"Mi realidad es irónicamente tergiversada. Tu ausente melancolía, tus pasos infernalmente femeninos y tu boca de ceniza volcánica, son el premio a mi platónica visión, aquella de mi utopía"
La nota, parecía llorar la ausencia de la mística. Ese pequeño trozo de papel se presentaba como un espejo que reflejaba un pasado incidental, su perfume perdido entre hedores, su inconstancia de luna en sus fases.
Los estudios en la facultad se presentan como un diabólico tarot clandestino, regido por manos distantes, que dictaminarán en un porcentaje, un futuro. La mística subía las escaleras con la mi- rada perdida y distante. Hoy era agua: eterna y necesaria. Entre sus manos saltaba un papel mi- núsculo. Antes de entrar, miró a una sombra ex- tender la mano en la puerta de entrada al curso, abandonando a su suerte a un mensaje anónimo.
– Esto es para ti. Sentenció ella, con su voz me- tafísica, al hallarse delante de la sombra.
Él lo tomó entre las manos y miró su rostro de durazno, sus ojos fijos, su cabello negro, reco- gido en una cola de caballo.
– ¿Te gustaría tomar un café… o un… algo? In- quirió él.
– Un café está bien.
Un frío brutal se suspendió entre ellos, un frío que sienten los seres humanos antes de expirar.
Caminaron y "detuvieron el tiempo, por todo el tiempo que desearon", bajo la sentencia de Baricco.
Él era como la nota de una canción triste, era un Dante en su camino por el infierno, en busca to- davía de un Virgilio que lo guíe.
– ¿Cómo te llamas?
– Mi nombre es irrelevante
– He recibido tus mensajes.
Entre los dos aún se sentía un maniático vacío. Toda ella era vida, naturaleza, fruta; él era un paisaje de la ciudad después de una larga y fuerte lluvia de abril.
– ¿No piensas leer lo que te he escrito?
– No todavía.
– ¿Y no deseas decirme nada?
– Quisiera decirte muchas cosas, solo que aún no se inventan las palabras. Te he explorado como al desierto más extenso y te he encontrado pequeña e indomable. Te he tratado de descifrar y me he perdido entre tus valles de silencio. Hoy que estás delante de mí, te destruyo en partícu- las para conformarte en recuerdo. Nuestras eda- des son imparejas, te llevo años enteros de tristeza y eres mucho más adulta que yo en inocencia.
– ¿Y cómo me ves?
– Te ve como la sombra de mi destierro, de co- lores. Te veo como mi posibilidad teocida.
– De color café y azul, por mi pantalón y por mi blusa.
– No… por el blanco de tus alas. ¿Y tú cómo me ves?
– Eres un ilógico pasatiempo, nefasto pero en- tretenido. Tienes cosas que no necesito y te pre- sentas como una imposibilidad en un tiempo que ya está compartido, y que aún no he construido.
Una breve lágrima los amparó a ambos. "Él no estaba para discursos serios y un adiós es un dis- curso serio".
– Es nuestra despedida, te dejo antes de mar- chitarte, de ensuciarte el currículum con mi presencia.
– Te aparto, mis fases de luna no son compati- bles con tus noches meditabundas y errantes.
– Recordaré a saltos de memoria, la plausibili- dad del eclipse.
– Y yo te enterraré, entre frases célebres de al- gunos locos de la historia, entre calendarios y el azar que es mi palabra favorita. Después de todo, habría que ver qué pasa… finalizó ella.
Él se levantó, tomó sus cuadernos encerrados en una mochila y se alejó sin verla, por miedo de extrañarla antes de tiempo; ella, vació su taza de café y miró los pasos del anónimo, alejarse entre las risas de estudiantes bulliciosos.
TRES
Un tiempo después, encontró el papel en su bol- sillo, en él, el cuasi dibujo de una flor resaltaba entre los cuadros de la hoja, y una pequeña nota, con letras negras:
"Que la vida te sorprenda con buenas cosas"
La dobló y la colocó en el baúl de los recuerdos. Nunca más volvieron a verse.
EL INICIO
"Non era molto tagliato per i discorsi seri.
E un addio è un discorso serio"
AlessAndRO BARiccO
El cuarto tiene las paredes llenas de cuadros fal- sos, entre ellos, copias de las pinturas de Dalí, Botero, Kingman y otros; iluminados apenas por el nacimiento onírico de Apolo, perezoso y agitado. Aquel muchacho soñaba el inevitable fin de una cadena de actos que desembocaban en un reposo pseudo-calmo, "piano" como la música de Verdi; aquel muchacho se revolcaba entre las sábanas, derribando con sus pies, las columnas de libros por leer que tenía al pie de la cama.
La bulimia de las horas de la noche, en el campo no permite otra cosa; un grito despedido de un gallo madrugador, abría la acción del día, lo có- mico de lo vital, por consiguiente, la vida coti- diana, el peso inerte de ser, cada día los mismos.
En el campo la vida es diferente, menos ordina- ria que en la ciudad. Aquel muchacho tenía un laberinto en la cabeza, ideas de pubertad, y quince inviernos a cuestas en las espaldas, sufi- cientes para aprender a mirar a la cara a la neu- tralidad del tiempo y del espacio. Su viaje a la metrópoli sale a las diez de la mañana del día siguiente.
Sus padres tenían una pequeña casa en las afue- ras del pueblo, un par de animales que susten- taban las labores cotidianas y económicas, que en conjunción con lo sublime de la naturaleza, compensaban suficientemente a la soledad y a la televisión, a los pequeños grandes disgustos de la vida en sociedad. El chico de mirada tras- tornada estudiaba en un colegio que se hallaba ubicado a casi veinte minutos a pie desde su casa. Viajaba todos los días. Para evitar el tedio del llanto de los pájaros de la montaña, en las tardes de sol mortuorio, decidió, por unanimi- dad consigo mismo, conseguir un empleo. Sir- viente de una de las casas grandes en el pueblo adyacente, en la que su nuevo jefe estaría espe- rándolo, todos los días, de nueve de la mañana a cinco de la tarde. Los tres primeros meses su servicio fue óptimo, se desempeñaba de mara- villa, aceptando ofensas y en algunos casos, gol- pes. El esclavismo, en los pueblos campesinos, es aún un medio de vida intransigente.
El muchacho se ha despertado, su madre ha en- trado en la habitación y con lágrimas en los ojos le recrimina su partida tan furtiva e insospe- chada. La muerte ajena no es una cosa que se puede tomar en préstamo, es un peso que se multiplica y que con el martirio del tiempo, llega a agobiar.
Recuerdo. A los dos días de servicio en la casa, había conocido perfectamente los vicios mun- danos de su patrón, su prepotencia lo hacía más insoportable que la clase de trigonometría. Todo concordaba, tenía poder, tenía dinero, por lo menos podía tener todas y cada una de las cosas que el dinero, en este universo paranormal, puede comprar. Incluso el amor garabateado de una de las chicas del pueblo, especial en un sen- tido por demás abstracto. El nombre de la chica se asimilaba al de la luna cuando está en cuarto creciente, desbordaba paz, como la tierra antes de que dios exista.
Al primer mes, para el joven aprendiz de ser hu- mano, los gritos y los alaridos de su patrón, eran tan normales como cotidianos, tener a medio pueblo en la boca, indiscutiblemente, a su chica, hipotética y textualmente. El patrón defendía una idiosincrasia particular, como el señor de Renal, en Rojo y Negro: "Las mujeres… siem- pre hay algo defectuoso en esas máquinas", bajo las palabras de Stendhal. Una herencia subjetiva de su padre, una tradición de casi toda la huma- nidad.
Al llegar el tercer mes, el joven caminaba aque- lla mañana por el patio de la enorme casa, que en la parte interior tenía una construcción adi- cional, modernizando el ambiente, el patrón había ordenado la construcción de un baño sauna, especialmente equipado para las reunio- nes con lo más selecto del pueblo, siempre que sus condiciones o sus deseos estén en juego. Un aliado más para sus propósitos.
Aquel día, por el patio principal de la casa, la chica de aspecto natural, que estaba sujeta al pa- trón por deudas de juego que su padre, hace un par de meses, había contraído con el terrate- niente; entró en la casa, sus pies tenían armonía, entraba como bailando con el viento y desha- ciéndose entre las sombras. Desde un espacio apartado, el chico la observaba, disfrutaba de su olor al entrar, su mirada perdida entre sueños y su voz –repentina- pero casi angelical. Al mirar el patrón a la chica, saltó de su silla de tercio- pelo francés, ubicado en el despacho más grande de la casa.
– Mujer, me tienes colmado de tus impertinen- cias, llegas cuando te da la gana y ni siquiera avisas cuando te has largado. Habla ahora, no te quedes callada…
– No he tenido tiempo, mi padre está enfermo…
– Yo no necesito a tu padre, sino a ti, que saldas su deuda.
Mientras la tomaba de la cintura, la besaba a la fuerza y ella luchaba por desasirse; parecía – toda ella- lluvia encandilada.
– He chico, tú, llévame bebidas al baño del fondo…
Mientras el chico fotografiaba en su memoria, de una vez para siempre a la muchacha de los tonos opacos, escuchaba más y más gritos, des- esperaciones y gemidos. Debido a la normalidad del bullicio en la casa, el joven descartaba esto como un posible anormal. Lo verdaderamente anormal en aquella casa, sería una dosis, aunque sea pequeña, de silencio.
Tomó en sus manos una bandeja con dos vasos llenos de limonada con hielo dentro de ellos, y caminó hasta la puerta del baño sauna, tocó dos veces en la madera y el silencio fue el único que le respondió.
Casi en tres segundos, la chica saldría semides- nuda, llorando y gimiendo palabras que no se entendían muy bien, una sola rozó el oído del joven:
– Es un infeliz…
Dejando los vasos en el piso, encontró la puerta cerrada, en aquel cuarto sofocante. El calor es una muestra de ira, el ambiente, en esa habita- ción, estaba demasiado caliente. El patrón des- nudo, golpeaba la puerta con insistencia y suplicaba por la salida, que permitiría la conti- nuidad de su vida. A la vera de su muerte, aprendió a suplicar.
Dentro de un momento los gritos se detuvieron. El joven estaba estático "como la torre del aje- drez" y miró en lo alto el termómetro de la ca- lefacción. Lo suficiente para matar a un individuo, asfixiado, sin aire; tal como el patrón había matado la inocencia de la chica.
Tomó un martillo de la caja de herramientas que estaba cerca del baño, todo lento, como si la re- ciente muerte del patrón hubiera sido tan normal como todos los acontecimientos de aquella casa, como si fuera un grito más dentro del mismo contexto. Rompió la cerradura y sacó el cuerpo muerto. En el rostro tenía aún la libido encendida y un rigor mortis inevitable. Cuando lo depositó en el piso, la criada de reemplazo que llegaba a su turno, gritó: -Han matado al pa- trón, auxilio…
Luego de este cambio de planes, el chico apren- dió que la esperanza es inútil, "hace tiempo –le- jodieron la sonrisa con esa palabreja" como sabía que lo diría Granda. Un amor es tétrico, casi fatal, el sentimiento es inútil, la realidad y el tiempo son factores inalterables, que se de- testan pero que se imponen. Visto de esta ma- nera, no era tan difícil, empacar sus libros y su ropa, salir del pueblo y buscar un poco de nor- malidad en una ciudad próxima. La joven no sa- bría nunca lo ocurrido, era su deseo; él se sacrificaría por ella, sabía perfectamente que el amor es un miedo disfrazado. Ella estaría tran- quila, con su conciencia alborotada a ratos, sin saber a ciencia cierta que ocurrió después del incidente, mientras el joven –melancólico- años después estaría detrás de un escritorio, en alguna oficina de la ciudad, recordándola todavía.
Alejandrías en la Menor
ENTRE UN BESO Y OTRAS DESPEDIDAS
"Oh más dura que el mármol a mis quejas
Y al encendido fuego en que me quemo…" GArCiLASO dE LA VEGA
A daniela Alejandra
Es prácticamente imposible establecer una teo- ría o un procedimiento exacto en el campo del sentimentalismo humano, específicamente de aquel que se origina entre un hombre y una mujer; por diversos motivos es demasiado com- plicado marcar lapsos y reglas –por ejemplo cuándo el cariño se torna amor, o cuando el amor se torna en odio y viceversa- o cuestiones similares, en esta etapa de la mente humana.
A la edad de mis veinte años yo aprendí aquellas sentencias por una rara experiencia, que a dife- rencia de algunos detalles, es muy similar a la mía. Mi hermana menor había optado por el sui- cidio, como una útil escapatoria a una repentina ruptura de ese lazo sentimental con quien se em- peñaba en etiquetar como "novio". Tal como la conocía se me hacía estúpido y hasta un poco ri- dículo, el espectáculo que me pronosticaban sus palabras. Que decir –en ese entonces- a sus lacri- mosas confesiones, hechas justamente una noche antes de encontrarla muerta. Solo el grito aterra- dor de mi madre, a la mañana siguiente, me hizo caer en la realidad. Cómo se puede expresar con palabras aquel cuadro? Los colores y matices del rosa de su habitación hacían que el cuerpo muerto sobresaliera, se hiciera más notorio. La ingesta de algún veneno había hecho el resto del trabajo. Al remover recuerdos unos días después en su habi- tación, encontré aquellos papeles, que tal vez fue- ron el sello –la sentencia- de su repentina muerte. Estaba embarazada. Oculté los papeles en mi cha- queta y callé. Ella me había hecho su confesor en esa noche y yo no podía traicionarla por nada.
Luego de este episodio me di cuenta también, que la linealidad del sentimiento es obvia, por tanto aburrida; la tragedia llegará tarde o temprano. Que el amor inevitablemente eterno, tan solo se da en esas novelas carrasposas de hace tiempo. Llegué a comparar este defecto de la mente hu- mana, con el tiempo –defecto de la realidad real- los dos eran irrepetibles e insolucionables. Bajo estos postulados yo defendía mi inaliena- ble posición: para mí el amor no existía, era una imposibilidad teórica, más bien, el amor no era otra cosa que una variación –bien disfrazada- del miedo en los humanos.
Solo luego de unos mese la conocí. Asistí a la función de teatro –que tampoco planeé- como lo hacía a cualquier evento cultural: esperaba lo distinto, lo sublime, la belleza y el arte en sí mismo; y por cierto aquella noche los encontré. La vi a un lado de la acera –olvidé mencionar que dicha obra era una muestra del teatro calle- jero de nuestra ciudad, en una plazoleta del norte de la capital– la vi, sentada en una roca.
Aquella forma de vestir que desafiaba los pará- metros de lo normal me hizo pensar de inme- diato en la originalidad: después de todo, en estos días, lo original consistía en imitar lo peor que se pueda a lo preestablecido, al fin de cuentas, sigue siendo una repetición voluntaria.
Aplicando este esquema yo la podía nombrar: original.
La obra teatral consistía en un par de mofas a un futuro posible, la adquisición de nuevos me- dios de producción de energía, entre otras cosas. Todo era todavía común ante mis ojos. Se pre- guntarán entonces, dónde encontré esa belleza, eso distinto, ese arte: pues sin más preámbulos: en ella. También valdrá aclarar que nunca antes la había visto, por eso se me hizo extra-ordina- rio que a paso lento se acerque a despedirse. Imaginé entonces que después de mantener toda mi atención en ella, más que en la obra, se pre- guntara quien era yo. Tal vez me asoció con un posible conocido.
Mencioné ya lo de la linealidad del sentimenta- lismo?, tal vez sí, porque en este tipo de conver- saciones uno olvida hasta lo que ya ha dicho y también lo que tenía que decir.
Pues bien, aquella linealidad se hizo presente en este caso. A los pocos días de la función, recibí su llamada, acordamos un lugar y salimos. Ha- blamos de teatro y de cosas parecidas. Afortu- nadamente, en mi memoria tenía guardadas un par de citas de Romeo y Julieta, por haberla visto solo unos días antes. Al mencionarlas, mi imagen se formó como la de un erudito en la materia. Es asombroso lo que un par de pala- bras dichas en el momento oportuno y en la conversación adecuada, pueden llegar a hacer.
Para no invalidar aquella imagen, me dediqué a buscar teatro, pero para leer. Así terminé en De La Barca, en Lope, García Lorca, incluso en Adoum. Solo entonces me decidí a buscarla.
Si ya te lo he dicho, tan lineal es este caso, que solo fue cuestión de tiempo agorar lo que ven- dría. El proceso era repetido una y mil veces, el hombre difumina la realidad, con tal de obtener el cariño, por lo menos, de la mujer. Yo lo sabía, pero no quería – o más bien no pude- evitarlo.
Cada vez que podía, citaba algún pasaje, de algo que acababa de leer, con el fin de acrecentar la ilusión. La palabra era mi llave maestra, mi puerta de acceso a su asombro. Comparé enton- ces: en el idioma inglés la palabra "espada" era igual a "sword", lo que la diferenciaba de "pa- labra" era una simple consonante, así, "palabra" era "Word". Tal vez porque los ingleses sabían el poder de la palabra, utilizada como arma. Tam- bién porque la brevedad la hace más peligrosa.
Un día, a fuerza de palabra, llegué, con mucho cansancio, a la puerta de sus labios. Golpee tan fuerte como pude, pero nadie res- pondía. Ella miraba todo desde dentro, detrás del vidrio inquebrantable de sus ojos, me veía como un experimento peligroso, como una en- fermedad venérea. Hasta que el tiempo trazó con más fuerza, la línea que tanto evitaba y tal vez hasta la hizo más larga. Era como un borrón en mis ojos y una pequeña grímpola de triunfo para la dama.
Momentáneamente me resguardaba de su mal, disfrazada indolencia en algunas breves lecturas que hallaba en un cajón de mi casa, que jamás pensé utilizar. Así, yo llegué a saber más de te- atro y de literatura, que de cómo manejar el apa- rato productor de sangre. Sólo aquella noche no pude contenerme ni un segundo más.
En algún lugar yo había leído: "Oh más dura que el mármol a mis quejas/ y al encendido fuego en que me quemo…" y algo parecido tenía que decirle, por supuesto, en otras pala- bras. La comezón de los dedos llegó a un punto fatal: levanté el auricular del aparato telefónico y la llamé.
Después de una breve platica, fijamos el sitio y la hora de la despedida. La estructura de sus ora- ciones era tan previsibles aquel día. Entre esas palabras que pude rescatar, constaban serios re- mordimientos por el fatídico encuentro –a su punto de vista- en aquella función de teatro. Yo callaba. Intentar responsabilizar al tiempo de los actos que desencadena era ridículo, risible, ya que ni el mismo tiempo tenía la culpa de existir por sí mismo.
El lugar acordado era un café, paradójicamente casi en el preciso lugar donde nos conocimos. La zona norte de la ciudad. El clima aún no ponía su acostumbrada mala cara, en esta época del año. Asumí la culpa: la de ella y la mía, como una sola. Lo único que acerté a decirle fue un par de versos de Adoum: "No sé quien dian- tre me mandó a meterme/ en la camisa-de-once- varas de tu vida/ si la soledad me quedaba tan bien como un otro esqueleto…"
Lamentablemente, esa tarde, la puerta de sus la- bios se me abrió con potencia ante mi rostro. Fue un golpe certero. Solo por ese instante se me amputó la tristeza y dicha ablación fue casi indolora, a no ser por sus enigmáticos dientes que irrumpieron la tranquisoledad de mis labios
– que yo creía, de cartón-
– De cartón mi amigo? Y soltó una torcida y pe- queña sonrisa, el interlocutor.
Sí, de cartón. Y cuando vi su silueta de espaldas, justo en el umbral de la puerta del café, entendí todo por completo. Cada uno de sus actos contra mí, eran una despedida, incluso el primer saludo que ella me dio. El beso solo era una pieza del rompecabezas, era solo una de sus tantas y tan variadas formas de decirme adiós. Y por un mo- mento, entonces, en un pequeño lapso, entendí a mi hermana ya muerta. "Hasta los sobrevi- vientes también mueren", recordé, solté una sonrisa boba y empecé mi espera. Cada acto fue un movimiento en este ajedrez sentimental y perdí por jaque mate total. Pero ahora, dime, que ha sido de ti en estas vacaciones en las que no te he visto, querido amigo…
– Lo mismo de siempre, vacaciones en la playa. Ya sabes: sol, arena, mar… y nada más.
EL SILENCIO DEL ECLIPSE
"a él, le sanó la idea de volver a verla, A ella, le enfermó la idea de no volver a verlo"
iVáN EGüEz
En el preciso instante del eclipse, él recordó su nombre. Aquella secuencia de fonemas -y dado el caso, de grafemas- que tanto le dolía en el pecho. Desde la ventana del cuarto piso del edi- ficio, viejo y de un color crema cuarteado por los años, se observaba perfectamente el fenó- meno astral. Colocó sus manos en el vidrio y sintió un frío estremecedor en la punta de los dedos, por donde había –hace unos días, sola- mente- pasado sus cabellos. Descartó ideas y asoció ese fastidioso temblor, con el frío inver- nal de la ciudad. La relación de la luna y el sol, es una redonda metáfora del amor platónico.
Ahora la náusea era insoportable, incluso –para él- pronunciar solamente, ese nombre era mo- tivo de grandes suspiros cobijados por un leve manto casi transparente, de lágrimas; que bien por el recuerdo o por la necesidad de esos la- bios diabólicos y juguetones, eran como un licor áspero y embriagador.
Luego de recorrer el cielo sin estrellas y de aca- riciar la ventana, pensando en esa piel de Afro- dita, dejó el sitio. Se acercó al mare magnum que era su cuarto y precisamente al mismo mo- mento de levantar el auricular del aparato tele- fónico, se le entumió la "A" inicial de su nombre, en la garganta. Abortó el intento. En su lugar tomó un trozo de papel y escribió –tam- baleante- el nombre que le mordía los sueños y le escupía de vez en cuando un recuerdo hala- gador. Ese papel fue suyo, para siempre jamás, como su turbado, retorcido, obtuso: "recuerdo de la bella".
– Mi plan era simple A… "yo, mi, me, contigo" pero ahora que duele tanto estar sintigo, corro el gravísimo peligro de volverme humano.
Fue todo lo que la mano, soportó. Dejó el papel, y empezó a rememorar. Agnosis voluntaria.
Entre tanto, ella, al pie de la puerta de su casa, recordaba esos ojos melancólicos y desgarrado- res: sintió piedad, o un sinónimo de eso; y como un piedrazo al eclipse, soltó su nombre al viento, lejos, donde ya no le estorbe más. Ese "puro amor, casi desamor, amortajado" le per- mitía tales actos, imposibles para él; equipara- bles al respirar: necesarios, pero casi, casi, inconscientes. Recordó esos ojos hipotética- mente caducos, que la hacía posible en ese turbado y laberíntico cerebro.
Mirando el mismo cielo egoísta y ególatra, se dio cuenta de que de una manera muy cómica – y en contra de su propia voluntad- ella también lo necesitaba, aunque sea, como un par de za- patos viejos, que en el momento en que pierden el gusto, no se usan.
Entró.
Tomó asiento en la pulcritud de su sala de existir
–término casi conjugable con estar- justo al lado del teléfono y esperó la llamada, que de todas maneras no iba a contestar. Se le cayó una son- risa macabra, esa que tanto gustaba y dejaba de que hablar, como un poema con rima perfecta. Garabateó la idea en su cabeza:
– En lo más profundo de todos mis yo, me re- pugna la idea de que todos sus él, vengan a con- trarrestar mi noserdad, pero vale la pena decir que solo uno de mis tantos y tan variables yo, disfruta de cada uno de sus él.
El eclipse continuó en el cielo, pero era innega- ble que el sol y la luna solo aparentaban con- tacto. Y ese aparente contacto crea la oscuridad, incluso en un día como aquel, sin nada en espe- cial. Sinónimo de esos dos personajes. Por mi- lésimas de segundo se necesitaron, como el agua necesita del aceite, para poder refutar. Pero en ese punto, ni ella, ni él, lo sabían.
Autor:
José Oswaldo Aldás Revelo
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