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Las aventuras de “La Morsa”


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    Las aventuras de "La Morsa" – Monografias.com

    Las aventuras de "La Morsa"

    La "Morsa" se despertó sobresaltado y tardó algunos segundos en establecer la causa de la súbita interrupción de su descanso.

    El teléfono repiqueteaba monótono sobre la mesa de luz.

    La Morsa se sintió indignado; el reloj marcaba las 3 y 15 de la mañana.

    -¡Hola!, prorrumpió con voz exageradamente ronca.

    -¿Cómo dice?…

    -Está bien…

    -¡Que nadie entre ni salga de la casa!.

    -¡Y qué cuerno me importa que sea la cuñada del ministro!.

    -¡Cuando digo que nadie entre ni salga, quiero decir que nadie entre ni salga!, vociferó con toda la fuerza de sus pulmones.

    En el otro extremo de la línea, el oficial Pimentel mantenía el auricular a dos palmos del oído.

    -Está bien comisario, dijo resignadamente y colgó el tubo con suavidad.

    La Morsa se incorporó pesadamente, haciendo crujir peligrosamente el elástico de la cama.

    Estaba realmente enojado y maldijo con toda su alma al señor ministro, cuñado de la víctima, y toda su parentela.

    Estuvo tentado de maldecir también al Presidente, pero se contuvo al recordar que se encontraba a la firma un decreto acordando un substancioso aumento a los comisarios.

    Molesto por esta debilidad, se observó en el espejo y se pasó la mano sobre la cabeza en ademán de asentar una cabellera inexistente.

    Ventrudo, calvo y en calzoncillos representaba muy bien el mote que le habían endosado sus subordinados.

    La Morsa lo sabía, y por eso trataba de adoptar todas las actitudes que lo acercaban más a la semejanza con aquél cetáceo.

    Acarició complacido sus largos bigotes y comenzó a calzarse laboriosamente los zapatos.

    En el portón de entrada y bajo una persistente llovizna, el oficial Pimentel aguardaba estoicamente la llegada de su superior; hasta que desde un destartalado Citroën comenzó a emerger de a poco la figura de la Morsa.

    Con desgano, Pimentel hizo el saludo reglamentario en tanto que el comisario comenzaba a estrujarse mecánicamente los bolsillos de su indumentaria.

    El oficial conocía de memoria esos ademanes, y sacó del bolsillo de sus pantalones un arrugado paquete de cigarrillos. La Morsa introdujo un cigarrillo blando y arrugado entre sus labios y luego de varios intentos consiguió encenderlo protegiendo la llama del encendedor con la solapa de su saco desabrochado.

    -¿Y? preguntó mientras echaba a caminar por el angosto camino pavimentado que conducía a la casa.

    -Yo creo, dijo Pimentel, que se trata de un caso evidente de violación seguida de muerte violenta. Así parecen sugerirlo los indicios.

    La Morsa parecía no escucharlo, empeñado en mantener encendido el cigarrillo.

    -Como usted ve, continuó Pimentel, el jardín está siendo remodelado y la tierra alrededor de la casa está nivelada y trabajada finamente, preparada para la siembra de gramilla.

    -Y aquí está la primera evidencia, dijo el oficial deteniéndose.

    -Desde ese punto del camino pavimentado se destacan, en forma oblicua, los rastros de unos pasos bien marcados sobre la tierra mojada y blanda que se dirigían directamente hacia una de las ventanas del edificio.

    -Esa es la ventana del dormitorio de la víctima, prosiguió Pimentel, la que fue violentada desde afuera.

    El oficial miró a su superior esperando su aprobación, pero ésta no se produjo.

    -¿Cuántas personas hay en la casa? Preguntó el comisario abriendo la puerta de entrada.

    -Únicamente la mucama y la señora, contestó el interrogado.

    -¿Qué señora? Inquirió la Morsa intrigado.

    -La muerta, pues, contestó Pimentel moviéndose inquieto sobre sus piernas.

    -¡Ah… se limitó a contestar el comisario.

    La señora Julieta Coria de Albizu, yacía sobre una cama deshecha con las piernas recogidas, el camisón levantado hasta la cintura y con la cabeza cubierta por la almohada; no habían signos de desorden en el resto de la habitación.

    El comisario observó largamente a la víctima, examinó con detenimiento el piso y la alfombra para luego acercarse a la ventana.

    Ésta se encontraba semiabierta, y en la junta de ambas hojas resultaba evidente la señal de una palanca y desprendimientos de pequeñas astillas en la parte exterior.

    Asomó su cabeza por la ventana para mirar las huellas, siguiéndolas con la vista en todo su recorrido desde el camino pavimentado.

    Luego extendió su mirada hacia el horizonte achicado por la llovizna y volviéndose hacia Pimentel le dijo:

    -¡¡Qué tiempo de porquería…!! Esperemos al forense, agregó, y púdicamente tiró el camisón de la víctima hasta cubrirle las rodillas.

    El forense llegó instantes después. Era la antítesis de la Morsa. Alto, delgado y elegante; con abundante cabello entrecano, saludó jovialmente al comisario quien le respondió con una especie de gruñido.

    Como el forense lo conocía desde mucho tiempo atrás, se encogió de hombros y dio comienzo a su tarea.

    Destapó la cara de la víctima, examinó el cuello, flexionó sus miembros, le subió lentamente el camisón e inclinándose, examinó ligeramente "aquella" parte del cuerpo.

    -Muerta por estrangulamiento, dictaminó volviéndose hacia la Morsa. La muerte sobrevino hace más o menos cinco horas.

    Miró su reloj y agregó:

    -Esto nos lleva a la media noche.

    -¿Hubo violación? Preguntó el comisario.

    -Es difícil establecerlo, ya lo veremos durante la autopsia, fue la respuesta.

    Los camilleros cargaron sin miramientos el cuerpo sobre la camilla y salieron en procesión seguidos por el forense.

    -Este sí que no tiene problemas, dijo rencorosamente la Morsa. Ahora es el turno de que trabajemos los imbésiles; pasemos al salón para interrogar a la doméstica.

    La mucama entró en el salón fingiendo secarse los ojos con una punta de su delantal.

    Era de mediana edad, más bien alta y bastante fea.

    El comisario la hizo sentar en una silla y se sentó en otra frente a ella, aproximándose hasta casi tocarle las rodillas con el fin de intimidarla.

    Levantó su grueso índice blandiéndolo delante de los ojos de la mucama, preguntándole bruscamente:

    -¿Cómo se enteró de la muerte de la señora?

    -Escuché sonar repetidamente el teléfono que está allí, sobre la mesa junto a la puerta de mi cuarto, lo que me llamó la atención porque la señora, al acostarse, pasa con la palanca los llamados a su cuarto. Entonces me levanté y fui hasta su dormitorio para avisarle y la encontré… y la encontré…

    -Sí, ya sé como la encontró, dijo la Morsa.

    -¿Y qué hora sería en ese momento?

    -La una y media pasadas.

    -¿La señora tomaba pastillas para dormir?

    -No… en absoluto; era presidenta de la Liga Local Contra las Drogas.

    -¿Recuerda usted a qué hora se acostó anoche?

    -Más o menos a las once, después se fue el doctor.

    -¿Qué doctor?¿Su esposo?

    -No señor, el doctor Riquelme. Es el ginecólogo.

    -¿Gine… qué?, dijo la Morsa intrigado.

    -Ginecólogo, repitió la mucama.

    La Morsa miró a Pimentel como pidiéndole ayuda. Éste se echó un tanto para atrás y extendiendo los brazos con las palmas hacia arriba le aclaró: "Es un médico de señoras".

    -¡Ah… respondió el comisario y continuó:

    -¿Entonces la señora estaba enferma?

    -No señor, creo que la visitaba como amigo.

    -¿En ausencia de su esposo? Dijo la Morsa con aire malévolo.

    -El esposo de la señora es un científico que además de atender su laboratorio, dicta varias cátedras en la universidad. Viene solamente los sábados y domingos porque tiene un departamento pequeño en el laboratorio.

    -¿Y ese doctor, el ginecó… la visitaba asiduamente?

    -Sí señor, con mucha frecuencia.

    -Entonces tendría una llave, ¿no es verdad?

    -No señor, la señora o yo abríamos la puerta cuando entraba y luego la señora cuando se retiraba el doctor.

    -¿Y anoche, la cerró?, inquirió el comisario.

    -Sí señor, yo mismo vi que lo hacía antes de retirarme a mi cuarto.

    -¿Y cómo es que estaba abierta después del crimen?

    -No lo sé, supongo que la habrá abierto el criminal.

    El comisario había visto las llaves de la señora sobre la mesa de luz.

    -¿Ya dio aviso de lo ocurrido a su esposo?

    -Estoy tratando de hacerlo desde que encontré a la… pero su teléfono parece estar descompuesto.

    -¡No lo haga!, dijo la Morsa; yo mismo le daré la mala noticia… y a propósito, ¿tiene usted un juego de llaves de la casa?

    -¡Por supuesto!, dijo la mucama sacándolas del bolsillo.

    El comisario dio por terminado el interrogatorio y siguió con la vista a la mucama que se retiraba, mientras se rascaba el trasero con aire distraído.

    -Ahora, dijo la Morsa en tono desagradable, iremos a ver al asiduo visitante nocturno de la víctima.

    Salieron a la calle y abordaron el desvencijado Citroën.

    La Morsa puso en marcha el motor y arrancó a los sacudones.

    La casa del crimen estaba situada en un alejado suburbio y por un camino de asfalto, bordeado de algunos pequeños árboles espaciados, se llegaba a la ruta que llevaba a la ciudad.

    La Morsa conducía en silencio y al cabo de un largo rato volvió la cabeza hacia Pimentel para decirle:

    -Cada día se aprende algo nuevo. Yo creía que un ginecólogo era un médico de locos.

    Pimentel se revolvió en su asiento murmurando para sus adentros:

    -"Y pensar que éste bestia ha llegado a ser comisario"

    -¿Cómo dice? Preguntó la Morsa ahuecando la mano sobre el oído.

    -Que ya estamos llegando, comisario, respondió Pimentel.

    El comisario frenó bruscamente frente a una casa, al lado de cuya puerta se leía sobre una placa de bronce: Romeo Riquelme – Médico Ginecológico.

    Los dos policías se hicieron anunciar y fueron introducidos en una coqueta sala de espera en la que aguardaban tres o cuatro señoras en evidente estado de gravidez, que miraban con disimulo el voluminoso vientre de la Morsa.

    La puerta del consultorio se abrió. Por ella salió una jovencita sonriente y el doctor, con un ademán gentil, invitó a pasar a la morsa y a su acompañante.

    -¿El doctor Riquelme? Preguntó el comisario.

    Servidor de usted. ¿En qué puedo servirlos?

    -Vengo a informarle, dijo el comisario sin preámbulos, que su amiga, la señora Julieta Coria de Albizu ha sido estrangulada en su domicilio.

    La tez morena del doctor adquirió un tono ceniciento, abrió grandes sus ojos y los cerró varias veces. También, abrió y cerró la boca sin lograr pronunciar una palabra.

    Por fin pudo articular guturalmente:

    -¿Y quién… y quién la mató?

    -Es lo que estamos averiguando, dijo la Morsa mirando fijamente las manos del doctor.

    Éste, inquieto, las ocultó tras su espalda.

    -Dígame, continuó el comisario, ¿a qué hora abandonó la casa de la señora?

    -Más o menos a las once. Pimentel anotó la respuesta en su libreta.

    -¿Y no regresó después?

    -No comisario, subí a mi auto y me alejé.

    -¿Y a qué hora regresó a su casa?

    -A las dos de la mañana, más o menos.

    -¿Y cómo es esto?. Con mi Citroën no hemos tardado más de una hora en llegar hasta aquí.

    -Es que, replicó el doctor, reventé un neumático y tuve que cambiarlo sobre la banquina.

    -Entonces, dijo la Morsa, se habrá embarrado los zapatos.

    -No sólo los zapatos, sino las manos, la ropa y hasta la cara. Llevé el auto al estacionamiento. Allí me higienicé un poco antes de regresar a casa.

    -¿Y al salir, preguntó el comisario, ¿no advirtió nada que le llamara la atención?

    -No señor. Es decir… bajo la arboleda más próxima a la casa vi un auto estacionado. No pude observar sus características por la oscuridad y la lluvia. Me pareció que serían algunos enamorados, agregó sonriente.

    La Morsa suspiró cómicamente, y al despedirse le dijo al doctor con aire de entendido: "Romeo y Julieta", me parece que esos nombres figuran en una novela de Sandokán.

    El doctor no pudo menos que sonreír, y Pimentel se puso colorado. Sin embargo la sonrisa del doctor se borró cundo la Morsa agregó:

    -¡¡Pero qué casualidad!!, Romeo Riquelme y Julieta Coria de Albizu, notable, verdaderamente notable.

    Estaba próximo el medio día cuando la Morsa y Pimentel regresaron a la jefatura.

    El comisario reunió al resto de sus hombres y les explicó el caso con lujo de detalles. Luego les ordenó:

    -Quiero un calco de las pisadas del jardín, y que las comparen con cualquier tipo de calzado que encuentren en la casa.

    -Quiero que saquen copias de las huellas que puedan encontrar en la banquina donde el doctor Riquelme cambió el neumático y que las comparen con las de su auto.

    -Quiero que comparen las huellas de la arboleda con el coche del marido de la víctima.

    -Quiero que averigüen qué hizo éste desde las nueve de la noche hasta la una de la mañana.

    -¡Y quiero tener las respuestas antes de las nueve de la noche de hoy!, vociferó al tiempo que golpeaba la mesa con su puño.

    Todos sus hombres salieron en tropel.

    La Morsa se recostó en su asiento giratorio y se quedó profundamente dormido.

    Como a eso de las seis de la tarde, comenzaron a llegar los primeros informes.

    El profesor Arbizu, marido de la víctima, llegó a su casa de la ciudad como a las nueve de la noche. Dejó, como de costumbre, su auto estacionado frente a la puerta. El encargado de los departamentos asegura que estuvo en el laboratorio hasta por lo menos la media noche, pues a esa hora pudo ver la luz encendida, escuchó funcionar un aparato y distinguió la silueta del profesor moviéndose frente a la mesa de trabajo a través del vidrio esmerilado de la puerta. Las huellas de la arbolada coinciden con las de su automóvil.

    El segundo informe confirmó los dichos del doctor Riquelme. En efecto, había huellas en la banquina que se correspondían con las de su auto, y el encargado del estacionamiento ratificó la hora de entrada del vehículo en la cochera.

    El tercero de los informes daba cuenta que las huellas de pisadas encontradas en el jardín, no coinciden con la de ningún calzado masculino o femenino de la casa.

    La Morsa se refregó las manos satisfecho y mandó llamar a Pimentel.

    El comisario puso a Pimentel al corriente de las averiguaciones haciéndolo sentar frente a su escritorio. Levantó su mano izquierda y tomando el meñique con su derecha comenzó a puntualizar los hechos:

    1).- Tenemos las huellas de las pisadas y la fractura de la ventana, indicando que el criminal entró por allí; pero… ¿por qué no hay rastros de barro en el piso ni en la alfombra?

    2).- La señora no tomaba pastillas para dormir, entonces, ¿cómo no escuchó el ruido que, necesariamente, tuvo que hacer el criminal para romper la ventana?

    3).- ¿Por qué el asesino no volvió a salir por la ventana, saliendo en cambio, por la puerta? Y ¿cómo hizo para abrirla si no tenía una llave?

    4).- ¿Por qué sonó el teléfono en la mesa del salón si la señora había corrido la palanca para su dormitorio?

    -Pero entonces…, dijo Pimentel, ¿usted quiere decir que…?

    -Sí Pimentel, dijo la Morsa, usted ha adivinado. Yo siempre creí que usted era un genio. Sólo falta que "Paladino" frote la lámpara para que salga. Pimentel creyó inútil informarle que el dueño de la lámpara se llamaba "Aladino".

    -Mi estimado Pimentel, continuó el comisario, creo que ha llegado el momento de poner triste al esposo de la víctima.

    Durante su permanencia en la ciudad, el profesor Arbizu habitaba el mismo edificio en el cual tenía instalado su laboratorio. Era una construcción antigua de dos plantas.

    En la planta baja estaban las oficinas, y en el piso superior, de forma cuadrangular revestido de azulejos, se veían varias puertas con carteles indicadores. En la pared del lado derecho se destacaban dos puertas adyacentes.

    En la primera, con vidrios esmerilados, se leía "LABORATORIO" y en la segunda "PARTICULAR".

    La Morsa tuvo que golpear repetidamente la puerta esmerilada antes de que la silueta del profesor, que se traslucía a través del vidrio, se acercara y la abriera con gesto malhumorado.

    Sin cambiar el gesto les flanqueó el paso al enterarse de su condición de policías.

    El lugar estaba lleno de estantes, alambiques, probetas, tubos de ensayo y algunos aparatos en funcionamiento. También había un hornillo encendido y un ventilador de pié para mitigar el calor. Algunos cables eléctricos cruzaban desprolijamente el recinto de lado a lado.

    -Disculpen, dijo el profesor, pero no tengo sillas para ofrecerles.

    -No importa, contestó la Morsa. Nuestra permanencia será breve. Veníamos a arrestarlo por lo de su esposa, hecho ocurrido en la madrugada de hoy.

    El profesor quedó como petrificado.

    -¿Cómo dice?, balbuceó. Yo no me he movido de este lugar.

    El comisario lo miró disgustado.

    -Eso es lo que usted quiso hacernos creer, replicó, pero sabemos muy bien como lo hizo.

    -Usted estaba enterado de las relaciones de su esposa con el doctor Riquelme y decidió eliminarla.

    -La noche del crimen, usted encendió como de costumbre las luces del laboratorio. En uno de esos cables colgó una percha con un guardapolvo y puso en marcha el ventilador para que se moviera.

    -Esto le hizo creer al encargado que la silueta del guardapolvo era la suya, y que el zumbido del ventilador era el de uno de sus aparatos.

    -Luego salió, tomó su auto y esperó en la arboleda la salida de Riquelme. Tenemos las huellas de su auto, agregó.

    -Después, continuó la Morsa, usted abrió la puerta de la casa con su llave y fue hasta el dormitorio sin que su esposa se inquietada al reconocerlo. Usted estranguló y pasó la palanca del teléfono para que sonara en el salón. Luego abrió la ventana, pasó al exterior fingiendo violentarla, con la ayuda de una barreta.

    -Después se alejó caminando hacia atrás, disimulando el sentido de la marcha.

    -Al llegar a su casa de la ciudad, llamó repetidamente por teléfono hasta despertar a la mucama para que descubriera el crimen.

    El profesor no dijo nada. Tomó un frasco de la estantería e ingirió de un sorbo su contenido.

    Pimentel quiso evitarlo, pero la Morsa lo contuvo diciéndole:

    -"Deje que la ciencia sirva alguna vez a la humanidad"

    El cuerpo del profesor se desplomó como fulminado y Pimentel reflexionó para sus adentros: "Al fin y al cabo la Morsa no es tan bestia como parece"

    Había pasado una semana cuando Pimentel salió presuroso de la comisaría en procura de su jefe.

    Era el mediodía de un tórrido verano, y el calor lo aplastó brutalmente al transponer la puerta de edificio.

    Secándose la transpiración que corría por su frente, se encaminó hacia la cantina de Don Pedro, en la que la Morsa almorzaba habitualmente.

    Al llegar a la bocacalle se tranquilizó viendo que a dos cuadras más arriba, frente a la cantina, se encontraba estacionado el Citroën verde cotorra del comisario.

    El maltratado vehículo, había recibido con anterioridad varios otros colores por parte de su propietario que utilizaba siempre el mismo pincel, de manera que este adminículo ya casi tal calvo como su dueño, había repartido la pintura verde en forma despareja dejando al descubierto rastros anaranjados de la mano anterior.

    En opinión de Pimentel era un verdadero mamarracho, pero se cuidaba muy bien de expresar su parecer frente al comisario.

    Jadeante y sudoroso, Pimentel hizo su entrada en la cantina, donde un viejo ventilador de techo no hacía otra cosa que distribuir el calor por todos los rincones.

    Una rápida mirada le permitió descubrir a la Morsa semioculto tras los vapores de un abundante plato de polenta con tuco, a la que recubría meticulosamente con una gruesa capa de queso rallado.

    Al ver a Pimentel, la Morsa se reclinó sobre el respaldo de la silla y con un gesto patético señaló con ambas manos el plato de polenta.

    -Perdón jefe, dijo Pimentel, pero se trata de una presunta muerte ocurrida en lo que podría llamarse una casa de huéspedes. Hay gran conmoción en el vecindario y como la puerta de la habitación está cerrada por dentro, traigo una autorización del juzgado para forzarla si fuera necesario.

    La Morsa se levantó lentamente lanzando un suspiro, y comenzó a abrocharse los botones de su chaleco. Se encasquetó su deformado chambergo negro y formando un círculo con el pulgar y el índice de la mano derecha, dejando extendidos los tres dedos restantes, levantó el brazo en dirección a Don Pedro que lo observaba sentado desde un alto taburete frente a la caja registradora.

    Don Pedro estaba acostumbrado a los frustrados almuerzos del comisario, y agitó una mano en señal de comprensión.

    El Interior del citroën hervía como un sartén puesto al fuego.

    Pimentel se desabrochó el botón del cuello de la camisa, recibiendo una mirada reprobadora de su jefe.

    El oficial se hizo el desentendido, tratando en vano de abrir la ventanilla de su lado.

    El comisario puso en marcha el motor; se colocó un tanto de costado para que su vientre voluminoso diera paso a la varilla de velocidades y arrancó a los saltos, entre los gritos, bocinazos y chirriar de los frenos del tránsito circulante.

    La Morsa continuó impertérrito, y poco después llegaron al lugar del hecho.

    Frente a la puerta se agolpaba un grupo de mujeres gesticulantes; algunas desalineadas, en chancletas y con niños en sus brazos. Se observaba, también, con coche patrullero, una ambulancia y el móvil de un canal de televisión cuyo reportero conversaba animadamente con el público.

    -¿Qué es lo que ocurre?, preguntó con voz alta la Morsa al oficial a cargo del patrullero.

    Antes de que éste le pudiera responder, los allí presentes, señalando para arriba, gritaron a coro: ¡¡El pintor, el pintor!!.

    El comisario estuvo a un triz de preguntar ¿qué pintor?, pero se detuvo a tiempo por temor a una guarangada. Eludió a los reporteros que lo asediaban y sin miramientos se abrió camino entre la multitud.

    Le hizo una señal al sargento que estaba de consigna en la puerta, y junto con éste y con Pimentel entraron en el edificio.

    Se trataba de una casa antigua de fines de siglo y bastante deteriorada. El zaguán desembocaba en un amplio hall con dos puertas en una de las paredes laterales, indicando otras tantas habitaciones.

    Adosada a la otra pared, arrancaba una vieja escalera de madera crujiente que conducía a la azotea, sobre la cual se levantaba una edificación solitaria a la que se accedía a través de una antigua y sólida puerta de madera sobre la que se destacaba una aún más sólida y antigua cerradura con aplicaciones de hierro forjado a su alrededor.

    Era allí donde se hospedaba el pintor al que se refería el vecindario.

    La vieja escalera se estremecía y se quejaba bajo el peso de la Morsa y del sargento Reinoso, corpulento como un ombú y con puños como adoquines. Pimentel los seguía bastante más abajo para evitarse una desgracia en caso de derrumbe.

    Al llegar a la puerta del pintor, el comisario trató de observar el interior a través de un orificio que hacía las funciones de mirilla, pero se lo impidió una pesada pieza redonda de bronce que oscilaba en el interior oficiando de obturador. Se inclinó para mirar por el agujero de la cerradura, pero fracasó también en este intento al encontrar la llave puesta en ella.

    La Morsa no dijo nada, pero hizo una significativa señal al sargento Reinoso.

    Ambos retrocedieron varios pasos y se lanzaron con furia contra la puerta la que, a pesar de su solidez, no pudo resistir los trescientos y pico de kilos que la embestían y se abrió con estrépito quedando colgada de una se sus bisagras.

    Una silla que se encontraba apoyada contra la puerta, salió disparada como un cañonazo y se desintegró al estrellarse contra la pared opuesta.

    La habitación, muy espaciosa, se encontraba en perfectamente iluminada con tres grandes ventanas protegidas por gruesas rejas de tipo colonial. Próximo a una de ellas, se encontraba el cadáver del pintor extendido de espaldas, con un negro agujero en el parietal derecho y sosteniendo una pistola de regular calibre en la diestra.

    Los tres hombres se detuvieron para observarlo.

    Una mosca solitaria se paseaba por la casa del muerto; se frotó las patas delanteras y emprendió el vuelo, dejándole un puntito negro en la frente.

    La Morsa movió la cabeza con disgusto; se agachó e introdujo un bolígrafo en el caño de la pistola; la retiró de esta manera de la mano del cadáver y la depositó cuidadosamente sobre una mesa que se encontraba en el centro de la habitación.

    Luego se dedicó a revisar la vestimenta de la víctima: Una regular cantidad de dinero en los bolsillos de su pantalón, un paquete de cigarrillos en el de la chaqueta, un encendedor y algunas monedas.

    Al revisar el bolsillo superior del saco, encontró una tarjeta con la inscripción: "MARCOS KOHAN/MARCHAND O´ART" y la dirección. Junto con ella encontró el comprobante de una conocida una casa de cambio por la compra de cinco mil dólares. Al leer la cantidad, la Morsa dejó escapar un silbido. La suma no se compadecía con el aspecto humilde de la vivienda y el mobiliario. Sobre el sofá bastante maltratado se destacaba una valija abierta con prendas de invierno prolijamente ordenadas. Una larga y alta estantería que también servía como biblioteca, contenía rollos de tela, papel de envolver, ovillos de hilo, una colección de libros sobre pintura, cajas con pomos de pintura, paletas de pintor y varios tomos de una cantidad de productos químicos, probetas, retortas y otros elementos propios de esta disciplina. Todo ello perfectamente ordenado al igual que el resto de la habitación, a excepción de un gran número de pinceles que se hallaban esparcidos por doquier. Junto a la estantería, dos caballetes vacíos indicaban que el artista no tenía ninguna obra en ejecución.

    El sargento Reinoso fue colocado de facción frente a la puerta, en tanto que el comisario y Pimentel se dedicaban al examen del interior de la vivienda. En el cajón de la mesa de luz descubrieron un documento de identidad a nombre de Leonardo Boggia con la fotografía de la víctima, además de un pasaporte con igual nombre y una reciente visa para viajar a París. El tal Boggia poseía una cuenta corriente en un banco extranjero según se deducía de una libreta de cheques, en la cual constaba la extracción de sumas periódicas, la última de las cuales se había producido el día anterior.

    Terminando el reconocimiento, la Morsa indicó al sargento Reinoso que llamara al personal de la ambulancia. Se aproximó a la puerta casi derribada e hizo girar la llave descomunal que daba movimiento a la cerradura. Quedó pensativo unos momentos y repitió varias veces la maniobra.

    Una sonrisa desagradable se dibujó en el semblante del comisario.

    El examen del médico de la ambulancia le indicó que la muerte se había producido por estallido de cráneo, provocado por un disparo a muy corta distancia y que el hacho había ocurrido entre la una y las dos de la madrugada.

    Después que fue retirado el cuerpo del infortunado Leonardo Boggie, la Morsa creyó oportuno interrogar a la encargada de la casa de huéspedes.

    Era ésta una mujer que trataba de disimular el paso del tiempo aplicándose un muestrario de cosméticos sobre el rostro sin lograr resultados efectivos, de manera que frente a ella se tenía la impresión de hallarse ante una máscara resquebrajada enmarcada por una maraña de cabellos resecos de un color indefinido, tirando a amarillo.

    La Morsa la hizo sentar en uno de los sillones que al parecer tenía vencidos los resortes, porque la pobre mujer se hundió en él quedando en la ridícula posición de una gallina clueca en su nido. Pimentel dio vuelta la cara para ocultar una sonrisa en tanto que la Morsa se hizo el desentendido.

    El comisario probó la solidez de una silla sentándose luego en ella con cierta prudencia, y en un tono que pretendía ser gentil le preguntó a la encargada:

    -¿Cuántas personas viven en la casa?

    -Además de Leo, quiero decir, el señor Leonardo, vive una familia que ocupa las dos habitaciones que dan al hall, pero en estos momentos se encuentran en Corrientes visitando a sus parientes. Mi hija y yo ocupamos tres habitaciones en el fondo.

    -¿Cuándo vio por última vez al señor Leonardo?, prosiguió la Morsa.

    -Ayer por la mañana. Leo bajó más o menos a las ocho; tomamos unos mates en a cocina y salió de prisa, anunciando que no vendría a almorzar ni a cenar. Leo está como pensionista, aclaró.

    -¿Y desde cuándo habita en esta casa?

    -Desde que llegó de Francia, hace más o menos dos años.

    -¿Tenía amigos que lo visitaban últimamente?

    -Tenía varios. El último que vi, justamente ayer, fue el señor Marcos. El que tiene una casa para la venta de objetos de arte.

    La Morsa y Pimentel cambiaron una mirada.

    -Después que Leo se fue, prosiguió la encargada, subí para ordenar su habitación, cerré la puerta y puse la llave bajo el felpudo como era la costumbre.

    -¿Y cuándo fue que vio al señor Marcos?

    -Más o menos a las cuatro de la tarde. Vino a decirme que Leo no contestaba. Le expliqué que Leo regresaría tarde y entonces me pidió le dijera que lo visitará en la mañana de hoy para arreglar el asunto de los cuadros.

    -¿Sabía el señor Marcos que la llave estaba bajo el felpudo?

    -Lo sabía todo el mundo. De todas maneras, cuando Leo estaba en casa, jamás cerraba la puerta con llave. Es decir, salvo algunos períodos en que se encerraba en la habitación y no salía ni para comer. Le alcanzábamos algunos sándwiches y algunas gaseosas que él recibía con la puerta entornada.

    -¿Y cuál era la razón de este extraño proceder?

    -Lo ignoro. Luego de estos períodos que duraban quince o veinte días, salía con algún cuadro envuelto y regresaba para seguir con su vida normal.

    -Ahora, dijo la Morsa, cuéntenos cómo se dieron cuenta de la muerte del señor Leo.

    -En la mañana de hoy, mi hija que en ocasiones le sirve de modelo, subió con el desayuno, encontró la puerta cerrada y golpeó sin tener respuesta. Quedó entonces preocupada, y como a eso de las diez volvimos las dos juntas, golpeamos fuertemente y llamamos con insistencia sin obtener respuesta. Miramos por el ojo de la cerradura y comprobamos que la llave estaba colocada por la parte de adentro. Temiendo lo peor, llamamos a la policía.

    -Hizo usted bien, dijo el comisario con simpatía. Ahora me gustaría hablar con su hija sobre el caso.

    -La pobre, respondió la encargada, está bajo los efectos de un sedante.

    -Bien, concluyó la Morsa. Hablaré más tarde con ella. Espero que para entonces esté dispuesta y que tenga una receta del calmante que ha tomado.

    El comisario permaneció largo rato observando por una de las ventanas que daban sobre la calle y se sonrió con cinismo al observar que la encargada entraba presurosa en la casa de un médico del barrio que gozaba de una dudosa reputación.

    Despidió luego al sargento Reinoso ordenándole que enviara a la gente de la División Rastros.

    -Perdón jefe, dijo Pimentel; en mi opinión, que evidentemente no es la suya, se trata de un caso de suicidio. Pero entonces, ¿por qué tanta investigación?.

    La Morsa lo miró antes de contestarle.

    -Vamos, comenzó, un hombre que retira una suma de dinero, prepara la valija para un viaje como lo demuestra el pasaporte, compra cinco mil dólares (que no están), vuelve a su casa, cierra la puerta y se pega un tiro, ¿le parece lógico?. No Pimentel, se trata de un crimen.

    -¿Qué observa a su alrededor?

    -Yo veo todo en orden, respondió Pimentel.

    -"Ver no es observar" sentenció la Morsa. Los pinceles esparcidos por todos lados, ¿no le dicen nada?. Además, las cosas de mayor volumen que hay en la estantería como los atados de papel de envolver y los rollos de tela han sido removidos y vueltos a ser colocados, pero sus bordes no coinciden con las marcas libres de polvillo que indican su posición anterior.

    -Y dígame Pimentel, ¿si el tal Leo quería asegurarse el suicidio cerrando con llave la puerta, atrancándola además con una silla, ¿por qué diablos dio sólo una vuelta a la llave cuando ésta es de dos vueltas?

    Pimentel quedó estupefacto.

    Poco después llegaron los hombres del gabinete de rastros, muñidos de portafolios, valijines, cajas y un sinnúmero de elementos propios de su trabajo.

    La Morsa les encargó un examen exhaustivo de la pieza y los puso al corriente de sus propias investigaciones.

    Mirando a Pimentel le dijo:

    -Ya son las tres y media de la tarde. Espero que el tal señor Marcos tenga abierto su negocio.

    Al llegar, Marcos Kohan los recibió con el rostro visiblemente alterado.

    -Si, me enteré de su suicidio, contestó ante una pregunta del comisario. Lo que no me explico es el motivo de semejante actitud, agregó.

    -Tal vez usted pueda ayudarnos a aclarar esta cuestión, dijo la Morsa.

    -Y a propósito, ¿por qué piensa usted que no tenía motivos para tomar esa determinación?

    -Porque anteayer estaba eufórico, planeando una serie de actividades en París, donde viajaría precisamente hoy. Ya tenía reservado su pasaje para el vuelo de las dieciocho y treinta horas.

    -Es decir, intervino el comisario, que ¿usted no volvió a verlo?

    No señor. Anteayer trajo a este comercio una cantidad de cuadros para ponerlos en venta. A eso de las tres o cuatro de la tarde de ayer, pasé por su domicilio para tratar algunos aspectos de la comercialización, pero me informaron que regresaría muy tarde.

    La Morsa advirtió que ésta declaración concordaba con lo dicho por la encargada y le preguntó:

    -¿Hace mucho que lo conocía?

    -¡Oh si!, desde hace más de veinte años. Estudiamos juntos en la Escuela Superior de Bellas Artes. Era un magnífico representante de la pintura clásica hasta que viajó a Francia. A su regreso, se había transformado en un mediocre exponente de la pintura moderna. Aunque su pintura no es mala en su técnica, sólo ha logrado vender muy pocos de sus cuadros. Tal vez ahora que está muerto su obra llegue a valorizarse. Voy a mostrarles algunos de los cuadros que ya tengo en exhibición.

    Los cuadros en cuestión eran una sucesión de desnudos con brazos y piernas algo toscas y desmesurado grosor, y con un rostro de expresión casi brutal. Bien mirados daban la impresión de un boxeador vapuleado, si no fuera por los atributos femeninos dibujados asimétricamente sobre el pecho de las figuras.

    La Morsa se detuvo intrigado frente a uno de los cuadros que presentaba una temática diferente.

    Al advertirlo, Marcos le explicó:

    -Se trata tal vez de su obra mejor lograda. Se representa la salida del sol sobre la pradera.

    El comisario hubiera jurado que se trataba de un huevo frito sobre una tortilla de espinacas.

    La Morsa se restregó los ojos, volvió a mirar el cuadro, y luego de unos instantes preguntó:

    Lo que no entiendo es ¿cómo si Leo no podía vender fácilmente sus cuadros, gozaba de una buena posición económica tal como lo indica su cuenta corriente en el banco?

    -No lo sé, pero como una opinión personal y tal como se lo dije, Leo era un experto en materia de pintura clásica. Sé que se dedicaba a la restauración de cuadros famosos, empleando una técnica que hacía difícil, por no decir imposible, reconocer las diferencias entre lo original y lo restaurado. Estos dos últimos años estuvo trabajando en la acreditada casa de mi colega, el anticuario Antonópulos, que sabe reconocer lo que vale un buen trabajo.

    El comisario y Pimentel cambiaron una mirada.

    El tal Antonópulos se había involucrado cinco o seis años atrás en un asunto de contrabando de obras de arte. Alguien con influencias había separado a la Morsa del caso y ésta había quedado sin resolver.

    Ambos policías se retiraron satisfechos.

    -¡Simpático el rusito!, dijo la Morsa y Pimentel asintió con la cabeza. Ninguno de los dos eran racistas.

    Cuando regresaron a la casa de huéspedes, los hombres del gabinete de rastros habían terminado su tarea. El experto en balística confirmó que la pistola se había disparado una sola vez; pero hay dos cosas que llaman la atención, apuntó.

    -Primero: Hay huellas dactilares presuntamente del muerto solamente en el gatillo y en la empuñadura. Sin embargo, debieran existir otras en el cuerpo del arma, puesto que debió tomarla con ambas manos para accionar la corredera que hace subir el proyectil a la recámara. Segundo: Hay algunas marcas en el cañón que hace suponer la asistencia de algo que lo abrazó; posiblemente un silenciador. Por último, la numeración del arma ha sido limada y tratada con ácidos.

    La Morsa se frotó las manos con satisfacción.

    El hombre a cargo de la requisa informó que tal como lo había observado el comisario, eran evidentes las señales de que la habitación había sido revisada. La propia encargada, consultada por él, afirmaba que la ropa de cama estaba dispuesta en forma distinta a la habitual.

    -No cabe duda de que alguien buscaba algo, tal vez esto, dijo con aire de triunfo, enarbolando la tela de una pintura en la que se destacaba un paisaje bien diferente al de la salida del sol en la pradera, colgado en la galería de Marcos.

    Estaba bajo la tabla de una mesa, sostenida en sus esquinas con cinta adhesiva, concluyó el policía.

    -¡No puedo menor que felicitarlo, jefe!, dijo Pimentel cuando los hombres de rastros se retiraron satisfechos por el éxito obtenido en su gestión.

    La Morsa se sintió halagado y se mostró locuaz.

    -Todo caso policial, explicó a su subordinado, puede ser planteado como una ecuación de primer grado con tres incógnitas: El cómo, el por qué y el quién. Cuando se despeja uno de los términos, los otros dos se resuelven con facilidad. Ya tengo resuelto el cómo y estoy a punto de resolver el por qué. El quién surgirá entonces como consecuencia lógica de los otros dos.

    Pimentel reflexionaba sobre los conocimientos matemáticos de su superior mientras bajaba la escalera en busca de la hija de la encargada.

    Al poco tiempo se presentó ésta acompañada de su mamá, la que se rehusó al sillón que le ofrecía, optando por una silla.

    La hija de la encargada era una mujer joven, atlética y de rostro agraciado, aunque se advertía en él una expresión de dureza que el pintor había exagerado en sus cuadros. La Morsa bajó un poco la vista para comprobar si sus atributos femeninos se correspondían con la asimetría reflejada en la obra. La joven advirtió la mirada y se abrochó otro botón de la blusa.

    -Veamos, dijo la Morsa que había enrojecido un poco. ¿Puede decirme cuáles son sus actividades?

    Partes: 1, 2
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