparativos en torno a su persona, un verdadero tinglado. Lo acepté del mismo modo que la "católica de toda la vida", a pesar de que había estudiado diversas religiones y mi horizonte se había ampliado ya considerablemente.

    Evidentemente nosotros los hombres somos muy superficiales. Comprendo cada vez mejor que mientras no nos cuestionemos a nosotros mismos, tampoco cuestionaremos todo lo demás. Las numerosas conversaciones que he mantenido contigo me han abierto los ojos en muchos sentidos. Así, he reflexionado a menudo sobre la vida de Jesús y la he comparado con las enseñanzas de diferentes religiones, y también con el lujo y despliegue de medios de la iglesia católica, con la vida de los sacerdotes, obispos, cardenales y papas. Llegué a la convicción de que ahí hay algo que falla: ¡Esto no puede ser la verdad!

     El profeta:

    El ocuparse una y otra vez con la vida de Jesús de Nazaret y también con su enseñanza trae provecho para la propia vida. Jesús enseñó la modestia y la humildad. Era carpintero y su túnica era de lino. Su enseñanza era sencilla y su vida una incomparable entrega a Dios, Su, nuestro Padre eterno. Deberíamos recordar más a menudo sus palabras "¡Seguidme!", preguntándonos, entre otras cosas, si lo que vemos y escuchamos en las religiones llamadas cristianas es el seguir a Jesús. Deberíamos preguntarnos más a menudo: ¿A quien sigo?

     El contemporáneo crítico:

    Con tus palabras advierto cuán "irreflexivamente" he vivido y aún vivo -precisamente en el ámbito de la religión, lo que también muestra cómo me comporto en otros ámbitos de la vida-. Y si miro a mi alrededor veo que no soy el único que lo hace. Lo que ya he reconocido agudiza -aunque aún no haya cambiado en absoluto tanto- mi visión de mi comportamiento y el de mis semejantes.

    Veo más claro que nunca antes: nosotros, los hombres, a menudo no nos conocemos a nosotros mismos. Simplemente actuamos sin cuestionarnos. Somos como "creyentes de toda la vida", que simplemente creen y no se preguntan a sí mismos qué es lo que creen en definitiva. Al fin y al cabo yo era espiritualmente perezoso. Aunque quería seguir a Jesús no era consecuente en ello, porque no conducía mi vida orientándola a lo que enseñó Jesús. Sí que de vez en cuando oía que el Espíritu de Dios está en mí, pero seguí ciego, sin medida propia.

    Animado por algunas experiencias propias iniciales, hoy día soy del parecer de que si nos encontrásemos a nosotros mismos en base a nuestra propia autointrospección, nos liberaríamos de las muchas ideas de las religiones externas.

    Ya antes me parecía extraña toda la retahila de intercesores. Pero en aquel entonces no reflexionaba sobre lo relacionado con la fe. Seguro que igual que a mí le pasa a muchos de nuestros semejantes. Uno se interesa más por una buena colocación, por el tiempo libre, el deporte, por los viajes, las vacaciones y muchas cosas más. Así se entiende que los intercesores tienen que abogar por nosotros los hombres ante Dios. Habría que plantearse la pregunta: ¿Es Dios tan cruel que necesitamos intercesores? ¿Por qué no puede el hombre, que supuestamente es Su hijo, ir directamente a Dios en la oración, dado que el Espíritu de Dios está en nosotros y muy cerca de cada uno?

     El profeta:

    ¿Cómo es posible que hombres que han fallecido, es decir almas -sean bienaventuradas o no- se conviertan de pronto en "santos", cuando sólo hay un santo, que es Dios, nuestro Padre eterno? No necesitamos intercesores que amansen a Dios, pues El no es ningún Dios que castiga ni un Dios vengador. El, la gran ley del amor, ama a sus hijos, sean bienaventurados o pecadores. ¿Para qué entonces los "santos" intercesores e intercesoras? Jesús nos dio la gran oración del hijo a su Padre, el Padre Nuestro, que contiene en su esencia el camino hacia Dios, sin embargo, El no impuso ningún "mediador" ni nos dio ninguna "letanía de los santos".

    Si se consideran todas las formas de oración del catolicismo, lamentablemente hay que reconocer que se sugiere a los católicos a que recen más a los "santos" que a Dios, nuestro Padre eterno. A menudo se da preferencia a los "santos". ¿Por qué? El Padre Nuestro es a menudo sólo una cantinela mecánicamente repetida: el sentimiento, el corazón no participa. Y más de un denominado intercesor está para los hombres más cerca que Dios. ¿Por qué? Porque el católico no sabe o tampoco capta el elemento básico de la verdad: que Dios, el gran amor, vive en el centro del alma, es decir, en el centro del hombre. Jesús, el Cristo, no nos enseñó que los intercesores debían pedir por nosotros para hacer que Dios nos fuera favorable. Dios, nuestro Padre, siempre está a nuestro favor, pues El nos ama.

    Es una imagen triste la de los hijos de Dios, que se han hecho con intercesores e intercesoras, siendo que el Espíritu del amor eterno, el Espíritu de nuestro Padre, habita en cada uno de nosotros. El está más cerca de nosotros que nuestros brazos y piernas, más cerca que cualquiera de nuestros semejantes de confianza, más cerca que los llamados intercesores.¿Preguntó acaso alguna vez alguna autoridad eclesiástica o algún católico a los llamados "santos" si ellos querían ser llamados "santos"? ¿Preguntó alguien acaso si están de acuerdo con que se les rece o si tal vez quieren ser intercesores ante Dios? ¿O con que una parte de los restos mortales de su cuerpo terrenal -de sus miembros- tenga que ser paseada por las calles como reliquia? ¿O si sus nombres, que la iglesia ha hecho "santos", sean utilizados en celebraciones tumultuosas? ¿Querríamos nosotros que se decidiera por nosotros de la misma forma o de forma parecida?

    Más de uno que después fuera denominado "santo", pasó por el infierno de la calumnia, de la discriminación y de la vejación por parte de la iglesia católica. Más tarde, una vez muerto, su llamada "madre", la "santa iglesia católica", le declaró "santo".

    Deberíamos ser más a menudo conscientes de que lo que nosotros mismos no queremos, tampoco deberíamos causárselo a ningún otro. Muchos de los que después de su muerte fueron llamados "santos", fueron ciertamente hombres creyentes que se esforzaron en cumplir los mandamientos de Dios. Muchos de ellos son seguramente almas bienaventuradas, que aspiran a la perfección en los mundos del más allá. Posiblemente algunas de estas almas estén ya en la existencia eterna como seres divinos, como imagen y semejanza de nuestro Padre celestial, según el mandamiento de Jesús de volvernos perfectos, es decir, la imagen y semejanza del Padre. Pero "santos" no son.

    Jesús no habló de "santos". El Cristo de Dios habla de "bienaventurados", puesto que deberíamos convertirnos en la imagen y semejanza de nuestro Padre eterno. La palabra "santo" la utilizó Jesús para Su Padre celestial, para el Uno Santo. Jesús no quería ni iglesias de piedra ni pomposidad ni ornamentos eclesiásticos ni tampoco suntuosidad ni lujo eclesiásticos. Jesús enseñó la modestia y la humildad y la riqueza del corazón. Una y otra vez habló El del reino de Dios en nosotros, es decir, de la riqueza que está en nosotros; de la vida interna, la vida en Dios.

    Jesús tampoco habló de que debamos rezar a "santos". Jesús, el Cristo, el Redentor de todos los hombres y almas, nos acercó una y otra vez a Su Padre eterno, que es también nuestro Padre, el Uno Santo. A El deberíamos rezar, a El solamente deberíamos adorar y alabar, a El debemos dirigirnos en nuestro corazón, ir conscientemente con El en nuestros días terrenales y llamarle a El en todas las situaciones de la vida. Jesús no rezó a ningún "santo" sino exclusivamente a Su Padre en el Cielo, del que sabía que Su espíritu vive en El. Jesús nos enseñó solamente el Padre Nuestro, y éste está única y exclusivamente dirigido a nuestro Padre celestial, y no a algún "santo". Jesús nos enseñó que le siguiéramos a El, lo que significa que aceptamos y acogemos Su enseñanza y que la debemos realizar en la vida diaria.¿Por lo tanto, de dónde sacó la iglesia católica la usanza de los santos?

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    El contemporáneo crítico:

    De mi comparación de las religiones sé que de las antiguas culturas del paganismo y del "firmamento de los dioses" griegos y romanos se conocen seres que, por decirlo así, están por encima de las situaciones de la vida y de los hombres aquejados por el dolor; "radiantes" e impunes a los destinos. ¿Hicieron tal vez estas figuras místicas de padrinos en la posterior "creación" de los "santos"?

    Ahora me viene a la mente una cosa que mencionó en la conversación la "católica de toda la vida" con la que conversé: María, la madre de Jesús. Habló de que esta mujer fue la madre de Dios y que ascendió con su cuerpo físico a los Cielos. De nuevo empecé a cuestionarme todo esto y me dije a mí mismo: ¿Qué hacen la carne y los huesos en el reino de los Cielos, si el Espíritu de Dios, la vida fluente, es la ley de los Cielos que dice: YO SOY el que SOY?Y seguí pensando: en aquel entonces, en los tiempos de Jesús, muchas cosas eran misteriosas. Hoy día ya no se ven cosas así. ¿Se ha alejado en este caso el hombre tanto de Dios, o Dios de los hombres?

    Simplemente no me puedo imaginar que un cuerpo físico pueda entrar en el Cielo, donde todo es de sustancia sutil, es decir, espiritual. ¿Cómo puede existir allí entonces un cuerpo material? Según lo que sé, éste sería el único.

     El Profeta:

    Quien utilice su entendimiento, debería ciertamente preguntarse: ¿Cómo puede un cuerpo natural terrenal, que pertenece a la materia, ser acogido en la existencia eterna? Eso es completamente ilógico y según las leyes de Dios, imposible. Si un cuerpo material pudiese ingresar en la existencia pura, el Eterno habría invalidado Su ley natural, que es un don de creación del Creador para la vida en la Tierra. Si la iglesia católica quiere hacernos creer que también el cuerpo físico de Jesús ascendió a los Cielos, esto es entonces así mismo católico, pero no la enseñanza del Creador, que a nosotros los hombres, nos dio la ley natural, también en lo referente a nuestro cuerpo físico. Este pertenece a la Tierra, a la naturaleza, de la cual surgió. El alma, si se ha convertido de nuevo en un cuerpo puramente espiritual, pertenece a la existencia eterna, al Cielo, del que proviene el cuerpo puramente espiritual.

    Ni tan siquiera la resurrección y la ascensión a los Cielos de Jesús tuvieron lugar en su cuerpo material. Su cuerpo físico fue transformado de forma más rápida según las leyes naturales, es decir, convertido de nuevo en sustancia natural espiritual originaria, elevado al correspondiente estado físico, porque Su cuerpo terrenal estaba completamente traspasado por la luz eterna, Dios, que es también Creador.

    Lo que sucedió con el cuerpo físico de Jesús, sucederá alguna vez en la totalidad del acontecimiento de la caída: lo que es de sustancia material burda será conducido paulatinamente a la asimilación e incorporado de nuevo en la existencia eterna.

    Todos los procesos, tanto en el Cielo como en la materia, obedecen a legitimidades divinas concretas. Lo antinatural, dicho de otra forma, lo absurdo, sería contrario a la ley divina, y eso no existe en la creación de Dios. Para muchos hombres más de una cosa parece un milagro, o también como una casualidad, porque frecuentemente no saben nada acerca de las leyes de Dios, ni tampoco de las realidades espirituales fundamentales. Esto es ceguera espiritual. Pero Jesús de Nazaret vino para hacer que los ciegos viesen. El ha venido también en nuestro tiempo -en Su palabra viva.

    Jesús no habló de muchas cosas de las que habla la iglesia, tampoco de que El no fuese engendrado por José, ni tampoco de que María hubiese concebido por obra del Espíritu Santo, y así tampoco dijo que su madre carnal fuese la "madre de Dios". El habló simple y llanamente de su madre.

    Jesús nos hizo ver de nuevo que nosotros -cada hombre- somos el templo de Dios, y que el espíritu de Dios vive en el interior de cada uno de nosotros. Jesús, el Cristo, no impuso sacerdote alguno, ni tampoco jerarquía eclesiástica ninguna.

    Precisamente indicó a los rabinos que no deberían hacerse honrar de forma especial, es decir, que no se hiciesen llamar rabinos: "No os debéis hacer llamar rabinos, pues Uno es vuestro maestro, pero entre vosotros sois todos hermanos".

    Jesús tampoco nos enseñó que fundásemos lo que llamamos una iglesia "cristiana" católica o una iglesia "cristiana" luterana. Jesús habló una y otra vez del templo que está en el interior del hombre, en el cual vive Dios, y de la camarilla silenciosa, en la que deberíamos entrar, para mantener un diálogo con Dios, nuestro Padre eterno -o sea, con nuestro Padre eterno, y no con un "santo"-.

    La iglesia no sólo no ha despertado esta unión directa con Dios, no sólo no la ha mantenido viva y la ha fomentado, sino que -al parecer sistemáticamente- la ha impedido. Entre cada hombre y Dios, su Padre, su fuente de vida -y en definitiva entre el hombre y su propia vida, que llama al interior del alma, que desea traspasar e inspirar al alma y al hombre-, se ha interpuesto la misma institución de la iglesia: sus credos, dogmas, ritos, sus al parecer imprescindibles sacramentos, sus supuestos mediadores, los párrocos, sacerdotes, etcétera y para colmo el supuesto representante de Cristo en la Tierra.

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