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Los conservatorios de música: historias olvidadas


     

    Fachada del Conservatorio Nacional de Música, en la Ciudad de México. http://www.conservatorianos.com.mx

     

     

    Por lo general, los conservatorios suelen evocar imágenes propias de escuelas altamente especializadas que hacen de la música erudita el centro de sus ocupaciones y preocupaciones. Al aproximarnos a ellas, en cualquier lugar del mundo, ya desde las calles aledañas encontramos indicios de lo que constituye su vida cotidiana: muchachos y muchachas que caminan presurosos cargando un instrumento musical que se delata por la forma de su estuche, pequeños comercios que venden papel pautado, algún repertorio musical, aparadores que invitan a soñar con la adquisición de instrumentos musicales. Al traspasar el umbral del edificio que los alberga, entramos de lleno en un mundo sonoro que, a la vez que nos atrae, nos impone: un piano suena acá y acullá, voces muy cuidadas vocalizan, conjuntos de cuerdas ensayan bajo la dirección de un maestro o de un estudiante del mismo grupo, una biblioteca cuyo principal acervo consiste en música escrita –partituras– y una fotocopiadora ad hoc.

    Nadie dudaría que se trata de instituciones plenamente consagradas al estudio de la música, que ocupan un lugar de privilegio en el tejido cultural de cada sociedad. Sin embargo, ¿por qué se llaman conservatorios1 y no simplemente escuelas superiores de música o centros de formación musical?, ¿en qué momento y bajo qué circunstancias adquirieron esa denominación?

     

    Los inicios

    Puede resultarnos sorprendente el hecho de que el origen del conservatorio como tal se remonte, por lo menos, a seis siglos antes de nuestro tiempo: nacen en la Italia del Renacimiento, entre los siglos XV y XVI, estrechamente vinculados con la vida de los conventos y los monasterios, como los conservatorios de la Pietà dei Turchini; de los Poveri di Gesú Cristo; de Sant’ Onofrio, y de Santa Maria di Loreto. Sin embargo, como la mayoría eran instituciones destinadas a la caridad pública, próximos a los asilos de pobres, intercambia

    bles en sus funciones con los hospicios infantiles del Véneto como los de la Pietà, dei Mendicanti, Giovanni et Paolo, genéricamente se conocieron con el nombre de Ospedale (Hospital).

    Estos conservatorios u hospitales atendían preferentemente a niños y jovencitos desamparados por diversos motivos, muchos de ellos huérfanos o abandonados, con el fin de encaminarlos a una vida útil, para lo cual les enseñaban un oficio que les permitiera vivir dignamente, pero también los encauzaban, en la medida que mostraban disposición para ello, al estudio de algún instrumento musical y particularmente del canto, habilitándolos para participar en las funciones religiosas o para integrarse al servicio de reyes, príncipes, nobles o, como quiera que fueran, ‘señores’.2 La atención también se dirigió, en instituciones paralelas y quizá en menor escala y en años posteriores, a niñas y a jovencitas, e incluso a mujeres desamparadas, constituyendo uno de los primeros espacios de educación formal femenina.3

    Algunos de estos conservatorios –también hospicios y orfanatorios– lograron tal calidad en la formación musical, fuera con coros o con conjuntos instrumentales, que se transformaron en verdaderas escuelas especializadas, semilleros donde participaban músicos del calibre de Vivaldi y Monteverdi, para los católicos; de Bach y Mozart, para los protestantes, y aportaron la escuela que daría por resultado el gran arte musical del barroco europeo. 

    El término conservatorio llegó a significar, finalmente, la función de asistencia social de ‘conservar’ a las poblaciones más jóvenes y desvalidas de los peligros morales propios del abandono y, por extensión de las funciones asumidas por la institución, la ‘conservación’ del legado de la música sacra a través de su enseñanza, de la labor de los copistas, del resguardo físico de los repertorios.

    Si analizamos retrospectivamente la vida musical europea podremos explicarnos por qué estas instituciones de beneficencia habían logrado acumular –conservar–, para el siglo XVI, tal capital musical. La Iglesia, una vez fortalecida como institución, durante los siglos de la Edad Media, fue la que estuvo en condiciones de custodiar los bienes culturales de los pueblos; por otra parte, el mundo de la cristiandad se apropió del espíritu religioso, cuya sensibilidad se nutría de la música sagrada, patrimonio de los monasterios y las catedrales, verdaderos centros de la vida económica y cultural de la época, que competían entre sí por su fastuosidad y poder. Los eclesiásticos poco a poco permitieron que los laicos entraran en sus dominios y compartieran algunas de estas riquezas, como la musical. La fijación de un sistema de escritura musical alrededor del siglo XI, gracias a Guido D’Arezzo, facilitó la transmisión de estos legados entre algunos sectores de la población, ciertamente muy selectos.

    Ya para los siglos XVI y XVII, tanto la Reforma religiosa de los protestantes como la Contrarreforma de los católicos, hicieron de la música un instrumento de ‘conversión’; fueron esos años de gran esplendor y producción musical; dieron lugar a verdaderas aportaciones tanto en el terreno de la creación musical propiamente dicha, como en el de canto coral y la ejecución de conjuntos instrumentales, sin obviar la construcción y conservación de instrumentos musicales.

    Para entonces, la capilla musical, integrada a las catedrales, sobre todo, era toda una institución musical. El maestro de capilla era una verdadera autoridad: a la vez que dominaba la teoría y la práctica de la música sacra, componía, ejecutaba y asumía la tarea de instruir a niños y jóvenes en estos menesteres, con el propósito de que apoyaran los servicios eclesiásticos. Llegó a darse el caso de que las capillas tuvieran su propio conservatorio musical.

     

    El caso de México

    Puede decirse que la situación de la enseñanza musical en nuestro país tuvo un importante paralelismo con lo que sucedió en Europa. Si bien el nombre de conservatorio como tal no se generalizó, las condiciones en que se establecen estas instituciones, la población que albergan y sus propósitos, de hecho, son coincidentes, sin que por ello obviemos la particularidad de cada región.

    Son de sobra conocidas las cualidades musicales de las poblaciones mesoamericanas, así como la formación altamente especializada que recibían algunos de sus miembros para participar en los ceremoniales.4 De modo que, como sabemos, estas tradiciones musicales fueron aprovechadas en las prácticas religiosas del catolicismo de la Nueva España, en medio de la fastuosidad de la liturgia, de las procesiones, de las fiestas de los patronos, que incluían, de rigor, canto y música.

    Puede decirse que las grandes catedrales y los monasterios fueron, potencialmente, los centros musicales por excelencia. Se abocaron sistemáticamente, como una de sus funciones, a la enseñanza de la música –coros, ejecución y composición–, a la preservación de la riqueza musical e instrumental, lo cual también era impulsado por las disposiciones de los concilios, de la mitra y del Vaticano.

    Estos centros cristalizaron en las capillas musicales, dirigidas a instruir a jovencitos al servicio de la Iglesia y también al público interesado, y en los colegios o internados, sostenidos por benefactores en el caso de los pobres, o bien con las dotes en el caso de los sectores acomodados de la población que, como parte de sus actividades, se canalizaban a la instrucción artística.

    A principios del siglo XVIII se estableció, como parte de la capilla musical de la catedral, la Escoleta Pública, institución exclusivamente orientada a la enseñanza musical, más próxima a los modernos conservatorios musicales que a aquellos hospitales, hospicios y asilos destinados a la caridad pública, no necesariamente dirigidos, en el caso de la Nueva España, a la educación musical.

    Sin embargo, la cercanía de las instituciones de enseñanza musical en Europa y en la Nueva España, orientadas al dominio de la música sacra, en cuanto a la población que atendían y a sus propósitos, pueden ilustrarse con los ejemplos que vienen a continuación.

    Colegio de Infantes del Coro de la Catedral Metropolitana de México (1538)5

    Surge próximo a la construcción de la catedral y al establecimiento del Arzobispado de México (1536), pues ya en las Actas Capitulares de las determinaciones tomadas por los miembros del Cabildo Eclesiástico se establecen "órdenes y disposiciones sobre los ‘mozos del coro’, quienes en un principio recibían nociones de canto llano; pero después se les instruía en la chirimía y dotándose posteriormente al Colegio de Maestros de Órgano".6

    Los reglamentos, que poco a poco fueron afinándose, establecieron el número de años que debían permanecer en el Colegio –no menos de nueve años destinados al servicio de la Iglesia–, la edad en que los recibían, el número de escolares –entre 8 y 10; 12 cuando mucho– y otros más.

    Convento de clausura de monjas dominicas de Santa Catalina de Sena de Valladolid

    Fue fundado en 1590. Entre sus propósitos, además del propio de la vida contemplativa, se incluía el pensionado o ‘niñado’ de doncellas criollas o españolas, de modo que a la vez que las preparaban para el hogar, las protegían de los peligros y males sociales. Las enseñanzas consistían en doctrina, lectura, escritura, operaciones aritméticas, canto y música sacra, además de otras actividades ‘propias de la mujer’.

    Hacia la segunda mitad del siglo XVIII, en el mismo lugar, se fundó el Colegio de Niñas de Santa Rosa de Santa María, que resulta de particular interés en relación con los conservatorios musicales religiosos de Europa, por dos motivos:

    "Su carácter asistencial, ya que acoge a doncellas criollas y españolas, con dote o sin ella, con familia o huérfanas, "que por su pobreza, orfandad y peligroso sexo, estuvieran desamparadas y faltas de socorro humano".7

    • La existencia de una escoleta de música para enseñar a las pensionadas canto –llano, coral, religioso y profano–; nociones generales de música y solfeo, y la ejecución del órgano, violín, clavicordio, tololoche u otro instrumento.8

    Colegio de Infantes de la Catedral de Puebla

    Fue fundado en 1687. Si bien existía en la catedral el servicio de los niños de coro, algunos eran muy pobres y vivían en sus casas; otros vivían en el seminario y ahí se instruían en el servicio litúrgico. Ambos apoyaban la misa y cantaban en el coro. De aquí derivó la adaptación de una casa y la organización del Colegio de Infantes de Coro de Santo Domingo Mártir, orientado a la instrucción musical de los jovencitos.

    La Escuela de Música

    Fue fundada en 1740, en el Convento de San Miguel Bethlen de la Ciudad de México, para atender a las niñas y doncellas desvalidas y hacer de ellas monjas músicas que pudieran hacerse cargo de las necesidades, en el terreno musical, de los monasterios de la Nueva España. En el documento de su fundación se señala con precisión su función:  "En el augusto nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, en honra y gloria de la Purísima Concepción de la Virgen María, Nuestra Señora, y en la del Señor San Miguel, Príncipe de las Milicias y del Cielo, activo protector de este Recogimiento, fundamos desde ahora para siempre en él, una Escuela de Música, en la que las pobres de dicha Casa que fueren aptas a esta enseñanza, se críen, eduquen y doctrinen para el mayor culto y mejor servicio de Dios nuestro Señor en los Coros de Religiosas de esta Ciudad"9

    Todo parece indicar que en centros musicales de gran importancia como Oaxaca, Guadalajara, Tlaxcala, Mérida, Durango, entre otros, florecieron conservatorios musicales religiosos, similares a los señalados, así como capillas musicales y escoletas.

     

    Para cerrar

    Si bien lo anterior parece apuntar al hecho de que entre las tradiciones novohispanas referidas a la instrucción en la música sacra no fue de uso común la noción de conservatorios musicales, ni las instituciones asistenciales que se abocaron a atender poblaciones desvalidas y menesterosas necesariamente integraron entre sus funciones la instrucción musical de quienes tuvieran cualidades para ello, sí hubo instituciones de algún modo equivalentes a las europeas, que atendían las necesidades de formar rigurosamente a un sector de la población en el campo de la música erudita con propósitos litúrgicos. De algunas de ellas, una vez que experimentaron los embates de la secularización durante el siglo XIX y reorientaron sus propósitos y su organización, surgirían los conservatorios musicales de nuestros días, instituciones superiores de educación musical de reconocido prestigio en las sociedades occidentales.

     

    Notas

    *Este texto constituye un avance del proyecto de investigación en curso "Los 75 años de la Escuela Nacional de Música de la UNAM.Una historia para celebrar" (PAPIIT IN 400 702), con sede en el CESU, UNAM.

    1. Conservatoire, en francés; conservatory, en inglés; conservatorium, en alemán.

    2. Una de las escenas de la película El violín rojo ilustra muy bien este propósito.

    3. Curiosamente, a mediados del siglo XVIII –nos dice Santoni Rugiu (1994)–, de manera generalizada, las instituciones de beneficencia pública para mujercitas asumirán el nombre de conservatorios, con funciones de ‘conservación’ moral propiamente dichas, de protegerlas y remediar su abandono, cuidar su comportamiento virtuoso. Ahí adquirirán oficios próximos a su desempeño como mujeres en el hogar y desde ahí se regulará el préstamo de estos servicios en forma externa –las instituciones paralelas para los hombrecitos se conocieron como Casas de Trabajo–. Algunos de estos conservatorios de niñas se orientaron hacia la formación de conjuntos orquestales y lograron una gran fama, ya desde el siglo anterior.

    4. Véase la obra de Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España, 4 vol. (Porrúa, 1956); Francisco Clavijero, Historia antigua de México (Porrúa, 1945); Miguel León Portilla, Los antiguos mexicanos (FCE, 1970), entre otras.                 

    5. Esta escuela de música, de 1538, es contemporánea de los primeros conservatorios italianos del siglo XV; de hecho, el primero fue el de Santa María de Loreto, en Nápoles (1537).

    6. Véase: Saldívar, 1934, p. 142 y ss. Por ‘colegio’, en esos primeros años de la sociedad novohispana, nos remitimos al significado más próximo a su etimología latina, collegium, como una comunidad o agrupación, bajo el régimen corporativo, con algún propósito, en este caso los niños y jovencitos que se reunían para el servicio musical religioso. Posteriormente se integrarían las funciones de manutención y sostenimiento de esa población y aun la de su custodia e instrucción en un sistema de internado.

    7.  León Alanís, 1995, p. 157.

    8.  Idem, p. 159.

    9.  Saldívar, op. cit, p. 147.

     

    Bibliografía

    ESTRADA, Jesús, Música y músicos de la época virreinal, SEP, (Col. Sep Setentas, 75), México, 1973.

    GUZMÁN BRAVO, José Antonio y Robert Stevenson, "Período Virreinal (1530 a 1810)", en, Julio Estrada, editor, La música en México. Historia, vol 2, Instituto de Investigaciones Estéticas-UNAM, México,1986.

    LEÓN ALANÍS, Ricardo "Templo y Conservatorio de Las Rosas", en Silvia Figueroa Zamudio, editora, Morelia. Patrimonio cultural de la humanidad, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo/Gobierno del Estado de Michoacán/Ayuntamiento de Morelia,Morelia, 1995, pp. 150163.

    ROMERO, Jesús C., José Mariano Elízaga, Ediciones del Palacio de Bellas Artes, México, 1934.

    –––––– "Apuntes de la clase de Historia de la Música en México del Mtro. Jesús C. Romero", Fondo Escuela Nacional de Música/ Archivo Histórico de la UNAM/Centro de Estudios sobre la Universidad UNAM, México, 1946, caja 1, expediente 10 (Mecanograma).

    SALDIVAR, Gabriel y Elisa Osorio Bolio, Historia de la música en México, SEP/Publicaciones del Departamento de Bellas Artes, México, 1934.

    SANTONI RUGIU, Antonio, Nostalgia del maestro artesano, 2ª. ed., tr. Ma. Esther Aguirre, CESU-UNAM/Miguel Ángel Porrúa, México, 1996.

    –––––– Scenari dell’educazione nell’ Europa moderna, La Nuova Italia, Firenze,1994.

    María Esther Aguirre Lora