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Neoliberalismo y política económica de izquierdas (página 2)

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7. Los objetivos de una política económica democrática

Una de las connotaciones más significativas de la política neoliberal ha sido la definición de los objetivos e instrumentos de política económica sin hacer referencia expresa a las condiciones de la economía real, a los costes o beneficios sociales o productivos que originan, de manera cierta o previamente estimada. Se trata, pues, de un planteamiento puramente nominal de la política económica, gracias al cual se ha podido diluir la naturaleza real de las políticas neoliberales y disociar su formulación retórica de los efectos que provoca en la realidad social.

Los gobiernos de inspiración neoliberal articulan la política macroeconómica, y en general el conjunto de sus decisiones políticas de trascendencia económica, como si fuese posible transformar las condiciones reales actuando tan sólo en escenarios que no lo son, creando así una auténtica realidad virtual en donde se pretende que se hagan efectivas las políticas económicas. Se gobierna para los mercados, como si éstos fueran seres de carne y hueso que reaccionan con la alegría o el dolor del maestro que vigila la tarea que deben realizar sus pupilos.

Lo cierto es, sin embargo, que detrás de ese nominalismo se esconde una pérdida tremenda de bienestar social, una auténtica andanada contra las rentas salariales y los derechos sociales, pues al socaire de una expectativa que no es más que una obsesión inconquistable, lo que se persigue es el sacrificio y la renuncia a la satisfacción de las clases menos favorecidas.

En consecuencia, es una tarea primordial conseguir que se haga explícito el objetivo mediato de las políticas económicas, lo que sólo puede conseguirse a través de una doble estrategia: repudiando con contundencia democrática las políticas que lleven consigo el empeoramiento en las condiciones de vida, y reclamando que la política económica recobre el norte de las condiciones reales en que se desenvuelve actualmente el bienestar ciudadano.

Esto último requiere establecer objetivos finales de la actividad económica que se traduzcan de manera efectiva en un mayor bienestar, determinar su expresión inmediata que se corresponda con cada coyuntura, y fijar los instrumentos que pueden permitir acercarse a ellos evaluando sus posibilidades, alcance y limitaciones.

Un necesario "triángulo mágico": empleo, igualdad y sostenibilidad

En mi opinión, los tres grandes objetivos a los que debe plegarse en cualquier caso la acción gubernamental deberían ser los siguientes. En primer lugar, la creación de empleo, pues no de otra forma se garantiza que los ciudadanos dispongan de los ingresos que le garantizan una vida digna. En segundo lugar, la consecución de una distribución de las rentas más igualitaria, puesto que del incremento de la desigualdad se sigue no sólo mayor malestar, sino también la menor eficiencia derivada del despilfarro que supone la pobreza y la marginación en un mundo con recursos suficientes para erradicarlas. Finalmente, la sostenibilidad medioambiental ya que, siendo éste un requisito imprescindible en todo sistema cerrado, su incumplimiento por un modelo de crecimiento dilapidador ha llevado a una situación cercana a los límites de admisibilidad.

Naturalmente, la asunción de estos objetivos comportan problemas serios si es que no se desea limitarse a reproducir postulados meramente nominalistas y abstractos. Es preciso avanzar en la definición concreta de cada uno de ellos y abordar cuestiones como la naturaleza de los requisitos de sostenibilidad que deben ser adoptados, el análisis de las condiciones y mecanismos necesarios para llevar a cabo la evaluación de los impactos de las medidas que pretenden alcanzarlos; por ejemplo, para poder determinar el efecto sobre la desigualdad de una política económica concreta, o cuándo se aumenta o disminuye la igualdad interpersonal. Y, de manera primordial, avanzar en el diseño de magnitudes, índices y criterios relativos a las connotaciones cualitativas del bienestar, o simplemente que permitan cuantificar los fenómenos económicos reales con más precisión de la que hace gala la economía convencional.

Puesto que, además, se trata de objetivos mediatos, es decir que se pueden lograr en la medida en que se articulen decisiones más concretas que los respeten, es necesario también singularizar sus expresiones más cercanas, en cada coyuntura concreta.

En relación con el empleo creo que se deben tener en cuenta tres grandes cuestiones: productividad, crecimiento y naturaleza del trabajo en las sociedades que deseen avanzar hacia el pleno empleo en sociedades desarrolladas.

En las economías capitalistas, el control de las condiciones en que pueden lograrse incrementos en la productividad se convierte en una piedra de toque esencial para la consecución del beneficio. En las condiciones actuales, quienes están en condiciones de ejercer dicho control pueden desenvolverse con mucha mayor facilidad en los mercados y, en particular, ubicarse geográficamente con mucha mayor ventaja. Puesto que esa capacidad no está al alcance de todos los agentes y empresas, sino que se reparte muy asimétricamente, ha provocado y hecho necesaria la generalización de estrategias de relocalización que llevan consigo la desindustrialización selectiva que provoca regueros ingentes de desempleo y empobrecimiento allí donde se produce.

Sin embargo, este proceso no sólo es indeseable por sus consecuencias sobre el bienestar y la actividad económica, sino que sería incluso innecesario si la estrategia predominante no consistiera preferentemente en la salvaguarda de los conglomerados industriales cuya dimensión y estructura les lleva inevitablemente a situarse en niveles de beneficios extraordinarios. De esa forma, se produce uno de los efectos perversos más típicos de nuestras economías: mientras que se fortalecen esas estrategias conducentes a multiplicar la oferta, se detriora la demanda, lo que provoca de manera inevitable la sobreproducción y la saturación de los mercados y la crisis permanente, a la que sólo se puede hacer frente en un proceso de expansión ininterrumpida que sólo conlleva un agravamiento del mismo problema.

Pero el grado de insatisfacción existente hoy día en el planeta, e incluso en el seno de los países más desarrollados, permitiría realmente que se llevara a cabo un uso más intensivo (y respetuoso con el medio ambiente) de los recursos, por lo que no sólo no tendría que disminuir la oferta global, sino que incluso requeriría impulsos más potentes.

Para ello sería necesario regular de manera efectiva el régimen de competencia imperfecta que imponen las empresas multinacionales, para erradicar el sistema generalizado de recursos dilapidados y mantener niveles de rentabilidad en las franjas no oligopolizadas, generadoras de más empleo y respetuosas con el principio de sostenibilidad.

La evaluación más conservadora de la balanza actual entre necesidades y recursos potencialmente utilizables lleva a considerar plenamente factible la potenciación de las actividades productivas intensivas en mano de obra sin que de ello se derive un perjuicio insalvable incluso para los intercambios que se realizan desde la óptica capitalista.

Naturalmente, eso sólo podría suceder si, al mismo tiempo, la regulación macroeconómica actúa fundamentalmente para generar impulsos a la actividad económica, en lugar de frenarla como actualmente sucede.

Por lo tanto, en las condiciones de recursos inutilizados, de desempleo y depresión de la demanda, no sólo es deseable, sino que constituiría la estrategia más adecuada, el impulso de políticas de carácter expansivo, siempre que no se conciban sencillamente como una imagen vicaria de las políticas conservadoras y que se sujeten al principio de sostenibilidad: es decir, que no se limiten a lograr la expansión expresada a través de variables nominales y ajenas a la dimensión cualitativa del crecimiento económico, sino que consistan en la dinamización de las nuevas actividades productivas que encajan en el triángulo empleo-igualdad-sostenibilidad.

Para que ello sea posible, es necesario que se realice una comprensión radicalmente distinta de la productividad. No debe tratarse, linealmente, de plantear si se limita o si se favorece su crecimiento. Hoy día, la productividad viene determinada principalmente por la aplicación de tecnologías de la información y ésta última se caracteriza porque se incorpora de manera transversal en el sistema productivo. Eso quiere decir que la productividad no se alcanza de manera homogénea en el sistema y que su dinámica tiene efectos muy diversos en las diferentes actividades económicas.

Se soslaya con demasiada frecuencia que los niveles de productividad alcanzados o alcanzables no son ineluctables sino aquellos que han sido deseados. De hecho, hoy día (como siempre, aunque en mayor medida que en otras épocas pues nunca se tuvo tecnología con tanta capacidad para intervenir sobre la propia tecnología) en nuestra economía se "gobierna" la productividad, pero sucede que eso se realiza en función, exclusivamente, de aumentar el nivel de beneficio.

Debe tratarse, pues, de reconducir el uso realizable de la tecnología para que los niveles de productividad alcanzables, en cada actividad o en cada momento, sean los preferidos, por contribuir de mejor manera al bienestar general, por la sociedad en su conjunto.

Puesto que la actividad económica y el nivel de empleo de los que depende el bienestar social estarán siempre determinados por la productividad, si se quiere que se modifique la actual pauta desigual de satisfacción social será necesario poner sobre el tapete la cuestión de los usos sociales de la tecnología, reconociendo definitivamente que el progreso técnico es un abstracto cuyas expresiones concretas también hay que hacerlas depender de las preferencias ciudadanas.

En relación con el empleo es también necesario plantearse adicionalmente que, pese a todo, la disponibilidad (que no tiene que ser, sin embargo, apresurada) de una base tecnológica más avanzada permite ahorros de tiempo de trabajo, prácticamente en cualquier actividad productiva. Esto implica que mantener el objetivo de pleno empleo requiere "reinventar" el propio concepto de trabajo, o quizá más concretamente, el de puesto de trabajo, aunque esto último nunca puede llevar a hipotecar el principio de que el empleo debe ser la fuente del ingreso suficiente. Los empleos vinculados a llamada producción ecológica, a unidades productivas pequeñas y descentralizadas, a los contextos comunicativos entre productores y consumidores, y con preponderancia de la actividad humana o incluso artesanal, los relacionados con relaciones económicas exógenas al intercambio puramente mercantil y orientados más bien hacia la producción de valores de uso, entre otros, tendrán que ser objeto de un nuevo tipo de estrategias de empleo cuando la técnica (a la que no tiene sentido renunciar) permite un régimen de producción de los valores de cambio con menos presencia del trabajo.

Aunque es conocida la dificultad inherente a definir como objetivo global de la política económica a la igualdad hay un principio que me parece esencial: debe conseguirse desde allí donde se inician los procesos que dan lugar a la desigualdad, mejor que a través de mecanismos compensadores o simplemente re-distributivos.

Con esta idea, creo que es posible (y desde luego necesario) avanzar en el sentido de determinar las condiciones que, generadoras precisamente de desigualdad, deben ser en cualquier caso sorteadas.

Me refiero, por ejemplo, a la necesidad de evitar con el mayor rigor el poder de mercado que origina la quiebra de la competencia que resulta ser habitual en economías oligopolizadas. Tiendo a pensar que los discursos progresistas (en donde tampoco es difícil encontrar buenas dosis de convencionalismo esterilizante) han reaccionado muy mecánicamente en relación con el problema de la competencia. Aunque tengo el convencimiento de que, en cualquier caso, no puede tratarse de reivindicar el marco idealizado e irrealizable que proclama la economía ortodoxa, entiendo, sin embargo, que debería considerarse un planteamiento alternativo que entendiera el marco de competencia como la expresión de un régimen general en donde se garantizara y defendiera el intercambio en condiciones del más alto grado posible de simetría, como expresión de la difuminación de los poderes privilegiados de actuación que hoy día predominan en los mercados.

Finalmente, también el objetivo global de sostenibilidad debe ser matizado y concretado, entiendo que sobre todo en la línea de lo que podríamos llamar el principio de "limpiar, para producir y consumir con limpieza"; esto es, procurando de forma prioritaria la eliminación de los costes sociales actualmente soportados y la generación de los beneficios que llevaría consigo un régimen de producción respetuoso con el medio ambiente y una pauta general de consumo no despilfarrador.

Los instrumentos, o más claramente, el reto de un nuevo reparto

Naturalmente, la consecución de objetivos generales como los que he señalado o de sus expresiones más concretas, requiere disponer de instrumentos adecuados que, además, se utilicen de manera que no desencadenen una desestabilización más profunda que la que ahora provoca el desaguisado de la macroeconomía neoliberal.

Habría, pues, que maniobrar en cuatro campos específicos.

Políticas de recursos financieros

Es evidente que no puede abordarse la regulación macroeconómica en el sentido que propongo si no hay capacidad de financiar la dinamización de la actividad productiva que constituye el punto de partida de cualquier política alternativa.

En las condiciones actuales, la estructuración de los sistema financieros responde a una lógica en gran medida divorciada de la que, aparentemente, es su función, la de servir para la movilización de los recursos desde la circulación monetaria a la real. En lugar de ello, constituyen auténticos enquistamientos en el universo de lo monetario y su vinculación con la actividad industrial, agraria o productiva es más bien de carácter patrimonial. El grado de privilegio y poder del que disfruta la banca, su inveterada propensión a la mayor ganancia con el menor riesgo y su tendencia inmiscuir su poder en todos los resquicios sociales constituyen hoy día la rémora más pesada que debe soportar la actividad productiva y la creación de riqueza.

A fuer de ser realistas, no cabe pensar sino que cualquier política (y ahora no estoy pensando necesariamente en opciones radicales) que quiera hacer frente al deterioro inconmensurable que provoca el privilegio que el neoliberalismo ha concedido a lo financiero, deberá plantear una reconsideración del papel y función de la banca y del conjunto de los intermediarios financieros.

Hay que pensar no sólo en términos de régimen de propiedad, sino también en los modos posibles y necesarios de regulación y control, y que no tienen por qué considerarse irrealizables toda vez que existen experiencias de este tipo en casos en los que la proyección contradictoria de las políticas neoliberales ha generado situaciones de emergencia o inestabilidad profunda.

Algo muy parecido hay que establecer, en general, con los movimientos de capital.

Ya señalé más arriba hasta qué punto es incompatible el régimen de plena libertad con la estabilidad que se reclama para los mercados. Pero, además de ello, hay que tener en cuenta que se trata de un fenómeno que en nuestras economías repercute de una forma absolutamente determinante como freno a la actividad y estímulo de la especulación y el endeudamiento.

También en este caso autoridades neoliberales han llegado a establecer controles mostrando con ello que no se trata tampoco de una medida irrealizable, no siempre condenable; aunque es cierto, desde luego, que su efectividad es más escasa en la medida en que no responda a una estrategia general en el conjunto de los mercados.

La situación en que se desenvuelven actualmente las operaciones especulativas a las que principalmente se orientan los movimientos de capitales, sin estar sujetas a tributación alguna en la mayoría de los casos, indican también hasta qué punto el sistema es tan respetuoso con la ganancia como indiferente a la creación efectiva de riqueza. Y, justamente por ello, es necesario su control, así como el establecimiento de regímenes fiscales que desincentiven la especulación en favor del uso racional de los recursos.

Las actuaciones en el ámbito de los recursos financieros no pueden ser tampoco ajenas a la intervención sobre el gasto público, los ingresos públicos y los déficits. Lejos de lo que no puede calificarse sino como la demagogia predominante, que demoniza el gasto y además rehuye plantear la realidad del paro, del fraude y la evasión fiscales, un economista ortodoxo como R. Dornsbush afirma que "no es tan urgente el equilibrar las cuentas como recuperar la productividad del trabajo y la confianza de los consumidores".

Es preciso reafirmar que no hay razones ineluctables que obliguen a renunciar al impulso de la actividad a través del gasto cuando la economía se encuentra lejos de la plena utilización de los recursos, como igualmente hay que comprender que mayor problema que el déficit es su encarecimiento provocado por la política monetaria restrictiva y deflacionista.

Sin embargo, esto tampoco debe entenderse de ninguna manera en el sentido de que no sean precisas políticas específicas de racionalización del gasto, e incluso de su disminución allí donde no se contribuya a lograr los objetivos establecidos.

Incluso, como ya apunté más arriba, debe considerarse que las políticas de demanda que no estén vinculadas a propuestas muy eficaces de cambios en la estructura de la oferta pueden llevar directamente al fracaso, tal y como sucedió en varias experiencias socialdemócratas.

Políticas de reparto

En este ámbito habría que analizar y diseñar de manera singular todo un conjunto de actuaciones encaminadas, como he señalado antes, a lograr mayor igualdad y que creo deben operar principalmente a través de intervenciones sobre la oferta.

Me parece que los instrumentos más significativos en este caso son los relativos a las políticas de ingresos públicos, de reparto de trabajo, de política salarial y mercado laborales, y en general todas las que tengan una incidencia específica sobre el empleo, toda vez que éste puede ser considerado como el principal instrumento para lograr, si bien sea como estrategia de mínimos, reducir la desigualdad.

Políticas de transformación estructural

Me refiero aquí a las políticas industriales, agrarias y en general a todas aquellas que, como las anteriores, requieren un tratamiento específico y que inciden sobre las condiciones generales en que se desenvuelve el régimen de intercambios. Procurarían tanto el logro de los objetivos apuntados, como evitar la aparición de desajustes que incidan luego sobre el equilibrio macroeconómico.

Políticas de estricta gestión macroeconómica

Me refiero en este caso a todas aquellas medidas que deben ir destinadas a procurar que la búsqueda de los objetivos finales o intermedios no desencadene efectos perversos sobre el conjunto de la actividad económica.

Se trata de algo que puede ya haberse deducido que es esencial, a pesar de que los gobiernos de inspiración neoliberal renuncian a ello cada vez en mayor medida: la necesaria capacidad de maniobra para hacer frente a los impactos que una economía siempre sufre, principalmente, desde su exterior; aunque también, como consecuencia de fenómenos inadvertidos o excepcionales que se puedan producir en su seno.

No puede pensarse que haya que renunciar a ninguno de los instrumentos habitualmente utilizados pero particularmente mal aplicados, o al menos, aplicados provocando graves costes sociales, como la política monetaria en toda la gama de sus posibilidades, o el manejo de los tipos de interés.

Pero, en particular, es extraordinariamente importante señalar que un elemento esencial para tener capacidad de maniobra mínimamente suficiente en la regulación macroeconómica es la política de tipos de cambio.

Sin disfrutar de este instrumento es literalmente imposible que la política macroeconómica se revuelva para contribuir, al revés de lo que ahora sucede, a la creación de empleos y a la revitalización de las actividades productivas.

El economista inglés F. H. Hahn afirma que "el verdadero motivo para sostener los tipos de cambio fijos es, de hecho, el control de la clase trabajadora". Pues bien, invirtiendo el razonamiento, podemos decir que sólo se puede llevar a cabo una política global de apoyo explícito a la clase trabajadora (que es a lo que se pretende contribuir desde posiciones de alternativas de izquierda), si no es recobrando margen de maniobra en política cambiaria, lo que en román paladino requiere hacer saltar el régimen de tipos de cambio fijos.

A nadie se le puede ocultar que la posibilidad de poder utilizar estos instrumentos no está al alcance de la mano libremente. Cualquiera de ellos implica actuar de manera distinta a como se viene haciendo sobre el régimen distributivo existente. Ni nada más ni nada menos es lo que se está planteando cuando se habla de formular políticas alternativas.

Avanzar hacia la mejora del nivel de vida de los más desfavorecidos, erradicar la miseria y la pobreza, destinar los recursos preferentemente a la creación de riqueza en lugar de a la especulación, etc. son objetivos que implican recobrar recursos que ahora disfrutan las personas o grupos sociales privilegiados, no sólo en lo económico, sino también en el poder de decisión.

Por ello, las propuestas macroeconómicas se dilucidan finalmente en el campo de la ideología y de la política, allí donde los ciudadanos que no forman parte de ese minoritario pero poderosos ejército de satisfechos deben conquistar la capacidad de influir en las decisiones para que las que se adopten sean aquellas que, en lugar de empobrecerlos, satisfagan sus intereses

8. Los márgenes de maniobra, la hipoteca del corto plazo.

Las políticas cuyos grandes principios acabo de apuntar son posibles justamente porque la realidad nos muestra que resultan necesarias.

Sin embargo, cualquier política transformadora, que no se limite a ser un sucesión de inercias, parte de una limitación fundamental por el hecho de que no se inicia ex-novo, sino desde el contexto que desea transformar y que actúa lógicamente como una restricción, a veces insuperable, a la hora de ser aplicada.

Por eso hay que preguntarse también por esas condiciones de partida, por las posibilidades de iniciar una andadura diferente en política macroeconómica, a la cual le afectan restricciones más potentes toda vez que afecta en conjunto a la economía, y no sólo a aspectos parciales de la misma.

Cuáles son, entonces, las posibilidades reales de plantear con éxito una regulación macroeconómica alternativa y progresista?.

Me parece que en el caso española hay dos restricciones principales.

En primer lugar, la dinámica propia de una "economía de mercado" que lógicamente generaría defensas en la medida en que se pusiera en cuestión el nivel alcanzado en la remuneración del capital.

En segundo lugar, el hecho de pertenecer a la Unión Europea, a donde se ha desplazado conjuntamente buena parte de nuestra soberanía y de la capacidad de maniobra que es necesaria para articular este tipo de políticas.

Ambas circunstancias son importantes, pero creo que no necesariamente insuperables.

La reacción posible del capital ante estrategias que van a tener una expresión clara en la tónica de reparto serían principalmente de dos tipos: de carácter inflacionista, puesto que es de esta forma como suele manifestarse todo conflicto distributivo, y como desmovilización de capitales.

Sin embargo, me parece que las dos reacciones podrían ser convenientemente neutralizadas si se tienen en cuenta algunas circunstancias.

En primer lugar, que la composición del capital en España no es ni mucho menos homogénea. De hecho, la estrategia neoliberal hace también estragos en amplias capas del capital vinculado a la pequeña y mediana empresa, a los sectores más nacionalizados y, en general, a los que menos poder de mercado tienen a su alcance. En la medida en que las propuestas que se realizan no significan ni mucho menos una alteración del régimen de propiedad, por ejemplo, sino que se limitan a intentar recobrar y aumentar precisamente las posiciones perdidas en la actividad productiva más vinculada al empleo (como son generalmente las capas anteriores), y en tanto que de todas ellas se deriva una recomposición del poder de mercado, no necesariamente se tendría que producir la desmovilización de capitales. Más bien, se podría lograr una dinamización del ahorro y de la inversión inducida por los incrementos de renta.

Pero es que, además, hay que tener en cuenta que la experiencia histórica demuestra que políticas expansivas, lejos de expulsar capitales constituyen un potente factor de atracción, siempre, naturalmente, que eso no vaya acompañada de otras medidas (como remuneración elevada de activos financieros) que la desincentivan.

La desestabilización inflacionaria, ineludiblemente latente de todas formas, puede ser combatida en virtud de cambios estructurales en los mercados, con la potenciación de la competencia y con la disminución de todo tipo de costes de transacción que ahora son ocasionados, precisamente, por políticas que se desentienden de hecho de las condiciones reales en que se determinan los precios.

La pertenencia de España a la Unión Europea implica también una notable limitación, pero tampoco insuperable a corto plazo, o a medio y largo plazo si se acepta que los cambios que aquí se pudieran producir formarían parte antes o después de tendencias al cambio más generalizadas (o incluso originadas con anterioridad fuera de España).

En este caso, debe considerarse que España puede también contribuir a modificar las tendencias actuales y forzar los cambios de rumbo. Algo que, desde luego, nunca podría conseguirse si no llega a plantearse la necesidad de que eso se produzca y si, por el contrario, se asume el libidinoso papel de estrella en la formulación más reaccionaria de las estrategias europeístas, tal y como ha ocurrido en nuestra historia reciente.

Pese a todo, y a corto plazo, no puede olvidarse que se están planteando cuestiones que están dentro de lo que es posible llevar a cabo en el marco institucional de la Unión Europea, como una eventual salida del mecanismo de cambios del Sistema Monetario Europeo, la devaluación, o el control de capitales.

No se olvide que buena parte de los problemas que hoy padece la economía española provienen de que, con la celeridad de todos los villanos, nuestros gobernantes han adelantado en varias ocasiones la fecha de aplicación de determinadas condiciones de la integración, de que asumen las directrices comunitarias con disciplina mucho más espartana que la de otros países, o, sencillamente, de la nefasta negociación que en su día se llevó a cabo para lograr aceleradamente la integración.

En lugar de mantener con irrealismo el empeño de la moneda única y de la convergencia nominal, España debería asumir que en los próximos dos o tres años la Unión Europea se va a convertir en un descontrolado mar revuelto, en donde es muy posible que de nada sirva en su momento el haber mantenido con virginal candor la fidelidad a las reglas de convergencia.

Por el contrario, llegaría entonces mucho más fortalecida si lo hace con la suficiente capacidad de maniobra que impida que los desajustes que van a ir llevando a ese final desbocado no se conviertan en impactos terribles para nuestra economía.

En mi opinión, las circunstancias de la economía española por un lado, y la previsión segura de que la convergencia diseñada pensando en la creación de la moneda única terminará llevando a una crisis institucional y a unos mayores costes para las economías más débiles como la española, permiten considerar que la situación de nuestra economía es casi de emergencia.

Ante eso no puede caber otra solución que diseñar una estrategia a corto plazo que, expresada en un compromiso nacional para la creación de empleo, se plantease la renuncia a la convergencia nominal para desarrollar una clara política de expansión de la actividad y 6el crecimiento, utilizando para ello el mayor margen de maniobra posible en los términos que antes he señalado.

De esa forma, y al contrario de lo que sucede con políticas que han elevado el nivel de paro al 23 por cien de la población activa, España no saldría de Europa; la estaría haciendo entrar en una época diferente que debe estar marcada por menos frustración y más bienestar.

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