Richard Sennet, en Carne y piedra, sostiene que las ciudades se hicieron para el ejercicio, desplazamiento y acomodo del cuerpo. Y que es el cuerpo, con sus movimientos y actitudes el que crea el sentido de lo urbano y las variables del espacio público, ya como ese espacio donde se realiza el intercambio, ya en calidad de sitio para la movilidad o el descanso social. Desde el punto de vista de Richard Sennet, la ciudad es un cuerpo para cuerpos, una estructura donde nace, crece, mueve y desaparece la corporalidad pero no su memoria, que pervive en las obras, en las calles, en las honras y en los rituales de nacer, procrear y morir (referencias corporales), esto que Carlos Gustavo Jung llama el inconsciente colectivo y que rige el yo social. Y en esta concepción de un cuerpo en proceso acomodaticio, se encuentra uno de los sentidos más interesantes de la historia: el movimiento.
Un cuerpo, entonces, no es un cuerpo si carece de espacio y tiempo. El espacio lo necesita para moverse y el tiempo para representarse. Y la mezcla espacio-temporal, para ser y definirse dentro del acontecer histórico, donde la physis se suma a la psiquis para conformar un todo que entiende y responde con una movención, con una acción-reacción, con una disposición que hace posible el aprovechamiento de lo que sucede o, en su defecto, crea una experiencia frente al acontecer. En este punto, la literatura y la psicología son claras: nos pasa lo que le pasa al cuerpo, es decir, elaboramos un pensamiento con relación a la corporalidad, la movilidad y los espacios conquistados. Pero el cuerpo no es uno sino que es misceláneo y polisémico, o sea que cambia de comportamiento y de nombre (en la actitud) en la medida que las condiciones del contexto lo requieren: ama, camina, salta, descansa, reacciona y acciona y, en un momento dado, asume como propios de si, de su condición, todos los verbos en infinitivo, Podría decir, entonces, que un cuerpo encierra en sí varios cuerpos y que en esa multicorporalidad, que obedece a su educación sentimental y a la apropiación espacial, asume diferentes posiciones, usos y posibilidades de interpretación, sea desde la cercanía o la lejanía. Para avalar lo anterior, Desmond Morris, en El cuerpo al desnudo y El hombre al desnudo, asume que un cuerpo es un espacio múltiple de representaciones, sean gestuales o simbólicas (representaciones de clase, de edad, de rebeldía y obediencia etc.). Y que de acuerdo a lo representado es moral (se ajusta a las costumbres y a las normas) o inmoral (se opone a lo pactado). Pero lo interesante en la tesis de Morris es que el cuerpo reacciona tanto racionalmente como inconscientemente, lo que implica un cuerpo que el yo construye y otro que se construye marginal al yo, sin control, reaccionando frente a estímulos sentidos (un golpe), culturales (una reacción frente a otro) o provenientes de un complejo (conexiones inconscientes con hechos como la oscuridad, el frío, las suposiciones etc.). Y a veces estas conexiones, complejos, ponen el cuerpo en movimiento motivándolo para una acción: deseos de caminar, de bailar, de correr. Es de anotar que Baruj Spinoza, el filósofo judeo-holandés, decía que la voluntad, eso que creemos que hacemos a consecuencia de nuestra libertad, no es un acto voluntario sino que obedece a un estímulo previo que nos lleva a ejecutar una acción, esa que supuestamente queremos o que inconscientemente realizamos.
En el tiempo y el espacio, el cuerpo construye. Y en esa construcción la historia aparece como resultante necesaria de la acción del cuerpo, de los que avanzaron o recularon, de los que se impusieron o fueron vencidos. De aquí que las referencias históricas sean corporales, como se legitima en la figura del héroe, del semi-dios, de muchos dioses. Y si bien esta concepción podría parecer objetualista, la evidencia es que todo lo construido por el hombre es para su cuerpo, que el mundo de los objetos lo hacemos a imagen y semejanza nuestra y que aquello que se sale de estos parámetros lo convertimos en insignificancia (carencia de significado). Incluso en la imaginación, la presencia corporal está manifiesta para poder describir un hecho y realmente nadie se parece a un animal sino que es el animal el que se parece a nosotros, igual que el extraterrestre y todo aquello que queramos imaginar y tenga una medida. Seguimos, como en los días de Anaxágoras, midiendo el mundo con relación a nosotros. Y entendiéndolo, según seamos nosotros.
El hombre que camina y danza.
El hombre primitivo que llamamos homo sapiens, aquel que se paró (homo ergaster) y comenzó a caminar y mientras caminaba se hacía preguntas, conoció un mundo más amplio cuando tuvo conciencia de su corporalidad (en el Génesis leemos que Adán se sintió desnudo). Sus pasos, ágiles y no torpes como aquellos del pre-hombre que se apoyaba en los pies y en los nudillos de la mano, lo invitaron a conocer el paisaje, a ir más allá, a dejar sus circunstancias primeras y atreverse a mirar. Por esta razón, la historia comienza con un hombre que camina y que descubre posibilidades para crecer sus ganados o darle un uso a sus manos (un homo habilis). En el texto bíblico se habla de un hombre que sale, que deja algo y se enfrenta con el mundo. Lo leemos en la expulsión del Paraíso, en la huida de Caín, luego en Abraham, Isaac y Jacob. En todos ellos está presente un hombre que avanza, que sueña, que busca nuevos espacios para su cuerpo. Y que está vivo porque se plantea lugares lejanos con base en lo que su cuerpo es capaz de resistir. Es un hombre consciente de sus capacidades físicas y mentales, de su fuerza frente al animal y quienes busquen intervenir su paso. Y algo muy interesante: desde Adán hasta Abraham, los hombres dejan atrás sus espacios seguros y sedentarios (el Gan-Edén, Ur) y confían en sus cuerpos, que son los vehículos que habitan y sobre los cuales tienen certeza de acción. Y si bien no van empujados por un sueño sino que están obligados, ya por la expulsión, ya por una orden de D’s, el hecho de tener conciencia de la corporalidad les da confianza en sí mismos. Y como el cuerpo es el motor para caminar el mundo y en ese camino entenderlo para apropiárselo a través de conjeturas y significaciones, Abraham lo circuncida y al mismo tiempo se opone a los sacrificios humanos y a que los cuerpos de los muertos sean dejados a la intemperie para pasto de animales carroñeros. De aquí la importancia de la cueva de Maqpelá, donde entierra a Sara. Es conveniente anotar que Abraham le rinde culto al cuerpo porque allí está la memoria, el recuerdo del acontecimiento, la multiplicación de la vida. No adora carne y huesos sino lo que esto significa cuando se pone en movimiento, cuando acciona y avanza.
Hoy en día sabemos que las primeras conquistas se hicieron a pie y que los sumerios descubrieron el uso del caballo cuando ya tenían un imperio (nuestro ejército en otro lugar). Y que aún sabiendo de las bondades del caballo para sus aciones de guerra, mantuvieron firmes sus conceptos sobre la infantería: los cuerpos podían llegar hasta donde no llegaba el animal, realizaban acciones más precisas que las del jinete y podían pasar por donde el caballo no pasaba. Además, el hombre domina más el propio cuerpo que su cuerpo unido a otro extraño y de especie diferente.
Los griegos, al igual que los persas, lo babilonios y los judíos, dieron una gran importancia al cuerpo que camina. Hoy tenemos como recuerdo la batalla de Marathon, el desplazamiento de los judíos por el desierto, las grandes caravanas babilónicas etc. Paul Bowles, en sus historias de tuaregs, da mucha importancia al hombre que avanza delante del animal porque así le da confianza y lo anima. En su novela, El cielo protector, se asiste a una gran caminata y el hombre que gobierna la caravana se manifiesta a pie, certificando que esa tierra es suya, que la marca con su huella y al mismo tiempo la purifica. Quizás este relato sea una metáfora de la sandalia de Jacob o de los pies que lava Jesús. O quizás recuerde al chasqui inca, que llevaba, corriendo, pescado fresco al emperador del Cuzco, o a los soldados romanos que haciendo postas atravesaban los Alpes para llevar las noticias al Senado de Roma.
Pero el hombre no sólo camina sino que, al detenerse, danza. Y en el baile, donde copia los movimientos del viento, del mar, de los árboles y de algunos animales, el cuerpo se poetiza, es decir, asume la creación que los poetas accionan en las palabras. En la danza, como sucede en el mediterráneo (representación de ello es la danza de Zorba, el griego; la hoira israelí, la sardana catalana), el cuerpo asume una relación mística con el universo, se une a las fuerzas invisibles y el cielo lo atraviesa. Pasa como con los derviches danzantes turcos que, al perder la conciencia del cuerpo en la danza, levantan la mano derecha para que los dones de D’s entren por los dedos, crucen su cuerpo y salgan por la mano izquierda tocando a quienes los ven danzar.
La danza, desde los griegos y judíos hasta las culturas africanas y americanas, es una manifestación activa del cuerpo, de sus posibilidades plásticas y de movimiento, de su accionar en la poesía (poeía, creación), la música y el sentimiento que se expresa sin poderse explicar. Y en esa danza, el sentimiento de la vida se manifiesta y se libera de la simple condición animal porque en ella se ve una interpretación, un sentimiento y una posesión. Pasa como con los judíos jasídicos, que mientras danzan se alegran y en esa alegría D’s les hace sentir la vida como única posibilidad de ser. Y así, cuando el hombre danza, la tierra se manifiesta en el cuerpo, en los dones, en el evkaristós griego (de donde viene eucaristía), que antes que gracias son los regalos que se reciben de la divinidad. O sea que se danza en señal de agradecimiento.
Para entender el mundo, el hombre copia su cuerpo dotándolo de medidas precisas que le permitan moverse sin cometer errores. Los árboles, las montañas, los animales, el mar, el río, se asumen de acuerdo a la magnitud del cuerpo del hombre. Y así aparecen los puentes, los caminos, los barcos, las casas, los templos etc. Pero no sólo como una mera referencia a lo corporal general sino acorde con una medida exacta: el codo, la cuarta, la cabeza, la pulgada, el pie. De esta manera, el mundo es medido y construido con base en las partes del cuerpo, de la ley aurea que hay en él. En el Renacimiento, Leonardo da Vinci, mediante un dibujo que es clásico, hace una interpretación del cuerpo como medida de todo lo existente. Y ya, cuando se asume el sistema decimal francés, éste se aplica al cuerpo en términos de tallas, incisiones, ergonomía, desplazamientos etc. Pero, aún tecnificada en la medición, la corporalidad sigue siendo el referente para la comprensión del mundo y así entendemos el universo como un ser vivo que se mueve y acciona como un cuerpo, con corazón y arterias, espasmos y extensiones "musculares". Y cuando la idea no es física sino política o filosófica, el cuerpo retoma de nuevo su lugar referencial, como pasa con las teorías Joseph de Maistre sobre lo que es la ideología conservadora o las de Locke con relación al liberalismo. O con las de Marx o las de Rorty etc. En cada concepción, está la corporalidad, el movimiento, la vitalidad, porque el mundo no se entiende sin el hombre con cuerpo. Alguna vez, un rabino decía: el mundo es estrecho porque estamos tratando de ocupar el lugar del otro.
En esta medida del mundo y lo que pensamos, el cuerpo también se ha divinizado. Así, para entender lo trascendente, aquello que se sale de la racionalidad humana,
el hombre le ha dado cuerpo a los dioses y, cuando la cultura no admite un dios con cuerpo(como pasa en el Islam y el judaísmo), a esa invisibilidad de D’s se le otorgan acciones corporales: movimientos, palabras, sentimientos. En el Moré Nebujim (La guía de perplejos), Maimónides interpreta que no es que D’s tenga boca porque habla ni ojos por que ve, sino que estas palabras las usamos para entender (presumir) con palabras humanas algo que es propio de D’s pero que está por fuera de nuestro entendimiento. Para el Rambam (Moshé ben Maimón, Maimónides), el cuerpo humano, su accionar, es el principio de toda comprensión.
En las representaciones corporales de la divinidad, siguiéndolas tesis de Carlos Gustavo Jung, hemos manifestado nuestros sueños y deseos. Así, vemos los cuerpos perfectos de los dioses griegos, las inmensas furias de las gorgonas y las medusas, el cuerpo castigado y luego liberado del cristianismo. Y en estas representaciones estéticas de los cuerpos divinizados, también están presentes las monstruosidades, las uniones del cuerpo con animales, como el centauro, o los cuerpos de piel azul y varios brazos como Krishna o Kali. O, dentro del modernismo, la figura del extraterrestre, que tiene, en su simbología, cuerpo humano para entenderlo. Así que el cuerpo, además de un referente, es un símbolo (un sueño por cumplir, en términos de Jung) que permite fabular y, como sucede hoy con las teorías de la ingeniería genética, presagiar o pronosticar.
Pero el cuerpo, además de objeto de copia, también es una preocupación y un objeto de investigación permanente, ya por lo que siente, ya por lo que sufre. Es un mapa donde siempre hay información nueva, tanto técnica como médica, ya que sigue un orden y se rige por las conexiones e interdependencias de su propio sistema. Es, por lo tanto, un objeto que permite saber más, pero que no está quieto sino que trasciende la objetualidad (la calidad de objeto) porque hay algo en ese cuerpo que es más que una maquinaria o un circuito sistémico y es lo inesperado. No todos los cuerpos son iguales (como no hay nada igual en el mundo, ni siquiera un átomo que sea igual a otro) ni reaccionan igual (como sucede frente al clima, al dolor etc), así que, para quien lo investiga, siempre hay un asombro en la diferencia de la similitud, en ese punto X donde lo uno es distinto a lo otro que parece igual. Y ese punto desconocido es quizás la razón del movimiento, lo que se desconecta cuando morimos. Y, posiblemente, lo que sigue vivo.
Somos en la diferencia y, a partir de ahí, las posibilidades se multiplican porque el cuerpo encuentra modelos en otros, sea para admitirlos como parte de una extensión (lo que quiero ser) o para asumirlos en calidad de exclusión (lo que no quiero ser). Y en esa diferenciación, donde nos vemos en el otro, tanto para admitirnos como para compararnos, encontramos la referencia con el nosotros, con lo que somos y nos caracteriza. Y con lo que no somos, que es la mejor manera de encontrarnos con nosotros mismos, como decía Maimónides.
No hay nada que se deteriore tanto como el cuerpo. Por eso Edipo resuelve el enigma de la esfinge imaginando un asenso y una caída, un movimiento elíptico. Pero para llegar a un concepto gráfico del cuerpo que avanza en el tiempo y en la medida en que cambia asume sentimientos, se necesitó mucho tiempo. Y es a partir de la pintura medieval, en el que el cuerpo se mueve dentro de una perspectiva imperfecta que se corrige en el Renacimiento y perfecciona en el Barroco, donde el cuerpo es representado dentro de cánones clásicos pero con un agregado: sentimiento. Ya no es un cuerpo que posa (una mera representación) sino uno que siente y manifiesta abiertamente sus emociones: el cuerpo que llora, ama, traiciona, lucha, que aparece vencido y se enloquece etcétera. Y en esta sentimentalidad, el cuerpo acrecienta su contenido estético y su relación con el espectador. Basta ver los rostros de las madonnas, la tensión en los músculos del guerrero, el giro de las cabezas en los niños, la posición de las manos en el tejedor o la que fríe huevos. Y si bien desde Salomé, cuando con la exhibición del cuerpo logra la muerte de Juan el Bautista y a partir de allí el cuerpo se cubre (se viste y se esconde) y asume la espiritualidad, en la nueva representación que hace la modernidad lo corporal vuelve a mostrarse como objeto de reverencia, deseo, comparación y motivo de desplazamiento: los soldados que van a la guerra y al mundo nuevo descubierto donde los cuerpos que se encuentran no están cubiertos sino desnudos. En las cartas de Cristóbal Colón se describen los cuerpos de "treinta años" (la edad de Adán) de los indígenas. Y en las descripciones se menciona la vitalidad, la belleza, la supuesta fuente de la juventud que revitaliza y renueva pieles, músculos, huesos y pasiones. Y esas narraciones no son ajenas a los pintores y creadores de códices que de inmediato asumen el cuerpo y la gestualidad como una opción renovada y una nueva representación del mundo donde el hombre sedentario vuelve a tomar conciencia de sí a través de la corporalidad y, con ella, de la libertad y de la unión con el paisaje. Y eso le permite la recuperación de antiguos modelos (el cuerpo arquetípico) y las lecturas de la naturaleza, legitimando otra vez la capacidad reflexiva y el asombro, no con base al entorno sino con lo que imagina de él. Hablaríamos de un cuerpo que se sentimentaliza con información y literatura. Son los días de los siglos XVI y XVII, los del asombro y los de la razón y las noticias de ultramar, de las nuevas técnicas y formas de gobierno. O sea que el pensamiento ha cambiado y en ese cambio el cuerpo asume nuevas unturas y perfumes, vestidos y maneras de comportarse. El mismo Leonardo, previendo que esto pasaría, escribe un manual de etiqueta y cocina (conocido como el códice Romanoff) que sólo Luis XIV, más de un siglo después, pone en funcionamiento. El rey sol, consecuente con sus piernas (que creía muy bellas), determina que el cuerpo ya no es algo para esconder sino para vestir. Y que en él hay un héroe escondido, que no sólo lucha sino que piensa con exactitud. Y que trasciende en las bellas artes y en los hombres de letras que loan el cuerpo cantando su potencialidad o lo destruyen evidenciando sus debilidades, como es el caso de Rousseau versus Voltaire.
Ya en el siglo XIX los románticos, opuestos a la razón de la Ilustración, dejan a un lado la razón para asumir el héroe sentimental que no sólo se pone en contacto con otros cuerpos sino que llega a darle validez a los fantasmas, al no-cuerpo, para sus fines sentimentales. Es el tiempo del enamoramiento y las utopías amorosas, de las rebeliones y las concepciones de izquierda y derecha que, a la par que ideologías (Marx contra Joseph de Maistre), son también formas de vestir, de mobiliario y de vivir. Y sucede algo muy interesante con relación a la corporalidad: se huye del cuerpo en el cuerpo mismo a través del vestido, que esconde la fragilidad e iguala. Y al mismo tiempo diferencia, porque el cuerpo vestido se va a la guerra, sea política o económica, y allí se discrimina y destruye y, a la par, se reconoce como un elemento que en tiempos de paz respira, camina, se une para jugar y construye espacios para sí y quienes lo reemplazaran mañana. Y con el cuerpo como referente, el mundo cambia y se mueve. Es el movimiento, la certidumbre de estar vivo.
Por
José Guillermo Anjel R.
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