- Una brevísima aproximación
- El patrimonio intangible
- Escenarios
- La villa del miedo
- Sombras
- Las ruinas
A la vera del camino, solitaria, destartalada y en ruinas, muy cerca del Parque Camet de Mar del Plata y a metros de la costa del Atlántico, se yerguen las estructuras residuales de una antigua mansión de estilo neocolonial conocida, durante los primeros años de la década de 1980, con el nombre de Villa Joyosa.
Según consta en el registro marplatense del patrimonio histórico[1]la villa fue construida aproximadamente en 1916, estando el proyecto a cargo de los señores Roberto Soto Acebal, Fontana y Cremonte. No he podido recabar hasta la fecha más información sobre sus propietarios o sobre la temprana historia de la casona. Todo lo que a continuación expondré se basa en testimonios orales y datos obtenidos en los medios de comunicación de la época e Internet. Es por lo tanto ésta una primera aproximación —tímida e incompleta— de su historia.
Una brevísima aproximación
La historia de la Villa Joyosa está inmersa en el misterio; atravesada por el lujo primigenio, el dolor, las torturas y muchas páginas en blanco difíciles de completar. Sus muros, salones y patios interiores, así como su imponente torre, vieron pasar a miembros de la aristocracia de principios del siglo XX, conservadores que, seguramente, trataron de adaptarse al régimen radical presidido por Hipólito Yrigoyen, inaugurado el mismo año en que la villa abrió sus puertas. Con el tiempo, otros visitantes, otros propietarios, recorrieron sus estancias, esta vez con intensiones muy distintas, aunque con un desprecio a la democracia bastante parecido.
En la década de 1970, la represión ejercida por los militares golpista convirtió a la villa en una centro de detención clandestino que llegó a tener una nefasta fama internacional —aunque breve— en la historia de la violación de los Derechos Humanos en Argentina. Algunos años después (a mediados de los "80), como deseando tapar toda esa inmundicia, la Villa Joyosa se transformó en un "boliche" bailable. La música "disco" y algunas parejas enamoradizas colmaron sus ambientes; y no fueron muchos los que, desde Mar del Plata, encaminaron sus autos hacia el edificio. Y digo bien: "no fueron muchos", porque la empresa no funcionó tal como se esperaba. El destino económico de la villa no prosperó y en poco tiempo cerró sus puertas. De poco valieron los exorcismos que los concesionarios del local contrataron para "echar la mala onda" que decían se respiraba en el lugar. Y así, mal ubicada para un negocio bailable, en una zona con ventiscas marinas que, aún en verano, suelen ser heladas, la Villa Joyosa fue gradualmente abandonada. Todavía recuerdo cómo se degradaba de a poco. Constituía un mojón imposible de obviar en mis frecuentes viajes a Villa Gesell. No podía dejar de observarla cada vez que pasaba por el frente. Veía cómo los graffiti la iban colonizando, y sus paredes perdían el brillo que los empresarios de la noche le habían dado, por un lapso muy corto. Era como si las sombras de su triste historia la hubieran condenado a ser una ruina. Una inmoral tapera, apartada; alejada del destino de grandeza y opulencia que sus arquitectos habían imaginado para ella.
Con el tiempo, la tradición oral marplatense pobló al edificio con relatos tenebrosos, sobrenaturales, y los siempre presentes fantasmas del imaginario empezaron a circular por sus deterioradas dependencias… hasta hoy.
El patrimonio intangible
Cualquier acercamiento a una Historia de los Fantasmas, y particularmente a la de la moderna leyenda urbana marplatense, implica revelar —y relevar— historias paralelas de crímenes, muertes violentas, suicidios y pesares, reales o imaginarios. Son ellas las que enmarcan la creencia en un flujo de "larga duración" determinado históricamente y exacerbado principalmente en épocas de crisis, cambios e incertidumbre. Como hemos dicho en otra oportunidad, es factible encontrar un nexo bastante sólido entre el aumento del sentimiento de individualismo y la difusión de las historias de fantasmas.[2] El temor, alimentado por la incredulidad respecto del destino de la supervivencia post-mortem, como así también la negación de la disolución del "yo", encuentran en los relatos de fantasmas una válvula de descompresión, de escape, a la inseguridad de la existencia individual después de la muerte. Por otro lado, la gradual pérdida de los lazos de solidaridad comunitaria y el incremento del sentimiento de soledad, amplificaron la creencia en fantasmas; seres aislados, errantes, solitarios, en un espacio imaginario informe, de sombras no definidas, bien propias en una sociedad cada vez más escéptica, insegura y falsamente solidaria.
Ningún espacio escapa a los seres de ultratumba. Tanto en sitios públicos como privados, el folclore y el rumor están poblados de espíritus errabundos que, como es tradición, siempre anuncian algo: crímenes contra los derechos humanos (fantasmas de la Villa Joyosa y del Estadio Mundialista de Fútbol, inaugurado en 1978); éxitos y fracasos artísticos (fantasmas en el Teatro Auditórium); accidentes (fantasmas en rutas y cruces de caminos) o creencias animistas (fantasmas de bosques y playas alejadas de la costa).
Como todas las ciudades del mundo, Mar del Plata no escapa a la fatalidad de tener sus propios espectros e historias populares de aparecidos; almas en pena que se mezclan con las decenas de miles de turistas que visitan la ciudad. Son ellas las que ocultan muchas miserias, en silencio, resguardándolas de los ojos ajenos y, como una mujer en decadencia que soslaya su decrepitud con maquillaje, sólo indirectamente revelan —en cuentos, rumores e historias de fogón— los temores y el malestar de una sociedad transida por los problemas.
Personajes omnipresentes en el folclore de todos los pueblos, los fantasmas son una parte indispensable del patrimonio intangible de las grandes urbes, pequeños asentamientos e incluso del campo. Centenares de miles de historias giran en torno de ellos y decenas de programas de televisión, revistas "especializadas" y artículos en Internet, los tienen como principales protagonistas; sin hablar de la moderna leyenda urbana o de los libros de demonología que circulan desde hace siglos.
Fogones de todo tipo los convocan noche tras noche y sus etéreas figuras tienen una presencia más firme y duradera que muchos personajes históricos de carne y hueso. Allí están aparentemente desde siempre; asustándonos, amenazando nuestros marcos de referencias, esperanzándonos respecto de una vida más allá de la muerte, denunciando nuestros temores ancestrales, grandezas y miserias; y recreando, de un modo por cierto duradero, la oscilante visión maniquea de la existencia, que enfrenta al cuerpo con el alma, lo bueno con lo malo, la inmanencia con la trascendencia o el castigo con el premio.
Sus historias son variaciones sobre una serie acotada de temas y —tal como lo señalé en un libro anterior, Visitantes de la Noche— recrean el imaginario y los temores de una época de un modo interesante. Con los fantasmas y su historia podemos vislumbrar mucho más que la maestría de un buen relato de horror o la capacidad morbosa que todos tenemos para asustar y ser asustados. En el fondo de toda narración fantasmal hay siempre un legado moral que vibra en consonancia con la época en la que circula. En cierto modo, suelen ser fábulas modernas que hablan de temas universales, arquetípicos (la muerte, el amor, la venganza, el miedo, la justicia, etc.); de ahí su larga permanencia a lo largo del devenir de nuestra especie.
Escenarios
Es triste, y extraño al mismo tiempo, observar cómo la fugacidad de un presente incierto suele imponer su tiranía sobre el pasado de una ciudad, destruyéndolo sistemáticamente. En algún sentido, la ciudad de Mar del Plata es el mejor ejemplo que conozco de ello. A lo largo de los veintidós años que viví allí fui testigo de la rapacidad insensible de las topadoras que demolían mansiones, hoteles, edificios públicos y paseos, ante el desinterés apático de la mayoría de sus habitantes. Como una de esas pizarras mágicas que los niños usan para dibujar y luego borrar, Mar del Plata ha sido un cuadro pintado y suprimido más de una vez; despojándosela así de gran parte de su pasado material, que tanto ayuda a reafirmar la identidad de una sociedad.
Cada vez son menos los testigos arquitectónicos de épocas pretéritas que quedan en pie. Una absoluta falta de respeto e interés por el patrimonio histórico hizo que viejas casonas señoriales del período oligárquico (siglo XIX) hayan caído bajo la fuerza impiadosa de los martillos y picos, para convertirse en playas de estacionamiento, bingos o locales de juegos electrónicos de corta vida. Otras construcciones vieron pasar el tiempo sin cuidado alguno, decayendo progresivamente hasta alcanzar el status de verdaderas taperas urbanas, que exhibían las miserias de los años de "vacas flacas" en sus paredes descascaradas y llenas de moho, techumbres podridas y altísimos yuyos cubriendo espacios que otrora fueran aristocráticos jardines de la burguesía local. Ni siquiera las fachadas fueron restauradas o cuidadas. Todo se demolió en pos de una idea decadente de progreso; justificada por el combate a los ejércitos de ratas que poblaban los edificios abandonados.
Nadie hizo nada. Nadie pudo hacer nada. Comúnmente se dice que "el pasado no tiene precio", pero también es cierto que hay que invertir en él para conservarlo. Porque en un país transido por la crisis económica durante décadas; que además soportó el vendaval anticultural del neoliberalismo menemista en los años noventa, no resulta extraño que los escasos fondos disponibles hayan sido derivados hacia cuestiones más urgentes o a los bolsillos de los descarados políticos de turno. Así, pues, gradualmente, la geografía emocional de la ciudad fue desapareciendo y los mojones materiales, en los que suele afirmarse el pasado, se desvanecieron. Barrios, avenidas y plazas, incluso la mismísima zona costera, cambiaron de apariencia y cientos historias locales se perdieron con ellas. A tal punto es así que "leyendas" como la del Torreón del Monje carecen de la fuerza que tienen en otros lugares construcciones semejantes; y a mi entender se debe a una razón simple: es una leyenda forzada, un injerto artificial inventado en un escritorio por el concesionario del edificio. Una historia concebida para dotar de falso romanticismo a un predio que nada tiene de medieval, como es de prever; y cuya tradición poco efectiva a nadie convence.
En la moderna geografía urbana marplatense, desprovista ya de su pasado material más significativo, se advierte una extraña vocación por la demolición; un impulso de fiesta destructiva que niega la perspectiva histórica y reniega de un pasado muchas veces conceptualizado como oligárquico, ostentoso e injusto, poco democrático y elitista. El culto a un presente eterno, y al olvido, se pone de manifiesto con el derrumbe de cada casona; generándose así una tabula rasa, un vacío, en el que las historias pasadas no encuentran asidero concreto y los espectros de la leyenda urbana se convierten en apátridas, sin escenarios donde representar las dramáticas historias moralizantes que protagonizan.
El paisaje marplatense de hoy tiene que fabricar sus propios fantasmas.
Depredado como fue, debe elaborar —y tratar de conservar, en la medida de lo posible— historias nuevas construidas colectivamente. Pero eso demanda tiempo, y las largas duraciones —tan propias en las historias de espectros— tienen que germinar en espacios "sin prosapia" o construcciones modernas que carecen del aire victoriano que culturalmente hemos incorporado como propicio para que ese tipo de relatos pasen a ser parte del acervo intangible de un pueblo.
¿Dónde se esconden hoy los fantasmas de Mar del Plata? ¿Qué han tenido que hacer para mantenerse vivos frente a la devastación de sus espacios "naturales"?
La Respuesta es simple: adaptarse.
Ése es el secreto: la adaptación a escenarios nuevos que no exhiben ya telarañas, terrazas almenadas o chirriantes puertas de roble, finamente talladas. Por el contrario, la nueva infraestructura urbana, con sus edificios de departamentos monocordes y anónimos, suelen ser depositarios de historias espeluznantes. También espacios públicos, como las canchas de fútbol, tan alejadas del estereotipo literario de sitios embrujados; playas; reparticiones gubernamentales e incluso teatros tradicionales de la ciudad guardan historias desconocidas por muchos y que circulan en voz baja, negándoles importancia. Sólo de tanto en tanto emergen. Fascinando. Generando un morboso entusiasmo por saber más, por conocer a su protagonistas, por internarse en esos recovecos oscuros esperando toparse con una figura etérea que nos haga replantear nuestra actual visión de la realidad.
La villa del miedo
Como en todas partes, las leyendas de fantasmas florecen con las situaciones traumáticas, y la costa sur de la Provincia de Buenos Aires no está exenta de ellas.
A poco de dejar el casco urbano de Mar del Plata nos encontramos con la localidad de Camet, y allí, con el cuartel del Grupo de Artillería de defensa Aérea, GADA 601, que fuera la cabecera del Comando de Zona I, Primer Cuerpo de Ejército, durante la última dictadura militar, de 1976 a 1983. Desde allí, los "grupos de tarea", conformados por torturadores uniformados, desplegaron su dominio de terror y represión por toda la zona; organizando numerosos centros clandestinos de detención.
En su libro, Carlos Bozzi brinda una exhaustiva lista de ellos, consignando como tal al «Inmueble ubicado al ingreso del Parque Camet, utilizado por el Ejército, Mar del Plata: Villa Joyosa (…)».[3]
Y algo más adelante amplía:
«Villa Joyosa cobró notoriedad pública a principios del año 1984, cuando el ex cabo de la Marina, Raúl David Villariño, comenzó a denunciar los asesinatos cometidos por esa fuerza. Entre varias notas publicadas en la revista La Semana, una fue dedicada a este sitio, donde el arrepentido dice haber visto con vida a la joven sueca Dagmar Ingrid Hagelin (…)».[4]
La historia de esta adolescente, desaparecida el 27 de enero de 1977 en el Palomar, provincia de Buenos Aires, secuestrada por un grupo de tareas al mando del ex capitán de la Marina, Alfredo Astiz (el Ángel de la Muerte), se convirtió en uno de los casos más conocidos del momento. La búsqueda, iniciada por el padre de la joven, generó la reacción del gobierno sueco (que casi llegó a romper relaciones diplomáticas con Argentina) y el pedido de aparición con vida tanto del presidente James Carter (EE.UU.) como del Papa Juan Pablo II.
De nada sirvieron. Dagmar Hagelin nunca apareció, pero los testimonios de ex detenidos liberados brindaron algunas pistas sobre su paradero posterior al secuestro.
En 1979 uno de ellos contó que, mientras estaba detenido en la ESMA (Escuela de Suboficiales Mecánica de la Armada), vio y habló con Dagmar en tres ocasiones. Dijo que la chica estaba conciente en una camilla de la enfermería del sótano. Posteriormente, tras el regreso de la democracia en diciembre de 1983, el padre de la muchacha insistió en sus investigaciones y, acompañado por periodistas de la revista La Semana, se entrevistó el jueves 12 de enero de 1984 con un confeso secuestrador de la ESMA, el ya mencionado Villariño, quien, desde Punta del Este (Uruguay), dijo que había visto a Dagmar en Mar del Plata, en lo que llamó un «centro de recuperación». Afirmó que la joven estaba en silla de ruedas y que él mismo la había ayudado en sus movimientos. Asimismo describió con precisión el sitio y sus alrededores (agregando posteriormente que, además de centro de recuperación, el lugar había sido una cárcel clandestina con crematorio incluido).[5]
Con estos datos en su poder, el señor Dagmar viajó a Mar del Plata el 14 de enero y encontró el sitio descripto por Villariño. Estaba frente al mar. Ya no funcionaba como centro de recuperación militar, sino que era una confitería llamada Villa Joyosa.[6]
Diez días más tarde (24/1/84) con todos estos elementos en su poder, el juez Chichizola dispuso el allanamiento a la casona de Camet. En el procedimiento se encontró, en la corteza de un árbol ubicado en los fondos de la propiedad, las iniciales «D.H» grabadas en un tronco. De inmediato se pensó que podían llegar a ser una señal desesperada de Dagmar Hagelin para demostrar su paso por ese lugar. Pero las pericias de la justicia no pudieron establecer definiciones concretas y todo quedó como el probable resultado de una casualidad.
Pero lo que no es casual, sino una constante en todas partes, es la posterior relación que sitios con historias como las de Villa Joyosa guardan con leyendas urbanas de corte sobrenatural.
Sombras
En 1997, por intermedio de una ex alumna, y mientras recababa información para un libro sobre la creencia en fantasmas, tuve la oportunidad de acceder al testimonio oral que le brindara el empresario que regenteaba Villa Joyosa durante sus días de confitería bailable. Lamentablemente la cinta que contenía su relato en primera persona se extravió, razón por lo cual no puedo transcribirlo textualmente. De todos modos, recuerdo muy bien los conceptos que vertió oportunamente.
Según consignó, la villa ya tenía «mala fama» mucho antes de que él la alquilara a muy bajo precio. Durante las reformas que encaró para adaptarla a sus nueva necesidades, los operarios que allí trabajaron (que seguramente conocían de oídas el oscuro pasado del lugar) afirmaron sentir «mala onda» en algunas de las dependencias, así como observar extrañas manchas que aparecían repetidamente en determinadas paredes del edificio, una y otra vez. Por otro lado, tampoco faltaron los rumores sobre «extrañas voces» dentro de la piscina del complejo, «sonidos raros» y «sombras informes» deambulando por el complejo.[7]
A fin de exorcizar todos esos rumores y tener éxito en su emprendimiento empresarial, los inquilinos a cargo de la Villa llamaron a un curandero para que «limpiara» el sitio de «malas influencias».
De nada sirvió.
Villa Joyosa sobrevivió a duras penas unas pocas temporadas. Cerró sus puerta y cayó en un abandono sofocante hasta convertirse en la ruina que es hoy.
Las ruinas
El 22 de agosto de 2011, casi al anochecer y envueltos en un lacerante frío invernal, mi hijo Rodrigo, Alberto Domínguez y yo, decidimos por primera vez en años realizar una exploración por los restos de Villa Joyosa.
El perfil melancólico de las ruinas se recortaba sobre un cielo encapotado y gris, y los ojos huecos de sus ventanas parecían vernos con resquemor, atemorizados tal vez por los secretos que podríamos arrancarles y que, a la postre, no conseguimos.
Una sensación de opresión nos ganó a todos, y entre tanto abandono y tanto olvido, el poder de los yuyos, de la humedad y la salinidad del mar cercano van devorándose la casona que, ya sin resistencia, se deja llevar hacia la desolación, devorada por el silencio sepulcral de cada tarde.
Cual un cadáver insepulto, la Villa Joyosa no ha podido impedir las destructivas dentelladas del tiempo que, como una hiena impiadosa y hambrienta, desmiembra de a poco su primigenia fisonomía. Pero son también los saqueadores los que contribuyen con su agonía. Acentuándola. Atormentando los contornos del edificio. Despojándolo de la madera utilizable, de las chapas, puertas, grifería, plomo y azulejos. Ya poco queda en su lugar original. La villa es un cuerpo descarnado y su alma, si es que alguna vez la tuvo, se perdió durante la dictadura militar entre los gritos y el dolor de los torturados allí.
A solas, esperando la piqueta que en cualquier momento llegará, la casona neo-colonial espera terminar sus días en la mera memoria de algunos pocos. Sólo en ese recuerdo realizará su definitivo viaje hacia el olvido que, como la noche, todo lo borra.
Después de ser una confitería bailable (sin demasiado éxito), la desolación cayó sobre la villa. Veranos e inviernos sucesivos hicieron mella en su estructura y las primaveras muy pocas veces pudieron volver a darle el esplendor que tuvo a principios del siglo XX, cuando emergió como mansión de la oligarquía local. Hoy la villa permanece herida por el frío, por el viento costero; roída por el óxido, la humedad, y convertida en refugio de pájaros, ratas y murciélagos. Sin excluir algún que otro indigente que, ignorante seguro de su pasado, convive sin saberlo con un capítulo tenebroso de nuestra historia.
La muerte rondó por la villa y todavía sigue rondándola en el recuerdo traumatizado de algunos sobrevivientes; en las leyendas urbanas que nos siguen hablando de fantasmas que regresan del Más Allá como queriendo denunciar las inhumanidades que debieron sufrir en vida. Por todo esto, Villa Joyosa debería ser un sitio donde reeditar la memoria.
Su torre de aspecto medieval es lo último que vemos al alejarnos con el auto. Se yergue hacia el cielo como un dedo helado y muerto.
Un dedo intimidante, desesperanzado y solitario.
Autor:
Fernando Jorge Soto Roland*
Agosto 2011
[1] Véase en Web < www.patrimoniomdp.com.ar>
[2] Soto Roland, Fernando Jorge, Visitantes de la Noche. Aproximación a la creencia en fantasmas en el imaginario de la Cultura Occidental, Editorial Martín, Mar del Plata, Argentina, 1997. Véase en Internet www.la-lectura.com
[3] Bozzi, Carlos, Luna Roja, Desaparecidos de las Playas Marplatenses, Ediciones Suárez, Mar del Plata, 2007, pág.33.
[4] Ibídem, pág.34.
[5] Véase en Web < htpp://www.desaparecidos.org/arg/víctimas/h/hagelin/Dagmar.html>
[6] Véase en Web < htpp://www.derechos.org/nizkor/arg/doc/hagelin.html>
[7] Es interesante advertir que historias semejantes circulan en el Estadio Mundialista de Mar del Plata, construido por la dictadura en 1978; y del que siempre se dijo que guarda en sus cimientos los cuerpos de un número no determinado de desaparecidos. También en el Parque Acuático de la ciudad (Aquarium) se habla de fantasmas. Dicen que un hombre joven se «aparece» para luego desaparecer sin dejar rastros. Estos hechos /dichos han motivado (según circula oralmente) la renuncia de varios empleados de limpieza. Se especula que la aparición está relacionada a las actividades que se practicaban en el predio de Aquarium durante la dictadura de los ’70, y que fuera un lugar de detenciones ilegales, tortura y desaparición de personas.