Así, pues, tener fronteras es estar al mismo tiempo limitado y diferenciado. El asunto es asombroso, sino desconcertante. Decía Allport que cada ser humano es portador de un genotipo único y el genetista ucraniano y uno de los fundadores de la Teoría Sintética de la Evolución, Theodosius Dobzhansky resalta aún más este punto de vista conmovedor señalando que cada uno de los 46 cromosomas posee unos 30.000 genes conductores de los caracteres hereditarios cuyo número de combinaciones supera la cantidad total de átomos en el universo entero. Dan ganas, pues, de preguntarse: ¿por qué todo en el universo es diferente? ¿Por qué todo es único? Además: ¿cómo es posible qué el hombre pierda de vista algo tan apremiante para su salud mental y espiritual, para su hermenéutica de la vida?
El límite y la diferencia, son la pareja ejemplar, el paradigma, del universo. El límite es la consistencia de todo, pues gracias al límite nada se derrumba, todo se conserva (mientras es limitado, claro está), y la diferencia es la expresión de la armonía reinante en todo el universo. Las diferencias son compatibles. Son las cosas homogéneas las que no se complementan, ni calzan unas en otras.
Así, estar limitado y ser diferentes no es necesariamente algo negativo como solemos pensar. Limite y diferencia, las dos características sobresalientes del universo, no son sinónimos de algo desfavorable, desventajoso, dañino o nocivo.
Límite significa consistencia, decíamos, solidez. Y aunque estar limitado es, en definitiva, una forma carencia pues lo limitado expresa insuficiencia y penuria de ser, lo limitado posee, a su vez, resistencia que es una forma de rebeldía a la nada, a la inexistencia. Ser limitado es una forma de estar protegido –al menos por un tiempo- frente al tiempo. Es un estar temporalmente preservado. De aquí que el límite no es motivo de deshonor, de escándalo o bochorno, sino de celebración, pues, al fin y al cabo, el limite afirma lo que es y lo que es, es suficiente motivo para aficionarse a la vida, para decidir que por el hecho de ser limitados podemos disfrutar de la vida.
A su vez, ser diferente no es una desgracia, sino una manera de contar con una índole y condición propias e inconfundibles. La diferencia hace el universo una realidad extravagante, excéntrica, especial, particular. Lo que es, es incomparablemente diferente, es decir, otro. Nada está repetido. Entre las cosas del universo hay semejanza, pero debido a que prevalece lo singular nada es vulgar, porque en el universo no hay dobles. La similitud entre las entidades y entre los seres es aparente; simula la identidad, pero la simulación es ficticia, mero parecido.
De hecho, cada hombre tiene sus propios e irrepetibles límites, límites que no son iguales para todos, sino específicos y originales y que gracias a ellos, encontramos lo genuino, lo diferente, de cada individuo. Cada ser está firmado. Eso que en psicología llamamos identidad – que no es lo mismo que idéntico- no es otra cosa, en el fondo, que la conciencia del conjunto de los límites que nos caracterizan, representan y especifican frente a nosotros mismos y frente a los demás.
En el mundo del hombre cada hombre es un mundo único, que no vuelve a darse en toda la eternidad, adyacente a otros mundos únicos, que tampoco se repetirán, y que son los demás hombres.
Los seres humanos cabemos dentro de nuestros límites y a causa de ellos no sólo nos diferenciamos los unos de los otros, sino que también nos salvaguardamos. De hecho, nuestros determinismos, capacidades, recursos, posibilidades y potencialidades tienen la dimensión y la diferencia de nuestros límites.
Si aplicáramos lo que venimos diciendo a un país diríamos que éste está asegurado, resguardado, afianzado, protegido en todos sus recursos, gracias a sus fronteras y que, precisamente por tener fronteras, ese país es diferente, es decir, es también genuino, original. Imagínense que fatal sería si la "América del grande Moctezuma, del Inca, la América fragante de Cristóbal Colón" como diría Rubén Darío, fuera reflejo de los Estados Unidos. Qué pánico si vislumbrando Cancún o Huatulco conjeturáramos estar poniendo pie en algún lugar de Florida. Qué sería, en fin, de la América Española si dejáramos de irradiar la policromada, complicada y poética cultura que corre por nuestras sangres. Sin embargo, no es remoto que algo así pueda suceder con una mal interpretada globalización si desistimos de advertir nuestras diferencias como algo inapreciable y meritorio.
Prosiguiendo nuestra reflexión: todo lo que existe, existe fronterizamente. Sin embargo, tener fronteras es igualmente una forma de abertura y de encuentro de nosotros y del otro, pues los lindes que al mismo tiempo demarcan y circunscriben algo, impiden, a su vez, el encerramiento, el aislamiento, la clausura. Los límites permiten colindar, que es lo mismo que topar, encontrar y descubrir aquello que nos roza, palpa, afecta.
En la práctica, aquello que nos confina, es decir, que nos encierra dentro de límites, nos concierne y permite descubrirnos. Los límites, al tiempo que son divisorios, aproximan, avecinan y permiten hallar no sólo seres semejantes, sino seres diferentes. Los límites, como si fueran puentes, abren a los "cuatro rumbos del universo". Tener límites, en resumen, es estar dotados de posibilidades no sólo de encuentros y descubrimientos por cualquiera de nuestras "orillas" o fronteras, sino de sobrevivencia.
La constante apertura y resistencia que manifiesta el ser del hombre son debidas a su misma imperfección biológica. El hombre se ha adaptado a todo tipo de ambiente y circunstancias gracias a sus limitaciones. La imperfección y defectuosidad que deriva del hecho de ser concientemente limitado, hace que uno de los organismo peor dotados desde el punto de vista biológico, haya llegado a perpetuizarse y ha superar todas las catástrofes que se han presentado.
En el universo, decíamos, todo está proporcionado de límites o fronteras. Pero, ¿qué hay con respecto al hombre? Hablando de fronteras o límites, ¿cual podría ser la geografía de lo humano? ¿Cómo está norteado, sureado, oesteado y estedeado el hombre? Y con relación a la segunda nota o característica, ¿de qué manera la diferencia puede constituir lo específico y original de cada ser humano? ¿Cuáles pueden ser específicamente las fronteras del hombre, las líneas o rayado que lo hacen consciente de su extensión y singularidad? Y, por último, ¿de qué manera se desempeñan en nuestras vidas lo que venimos llamando simbólicamente "fronteras"?
Por lo que respecta al norte, el hombre está limitado por la propia conciencia. La conciencia traza la altitud o altura del hombre. Desde esta frontera, el hombre es desafiado a decidir y a actuar a favor de la existencia, a salir a la defensa de su frágil y débil consistencia. La conciencia tiene siempre esta tarea, cometido, finalidad o "quehacer": amparar la vida, sostenerla. La conciencia nos convierte en ángeles custodios de la vida.
Es claro que un tipo de conciencia así, que podemos denominar, en términos franklianos, la conciencia de la verdadera altura del hombre, no tiene parentesco con la patológica conciencia de la teoría freudiana, bautizada como superyó, verdadera superestructura moral que representa la internalización de imperativos, normas, reglas y demandas, casi siempre severas y estrictas, del medio familiar y social en que crecemos y que excluyen la consideración y la clemencia. El superyó es una instancia prácticamente punitiva, responsable, en buena parte, del daño y maltrato que nos provocamos a través de la culpa y de la autocensura.
La conciencia a que aludimos es existencial, es una conciencia del límite y, por la misma razón, es el lugar del cuidado de la vida, es decir, de la tensión hacia lo que Fromm definía la biofilia o "sensibilidad para todo lo vivo". La conciencia existencial impulsa hacia valores que salvaguardan y sostienen la vida. Abre el paso hacia un saber lo que es bueno o malo para la frágil existencia.
En realidad, la conciencia es en todo momento ciencia acerca del límite. Un saber con pasión, con querencia, con afecto por la endeble condición de la vida. El límite es el eje de gravedad de la conciencia existencial. Valores como la ternura, el altruismo, el perdón, la condescendencia, la indulgencia y la aceptación, sólo pueden brotar de este tipo de conciencia. De aquí que la conciencia existencial es intuitiva, no racional. De los "cimientos de la razón", en expresión de Pascal, no nace la compasión por la impotencia y la defectibilidad del hombre.
La conciencia existencial, no la "sana razón", tiene la función de sugerir el uso de las propias posibilidades, de orientar y de proponer actitudes frente a la quebradiza, amenazada e inconsistente existencia del hombre, de regular la conducta que asumimos ante los errores de los demás y ante las propias fallas, equivocaciones y fracasos. Esta conciencia no necesitamos salir a buscarla, inventarla o planearla. Estamos dotados de ella. No la aprendemos en la familia ni en la sociedad, sino que es ella que nos prende a nosotros en la medida en que tomamos en cuenta la frágil condición humana. Precisamente, la definimos existencial porque está ligada a la existencia del hombre, como relativo a la realidad específicamente humana del hombre. Es una conciencia definitivamente humana pues no apenas el hombre contacta sus límites entra en lo específicamente humano. La conciencia del límite, como tal, es el agente fundamental de la aceptación y del perdón. Sólo necesitamos desarrollarla y contraponerla a la conciencia patológica del superyó. Frustrarla o defraudarla equivale a incapacitarnos para ser tiernos y compasivos.
Desde su conciencia existencial el hombre significa su vida, en el sentido que descubre que todo lo que es y existe está dotado de valor; en cambio, desde la conciencia patológica del superyó el hombre designifica la realidad.
Desde la frontera de su conciencia existencial el hombre de criatura puede volverse persona. Y más el hombre está gobernado por su conciencia existencial más valoriza sus límites y personaliza sus diferencias. Por ello, la frontera norte es la frontera no solamente de la libertad y de la responsabilidad, sino de la aceptación. Desde esta frontera el hombre es fundamentalmente un ser decisional, como diría Frankl, que redefine continuamente sus propios determinismos, asumiéndolos.
El hombre se desvaloriza y se hace verdaderamente inhumano en la medida que reprime, remueve o desatiende su conciencia existencial. Pero es la frontera más débil y expuesta a las demandas imperiosas que provienen de la problemática frontera del sur.
La frontera del sur es la de los condicionamientos reales. Al sur, la frontera del hombre es su propio subsuelo, donde hunde sus raíces. En la frontera sureña, el hombre está limitado por su energía instintiva, por sus pulsiones, por sus determinismos biológicos y hereditarios. Este es el espacio de la dinámica vital, en el sentido freudiano. No en vano las amenazas a la frontera norte provienen del sur. Los instintos pretenden cruzarse como mojados, sin documentación, hacia la frontera norte y ahí ganarse la vida.
Las fronteras del norte y del sur trazan el confín de lo impulsivo y de lo creativo; la separación entre lo determinante y lo que es un apelo hacia la responsabilidad. Es la línea que separa el mundo de lo animalesco en el hombre y el mundo de lo espiritual en lo animal. Este par de fronteras son verticales porque abarcan la altura y la profundidad del hombre.
Las fronteras este y oeste son horizontales y tienen que ver con los límites y diferencias de los otros y con las circunstancias porque nuestras fronteras no están suspendidas en el vacío sino que están a contacto con otras fronteras, igualmente limitantes y diferentes. Gracias a sus límites y diferencias, los otros y las circunstancias son una forzosa confirmación de nuestras fronteras.
Inherente a las cuatro fronteras es el territorio, pues no hay territorio sin fronteras ni fronteras que no contengan un territorio. En el caso del hombre, el territorio está constituido por la condición existencial. Ahora bien, ¿de qué manera experimenta el hombre su propio territorio, su condición existencial? Como indigencia. El vasto territorio de las fronteras que hemos descrito es el de la soberana indigencia. Debido a esto, el hombre es indigente por cualquiera de sus fronteras.
La indigencia es definida por la Terapia de la imperfección como conciencia de las necesidades, o conciencia del límite, pues es de la indigencia que brota o se hace posible la conciencia existencial a que aludíamos arriba. En efecto, el hombre es indigente en todo su territorio lo que equivale a decir que lo antropológico es conciencia del límite. Ser hombre es percibirse constantemente necesitado, limitado.
Pero, sí todo está limitado y diferenciado en el universo y efectivamente nada es usual o corriente, nada es tampoco insignificante, pues todo lo que existe está colocado en el mismo rango. Paradójicamente, la diferencia no establece desigualdades, sino una igualdad básica en el universo en términos de estima y de valía. Un verdadero peritaje de los entes del universo daría al traste nuestras concepciones lucrativas que sólo sirven para hacernos perder de vista el valor y el significado de las cosas.
Si todo lo que existe ostenta la misma cualidad o condición es debido a que todo es impermanente. Todo, efectivamente, está colocado en el rango de la caducidad. Todo es transitorio.
La creación del concepto de duradero, intemporal, imperecedero, no es propia del universo, sino del hombre. Como los conceptos de inmortalidad, imperecedero, intemporal, pues como señaló a su tiempo Arthur Bloch, "no hay nada más temporal que lo imperecedero". En el universo, todo tiene fecha de vencimiento y, de aquí, entonces, que todo sea igualmente significativo y valioso.
Y aun cuando en todo el universo se cumple la normal anormalidad, que hemos mencionado, paradójicamente, esa misma anormalidad se extenúa, se consume y empobrece solamente en el hombre. Ningún otro huésped del universo conocido se comporta con sus propios límites y diferencias como lo hace el hombre. Sólo el hombre rechaza el valor de la caducidad. En efecto, nadie vive más a disgusto con sus límites y diferencias que el hombre. Nadie maneja mejor que el hombre el rechazo de sus límites que es, en definitiva, el rechazo de la condición existencial, la no aceptación de la propia indigencia.
En realidad, la transitoriedad es una cualidad. A tal punto la caducidad es un valor que podemos subrayar la transitoriedad como una peculiaridad de todo lo que existe, e invertir los términos y denunciar la insubstancial caducidad del valor que el hombre atribuye a las cosas.
Es el hombre quien desfachatadamente introduce precios, importes, costos, valías, totales y sumas. Marca lo que existe como si fuera ganado, dividiendo la realidad y agrupándola en cosas eternas e imperecederas, por un lado y por lo mismo, significativas y valiosas y, por otro lado, en efímeras, provisionales y precarias con una consiguiente mengua, baja, degradación, demérito y devaluación de todo lo que existe.
Reconocemos entonces dos especies de tablas, índices, cotizaciones o tarifas de todo lo que existe: la manera de valorar del hombre (catalogado a la ligera como "homo sapiens-sapiens" cuando en verdad se muestra como "homo stultus-stultus") y los índices, tarifas o tasas naturales existentes en el universo donde todo resulta valioso, significativo e insustituible. ¿Pues acaso creen ustedes que una margarita, tan corriente en los parques de nuestras ciudades, costó menos esfuerzo a la naturaleza que una magnolia, que por pertenecer a la familia de las magnoliáceas, tienen precios exorbitantes en las floristerías? En realidad también las magnolias pierden sus hojas. La magnolia es una planta leñosa, de la misma familia que los tulipanes (tan baratos en Holanda y tan caros en México) y por ser caducifolias, pierden sus hojas en otoño. Admitamos pues que si todo es limitado, el límite es un valor y que si todo es diferente, la diferencia es significativa y es un don.
El derroche, la gula, la desproporción, lo ilimitado de nuestras expectativas y deseos son amenazas desde adentro para nuestras fronteras y amenazas para el propio territorio, para la indigencia, pues son el desconocimiento de que la realidad es limitada y que sólo en su condición limitada conserva su valor y su sentido.
Autor:
Ricardo Peter
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