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El hospital Santa María de Punilla


  1. Introducción
  2. Tuberculosis, progreso y locura
  3. El lado oscuro
  4. El universo de la podredumbre
  5. El hospital de las palomas decapitadas
  6. Palabras finales

Introducción

"Como arena, el silencio sepultará las casa.

Como arena, las casas se desmoronan. Oigo ya

sus lamentos. Solitarios. Sombríos. Ahogados

por el viento y la vegetación."

Julio Llamazares, Pág. 141

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Siempre hay un dejo de nostalgia cuando se recorren lugares abandonados, impregnados de soledad, sombras y mutismo; en especial cuando esos sitios estuvieron antaño llenos de vida, personas y actividades cotidianas.

El contraste entre "lo que es" y "lo que fue" impacta, y aquello que conceptualizamos bajo el nombre de "historia" adquiere una dimensión muy particular, aprehensible, concreta. Mucho más tangible que cualquier documento y generadora de fantasías, la mayoría de ellas por demás improbables. Pero en esos casos, no interesan. No importa que los "hechos" hayan sucedido en realidad. La quimera ocupa la escena y cada rincón, cada ventana destruida, cada pasillo o galería silente y sucia, se transforman en el escenario de miles de vivencias particulares, "pequeñas", en las que (con toda seguridad) se mezclan dolor, alegrías, decepciones y proyectos. La vida se recrea intelectualmente con cada paso que se da, y si bien es cierto que los detalles se nos escapan (tal vez para siempre) resulta difícil impedir que "la imaginación histórica" complete los enormes vacíos que han dejado los documentos y la memoria.

Estas sensaciones me invadieron cuando recorrí, en enero de 2012, el sector abandonado y casi en ruinas del antiguo Hospital Colonia Santa María de Punilla, en las inmediaciones del pueblo de Cosquín, provincia de Córdoba (Argentina).

El siguiente es el relato de esa experiencia.

FJSR

Febrero de 2012

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Tuberculosis, progreso y locura

"¿Por qué evocar ahora

un tiempo que no existe,

un tiempo que es arena

sobre mi corazón?"

Julio Llamazares, Pág. 139

Hubo una época en que la gente moría con un diagnóstico que producía, entre los vivos, un terror inenarrable. Una psicosis colectiva que recorrió todo el mundo occidental y obligó, a las más preclaras mentes de la segunda mitad del siglo XIX, a buscar una solución, que tardó en llegar.[1]

Ejércitos de médicos se lanzaron en la lucha contra la tuberculosis. Pero carecían de los conocimientos y de las técnicas que hoy poseemos. Aún así, la autoridad y el poder de la medicina (que no dejaba de crecer en un mundo cada vez más secularizado y controlado por "higienistas") impulso la realización de inversiones, muchas veces millonarias, en pos de la cura.

Como resultado de todo ello, y bajo la creencia de que el clima, el sol y el aire puro, eran herramientas terapéuticas eficaces en el combate contra las disfunciones respiratorias, empezaron a levantarse inmensos complejos edilicios en "regiones sanas" del mundo. En nuestro país tuvo su provisoria panacea en la mediterránea provincia de Córdoba; y fue allí en donde surgieron espacios preventivos para los más ricos (grandes hoteles, como el Eden Hotel de La Falda) y gigantescos hospitales para los desafortunados que ya habían sido presa de la "tisis".

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La Estación Climatérica y Hospital Colonia Santa María de Punilla fue uno de los más emblemáticos de nuestro país y de toda América Latina.

Aislado, colgado de las sierras, lejos de los centros urbanos y de las principales rutas de comunicación para evitar el tan temido contagio, el Santa María se construyó en el año1900 a instancias de una famoso tisiólogo argentino, el doctor Fermín Rodríguez, quien en febrero de 1899 recibiera del gobierno nacional un préstamo de $ 250.000 m/n para tal fin.

De ese modo, y apoyado también por las consideraciones de otros prestigiosos colegas, el doctor Rodríguez emprendió por su cuenta y riesgo la ciclópea tarea de sanar a los tuberculosos en un espacio apropiado, seguro y aséptico, en medio de un valle cordobés con el nombre de Punilla.

Así es como nació la Estación Climatérica que nos ocupa: como un desesperado intento por evitar la muerte, controlar a los enfermos e impedir que el flagelo se siguiera difundiendo.[2]

El hospital se convirtió en la última trinchera contra la tuberculosis.

Claro que la vida en las trincheras nunca fue agradable. A la angustia que origina la incertidumbre se le suman las bajas que a diario o semanalmente se producen alrededor, anunciando permanentemente que la muerte merodea cerca. Siempre cerca. Que es algo palpable, real y que, en sitios como esos, morir no les ocurre sólo a los otros.

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Hay algo tétrico en las fotos antiguas del Santa María. Algo que excede en mucho las sonrisas que se observan en algunos de los internos, o la seguridad, tal vez fingida, que exhiben los médicos y enfermeras. En lo personal, creo que todos los hospitales tienen algo de macabro, de lastimero, a pesar de que hoy en día la mayor parte de la humanidad que habita en occidente nace y muere en ellos.

Las viejas fotografías, amén de ser documentos gráficos de primer orden, alimentan ese clima de ansiedad e impotencia que muchos debieron experimentar. No en vano el moderno cine de terror ha hecho de los hospitales escenarios ideales para el desarrollo de sus truculentas tramas de ficción.

Ya tenemos, por ende, los ingredientes básicos para alimentar suspicacias y temores; necesarios ambos para el despliegue de leyendas urbanas, que el hospital de Punilla, por supuesto, también arrastra.

La administración del Santa María, a lo largo de los años, pasó por sucesivas manos.

Desde su fundación, el 24 de junio de 1900, y hasta el cumplimiento de su primer década, el doctor Fermín Rodríguez fue su propietario y principal administrador. Pero aquel gigante demandaba mucho dinero y generaba muy pocas ganancias. Por ese motivo, a partir de 1910 el gobierno nacional lo compró. Ya en manos del Estado, y dado que por entonces el 50% de la mortalidad general de la provincia se debía a la tuberculosis, el Santa María fue depositario de nuevas inversiones que se tradujeron en una ampliación del complejo, a partir de 1915.[3] Desde ese momento, las denominaciones "Estación Climatérica" y "Colonia" desaparecieron y el nosocomio pasó a llamarse Sanatorio Nacional de Tuberculosos Santa María.

La fuerza de la modernidad, que el Estado nacional pretendía exaltar, también recayó sobre el lugar. El empuje de la filosofía positivista y la idea de Progreso, tan propias de esos días, volvieron inevitable una mirada optimista sobre el sanatorio; y así su prestigio y difundida fama terminó invirtiendo el poder que la naturaleza ejercía sobre él. A partir de entonces, el hospital resultó ser el elemento dominante, domesticando a la naturaleza que lo había cobijado. Y así, el progreso nacional quedaba encarnado también en esa institución. Y lo hizo hasta 1981, año en el que pasó a manos del poder provincial. Pero por entonces la tuberculosis hacía casi cuarenta años que había sido vencida.

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De todos modos, el Santa María de Punilla continuó aislando a sus nuevos internos, alejándolos de la vista de los sanos; y es que desde 1968 el objetivo del complejo cambió hacia el control y "cura" de la salud mental. Se transformó en un manicomio, en un centro de control psiquiátrico. Lo que es, en parte, hasta el día de hoy.[4]

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El lado oscuro

Cuando me detuve a los pies de la escalinata de acceso al inmenso pabellón abandonado del Hospital Santa María de Punilla supe de inmediato que aquel momento sería, simplemente, inolvidable.

No me equivoqué.

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El edificio, de un ecléctico estilo arquitectónico con tintes nórdicos y centroeuropeos, era la más clara imagen de una sede de poder en decadencia. Un antiguo instrumento de cura y prevención, convertido en una jeringa vacía, inútil, inoperante.

Abandono. Suciedad. Decrepitud y deterioro. Un hospital que se había vuelto inhospitalario se erguía ante mi admirada y emocionada mirada; conviviendo con otros pabellones aún en funcionamiento a muy pocos metros de él. Pero era ignorado. Era como si nadie se hiciera cargo de su mal estado. Lo limpio y lo sucio. La vida y la muerte convivían, la una junto a la otra, dentro de una ciudadela con más de 30 edificios en los que se combinaban los habitados y los deshabitados. Unos, útiles todavía; los otros, inservibles y sumidos por completo en el olvido.

Todo aquello parecía ser un viejo y desahuciado set de filmación. Un escenario hoy yermo, pero que en el pasado había sido el lugar ideal para que se filmaran películas muy reconocidas por la taquilla y la crítica, como Boquitas Pintadas, estrenada en 1974 o, ya más cercana en el tiempo, el excelente y bizarro film de Ulises Rosell, Rodrigo Moreno y Andrés Tambormino, titulado El Descanso, del año 2002.

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Hoy ya nada nos indica que actores de la talla de Alfredo Alcón, Mecha Ortiz o Marta González, desplegaran sus dotes de histrionismo en el predio del ex-hospital. El silencio es lo que se impone en sus pabellones y anexos en ruinas.

Tampoco esas paredes agrietadas y techos descascarados y abiertos, nos hablan de los centenares de enfermos que caminaron por sus pasillos o descansaron en las galerías, soñando con una cura próxima y sintiendo el rechazo del mundo exterior; ignorante, temeroso y ausente de esos dramas sanitarios.

Pero si de ausencias hablamos, la historia reciente de nuestro país está, lamentablemente, llena de ellas.

Durante la última dictadura militar (1976-1983) la retención ilegal, tortura y desaparición de personas fue algo que, maquiavélicamente, la sociedad naturalizó. Centros clandestinos de detención crecieron como hongos venenosos a lo largo y ancho de la Argentina y el Hospital Santa María no quedó exento de ser el escenario de esas atrocidades.[5] Numerosos vecinos y ex –empleados del nosocomio han referido ante la justicia sobre un edificio copado por militares y prácticas de apremios ilegales.

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Es irónico, y macabro al mismo tiempo, que una colonia ideada para combatir la muerte y el sufrimiento se haya convertido por un tiempo en el espacio predilecto para desplegar los actos más inhumanos, cobardes y sádicos que se hayan registrado en la historia argentina del siglo XX.[6]

Estos hechos, como veremos más adelante, son con seguridad los que alimentaron (y alimentan en parte) el imaginario local, relacionado con la moderna leyenda urbana de Punilla y sus alrededores.

El universo de la podredumbre

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Pocos vidrios sobreviven intactos, tanto dentro como afuera del edificio. No hay ventana o puerta, principal o de servicio, que los tenga sanos. Anónimos cascotazos los rompieron a lo largo de los años, como queriendo dejar una muestra de destructivo individualismo en un sitio olvidado. Igual que los centenares de graffiti que embadurnan las húmedas y descascaradas paredes de todo el recinto. Nombres propios, consignas políticas y futboleras, apodos y fechas, decoran como pinturas rupestres los muros del ex hospital. Tampoco faltan las inscripciones de neto corte sexual, muchas de ellas de elevado tono, simpáticas, aunque groseras.

Pero no son los graffiti lo que le dan interior cierto tinte artístico.

El tono ocre que predomina en la mayoría de las habitaciones o pasillos, en las escaleras y en el sótano, lo proveen sus paredes despintadas y, fundamentalmente, las invasivas manchas de humedad, los hongos y bacterias que colonizaron todo el ex nosocomio. Del mismo modo, el empapelado arañado y roto de los muros le otorga al lugar el aspecto de una cadáver despellejado. Un sitio en donde los gatos afilan sus uñas.

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Los mosaicos del piso, en cuya conjunción cuatro de ellos forman un dibujo geométrico y abstracto, están desgastados por los miles de tacos y suelas que los transitarios a lo largo de más de siglo. La falta de mantenimiento de las última décadas han hecho lo suyo, en especial las heces de las ratas, murciélagos y aves intrusivas que, sin certificado médico alguno, colonizan al viejo hospital.

Turbio fondeadero donde van a recalar millones hojas, acumuladas por el viento y convirtiéndose en basura, terminaron por quitarle al Santa María el brillo que alguna vez tuvo. Ya no es un espacio para el orgullo nacional. Un universo de podredumbre transformó al viejo nosocomio en un espacio triste, sin destino y amarrado a un débil recuerdo.

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El irreparable deterioro que los agentes vandálicos externos le produjeron inescrupulosamente, sin respeto, a su historia y a su loable función inicial, materializa la muerte de una ilusión. Y son sus escaleras, por completo destruidas, el símbolo más cabal de que allí, en los pabellones abandonados del Santa María, el ascenso resulta ya algo imposible.

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Al mirar las fotos antiguas, que congelaron para siempre sus días de gloria, no puedo más que recordar esa letra de tango que nos dice que "la vida es sueño y nada más". Que veinte años (o un siglo) no son nada.

El mármol, el granito, los ladrillos rojos, las puertas y los pasillos del hospital; las galerías y sus mosaicos, los balcones, altillos, canaletas desprendidas, el mobiliario residual, las rejillas, incluso las veletas que aún sobreviven en el techo, todo, absolutamente todo, está roto, destruido. Son el rumor apagado de otra época. De una era vencida por el hastío y la desidia. Por el frío, el calor extremo y el más desesperado olvido.

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Hay un tango, escrito por Francisco Canaro en 1935, cuya letra no puedo dejar de citar, ya que resume, mejor que nada (y en la voz del "Polaco" Goyeneche) todo lo antedicho.

Su título: "Casas Viejas".

¿Quién vivió,quién vivió en estas casas de ayer?¡Viejas casas que el tiempo bronceó!Patios viejos, color de humedad,con leyendas de noches de amor…Platinados de luna los viy brillantes con oro de sol…Y hoy, sumisos, los veo esperarla sentencia que marca el avión…Y allá van, sin rencor,como va al matadero la res¡sin que nadie le diga un adiós!

Se van, se van…Las casas viejas queridas.demás están…Han terminado sus vidas.¡Llegó el motor y su roncar ordena y hay que salir!El tiempo cruel con su burilcarcome y hay que morir… Se van, se van…¡Llevando a cuestas su cruz!¡Como las sombras se alejany esfuman ante la luz!El amor…El amor coronado de luz,esos patios también conocióSus paredes guardaron la fey el secreto sagrado de dos.Las caricias vivieron aquí…¡Los suspiros cantaron pasión!… ¿Dónde fueron los besos de ayer?¿Dónde están las palabras de amor?¿Donde están ella y él?¡Como todo, pasaron, igual que estas casasque no han de volver!…

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El hospital de las palomas decapitadas

Cientos de personas han recorrido subrepticiamente los pabellones abandonados del Santa María de Punilla, incluso de noche. Ciertamente, no es lo mismo hacerlo con la luz del sol (antes curativo) que iluminados por linternas en plena oscuridad. El status ontológico del edificio cambia cuando baja el sol, al tiempo que cambian también las percepciones que se tienen de él. Una cosa va junto con la otra. Imposible separarlas.

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Pero, ¿qué es lo que la gente busca en esas improvisadas "expediciones" nocturnas? ¿Un shock de adrenalina? ¿Emociones fuertes? ¿Una prueba de valentía? ¿Miedo profundo? Con seguridad, un poco de cada cosa, y el hospital es generoso a la hora de brindarlas.

Como todo lugar abandonado su aspecto es lúgubre. Ello exacerba la imaginación. La sugestión se hace presente y muchos empiezan a ver y sentir cosas que objetivamente no existen. La experiencia previa (asimilada a través de la literatura y los filmes de terror) generó un estereotipo ya clásico de "sitios terroríficos" y los hospitales (de tuberculosos y pacientes psiquiátricos en particular) parecen llevarse todos los laureles. Invito al lector a recordar (o buscar por Internet) las numerosas películas de terror que están ambientas en instituciones de ese tipo.

Además, en "la vida real", son muy pocos los nosocomios -con las especialidades nombradas- que no arrastren historias truculentas. Los dos motivos que llevaron al aislamiento de las personas durante décadas, la tisis y la locura, contribuyen al morbo general (tal como lo hizo la lepra durante el medioevo).

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El Santa María de Punilla concentra, pues, los ingredientes necesarios para que el imaginario se despliegue sin mucho control; difundiéndose, así, rumores sobre supuestos (y nunca probados) fenómenos paranormales (hoy tan en boga).

Tal como dijimos, un lugar de muerte, enfermedades contagiosas y enajenación, es ideal para que se desarrollen historias de ese tipo, y son los hoteles y hospitales los que comparten ciertas condiciones necesarias para convertirse en usinas de leyendas, propias de la "ghost story" literaria.

Todos los viejos hospitales tienen algo de parecido a los castillos y fortalezas de épocas pretéritas; edificios que ocuparon un lugar preponderante en la novelística romántica del siglo XIX y que terminaron transformándose en los escenarios habituales de tramas en las que espectros y fantasmas de distinto tipo hacían acto de presencia. Con la emergencia del cine, en los primeros años del siglo XX, este estereotipo encontró una difusión aún mayor, prolongándose ésta hasta el día de hoy.

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Pero, ¿qué tienen en común estas edificaciones?

En primer lugar, hablamos de construcciones inmensas, de miles de metros cuadrados cubiertos, aisladas e impregnadas de secretos y misterios, que el propio aislamiento se encarga de aumentar. Lejanas al resto, pero a la vista de todos, los castillos y los hospitales antiguos se convierten en el blanco de todas las suspicacias locales. Dentro de ellos aún lo más inusual es posible. No en vano el doctor Víctor Frankenstein vivía y desarrollaba sus terribles experimentos en un castillo. La medicina y el horror ya aparecen unidos en la novela de Mary Shelley (1818).

A partir de entonces, particularmente después de la Primera y Segunda Guerra Mundial (más de un siglo después de que se escribiera la novela), la imagen del científico loco, inmoral, capaz de cometer las atrocidades más horrendas, se instaló en le imaginario colectivo. La ciencia perdía así la confianza ciega que los racionalistas optimistas del XVIII le habían tenido y empezaba a mostrar su lado oscuro, inhumano, inmoral. Así, los hospitales de la novelística y el cine de terror, transmutaron en "campos de concentración" en los que doctores desquiciados practicaban operaciones terribles, en especial con aquellos pacientes más débiles: los locos, los niños y las mujeres, conejillo de indias en horrendos experimentos.

También la antigüedad concede a estas construcciones cierto prestigio negativo. Los lugares viejos arrastran historias sospechosas (reales o inventadas) y si están abandonados esas sospechas se ven respaldadas con la oscuridad, la suciedad y el deterioro, que por sí mismos son generadores de temores muy profundos, por aludir (directa o indirectamente) a la muerte. En ellas los vivos y los muertos conviven en un mismo espacio, a contramano de lo que ocurre hoy en día. Cementerios y morgues manifiestan la presencia cercana de La Parca sin eufemismos elegantes.

No es extraño, entonces, que el Santa María de Punilla con sus característica edilicias y el actual estado de alguno de sus pabellones, se vea conectado a historias sobrenaturales, muy poco originales y por demás trilladas.

"La gente" habla de puertas y ventanas que se golpean, como si fueran pateadas o azotadas adrede, en días y noches sin viento. Sonidos de pisadas invisibles recorren las galerías del gigantesco hospital, al tiempo que escalofriantes silbidos, provenientes de oscuros rincones, intentan llamar la atención de los irresponsables intrusos. Tampoco faltan luces extrañas por las noches recorriendo los pasillos que, desde hace décadas, carecen de conexión eléctrica habilitada; o la aparición de un niño, como de tres o cuatro años, pelado y un rostro desencajado por tormentos, que espanta sin motivo conocido a los que arriesgan sus pasos por el lugar.

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El miedo a la locura también encuentra su canal de expresión a través de una historia que asegura que en el hospital se siguen practicando extrañas operaciones esotéricas producto de mentes enajenadas: la decapitación de aves. Muchas personas han denunciado esa práctica, especialmente por Internet. Palomas, cotorras y pájaros de distinto tipo aparecerían desperdigados por los pabellones sin sus cabezas.

De inmediato me viene a la memoria la imagen de Rendfield, ese personaje secundario de la novela de Bram Stoker, asesinando y comiendo insectos en el manicomio vecino a la mansión del conde Drácula; o la de Santos Godino (el petiso orejudo) liquidando pajaritos y pequeños gatos en el penal de Ushuaia.

No hay duda: un loco matando animalitos mete mucho miedo.

Esa es la imagen que los rumores de pájaros con sus cabezas tronchadas pretenden difundir.

Y por lo que se ve, con bastante éxito a pesar de los escépticos (entre los que me incluyo).

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Palabras finales

Instrumento de ciencia, espacio de esperanza y de cura, símbolo de compromiso profesional y más tarde de orgullo nacional, el Hospital Santa María mantiene, con sus 112 años de existencia, una presencia insoslayable en el valle de Punilla.

Elogiado, temido y olvidado, es hoy un lugar multifuncional, en parte destruido y en ruinas, que sigue como antaño atrayendo la atención, ya no de tuberculosos ansiosos por sanarse, sino de buscadores de emociones, empleados del gobierno provincial, enfermos psiquiátricos y turistas que, por completo ignorantes de su pasado, desconocen su larga, apasionante y rica historia.

FJSR

 

 

Autor:

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia por la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata

[1] En 1944 con la aparición de la estreptomicina y en 1952 con la isoniazida, que pusieron fin a la amenaza.

[2] La preocupación por la propagación de la tuberculosis, sostiene el escritor Norberto Huber (autor del único libro disponible sobre la historia del hospital), hizo que el gobierno de Córdoba solicitara, tan tempranamente como en 1831, un informe médico sobre su grado de contagiosidad. En él, el doctor Francisco Martínez Doblas, descartaba el factor hereditario (mito muy difundido por entonces) y afirmaba que era el contacto directo (incluso con ropa y/o utencillos) era el principal responsable del contagio. En años posteriores, otros galenos de renombre contribuyeron a solidificar la opinión de Martínez Doblas, como por ejemplo el doctor Oscar Goerin quien en 1882 asentó la convicción de que el “aire de las sierras” y “la cura de altitud” eran los mejores métodos para terminar con la tisis. Otros famosos higienistas que trabajaron en el mismo sentido fueron: el doctor Enrique Tornú (en 1887), el doctor J.M. Astigueta (en 1889) y el doctor Samuel Gache (en 1894). Véase: Huber, Norberto, El Santa María de Ayer… La estación Climatérica y el Hospital Colonia, Editorial Copiar, Córdoba, 2000.

[3] Durante la administración de Rodríguez, el hospital tenía una capacidad máxima de 100 internos. En 1915, las ampliaciones y anexos que se construyeron, permitieron alojar un total de 1500 personas, atendidas por unos 800 empleados en total. Por otro lado se añadieron al complejo nuevas construcciones: edificio de administración, farmacia, lavadero, carpintería, solarium, cocina, despensa, morgue, usina propia, sala de máquinas, laboratorio, cocheras, lechería, peluquería, correo y la casa de las Hermanas de la caridad.

[4] Actualmente todo el complejo está dividido en distintos pabellones con funciones específicas muy variadas. Allí funcionan CEPROCOR (Centro de Excelencia de Productos y Procesos de Córdoba), una dependencia de Córdoba Turismo, otra de Córdoba Deportes y finalmente pabellones dedicados a alojar y tratar a personas con problemas psiquiátricos.

[5] Igual suerte corrieron otros lugares de la provincia. El más famoso de todos, conocido por la extrema crueldad que se desplegó en él, estaba ubicado sobre la ruta 20 y era nombrado como La Perla. Otros, tal vez menos famosos fuera del ámbito regional, fueron el Cerro Pan de Azúcar (Cosquín), a muy pocos kilómetros del Santa María o la Casa de la Dirección Hidráulica del dique San Roque).

[6] Véase La Punilla de los desaparecidos en sitio Web: http://www.canal11lacumbre.com.ar/noticias.php?nid=1727