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La culpa inhibe la ternura (página 2)

Enviado por Ricardo Peter


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Damos la razón a la Ilustración griega según la cual el hombre es un animal racional. Damos la razón a Aristóteles cuando afirmó en su libro Política que "el hombre es el único animal que posee razón" y también a los estoicos que posteriormente convirtieron en célebre la definición del hombre como "animal racional". Lo racional es una característica esencial del hombre y la razón es también una cualidad específicamente humana. La parábola del Hijo pródigo no entra en disquisiciones o especulaciones filosóficas sobre la naturaleza del hombre. Pero aunque no discute la importancia de la razón, sí deja claro que no es la razón la primera cualidad de lo humano. Esta corresponde a la ternura. Ninguna otra cualidad es más propia del hombre que la ternura.

Sin embargo, para que la ternura sea una capacidad y no sólo una cualidad, un atributo, una mera peculiaridad del hombre, es decir, para que la cualidad se vuelva capacidad, algo operativo, acto y no mera potencia, como dirían los escolásticos, para que la ternura sea una actividad interior y no un mero pensar, es necesario ser tierno.

La ternura es una cualidad de tierno y tierno, según el diccionario de la Real Academia Española, indica algo que "se deforma fácilmente por la presión y es fácil de romper o partir". Tierno, aclara el mismo diccionario, se dice de la niñez porque es la edad de la delicadeza y porque el niño es propenso a ser afectuoso, cariñoso y expuesto al llanto. Se es tierno porque se es débil. La ternura, el amor, la compasión no se da automáticamente. Sólo se dilata en la medida en que experimentamos la fragilidad, la vulnerabilidad.

Si mi fuerza radica en mi poder y si mi poder radica en mi autoridad, en mi soberanía, en mi vigor físico, en mi eficacia, en mi pujanza económica, en mis privilegios y prerrogativas sociales, en mi competencia laboral y en mis derechos, entonces no soy capaz de ser tierno. Seré prestigioso y poderoso, acaudalado y pudiente en muchas áreas sociales, un ser influyente e importante, pero en el plano de la ternura seré un ser duro, resistente, invulnerable, un verdadero discapacitado emocional. El impacto de la desgracia ajena sobre mi sistema mental será leve, trivial, insignificante. Tendré un carácter blindado, forrado ante la pena y el dolor ajenos. Pero como consecuencia seré también un ser árido, desolado, con probables puntas de obstinación y de terquedad, enajenado de la dimensión más poderosa del ser humano: la ternura.

Me viene a la mente una frase que me impactó cuando era joven. Esa frase decía: "No tengo más fuerza y poder que el riesgo y la inseguridad de mi propio corazón". El tipo de debilidad a que se alude en esta frase es una forma de fortaleza, mientras la fuerza, tal como la entendemos, es una forma de muralla.

Quiero recordar que el autor de la parábola del Hijo pródigo, en otro de sus famosos, atrevidos y perturbadores pasajes, puso la condición de volverse niño para entrar en su proyecto. Según la parábola, la fuerza del hombre compasivo radica en su propia debilidad.

Imagino lo mal que puede asentar esta señalación en nuestro tiempo regido por las leyes del mercado. En un mundo orientado al triunfo, al capital, a los beneficios, a la venta de mercancía, al dinero, al poder social y que vive diariamente una nueva forma de esquizofrenia crónica que no es entre ser y tener, como un tiempo destacaba Erich Fromm, sino entre el temor de tener siempre muy poco y el afán de tener mucho.

Lo que puede unirnos a los demás es la debilidad, no la fuerza. La fuerza nos provoca, nos enfrenta, nos vuelve seres exaltados, furiosos. Sin ternura somos seres irritables ante los defectos propios y ajenos.

Desde el punto de vista de la parábola, la incapacidad de amar es sólo la incapacidad de ser tiernos con un ser limitado y defectuoso como nosotros y con un ser limitado y defectuoso como los otros. Esta incapacidad de ser insensible a lo humano es lo que la Terapia de la imperfección etiqueta con el nombre de egoísmo. El egoísmo, sin embargo, no es el rasgo de la persona que se ama excesivamente, como se suele creer erróneamente, sino de quien se aborrece. "Una persona egoísta, dice Hugh Prather, es como una línea de energía conectada a nada".

A este propósito habría que mencionar el poder que tiene el hombre que no se ama. Aun cuando el hombre no tiene el poder de dar la vida, el que no se ama tiene, paradójicamente, el poder de destruir la vida. Este poder hace del hombre un semidiós o un dios-invertido. Desde este punto de vista, la desobediencia de nuestros ancestros cumplió la promesa de ser como dioses. La historia del hombre es la documentación del poder de repudiar la vida. Poder que el hombre ejerce derrotando, desaprobando, erigiéndose contra sus semejantes, oponiéndose. Qué razón tenía Nietzsche cuando escribía: "Los monos son demasiado buenos para que el hombre descienda de ellos".

La guerra, la agresión física o a la agresión verbal, son muestras del poder que tiene el hombre de echar abajo la vida. Porque el hombre no es capaz de amar a nadie sino es capaz de compasión para sí mismo.

Ocupémonos ahora de la parábola del Hijo pródigo. Desde que el hijo pródigo, que si me permiten yo acostumbro llamar Leví, aparece en escena, se presenta, no obstante su corta edad, como un hombre de negocios: "Padre, dame la parte de la propiedad que me corresponde". Una petición que denota mucho calculo, o sea, mucho recurso a la razón. Es un joven que se motiva desde el valor de mercado. La primera vez que irrumpe en la escena manifiesta su principal preocupación: no por el padre, ni por la familia. No está interesado por la vida en términos generales, sino por el capital. Aparece como un ser alienado, referido a una abstracción, como es el dinero. El dinero es lo único que domina en su vida. En su primera aparición no hay expresión de su sentir, sino de su razonar. Por eso, cuando hay falta de amor a sí mismo, repetimos, se deja de sentir y entonces se duplica el razonar.

En cambio de la parte del padre no hay huellas de razonamiento. La parábola narra la respuesta del padre: "Y el padre repartió la fortuna entre ellos". Si hubiera razonado, lo hubiera mandado al diablo o hubiera dado largas al asunto. ¿No es esto lo que hacemos cuando nos piden un préstamo?: "Claro que sí, con gusto, sólo déjame ver con están mis finanzas para este fin de quincena" o respondemos: "Mira: la verdad es que me agarras en un mal momento, qué lástima". El padre no responde en absoluto, cumple. Su punto de vista de la vida es otro. Da la impresión de no sentirse empobrecido con la entrega de su patrimonio. Ahora que ha entregado sus bienes no se siente destronado. Por otra parte, el padre no se sirve del dinero para controlar, para manipular la libertad del hijo. El muchacho se larga y a continuación la parábola narra las desavenencias y reveses que vive en un país lejano, donde lleva una vida desordenada y termina gastando todo. Su situación personal se complica con una "escasez grande" que se da en esa región y, para colmo de males, al señorito le toca trabajar en lo único que pudo encontrar: cuidando cerdos.

Se está muriendo de hambre cuando "entra en sí" y recuerda que en casa de su padre los trabajadores tienen pan de sobra. ¿En qué parte "de sí" entró? En su memoria y en su entendimiento, pero no más allá. No olvida lo bien que se comía en casa de su padre. Pero el hijo pródigo no sólo tiene buena memoria, sino que razona de maravilla y, consecuente con la lógica de su razonamiento, se pregunta: –"¿Por qué no me levanto?". Dicho y hecho. Sólo que de regreso a casa va repasando el discurso que le dirá a su padre: "Padre, pequé contra Dios y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo, trátame como a uno de tus empleados". Consecuencia de su razonamiento es la culpa, de ahí brota. Con estos nubarrones mentales se va martillando de regreso a casa. Vale la pena preguntarse: ¿qué haríamos sin la culpa? ¿Cómo nos las arreglaríamos con nosotros mismos? Sin embargo, la parábola no es una invitación a la culpa, sino un desafío a la compasión y es aquí donde la parábola afecta nuestros esquemas mentales.

La parábola trata específicamente no de la capacidad de ser punitivo, sino compasivo consigo mismo. Como quien dice, la verdadera venganza es la ternura consigo mismo. Con este requerimiento de la parábola, la culpa deja de estar de moda, pierde su atractivo, su enganche pseudoreligioso con nuestro sistema mental. La parábola del Hijo pródigo manda la culpa al basurero. La culpa no es un valor teológico. No es cierto que la culpa nos arregla o repara ante Dios. Pero tampoco es lo propio del hombre, un valor antropológico. Con la culpa no nos reparamos, sino que nos empantanamos. La culpa es todo caso es un valor mefistofélico. Realmente hay que tener pactos con el diablo para echar mano a la culpa y promover la culpabilidad.

La parábola del Hijo pródigo no es compatible con la culpa. De hecho ni la menciona, no hace referencia a ella. El Evangelio reconoce la necesidad del arrepentimiento y de la conversión. Invita al arrepentimiento, cuyo valor no sólo es antropológico, sino –para el creyente- también es teológico. El arrepentimiento afloja nuestra dureza y derriba nuestras murallas psicológicas, nos hace sentir frágiles, impotentes, nos hace llorar, porque nace de la dimensión emotiva, sin maldecirnos ni maldecir a nadie, porque no es fruto de la razón, como bien distinguía Spinoza. El arrepentimiento abate, nos crea pena y pesar por el daño causado. La culpa, en cambio, es fuente de disgusto y de aflicción que termina blindándonos, forrándonos de acero ante la debilidad y la vida es el sacramento de la debilidad humana. Un corazón contrito es un corazón abierto nuevamente a la defectuosidad de la vida El que está en culpa no se siente impotente, sino omnipotente. Se cree Dios, capaz de dar un juicio definitivo sobre su ser. Cuando le digo a alguien que he ofendido gravemente: "Me siento en culpa ante ti", podemos traducirlo: "Estoy cerrado ante ti"- "Pruebo desprecio por tu humanidad y por la mía"; o le decimos: "porque tu existes, me siento así, en culpa" o, en fin, pudiéramos estar también diciendo: "necesito ser otro, no el que soy". ¿De qué sirve regresar a casa y decirle al padre: "ya no merezco llamarme hijo tuyo, trátame como a uno de tus siervos"? ¿Qué alivio brindamos a un ser querido cuando le pedimos el favor que nos desconozca y excluya de su lazo familiar? ¿Cuándo lo invitamos a practicar el rechazo? Precisamente esa reclamación es resultado de la culpa. Al hijo pródigo debió parecerle una petición dignificante; al padre, una solicitud denigrante.

Es en ese momento, no antes, que el hijo pródigo está pecando contra el cielo y contra el padre. ¿Qué padre encuentra consuelo cuando le piden que niegue la filiación? El hijo regresa a casa por el pan, no por el amor al padre. A tal punto se había desorientado de sí mismo que fomenta la culpa. Se trató de una expresión de odio a sí mismo. El rumbo que ha tomado es intrapunitivo. Pero por esta razón, en sus palabras no hay amor hacia el padre. La culpa inhibe la ternura. La alternativa a la culpa es el perdón, pero Leví no es suficientemente humilde como para pedir clemencia, piedad, comprensión, misericordia. Como señalo en Ética para errantes, "la culpa que Leví pretende como recompensa por su regreso peca contra la humildad del ser"[1]. Es una falta de respeto para consigo mismo pues no toma en serio su ser limitado. La culpa no sólo difama y deshora al hombre, sino que lo extingue como tal. La culpa se arraiga en la soberbia. En el endurecimiento. Cuando el hombre emite un juicio de condena contra sí mismo se llama a la muerte, a la abolición de lo que es.

De la culpa no puede proceder la vida, sino la posición terca, obstinada y dogmática contra la vida. La culpa no es el camino de regreso, sino la desorientación y la pérdida del sentido. La culpa lleva entonces a la angustia de ser y ésta a la desesperación". ¿Por qué atenta la culpa contra el ser? Cuando el hijo pródigo reclama ser tratado como alguien distinto de lo que es, pide ser de otra manera. Reclama un ser ontológicamente nuevo, sin taches. Quiere que su padre lo repare, lo restaure y arregle al punto de ser otro. Lo que está reprochando no es su derrota, sino su propia humanidad. Pero, por no querer ser humano, se deshumaniza. En el fondo, Leví está ocasionando al padre una segunda pérdida. No se afirma, sino que se niega como ser humano. Tampoco quiere aprender del error, de la adversidad.

¿Quieren conocer la identidad del padre? Lucas lo presenta como un sujeto de emoción, no de reflexión: "Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y sintió compasión, corrió a echarse a su cuello y lo abrazo". Ese es el padre. Cuenta la parábola que a este punto el padre se dirigió a sus servidores pidiéndoles que "rápido" le trajeran ropa, un reconocimiento de la filiación como es el añillo y zapatos. ¿Para qué zapatos? Zapatos para que pueda volver a largarse el día que se le antoje. El padre no es un secuestrador. El padre no se puso a razonar con el hijo. No le pidió cuentas de su vida pasada, qué había hecho con la fortuna.

En el padre no existen las preguntas, los interrogatorios. No analiza los daños. No está interesado en las equivocaciones. No nos sorprende que organice una fiesta para quien menos merece ser festejado. De esta manera el padre responde a la solicitud del hijo: los seres humanos no necesitan que los reparen, sino que los acepten. En la parábola del Hijo pródigo, el poder de destruir la vida brota espontáneamente en la actitud de condena del hermano mayor. Si se hubiera enterado de la muerte de su hermano, si le hubieran dicho, por ejemplo: "tu hermano menor quedo seco en un table-dance de Las Vegas", probablemente hubiera brotado un sentimiento de resignación. De aguante frente a los reveses de la vida. Hubiera tomado la noticia con filosofía y hubiera animado a su padre a ser fuerte pues unos mueren y otros nacen y la vida sigue igual: "ni modo, papá, la vida nos lo dio y la vida nos lo quitó. Pobre hermanito del alma, pero él se busco ese triste final. En fin que se muere como se vive". Pero desgraciadamente la noticia no fue mala, sino buena y le causó enojo. (El autor de la parábola hizo una pausa y quedó viendo al público: hablaba de ellos que ya desde entonces éramos nosotros).

El hombre es un adicto a la culpa. Con el primogénito vuelve a salir a flote el deseo de enjuiciar, pero culparnos a nosotros es un error tan grande como culpar a los otros. El dialogo que entabla el primogénito con el padre nos permite ver que éste hombre no tiene pintas de ser un idiota o un sujeto dotado con un coeficiente intelectual bajo 70. También él es un ser racional. Dialoga lúcidamente con su hijo mayor. Es más, su pensamiento es sofisticado. Parece capaz de mandar indirectas sutiles.

En efecto, al hijo primogénito que ama pintarse de santo, que observa que siempre ha cumplido sus mandamientos, que nunca ha fallado pero que aun así no ha recibido como premio ni siquiera un miserable cabrito para degustarlo con sus cuates, el padre le da una estocada amable, compasiva, diciéndole que ha tenido un premio mayor, algo mucho más grande que la fiesta de consolación en honor del hermano. El goce consiste en estar con el padre, en poder disponer de él en cualquier momento, en estar su lado. De esta riqueza se había perdido por largo tiempo el hijo pródigo. Quienes han perdido a su padre saben ahora lo que significa esa riqueza. Para el padre el premio no está relacionado con el tener más dinero, más propiedades, más bienes (un ternero gordo, bien cebado, en lugar de un cabrito demacrado), de hecho, como el mismo padre lo sugiere, todo lo que es suyo es del hijo. Este valor, sin embargo, no está a nivel de mercancías, de capital, de marketing, de leyes del mercado, de lo vendible o de resultado social. El hijo mayor está interesado en cifras, manifiesta, entre otras cosas, su afán de lucro, y por esto se sentía estafado por el padre, que por segunda vez estaba derrochando el patrimonio en el hermano irresponsable, pero la verdadera riqueza consiste en ser más humano. La riqueza está en el orden de lo íntimo, en la compasión y este tipo de riqueza no puede ser valorada por una mente calculadora, analista, enjuiciadora, racional. Pero ojo: al hablar de la compasión, la parábola no habla del amor en cuanto tal, del amor en términos genéricos, ese amor que en los años 50 el grupo norteamericano The Four Aces interpretó melodiosa y melancólicamente con la canción del film homónimo: Love is A Many Splendored Thing. Como quien dice del amor al prójimo guapo y del amor a todos los demás seres que nos atraen y nos caen bien. Este amor ciertamente es una cosa maravillosa, pero el amor que se prospecta en la parábola no es de este tipo bonachón y sensiblero.

El asunto de fondo de la parábola es otro y es aún más maravilloso por lo difícil que se dé. Un amor que abarca la problemática más honda del hombre, la del sentido del ser y no sólo del sentido de la vida, del cual se ocupa la logoterapia de Víktor Frankl. Al ocuparse del miedo a amar que va a la par del miedo a amarnos, la parábola trata de dos asuntos vitales para el hombre donde la culpa se revela mortal. No son dos cuestiones apartes de todo lo que hemos dicho sobre la compasión, sino entroncadas, unidas, a la capacidad de ser compasivos: el sentido de la vida y el sentido del ser.

Víctor Frankl afirma que la vida tiene sentido y entiende esta expresión como la búsqueda de significados y su realización a través de valores de tres categorías, a saber: valores productivos, vivenciales y actitudinales. Sobre la problemática del sentido, la Terapia de la imperfección apunta de manera explicita a una dimensión más profunda que la de la logoterapia y alcanza el sentido del ser, alrededor del cual orbita la entera la problemática del sentido, y desde ahí engloba el sentido de la vida. La Terapia de la imperfección señala que antes de lanzarse a la búsqueda de significados para dar sentido a situaciones, hechos y circunstancias concretas que parecen desprovistas de sentido y que antes de optar por la realización de valores que den sentido a dichas circunstancias, el "quehacer" primario de la vida consiste en ubicarse frente al propio vivir defectuoso. Hablo de "quehacer" porque recibir el ser genera al mismo tiempo la obligación de ser. La exigencia de velar, cuidar y sostener el ser precario, frágil, perecedero, inestable y efímero que hemos recibido. Este "quehacer" es una verdadera actividad de la que nada ni nadie puede indultarnos.

El valor de existir con el pesado fardo de ser limitado, contingente e impermanente es el "quehacer" fundamental de la vida. Esto significa que, en primera instancia, el hombre encuentra y realiza el sentido de la vida en la manera como se ubica frente a la condición finita, limitada, indigente, de su ser mismo. Significa también que cuando una desgracia natural arrasa con la construcción de nuestra vida, lo fundamental en esos momentos es poder contar con los fundamentos o cimientos de dicha construcción. Cuando el sentido de la vida se ve comprometido por una pérdida dolorosa, por una situación de vacío existencial, aún disponemos de los fundamentos del sentido que es la vivencia de la propia valía. Significa, en fin, que la persona debe moverse desde el sentido del ser hacia el descubrimiento del sentido de la vida, es decir, desde la problemática que plantea mi condición limitada hacia la problemática del sentido de la vida. Pero la tarea e incluso el cometido de ser un ser limitado, la obligación de existir imperfectamente, tropieza con dos posibilidades que en cualquier momento atentan contra la cuestión del sentido en su totalidad. Esas posibilidades son: aceptar o rechazar ese "quehacer". El valor supremo es la valentía de vivir nuestro ser finito con la conciencia de ser dignos de ser limitados, sin escándalo ni vergüenza, sino con arrojo y gallardía. El significado supremo de la vida es, como diría Paul Tillich, el coraje de ser. Los demás valores y significados vienen por añadidura.

El hijo pródigo vive una crisis: en el extranjero se descubrió en completa bancarrota: "¿y ahora cómo me mantengo? ¿Cómo salgo de esta situación precaria?".

Perder la fortuna es un golpe al sentido. Quien se encuentra sin trabajo, se siente mal, insatisfecho, malhumorado, resentido con el mundo. ¿Qué categoría de sentido está dañada? Pero hay más: la única solicitud de empleo que dio resultado fue la de cuidar cerdos. Aparte de que no cualquier tipo de trabajo nos proporciona sentido, estamos de acuerdo que, en el caso específico, cuidar cerdos es una ocupación que no ofrece gratificación alguna. También aquí el sentido se ve perjudicado. Volvemos a preguntar: ¿qué categoría de sentido está comprometida? El hijo pródigo se vio afectado en el orden de los valores de productividad y creatividad; pero también, el desafío que experimenta se coloca en el orden de los valores actitudinales. ¿Qué actitud tomar frente al hecho de estar económicamente desamparado, en el aire, y frente al hecho de tener un trabajo degradante? En ambos casos, la pérdida de sentido complica el nivel de la existencia. Pero hay algo más. "Eso" que viene en camino y que el padre divisa cuando aún está lejos, "eso" que ya no parece un ser humano, invoca la culpa y pide la exoneración de ser hijo. Esta vez, el hijo pródigo ha perdido por completo la brújula, no sólo su fortuna. Esta desorientado de su propio ser. El nivel menoscabado en este caso no es meramente existencial porque no sólo sale dañada la vida que tengo, el daño me alcanza en lo que soy, en mi propio ser.

La verdadera culpa de la cual el cielo y el padre son testigos no es la pérdida de la fortuna y el fracaso existencial que deriva del tipo de trabajo que consigue, el fracaso es a nivel ontológico y se da con la auto descalificación y el auto desprecio, que son los enemigos del amor del hombre a sí mismo. A este punto, la crisis de sentido se ha vuelto un eclipse total del sentido del ser. ¿Qué es el sentido del ser? Es un sentimiento valorativo de nuestro ser al cual se vincula mi existencia y, por tanto, el sentido de la vida. El sentido del ser no depende de un juicio de valor porque es anterior, por ser irreflejo, a todo juicio de valor. No son nuestros resultados, éxitos y logros lo que califican el ser en términos positivos o negativos, sino que el mero existir califica, acredita, ennoblece, significa y valora, los sucesos, desenlaces y saldos de nuestra vida independientemente del signo que nosotros mismos les atribuyamos. El sentido del ser no se ajusta a ninguna lista negra, rebasa nuestras categorías de agradable o desagradable, de positivo o de negativo, de éxito o de fracaso.

El sentido del ser no está reinterpretando constantemente mi vida en base a derrotas o victorias, simplemente me hace sentir especial y amar mi diferencia. El sentido del ser es la vivencia y la clarividencia de un sentimiento de valor por el mero hecho de ser, aun cuando la situación en que me encuentro al presente parezca desprovista de valor y de sentido. Puedo no encontrar sentido a una determinada situación laboral, de relación de pareja, de sufrimiento moral o de dolor físico. Pero aún así me sobra valor y sentido por el mero hecho de existir. En ese momento, me sostiene el sentido del ser, me mantengo por el valor mismo de mí ser aun cuando en esa determinada etapa me falle el sentido de la vida. En momentos de crisis de valores y de significados, en momentos en que experimentamos un vacío existencial como diría Frankl, amarnos no es excesivo. Ser tiernos con nosotros mismos es una necesidad imperiosa, absoluta, preponderante y categórica. Una exigencia ante la cual no puedo vacilar ni ser flexible. El amor a mi mismo es la alternativa frente a la crisis de sentido. La falta de amor que procede de la culpa, el autorechazo, es la herida más profunda y la causa principal de numerosos trastornos emocionales y físicos. No necesito razones ni justificaciones para autovalorarme sino sostenerme en mi propia valía. El sentido de mi propia valía no tengo que inventarlo o fabricarlo racionalmente, no necesito sugerírmelo repetidamente. Tampoco necesito martillarme con frases o mensajes positivos.

Mi colaboración con el sentido del ser consiste en no rechazarme. Esta es mi ocupación y mi cuidado. Esta es la manera para encontrar el sentido de la vida, pues, cuando dejo actuar el sentido del ser, se facilita el descubrimiento del sentido de la vida. La persona que no es capaz de amarse transmite esa discapacidad llamada culpa. La falta de amor a uno mismo se traspasa y afecta no sólo al sujeto mismo, sino a las personas que lo rodean. La falta de amor a uno mismo es una forma grave de maltrato y de abuso. Quien ha vivido su infancia sin amor a sí mismo, educará del mismo modo. Quien se juzga, se culpa y descalifica, transmite lo mismo: juicio, culpa y descalificación. La culpa, en cuanto aloja el rechazo, que es la esencia del perfeccionismo, es una forma de maltrato del sentido del ser. Esto es lo primero que tenemos que entender: tenemos que hacernos cargos del amor a nosotros mismos durante toda la vida. Amarme no sólo da sentido a mi vida, sino que retroalimenta el sentido del ser sobre el cual descansa el sentido de la vida. Empezar a cuidarme no sólo repercute en mi vida, sino en la vida de los demás. La vida es el arte de aprender a querernos y a respetarnos. Y este arte se realiza desde adentro, en la decisión de aceptarnos, a pesar de todo, sostener y apoyar nuestro ser en su límite, en su humanidad. Este arte es fruto de la ternura para con nosotros mismos. Ser compasivos es la valoración extrema de nuestro ser finito.

 

 

 

 

 

Autor:

Ricardo Peter

[1] R. Peter, Ética para errantes, 4ª ed. BUAP, México, 2007.

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