—Lo recuerdo —dijo el viejo—. Y yo sé que no me dejaste porque hubieses perdido la esperanza.
—Fue papá quien me obligó. Soy al fin chiquillo y tengo que obedecerle.
—Lo sé —dijo el viejo—. Es completamente normal.
—Papá no tiene mucha fe.
—No. Pero nosotros, sí, ¿verdad?
—Sí —dijo el muchacho—. ¿Me permite brindarle una cerveza en la Terraza? Luego llevaremos las cosas a casa.
— ¿Por qué no? —dijo el viejo—. Entre pescadores.
Se sentaron en la Terraza. Muchos de los pescadores se reían del viejo, pero él no se molestaba. Otros, entre los más viejos, lo miraban y se ponían tristes. Pero no lo manifestaban y se referían cortésmente a la corriente y a las hondonadas donde se habían tendido sus sedales, al continuo buen tiempo y a lo que habían visto. Los pescadores que aquel día habían tenido éxito habían llegado y habían limpiado sus agujas y las llevaban tendidas sobre dos tablas, dos hombres tambaleándose al extremo de cada tabla, a la pescadería, donde esperaban a que el camión del hielo las llevara al mercado, a La Habana. Los que habían pescado tiburones los habían llevado a la factoría de tiburones, al otro lado de la ensenada, donde eran izados en aparejos de polea;
les sacaban los hígados, les cortaban las aletas y los desollaban y cortaban su carne en trozos para salarla.
Cuando el viento soplaba del Este el hedor se extendía a través del puerto, procedente de la fábrica de tiburones; pero hoy no se notaba más que un débil tufo porque el viento había vuelto al Norte y luego había dejado de soplar. Era agradable estar allí, al sol en la Terraza.
—Santiago —dijo el muchacho.
—Qué —dijo el viejo—. Con el vaso en la mano pensaba en las cosas de hacía muchos años.
—¿Puedo ir a buscarle sardinas para mañana?
—No. Ve a jugar al béisbol. Todavía puedo remar y Rogelio tirará la atarraya.
—Me gustaría ir. Si no puedo pescar con usted me gustaría servirlo de alguna manera.
—Me has pagado una cerveza —dijo el viejo—. Ya eres un hombre.
—¿Qué edad tenía cuando me llevo por primera vez en un bote?
—Cinco años. Y por poco pierdes la vida cuando subí aquel pez demasiado vivo que estuvo a punto de destrozar el bote. ¿Te acuerdas?
—Recuerdo cómo brincaba y pegaba coletazos, y que el banco se rompía, y el ruido de los garrotazos. Recuerdo que usted me arrojó a la proa, donde estaban los sedales mojados y enrollados. Y recuerdo que todo el bote se estremecía, y el estrépito que usted armaba dándole garrotazos, como si talara un árbol, y el pegajoso olor a sangre que me envolvía.
—¿Lo recuerdas realmente o es que yo te lo he contado?
—Lo recuerdo todo, desde la primera vez que salimos juntos.
El viejo lo miró con sus amorosos y confiados ojos quemados por el sol.
—Si fueras hijo mío me arriesgaría a llevarte, dijo. Pero tú eres de tu padre y de tu madre y trabajas en un bote que tiene suerte.
—¿Puedo ir a buscarle las sardinas? También sé donde conseguir cuatro carnadas.
—Tengo las mías que me han sobrado de hoy. Las puse en sal en la caja.
SEGUNDA ENTREGA
Marcharon juntos camino arriba hasta la cabaña del viejo y entraron; la puerta estaba abierta. El viejo inclinó el mástil con su vela arrollada contra la pared y el muchacho puso la caja y el resto del aparejo junto a él. El mástil era casi tan largo como la habitación única de la choza. Esta última estaba hecha de las recias pencas de la palma real que llaman guano, y había una cama, una mesa, una silla y un lugar en el piso de tierra para cocinar con carbón. En las paredes, de pardas, aplastadas y superpuestas hojas de guano de resistente fibra, había una imagen en colores del Sagrado Corazón de Jesús y otra de la Virgen del Cobre. Estas eran reliquias de su esposa. En otro tiempo había habido una desvaída foto de su esposa en la pared, pero la había quitado porque le hacía sentirse demasiado solo el verla, y ahora estaba en el estante del rincón, bajo su camisa limpia.
—¿Qué tiene para comer? —preguntó el muchacho.
—Una cazuela de arroz amarillo con pescado. ¿Quieres un poco?
—No. Comeré en casa. ¿Quiere que le encienda la candela?
—No. Yo la encenderé luego. O quizás coma el arroz frío.
—¿Puedo llevarme la atarraya?
—Desde luego.
No había ninguna atarraya. El muchacho recordaba que la habían vendido. Pero todos los días pasaban por esta ficción. No había ninguna cazuela de arroz amarillo con pescado, y el muchacho lo sabía igualmente.
—El ochenta y cinco es un número de suerte —dijo el viejo—. ¿Qué te parece si me vieras volver con un pez que, en canal, pesara más de mil libras?
—Voy a coger la atarraya y saldré a pescar las sardinas. ¿Se quedará sentado al sol, a la puerta?
—Sí. Tengo ahí el periódico de ayer y voy a leer los resultados de los partidos de béisbol.
El muchacho se preguntó si el "periódico de ayer" no sería también una ficción. Pero el viejo lo sacó de debajo de la cama. —Perico me lo dio en la bodega —explicó.
—Volveré cuando haya cogido las sardinas. Guardaré las suyas junto con las mías en el hielo y por la mañana nos las repartiremos. Cuando yo vuelva, me contará lo del béisbol.
—Los Yankees de Nueva York no pueden perder.
—Pero yo les tengo miedo a los Indios de Cleveland.
—Ten fe en los Yankees de Nueva York, hijo, piensa en el gran DiMaggio.
—Les tengo miedo a los Tigres de Detroit y a los Indios de Cleveland.
—Ten cuidado, no vayas a tenerles miedo también a los Rojos de Cincinnatti y a los White Sox de Chicago.
—Usted estudia eso y me lo cuenta cuando vuelva.
—¿Crees que debiéramos comprar unos billetes de la lotería que terminen en un ochenta y cinco? Mañana hace el día ochenta y cinco.
—Podemos hacerlo —dijo el muchacho—. Pero, ¿qué me dice de su gran récord, el ochenta y siete? —No podría suceder dos veces.
¿Crees que puedas encontrar un ochenta y cinco?
—Puedo pedirlo.
—Un billete entero. Eso hace dos pesos y medio. ¿Quién podría prestárnoslos?
—Eso es fácil. Yo siempre encuentro quién me preste dos pesos y medio.
—Creo que yo también. Pero trato de no pedir prestado. Primero pides prestado; luego pides limosna.
—Abríguese, viejo —dijo el muchacho—. Recuerde que estamos en septiembre.
—El mes en que vienen los grandes peces —dijo el viejo—. En mayo cualquiera es pescador.
—Ahora voy por las sardinas —dijo el muchacho.
Cuando volvió el muchacho, el viejo estaba dormido en la silla. El sol se estaba poniendo. El muchacho cogió de la cama la frazada del viejo y se la echó sobre los hombros. Eran unos hombros extraños, todavía poderosos, aunque muy viejos, y el cuello era también fuerte todavía, y las arrugas no se veían tanto cuando el viejo estaba dormido y con la cabeza derribada hacia adelante. Su camisa había sido remendada tantas veces, que estaba como la vela; y los remiendos, descoloridos por el sol, eran de varios tonos. La cabeza del hombre era, sin embargo, muy vieja y con sus ojos cerrados no había vida en su rostro. El periódico yacía sobre sus rodillas y el peso de sus brazos lo sujetaba allí contra la brisa del atardecer. Estaba descalzo. El muchacho lo dejó allí, y cuando volvió, el viejo todavía estaba dormido.
—Despierte, viejo —dijo el muchacho, y puso su mano en una de las rodillas de éste. El viejo abrió los ojos y por un momento fue como si regresara de muy lejos. Luego sonrió.
—¿Qué traes? —preguntó.
—La comida —dijo el muchacho—. Vamos a comer.
—No tengo mucha hambre.
—Vamos, venga a comer. No puede pescar sin comer.
—Habrá que hacerlo —dijo el viejo, levantándose y cogiendo el periódico y doblándolo. Luego empezó a doblar la frazada.
—No se quite la frazada —dijo el muchacho—. Mientras yo viva, usted no saldrá a pescar sin comer.
—Entonces vive mucho tiempo, y cuídate —dijo el viejo—. ¿Qué vamos a comer?
—Frijoles negros con arroz, plátanos fritos y un poco de asado. El muchacho lo había traído de La Terraza en una cantina. Traía en el bolsillo dos juegos de cubiertos, cada uno envuelto en una servilleta de papel.
—¿Quién te ha dado esto?
—Martín. El dueño.
—Tengo que darle las gracias.
—Ya yo se las he dado —dijo el muchacho—. No tiene que dárselas usted.
—Le daré la ventrecha de un gran pescado —dijo el viejo—. ¿Ha hecho esto por nosotros más de una vez?
—Creo que sí.
—Entonces tendré que darle más que la ventrecha. Es muy considerado con nosotros.
—Mandó dos cervezas.
—Me gusta más la cerveza en lata.
—Lo sé. Pero ésta es en botella. Cerveza Hatuey. Y yo devuelvo las botellas.
—Muy amable de tu parte —dijo el viejo—.
¿Comemos? —Es lo que yo proponía —le dijo el muchacho. No he querido abrir la cantina hasta que estuviera usted listo.
—Ya estoy listo —dijo el viejo—. Sólo necesitaba tiempo para lavarme. "¿Dónde se lava?", pensó el muchacho. El pozo del pueblo estaba a dos cuadras de distancia, camino abajo. "Debí de haberle traído agua —pensó el muchacho—, y jabón, y una buena toalla. ¿Por qué seré tan desconsiderado? Tengo que conseguirle otra camisa y una chaqueta para el invierno, y alguna clase de zapatos, y otra frazada".
—Tu asado es excelente —dijo el viejo.
—Hábleme de béisbol —le pidió el muchacho.
—En la Liga Americana, como te dije, los Yankees— dijo el viejo muy contento. —Hoy perdieron —le dijo el muchacho.
—Eso no significa nada. El gran DiMaggio vuelve a ser lo que era. —Tienen otros hombres en el equipo. —Naturalmente. Pero con él la cosa es diferente. En la otra liga, entre el Brooklyn y el Filadelfia, tengo que quedarme con el Brooklyn. Pero luego pienso en Dick Sisler y en aquellos lineazos suyos en el viejo parque. Nunca hubo nada como ellos. Jamás he visto a nadie mandar la pelota tan lejos. ¿Recuerdas cuando venía a La Terraza? Yo quería llevarlo a pescar, pero era demasiado tímido para proponérselo. Luego te pedí a ti que se lo propusieras, y tú eras también demasiado tímido.
—Lo sé. Fue un gran error. Pudo haber ido con nosotros. Luego eso nos hubiera quedado para toda la vida. —Me hubiese gustado llevar a pescar al gran DiMaggio —dijo el viejo—. Dicen que su padre era pescador. Quizás fuese tan pobre como nosotros y comprendiera. —El padre del gran Sisler no fue nunca pobre, y jugó en las Grandes Ligas cuando tenía mi edad.—Cuando yo tenía tu edad me hallaba de marinero en un velero de altura que iba al África, y he visto leones en las playas al atardecer.
—Lo sé. Usted me lo ha contado. —¿Hablamos de África o de béisbol?
—Mejor de béisbol —dijo el muchacho—. Hábleme del gran John J. McGraw. —A veces, en los viejos tiempos, solía venir también a La Terraza. Pero era rudo y bocón, y difícil cuando estaba bebido. No sólo pensaba en la pelota, sino también en los caballos. Por lo menos llevaba listas de caballos constantemente en el bolsillo y con frecuencia pronunciaba nombres de caballos por teléfono.
—Era un gran director —dijo el muchacho—. Mi padre cree que era el más grande. ¿Quién es realmente mejor director: Luque o Mike González?
—Creo que son iguales. —El mejor pescador es usted. —No. Conozco otros mejores.
—Qué va —dijo el muchacho—. Hay muchos buenos pescadores y algunos grandes pescadores. Pero como usted, ninguno. —Gracias. Me haces feliz. Ojalá no se presente un pez tan grande que nos haga quedar mal. —No existe tal pez, si está usted tan fuerte como dice. —Quizá no esté tan fuerte como creo —dijo el viejo—. Pero conozco muchos trucos, y tengo voluntad.
TERCERA ENTREGA
La puerta de la casa donde vivía el muchacho no estaba cerrada con llave; la abrió calladamente y entró descalzo. El muchacho estaba dormido en un catre en el primer cuarto, y el viejo podía verlo claramente a la luz de la luna moribunda. Le cogió con suavidad un pie y lo apretó hasta que el muchacho despertó y se volvió y lo miró. El viejo le hizo una seña con la cabeza y el muchacho cogió su pantalón de la silla junto a la cama y, sentándose en ella, se lo puso.
El viejo salió afuera, y el muchacho vino tras él. Estaba soñoliento y el viejo le echó el brazo sobre los hombros y dijo:—Lo siento.
—Qué va —dijo el muchacho—. Es lo que debe hacer un hombre.
Marcharon camino abajo hasta la cabaña del viejo; y a todo lo largo del camino, en la oscuridad, se veían hombres descalzos portando los mástiles de sus botes.
Cuando llegaron a la choza del viejo, el muchacho cogió de la cesta los rollos del sedal, el arpón y el bichero; y el viejo llevó el mástil con la vela arrollada al hombro.
—¿Quiere usted café? —preguntó el muchacho. —Pondremos el aparejo en el bote y luego tomaremos un poco.Tomaron café en latas de leche condensada en un puesto que abría temprano y servía a los pescadores.—¿Qué tal ha dormido, viejo? —preguntó el muchacho. Ahora estaba despertando aunque todavía le era difícil dejar su sueño.
—Muy bien, Manolín —dijo el viejo—. Hoy me siento confiado.
—Lo mismo yo —dijo el muchacho—. Ahora voy a buscar sus sardinas y las mías y sus carnadas frescas. El dueño trae él mismo el aparejo. No quiere nunca que nadie lleve nada.
-Somos diferentes -dijo el viejo-. Yo te dejaba llevar las cosas cuando tenías cinco años.—Lo sé —dijo el muchacho—. Vuelvo enseguida. Tome otro café. Aquí tenemos crédito.Salió, descalzo, por las rocas de coral hasta la nevera donde se guardaban las carnadas.
El viejo tomó lentamente su café. Era lo único que bebería en todo el día, y sabía que debía tomarlo. Hacía mucho tiempo que le mortificaba comer, y jamás llevaba un almuerzo. Tenía una botella de agua en la proa del bote, y eso era lo único que necesitaba para todo el día.
El muchacho estaba de regreso con las sardinas y las dos carnadas envueltas en un periódico, y bajaron por la vereda hasta el bote, sintiendo la arena con piedrecitas debajo de los pies, y levantaron el bote y lo empujaron al agua.
—Buena suerte, viejo.
—Buena suerte —dijo el viejo. Ajustó las amarras de los remos a los toletes, y echándose adelante contra los remos, empezó a remar, y salió del puerto en la oscuridad. Había otros botes de otras playas que salían a la mar, y el viejo sentía sumergirse las palas de los remos y empujar, aunque no podía verlos ahora que la luna se había ocultado detrás de las lomas.A veces alguien hablaba en un bote. Pero en su mayoría los botes iban en silencio, salvo por el rumor de los remos. Se desplegaron después de haber salido de la boca del puerto, y cada uno se dirigió hacia aquella parte del océano donde esperaba encontrar peces. El viejo sabía que se alejaría mucho de la costa y dejó atrás el olor a tierra y entró remando en el limpio olor matinal del océano. Vio la fosforescencia de los sargazos en el agua mientras remaba sobre aquella parte del océano que los pescadores llaman "el gran hoyo" porque se producía una súbita hondonada de setecientas brazas, donde se congregaba toda suerte de peces debido al remolino que hacía la corriente contra las escabrosas paredes del lecho del océano. Había aquí concentraciones de camarones y peces de carnada, y a veces manadas de calamares en los hoyos más profundos, y de noche se levantaban a la superficie, donde todos los peces merodeadores se cebaban en ellos.
En la oscuridad el viejo podía sentir venir la mañana y, mientras remaba, oía el tembloroso rumor de los peces voladores que salían del agua y el siseo que sus rígidas alas hacían surcando el aire en la oscuridad. Sentía una gran atracción por los peces voladores, que eran sus principales amigos en el océano. Sentía compasión por las aves; especialmente por las pequeñas, delicadas y oscuras golondrinas de mar que andaban siempre volando y buscando, y casi nunca encontraban, y pensó: "Las aves llevan una vida más dura que nosotros, salvo las de rapiña y las grandes y fuertes. ¿Por qué habrán hecho pájaros tan delicados y tan finos como esas golondrinas de mar, cuando el océano es capaz de tanta crueldad? La mar es dulce y hermosa. Pero puede ser cruel, y se encoleriza muy súbitamente, y esos pájaros que vuelan picando y cazando, con sus tristes vocecillas, son demasiado delicados para la mar".
Decía siempre la mar. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan mal de ella, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban alto, empleaban el artículo masculino, le llamaban el mar. Hablaban del mar como de un contendiente o un lugar, o un enemigo. Pero el viejo lo concebía siempre como perteneciente al género femenino y como algo que concedía o negaba grandes favores, y si hacía cosas perversas y terribles era porque no podía remediarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer.
Remaba firme y seguidamente, y no le costaba un esfuerzo excesivo porque se mantenía en su límite de velocidad, y la superficie del océano era plana, salvo por los ocasionales remolinos de la corriente. Dejaba que la corriente hiciera un tercio de su trabajo; y cuando empezó a clarear, vio que se hallaba ya más lejos de lo que había esperado estar a esa hora.
"Durante una semana —pensó— he trabajado en las profundas hondonadas, y no hice nada. Hoy trabajaré allá donde están las manchas de bonitos y albacoras, y acaso haya un pez grande con ellos".
Antes de que se hiciera realmente de día, había sacado sus carnadas y estaba derivando con la corriente. Un cebo llegaba a una profundidad de cuarenta brazas. El segundo, a sesenta y cinco, y el tercero y el cuarto descendían hasta el agua azul a cien y ciento veinticinco brazas.Cada cebo pendía cabeza abajo con el asta o tallo del anzuelo dentro del pescado que servía de carnada, sólidamente cosido y amarrado; toda la parte saliente del anzuelo, la curva y el garfio, estaba recubierta de sardinas frescas. Cada sardina había sido empalada por los ojos, de modo que hacían una semiguirnalda en el acero saliente. No había ninguna parte del anzuelo que pudiera dar a un gran pez la impresión de que no era algo sabroso y de olor apetecible.
El muchacho le había dado dos pequeños bonitos frescos, que colgaban de los sedales más profundos como plomadas, y en los otros tenía una abultada cojinúa y un cibele que habían sido usados antes, pero estaban en buen estado y las excelentes sardinas les prestaban aroma y atracción. Cada sedal, del espesor de un lápiz grande, iba enroscado a una varilla verdosa, de modo que cualquier tirón o picada al cebo haría sumergir la varilla; y cada sedal tenía dos adujas o rollos de cuarenta brazas que podían empatarse a los rollos de repuesto, de modo que, si era necesario, un pez podía llevarse más de trescientas brazas.
El hombre vio ahora descender las tres varillas sobre la borda del bote y remó suavemente para mantener los sedales estirados y a su debida profundidad. Era día pleno y el sol podía salir en cualquier momento.
El sol se levantó tenuemente del mar y el viejo pudo ver los otros botes, bajitos en el agua, y bien hacia la costa, desplegados a través de la corriente. El sol se tornó más brillante y su resplandor cayó sobre el agua; luego, al levantarse más en el cielo, el plano mar lo hizo rebotar contra los ojos del viejo, hasta causarle daño; y siguió remando sin mirarlo. Miraba al agua y vigilaba los sedales que se sumergían verticalmente en la tiniebla de ésta. Los mantenía más rectos que nadie, de manera que a cada nivel en la tiniebla de la corriente hubiera un cebo esperando, exactamente donde él quería que estuviera, por cualquier pez que pasara por allí. Otros los dejaban correr a la deriva con la corriente y a veces estaban a sesenta brazas cuando los pescadores creían que estaban a cien.
"Pero —pensó el viejo—, yo los mantengo con precisión. Lo que pasa es que ya no tengo suerte. Pero, ¿quién sabe? Acaso hoy. Cada día es un nuevo día. Es mejor tener suerte. Pero yo prefiero ser exacto. Luego, cuando venga la suerte, estaré dispuesto".
El sol estaba en ese momento a dos horas de altura, y no le hacía tanto daño a los ojos mirar al este. Ahora sólo había tres botes a la vista, y lucían muy bajo y muy lejos hacia la orilla."Toda mi vida me ha hecho daño en los ojos el sol naciente —pensó—. Sin embargo, todavía están fuertes. Al atardecer, puedo mirarlo de frente sin deslumbrarme. Y por la tarde tiene más fuerza. Pero por la mañana es doloroso".
Justamente, entonces, vino una de esas aves marinas llamadas fragatas con sus largas alas negras girando en el cielo sobre él. Hizo una rápida picada, ladeándose hacia abajo, con sus alas tendidas hacia atrás, y luego siguió girando nuevamente.
—Ha cogido algo —dijo en voz alta el viejo—. No sólo está mirando.Remó lentamente y con firmeza hacia donde estaba el ave trazando círculos. No se apuró y mantuvo los sedales verticalmente. Pero había forzado un poco la marcha a favor de la corriente, de modo que todavía estaba pescando con corrección, pero más lejos de lo que hubiera pescado si no tratara de guiarse por el ave.
El ave se elevó más en el aire y volvió a girar, con sus alas inmóviles. Luego picó de súbito, y el viejo vio una partida de peces voladores que brotaban del agua y navegaban desesperadamente sobre la superficie.
—Dorados —dijo en voz alta el viejo—. Dorados grandes.
Montó los remos y sacó un pequeño sedal de debajo de la proa. Tenía un alambre y un anzuelo de tamaño mediano, y lo cebó con una de las sardinas. Lo soltó por sobre la borda y lo amarró a una argolla a popa. Luego cebó el otro sedal y lo dejó enrollado a la sombra de la proa. Volvió a remar y a mirar al ave negra de largas alas que ahora trabajaba a poca altura sobre el agua.Mientras él miraba, el ave picó de nuevo ladeando sus alas para el buceo, y luego salió agitándolas fiera y sutilmente, siguiendo a los peces voladores. El viejo podía ver la leve comba que formaba en el agua el dorado grande siguiendo a los peces fugitivos. Los dorados corrían, disparados, bajo el vuelo de los peces y estarían, corriendo velozmente, en el lugar donde cayeran los peces voladores. "Es un gran bando de dorados —pensó—. Están desplegados ampliamente: pocas probabilidades de escapar tienen los peces voladores. El ave no tiene oportunidad. Los peces voladores son demasiado grandes para ella, y van demasiado velozmente".
El hombre observó cómo los peces voladores irrumpían una y otra vez, y los inútiles movimientos del ave. "Esa mancha de peces se me ha escapado —pensó—. Se están alejando demasiado rápidamente, y van demasiado lejos. Pero acaso coja alguno extraviado, y es posible que mi pez grande esté en sus alrededores. Mi pescado grande tiene que estar en alguna parte".
Las nubes se levantaban ahora sobre la tierra como montañas, y la costa era sólo una larga línea verde con las lomas azul-grises detrás de ella. El agua era ahora de un azul profundo, tan oscuro que casi resultaba violado. Al bajar la vista, vio el color rojo del plancton en el agua oscura, y la extraña luz que ahora daba el sol. Examinó sus sedales, y los vio descender rectamente hacia abajo, y perderse de vista; y se sintió feliz viendo tanto plancton, porque eso significaba que había peces.
La extraña luz que el sol hacía en el agua, ahora que el sol estaba más alto, significaba buen tiempo, y lo mismo la forma de las nubes sobre la tierra. Pero el ave estaba ahora casi fuera del alcance de la vista y en la superficie del agua no aparecían más que algunos parches de amarillo sargazo requemado por el sol, y la violada, redondeada, iridiscente y gelatinosa vejiga de una medusa que flotaba a corta distancia del bote. Flotaba alegremente como una burbuja con sus largos y mortíferos filamentos purpurinos a remolque por espacio de una yarda.
—Agua mala —dijo el hombre—. Pura.Desde donde se balanceaba suavemente contra sus remos, bajó la vista hacia el agua y vio los diminutos peces que tenían el color de los largos filamentos y nadaban entre ellos y bajo la breve sombra que hacía la burbuja en su movimiento a la deriva. Eran inmunes a su veneno. Pero el hombre, no, y cuando algunos de los filamentos se enredaban en el cordel y permanecían allí, viscosos y violados, mientras el viejo laboraba por levantar un pez, sufría verdugones y excoriaciones en los brazos y manos, como los que producen el guao y la hiedra venenosa. Pero estos envenenamientos por el agua mala actuaban rápidamente y como latigazos.
Las burbujas iridiscentes eran bellas. Pero eran la cosa más falsa del mar, y el viejo gozaba viendo cómo se las comían las tortugas marinas. Las tortugas las veían, se les acercaban por delante, luego cerraban los ojos, de modo que, con su carapacho, estaban completamente protegidas, y se las comían con filamentos y todo. El viejo gustaba de ver a las tortugas comiéndoselas y gustaba de caminar sobre ellas en la playa, después de una tormenta, oírlas reventar cuando les ponía encima sus pies callosos.
CUARTA ENTREGA
No recordaba cuánto tiempo hacía que había empezado a hablar solo en voz alta cuando no tenía a nadie con quien hablar. En los viejos tiempos, cuando estaba solo, cantaba; a veces, de noche, cuando hacía su guardia al timón de las chalupas y los tortugueros, cantaba también. Probablemente había empezado a hablar en voz alta cuando se había ido el muchacho. Pero no recordaba. Cuando él y el muchacho pescaban juntos, por lo general hablaban únicamente cuando era necesario. Hablaban de noche o cuando los cogía el mal tiempo. Se consideraba una virtud no hablar innecesariamente en el mar, y el viejo siempre lo había reconocido así y lo respetaba. Pero ahora expresaba sus pensamientos en voz alta muchas veces, puesto que no había nadie a quien pudiera mortificar.
—Si los otros me oyeran hablar en voz alta, creerían que estoy loco —dijo—. Pero, puesto que no estoy loco, no me importa. Los ricos tienen radios que les hablan en sus embarcaciones y les dan las noticias del béisbol.
"Ésta no es hora de pensar en el béisbol —pensó—. Ahora hay que pensar en una sola cosa. Aquella para la que he nacido. Pudiera haber un pez grande en torno a esa mancha. Sólo he cogido un bonito extraviado de los que estaban comiendo. Pero están trabajando rápidamente y a lo lejos. Todo lo que asoma hoy a la superficie viaja muy rápidamente y hacia el nordeste. ¿Será la hora? ¿O será alguna señal del tiempo, que yo no conozco?".
Ahora no podía ver el verdor de la costa; sólo las cimas de las verdes colinas que asomaban blancas como si estuvieran coronadas de nieve, y las nubes parecían altas montañas de nieve sobre ellas. El mar estaba muy oscuro, y la luz hacía prisma en el agua. Y las miríadas de lunares del plancton eran anuladas ahora por al alto sol, y el viejo sólo veía los grandes y profundos prismas en el agua azul que tenía una milla de profundidad, y en la que sus largos sedales descendían verticalmente.
Los pescadores llamaban bonitos a todos los peces de esa especie, y sólo distinguían entre ellos por sus nombres propios cuando venían a cambiarlos por carnadas. Los bonitos estaban de nuevo abajo. El sol calentaba fuertemente y el viejo lo sentía en la parte de atrás del cuello, y sentía el sudor que le corría por la espalda mientras remaba.
"Pudiera dejarme ir a la deriva —pensó—, y dormir, y echar un lazo al dedo gordo del pie para despertar si pican. Pero hoy hace ochenta y cinco días, y tengo que aprovechar el tiempo".
Justamente entonces, mientras vigilaba los sedales, vio que una de las varillas se sumergía vivamente.
—Sí —dijo—. Sí —y montó los remos sin golpear el bote.Cogió el sedal y lo sujetó suavemente entre el índice y el pulgar de su mano derecha. No sintió tensión, ni peso, y aguantó ligeramente. Luego volvió a sentirlo. Esta vez fue un tirón de tanteo, ni sólido, ni fuerte; y el viejo se dio cuenta, exactamente, de lo que era. A cien brazas más abajo, una aguja estaba comiendo las sardinas que cubrían la punta y el cabo del anzuelo en el punto donde el anzuelo, forjado a mano, sobresalía de la cabeza del pequeño bonito.
El viejo sujetó delicada y blandamente el sedal, y con la mano izquierda lo soltó del palito verde. Ahora podía dejarlo correr entre sus dedos sin que el pez sintiera ninguna tensión.
A esta distancia de la costa, en este mes, debe de ser enorme —pensó el viejo—. Cómelas, pez. Cómelas. Por favor, cómelas. Están de lo más frescas; y tú, ahí, a seiscientos pies en el agua fría y a oscuras. Da otra vuelta en la oscuridad y vuelve a comértelas".
Sentía el leve y delicado tirar; y luego, un tirón más fuerte cuando la cabeza de una sardina debía de haber sido más difícil de arrancar del anzuelo. Luego, nada.
—Vamos, ven —dijo el viejo en voz alta—. Da otra vuelta. Da otra vuelta. Ven a olerlas. ¿Verdad que son sabrosas? Cómetelas ahora, y luego tendrás un bonito. Duro y frío y sabroso. No seas tímido, pez. Cómetelas.
Esperó con el sedal entre el índice y el pulgar, vigilándolo, y vigilando los otros al mismo tiempo, pues el pez pudiera virar arriba o abajo. Luego volvió a sentir la misma y suave tracción.
—Lo cogerá —dijo el viejo en voz alta—. Dios lo ayude a cogerlo.
No lo cogió, sin embargo. Se fue y el viejo no sintió nada más.
—No puede haberse ido —dijo—. ¡No se puede haber ido, maldito! Está dando una vuelta. Es posible que haya sido enganchado alguna otra vez y que recuerde algo de eso.
Luego sintió un suave contacto en el sedal y de nuevo fue feliz.
—No ha sido más que una vuelta —dijo—. Lo cogerá.Era feliz sintiéndolo tirar suavemente, y luego tuvo la sensación de algo duro e increíblemente pesado. Era el peso del pez, y dejó que el sedal se deslizara abajo, abajo, llevándose los dos primeros rollos de reserva. Según descendía, deslizándose suavemente entre los dedos del viejo, todavía él podía sentir el gran peso, aunque la presión de su índice y de su pulgar era casi imperceptible.
—¡Qué pez! —dijo—. Lo lleva atravesado en la boca, y se está yendo con él.
"Luego virará y se lo tragará", pensó. No dijo esto porque sabía que cuando uno dice una buena cosa, posiblemente no suceda. Sabía que éste era un pez enorme, y se lo imaginó alejándose en la tiniebla con el bonito atravesado en la boca. En ese momento sintió que había dejado de moverse, pero el peso persistía todavía. Luego el peso fue en aumento, y el viejo le dio más sedal. Acentuó la presión del índice y el pulgar por un momento, y el peso fue en aumento. Y el sedal descendía verticalmente.
—Lo ha cogido —dijo—. Ahora dejaré que se lo coma a su gusto.
Dejó que el sedal se deslizara entre sus dedos mientras bajaba la mano izquierda y amarraba el extremo suelto de los dos rollos de reserva al lazo de los rollos de reserva del otro sedal. Ahora estaba listo. Tenía tres rollos de cuarenta brazas de sedal en reserva, además del que estaba usando.
—Come un poquito más —dijo—. Come bien."Cómetelo de modo que la punta del anzuelo penetre en tu corazón y te mate —pensó—. Sube sin cuidado y déjame clavarte el arpón. Bueno. ¿Estás listo? ¿Llevas suficiente tiempo a la mesa?".—¡Ahora! —dijo en voz alta y tiró fuerte con ambas manos; ganó un metro de sedal; luego tiró de nuevo, y de nuevo, balanceando cada brazo alternativamente y girando sobre sí mismo.
No sucedió nada. El pez seguía, simplemente, alejándose con lentitud, y el viejo no podía levantarlo ni una pulgada. Su sedal era fuerte; era cordel catalán y nuevo, de este año, hecho para peces pesados, y lo sujetó contra su espalda hasta que estuvo tan tirante que soltó gotas de agua.
Luego empezó a hacer un lento sonido de siseo en el agua.
El viejo seguía sujetándolo, alineándose contra el banco e inclinándose hacia atrás. El bote empezó a moverse lentamente hacia el noroeste.
El pez seguía moviéndose sin cesar y viajaban ahora lentamente en el agua tranquila. Los otros cebos estaban todavía en el agua, pero no había nada que hacer.
—Ojalá estuviera aquí el muchacho —dijo en voz alta—. Voy a remolque de un pez grande, y yo soy la bita de remolque. Podría amarrar el sedal. Pero entonces pudiera romperlo. Debo aguantarlo todo lo posible y darle sedal cuando lo necesite. Gracias a Dios que va hacia adelante, y no hacia abajo. No sé qué haré si decide ir hacia abajo. Pero algo haré. Puedo hacer muchas cosas.Sujetó el sedal contra su espalda y observó su sesgo en el agua; el bote seguía moviéndose ininterrumpidamente hacia el noroeste.
"Esto lo matará —pensó el viejo—. Alguna vez tendrá que parar".
Pero, cuatro horas después, el pez seguía tirando, llevando el bote a remolque, y el viejo estaba todavía sólidamente afincado, con el sedal atravesado a la espalda.
—Eran las doce del día cuando lo enganché —dijo—. Y todavía no lo he visto ni una sola vez.
Se había calado fuertemente el sombrero de yarey en la cabeza antes de enganchar al pez; ahora el sombrero le cortaba la frente. Tenía sed. Se arrodilló y, cuidando de no sacudir el sedal, estiró el brazo cuanto pudo por debajo de la proa, y cogió la botella de agua. La abrió y bebió un poco. Luego reposó contra la proa. Descansó sentado en la vela y el palo que había quitado de la carlinga, y trató de no pensar: sólo aguantar.
Luego miró hacia atrás y vio que no había tierra alguna a la vista. "Eso no importa —pensó—. Siempre podré orientarme por el resplandor de La Habana. Todavía quedan dos horas de sol, y posiblemente suba antes de la puesta del sol. Si no, acaso suba al venir la luna. Si no hace eso, puede que suba a la salida del sol. No tengo calambres, y me siento fuerte. Él es quien tiene el anzuelo en la boca. Pero para tirar así, tiene que ser un pez de marca mayor. Debe de llevar la boca fuertemente cerrada contra el alambre. Me gustaría verlo. Me gustaría verlo aunque sólo fuera una vez para saber con quién tengo que entendérmelas".
El pez no varió su curso ni su dirección en toda la noche; al menos, hasta donde el hombre podía juzgar, guiado por las estrellas. Después de la puesta del sol hacía frío, y el sudor se había secado en su espalda, sus brazos y sus piernas. De día había cogido el saco que cubría la caja de las carnadas y lo había tendido a secar al sol. Después de la puesta del sol, se lo enrolló al cuello de modo que le caía sobre la espalda. Se lo deslizó con cuidado por debajo del sedal, que ahora le cruzaba los hombros. El saco mullía el sedal, y el hombre había encontrado la manera de inclinarse hacia adelante contra la proa en una postura que casi le resultaba confortable. La postura era, en realidad, tan sólo un poco menos intolerable, pero la concibió como casi confortable.
"No puedo hacer nada con él, y él no puede hacer nada conmigo —pensó—. Al menos mientras siga este juego".
Una vez se enderezó, orinó por sobre la borda, miró a las estrellas y verificó el rumbo. El sedal lucía como una lista fosforescente en el agua, que se extendía, recta, partiendo de sus hombros. Ahora iban más lentamente y el fulgor de La Habana no era tan fuerte. Esto le indicaba que la corriente debía de estar arrastrándolo hacia el este. "Si pierdo el resplandor de La Habana, será que estamos yendo más hacia el este", pensó, pues si el rumbo del pez se mantuviera invariable vería el fulgor durante muchas horas más.
"Me pregunto quién habrá ganado hoy en las Grandes Ligas —pensó—. Sería maravilloso tener un radio portátil para enterarse". Luego reflexionó: "Piensa en esto; piensa en lo que estás haciendo. No hagas ninguna estupidez". A poco, dijo en voz alta:
—Ojalá estuviera aquí el muchacho. Para ayudarme y para que viera esto.
"Nadie debiera estar solo en su vejez —pensó. Pero es inevitable. Tengo que acordarme de comer el bonito antes de que se eche a perder, a fin de conservar las fuerzas. Recuerda: por poca gana que tengas, tendrás que comerlo por la mañana. Recuerda", se dijo.
Durante la noche acudieron delfines en torno al bote. Los sentía rolando y resoplando. Podía percibir la diferencia entre el sonido del soplo del macho y el suspirante soplo de la hembra.
—Son buena gente –dijo—. Juegan y bromean y se hacen el amor. Son nuestros hermanos, como los peces voladores.
Entonces empezó a sentir lástima por el gran pez que había enganchado. "Es maravilloso y extraño, y quién sabe qué edad tendrá —pensó—. Jamás he cogido un pez tan fuerte, ni que se portara de un modo tan extraño. Puede que sea demasiado prudente para subir a la superficie. Brincando y precipitándose locamente pudiera acabar conmigo. Pero es posible que haya sido enganchado ya muchas veces y que sepa que ésta es la manera de pelear. No puede saber que no hay más que un hombre contra él, ni que este hombre es un anciano. Pero, ¡qué pez más grande! y qué bien lo pagarán en el mercado, si su carne es buena. Cogió la carnada como un macho, y tira como un macho, y no hay pánico en su manera de pelear. Me pregunto si tendrá algún plan o si estará, como yo, en la desesperación".
Recordó aquella vez en que había enganchado una de las dos agujas que iban en pareja. El macho dejaba siempre que la hembra comiera primero, y el pez enganchado, la hembra, presentó una pelea fiera, desesperada y llena de pánico, que no tardó en agotarla. Durante todo ese tiempo, el macho permaneció con ella, cruzando el sedal y girando con ella en la superficie. Había permanecido tan cerca, que el viejo había temido que cortara el sedal con la cola, que era afilada como una guadaña y casi de la misma forma y tamaño. Cuando el viejo la había enganchado con el bichero, la había golpeado sujetando su mandíbula en forma de espada y de áspero borde, y golpeado en la cabeza hasta que su color se había tornado como el de la parte de atrás de los espejos; y luego cuando, con ayuda del muchacho, la había izado a bordo, el macho había permanecido junto al bote. Después, mientras el viejo levantaba los sedales y preparaba el arpón, el macho dio un brinco en el aire junto al bote para ver dónde estaba la hembra. Y luego se había sumergido en la profundidad con sus alas azul-rojizas, que eran sus aletas pectorales, desplegadas ampliamente y mostrando todas sus franjas del mismo color. "Era hermoso", recordaba el viejo. Y se había quedado junto a su hembra.
"Es lo más triste que he visto jamás en ellos —pensó—. El muchacho también había sentido tristeza, y le pedimos perdón a la hembra y le abrimos el vientre prontamente".
QUINTA ENTREGA
Algo antes del amanecer cogió uno de los sedales que tenía detrás. Sintió que el palito se rompía y que el sedal empezaba a correr precipitadamente sobre la regala del bote. En la oscuridad sacó el cuchillo de la funda y, echando toda la presión del pez sobre el hombro izquierdo, se inclinó hacia atrás y cortó el sedal contra la madera de la regala. Luego cortó el otro sedal más próximo, y en la oscuridad sujetó los extremos sueltos de los rollos de reserva. Trabajó diestramente con una sola mano y puso su pie sobre los rollos para sujetarlos mientras apretaba los nudos. Ahora tenía seis rollos de reserva. Había dos de cada carnada, que había cortado, y los dos del cebo que había cogido el pez. Y todos estaban enlazados.
"Tan pronto como sea de día —pensó—, me llegaré hasta el cebo de cuarenta brazas y lo cortaré también y enlazaré los rollos de reserva. Habré perdido doscientas brazas del buen cordel catalán y los anzuelos y alambres. Eso puede ser reemplazado. Pero este pez, ¿quién lo reemplaza? Si engancho otros peces, pudiera soltarse. Me pregunto qué peces habrán sido los que acaban de picar. Pudiera ser una aguja, o un emperador o un tiburón. No llegué a tomarle el peso. Tuve que deshacerme de él demasiado pronto".
En voz alta dijo:—Me gustaría que el muchacho estuviera aquí.
"Pero el muchacho no está contigo", pensó.
"No cuentas más que contigo mismo, y harías bien en llegarte hasta el último sedal, aunque sea en la oscuridad y empalmar los dos rollos de reserva".
Fue lo que hizo. Fue difícil en la oscuridad, y una vez el pez dio un tirón que lo lanzó de bruces, y le causó una herida bajo el ojo. La sangre le corrió un poco por la mejilla. Pero se coaguló y se secó antes de llegar a su barbilla, y el hombre volvió a la proa y se apoyó contra la madera. Ajustó el saco y manipuló cuidadosamente el sedal de modo que pasara por otra parte de sus hombros y, sujetándolo en estos, tanteó con cuidado la tracción del pez y luego metió la mano en el agua para sentir la velocidad del bote.
"Me pregunto por qué habrá dado ese nuevo impulso —pensó—. El alambre debe de haber resbalado sobre la comba de su lomo. Con seguridad su lomo no puede dolerle tanto como me duele el mío. Pero no puede seguir tirando eternamente de este bote por grande que sea. Ahora todo lo que pudiera estorbar está despejado y tengo una gran reserva de sedal: no hay mas que pedir".
—Pez —dijo, dulcemente en voz alta—, seguiré hasta la muerte.
"Y él seguirá también conmigo, me imagino", pensó el viejo, y se puso a esperar a que fuera de día. Ahora, a esta hora próxima al amanecer, hacía frío, y se apretó contra la madera en busca de calor. "Voy a aguantar tanto como él", pensó. Y, con la primera luz, el sedal se extendió a los lejos y hacia abajo en el agua. El bote se movía sin cesar y cuando se levanto el primer filo de sol fue a posarse sobre el hombro derecho del viejo.
—Se ha dirigido hacia el norte —dijo el viejo.
"La corriente nos habrá desviado mucho al este —pensó—. Ojalá virara con la corriente. Eso indicaría que se estaba cansando".
Cuando el sol se hubo levantado más, el viejo se dio cuenta de que el pez no se estaba cansando. Sólo una señal favorable, el sesgo del sedal, indicaba que nadaba a menos profundidad. Eso no significaba, necesariamente, que fuera a brincar a la superficie. Pero pudiera hacerlo
—Dios quiera que suba —dijo el viejo—. Tengo suficiente sedal para manejarlo.
"Puede que si aumento un poquito la tensión le duela y surja a la superficie —pensó—. Ahora que es de día, conviene que salga para que llene de aire los sacos a lo largo de su espinazo y no pueda luego descender a morir a las profundidades".
Trató de aumentar la tensión, pero el sedal había sido estirado ya todo lo que daba desde que había enganchado al pez y, al inclinarse hacia atrás, sintió la dura tensión de la cuerda y se dio cuenta de que no podía aumentarla. "Tengo que tener cuidado de no sacudirlo —pensó—. Cada sacudida ensancha la herida que hace el anzuelo y, si brinca, pudiera soltarlo. De todos modos me siento mejor al venir el sol y por esta vez no tengo que mirarlo de frente".
Había algas amarillas en el sedal, pero el viejo sabía que eso no hacía más que aumentar la resistencia del bote, y el viejo se alegró. Eran las algas amarillas del Golfo —el sargazo— las que habían producido tanta fosforescencia de noche.
—Pez —dijo—, yo te quiero y te respeto muchísimo. Pero acabaré con tu vida antes de que termine este día…
"Ojalá", pensó.Un pajarito vino volando hacia el bote, procedente del norte. Era una especie de curruca que volaba muy bajo sobre el agua. El viejo se dio cuenta de que estaba muy cansado. El pájaro llegó hasta la popa del bote y descansó allí. Luego voló en torno a la cabeza del viejo y fue a posarse en el sedal, donde estaba más cómodo.
—¿Qué edad tienes? —preguntó el viejo al pájaro—. ¿Es éste tu primer viaje?
El pájaro lo miró al oírlo hablar. Estaba demasiado cansado siquiera para examinar el sedal y se balanceó asiéndose fuertemente a él con sus delicadas patas.
—Estás firme —le dijo el viejo—. Demasiado firme. Después de una noche sin viento no debieras estar tan cansado. ¿A qué vienen los pájaros?
"Los gavilanes —pensó— salen al mar a esperarlos". Pero no le dijo nada de esto al pajarito, que de todos modos no podía entenderlo y que ya tendría tiempo de conocer a los gavilanes.
—Descansa, pajarito, descansa —dijo—. Luego ve a correr fortuna como cualquier hombre o pájaro o pez.
Lo estimulaba a hablar porque su espalda se había endurecido de noche y ahora le dolía realmente.—Quédate en mi casa si quieres, pajarito —dijo—. Lamento que no pueda izar la vela y llevarte a tierra, con la suave brisa que se está levantando. Pero estás con un amigo.
Justamente entonces el pez dio una súbita sacudida; el viejo fue a dar contra la proa; y hubiera caído por la borda si no se hubiera aferrado y soltado un poco de sedal.
El pájaro levantó el vuelo cuando el sedal se sacudió, y el viejo ni siquiera lo había visto irse. Palpó cuidadosamente el sedal con la mano derecha y notó que su mano sangraba.
—Algo lo ha lastimado —dijo en voz alta, y tiró del sedal para ver si podía virar al pez. Pero cuando llegaba a su máxima tensión, sujetó firme y se echó hacia atrás para formar contrapeso.
—Ahora lo estás sintiendo, pez —dijo—. Y bien sabe Dios que también yo lo siento. Miró en derredor a ver si veía al pájaro, porque le hubiera gustado tenerlo de compañero. El pájaro se había ido.
"No te has quedado mucho tiempo —pensó el viejo—. Pero a dónde vas, va a ser más difícil, hasta que llegues a la costa. ¿Cómo me habré dejado cortar por esa rápida sacudida del pez? Me debo de estar volviendo estúpido. O quizá sea que estaba mirando al pájaro y pensando en él. Ahora prestaré atención a mi trabajo y luego me comeré el bonito para que las fuerzas no me fallen".
—Ojalá estuviera aquí el muchacho, y que tuviera un poco de sal —dijo en voz alta.
Pasando la presión del sedal al hombro izquierdo y arrodillándose con cuidado, lavó la mano en el mar y la mantuvo allí sumergida, por más de un minuto, viendo correr la sangre y deshacerse en estela, y el continuo movimiento del agua contra su mano al moverse el bote.
—Ahora va mucho más lentamente —dijo. Al viejo le hubiera gustado mantener la mano en el agua salada por más tiempo, pero temía otra súbita sacudida del pez y se levantó y se afianzó y alzó la mano contra el sol. Era sólo un roce del sedal lo que había cortado su carne. Pero era en la parte con que tenía que trabajar. El viejo sabía que antes de que esto terminara necesitaría sus manos, y no le gustaba nada estar herido antes de empezar.
—Ahora —dijo, cuando su mano se hubo secado— tengo que comer ese pequeño bonito. Puedo alcanzarlo con el bichero y comérmelo aquí tranquilamente.
Se arrodilló y halló el bonito bajo la popa con el bichero y lo atrajo hacia sí evitando que se enredara en los rollos de sedal. Sujetando el sedal nuevamente con el hombro izquierdo y apoyándose en el brazo izquierdo, sacó el bonito del garfio del bichero y puso de nuevo el bichero en su lugar. Plantó una rodilla sobre el pescado y arrancó tiras de carne oscura longitudinalmente desde la parte posterior de la cabeza hasta la cola. Eran tiras en forma de cuña y las arrancó desde la proximidad del espinazo hasta el borde del vientre. Cuando hubo arrancado seis tiras las tendió en la madera de la popa, limpió su cuchillo en el pantalón y levantó el resto del bonito por la cola y lo tiró por sobre la borda.
—No creo que pueda comerme uno entero —dijo, y cortó por la mitad una de las tiras. Sentía la firme tensión del sedal y su mano izquierda tenía calambre. La corrió hacia arriba sobre el duro sedal y la miró con disgusto.
— ¿Qué clase de mano es ésta? —dijo—. Puedes coger calambre si quieres. Puedes convenirse en una garra. De nada te va a servir. "Vamos", pensó, y miró al agua oscura y al sesgo del sedal. "Cómetelo ahora y le dará fuerza a la mano. No es culpa de la mano, y llevas muchas horas con el pez. Pero puedes quedarte siempre con él. Cómete ahora el bonito".
Cogió un pedazo, se lo llevó a la boca y lo masticó lentamente. No era desagradable."Mastícalo bien —pensó—, y no pierdas ningún jugo. Con un poco de limón o lima o con sal no estaría mal". — ¿Cómo te sientes, mano? —Preguntó a la que tenía calambre y que estaba casi rígida como un cadáver—. Ahora comeré un poco para ti.
SEXTA ENTREGA
Miró por sobre el mar y ahora se dio cuenta de cuán solo se encontraba. Pero veía los prismas en el agua profunda y oscura, el sedal estirado adelante y la extraña ondulación de la calma. Las nubes se estaban acumulando ahora para la brisa, y miró adelante y vio una bandada de patos salvajes que se proyectaban contra el cielo sobre el agua, luego formaban un borrón y volvían a destacarse como un aguafuerte; y se dio cuenta de que nadie está jamás solo en el mar.
Recordó cómo algunos hombres temían hallarse fuera de la vista de tierra en un botecito; y en los mares de súbito mal tiempo tenían razón. Pero ahora era el tiempo de los ciclones, y cuando no hay ciclón en el tiempo de los ciclones es el mejor tiempo del año.
"Si hay ciclón, siempre puede uno ver las señales varios días antes en el mar. En tierra no las ven porque no saben reconocerlas –pensó—. En tierra debe notarse también por la forma de las nubes. Pero ahora no hay ciclón a la vista".
Miró al cielo y vio la formación de los blancos cúmulos, como sabrosas pilas de mantecado, y más arriba se veían las tenues plumas de los cirros contra el alto de septiembre.
—Brisa ligera —dijo—. Mejor tiempo para mí que para ti, pez.Su mano izquierda estaba todavía presa del calambre, pero la iba soltando poco a poco."Detesto el calambre —pensó—. Es una traición del propio cuerpo. Es humillante ante los demás tener diarrea producida por envenenamiento de promaínas o vomitar por lo mismo. Pero el calambre lo humilla a uno, especialmente cuando está solo. Si el muchacho estuviera aquí podría frotarme la mano y soltarla, desde el antebrazo —pensó—. Pero ya se soltará".
Luego palpó con la mano derecha para conocer la diferencia de tensión en el sedal; después vio que el sesgo cambiaba en el agua. Seguidamente, al inclinarse contra el muslo, vio que cobraba un lento sesgo ascendente.
—Está subiendo —dijo—. Vamos, mano. Ven, te lo pido.
El sedal se alzaba lenta y continuamente. Luego la superficie del mar se combó delante del bote y salió el pez. Surgió interminablemente y manaba agua por sus copados. Brillaba al sol, y su cabeza y lomo eran de un púrpura oscuro, y al sol las franjas de sus costados lucían anchas y de un tenue color azul-rojizo. Su espada era tan larga como un bate de béisbol, yendo de mayor a menor como un estoque. El pez apareció sobre el agua en toda su longitud, y luego volvió a entrar en ella dulcemente, como un buzo, y el viejo vio la gran hoja de guadaña de su cola sumergiéndose, y el sedal comenzó a correr velozmente.
—Es dos pies más largo que el bote —dijo el viejo. El sedal seguía corriendo veloz pero gradualmente, y el pez no tenía pánico. El viejo trataba de mantener con ambas manos el sedal a la mayor tensión posible sin que se rompiera. Sabía que si no podía demorar al pez con una presión continuada, el pez podía llevarse todo el sedal y romperlo.
"Es un gran pez y tengo que convencerlo —pensó—
No debo permitirle jamás que se dé cuenta de su fuerza ni de lo que podría hacer si echara "a correr". Si yo fuera él emplearía ahora toda la fuerza y seguiría hasta que algo se rompiera. Pero, a Dios gracias, los peces no son tan inteligentes como los que los matamos; aunque son más nobles y más hábiles".
El viejo había visto muchos peces grandes. Había visto muchos que pesaban más de mil libras, y había cogido dos de aquel tamaño en su vida, pero nunca solo. Ahora, solo, y fuera de la vista de tierra, estaba sujeto al más grande pez que había visto jamás, más grande que cuantos conocía de oídas, y su mano izquierda estaba todavía tan rígida como las garras convulsas de un águila.
"Pero ya se soltará —pensó—. Con seguridad que se le quitará el calambre para que pueda ayudar a la mano derecha. Tres cosas se pueden considerar hermanas: el pez y mis dos manos. Tiene que quitársele el calambre". El pez había demorado de nuevo su velocidad y seguía a su ritmo habitual.
"Me pregunto por qué habrá salido a la superficie —pensó el viejo—. Brincó para mostrarme lo grande que era. Ahora ya lo sé —pensó—. Me gustaría demostrarle qué clase de hombre soy. Pero entonces vería la mano con calambre. Que piense que soy más hombre de lo que soy, y lo seré. Quisiera ser el pez, con todo lo que tiene, frente a mi voluntad y a mi inteligencia solamente"
Se acomodó confortablemente contra la madera y aceptó sin protestar su sufrimiento. Y el pez seguía nadando sin cesar, y el bote se movía lentamente sobre el agua oscura. Se estaba levantando un poco de oleaje con el viento que venía del este, y al mediodía la mano izquierda del viejo estaba libre del calambre.
—Malas noticias para ti, pez —dijo, y movió el sedal sobre los sacos que cubrían sus hombros. Estaba cómodo, pero sufría, aunque era incapaz de confesar su sufrimiento.
—No soy religioso —dijo—. Pero rezarían diez padrenuestros y diez avemarías por pescar este pez, y prometo hacer una peregrinación a la Virgen del Cobre si lo pesco. Lo prometo.
Comenzó a decir sus oraciones de modo mecánico. A veces se sentía tan cansado que no recordaba la oración, pero luego las decía rápidamente, para que salieran automáticamente. "Las avemarías son más fáciles de decir que los padrenuestros", pensó.
—Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, Amén.
Luego añadió: —Virgen bendita, ruega por la muerte de este pez. Aunque es tan maravilloso.
Dichas sus oraciones y sintiéndose mejor, pero sufriendo igualmente, y acaso un poco más, se inclinó contra la madera de proa y empezó a activar mecánicamente los dedos de su mano izquierda.
El sol calentaba fuerte ahora, aunque se estaba levantando ligeramente la brisa.—Será mejor que vuelva a poner cebo al sedal de popa —dijo—. Si el pez decide quedarse otra noche, necesitaré comer de nuevo y queda poca agua en la botella. No creo que pueda conseguir aquí más que un dorado. Pero si lo como bastante fresco, no será malo. Me gustaría que viniera a bordo esta noche un pez volador. Pero no tengo luz para atraerlo. Un pez volador es excelente para comerlo crudo y no tendría que limpiarlo. Tengo que ahorrar ahora toda mi fuerza.
"¡Cristo! ¡No sabía que fuera tan grande!".—Sin embargo, lo mataré —dijo—. Con toda su gloria y su grandeza."Aunque es injusto —pensó—. Pero le demostraré lo que puede hacer un hombre y lo que es capaz de aguantar".
—Ya le dije al muchacho que yo era un hombre extraño, —dijo—. Ahora es el momento de demostrarlo.
El millar de veces que lo había demostrado no significaba nada. Ahora lo estaba probando de nuevo. Cada vez era una nueva circunstancia y cuando lo hacía no pensaba jamás en el pasado.
"Me gustaría que se durmiera y poder dormir yo, y soñar con los leones —pensó—. ¿Por qué, de lo que queda, serán los leones lo principal? No pienses, viejo —se dijo—. Reposa dulcemente contra la madera y no pienses en nada. El pez trabaja. Trabaja tú lo menos que puedas".Estaba ya entrada la tarde y el bote todavía se movía lenta y seguidamente. Pero la brisa del este contribuía ahora a la resistencia del bote, y el viejo navegaba suavemente con el ligero oleaje, y el escozor del sedal en la espalda le era leve y llevadero.
Una vez, en la tarde, el sedal empezó a alzarse de nuevo. Pero el pez siguió nadando a un nivel ligeramente más alto. El sol le daba ahora en el brazo y el hombro izquierdos y en la espalda. Por eso sabía que el pez había virado al nordeste.
Ahora que lo había vino una vez, podía imaginárselo nadando en el agua con sus purpurinas aletas pectorales desplegadas como alas y la gran cola erecta tajando la tiniebla. "Me pregunto cómo podrá ver a tanta profundidad —pensó—. Sus ojos son enormes, y un caballo, con mucho menos ojo, puede ver en la oscuridad. En otro tiempo yo veía perfectamente en la oscuridad. No en la tiniebla completa. Pero veía casi como los gatos".
El sol y el continuo movimiento de sus dedos habían librado completamente de calambre la mano izquierda, y empezó a pasar más presión a esta mano contrayendo los músculos de su espalda para repartir un poco el escozor del sedal.
—Si no estás cansado, pez —dijo en voz alta—, debes de ser muy extraño.
Se sentía ahora muy cansado y sabía que pronto vendría la noche y trató de pensar en otras cosas. Pensó en las Grandes Ligas. Sabía que los Yankees de Nueva York estaban jugando contra los Tigres de Detroit.
"Éste es el segundo día en que no me entero del resultado de los juegos —pensó—. Pero debo tener confianza y debo ser digno del gran DiMaggio, que hace todas las cosas perfectamente, aun con el dolor de la espuela de hueso en el talón. ¿Qué cosa es una espuela de hueso? —se preguntó—. Nosotros no las tenemos. ¿Será tan dolorosa como la espuela de un gallo de pelea en el talón de una persona? Creo que no podría soportar eso, ni la pérdida de uno de los ojos, o de los dedos, y seguir peleando como hacen los gallos de pelea. El hombre no es gran cosa junto a las grandes aves y a las fieras. Con todo, preferiría ser esa bestia que está allá abajo en la tiniebla del mar".
—No sé —dijo en voz alta—. Nunca he tenido una espuela de hueso.
El sol se estaba poniendo. Para darse más confianza, el viejo recordó aquella vez, cuando, en la taberna de Casablanca, había pulseado con el gran negro de Cienfuegos, que era el hombre más fuerte de los muelles. Habían estado un día y una noche con sus codos sobre una raya de tiza en la mesa, y los antebrazos verticales, y las manos agarradas. Cada uno trataba de bajar la mano del otro hasta la mesa. Se hicieron muchas apuestas y la gente entraba y salía del local bajo las luces de queroseno, y él miraba al brazo y a la mano del negro, y a la cara del negro.
SÉPTIMA ENTREGA
Justamente antes del anochecer, cuando pasaban junto a una gran isla de sargazo que se alzaba y bajaba y balanceaba con el leve oleaje, como si el océano estuviera haciendo el amor con alguna cosa, bajo una manta amarilla un dorado se prendió en su sedal pequeño. El viejo lo vio primero cuando brincó al aire, oro verdadero a los últimos rayos del sol, doblándose y debatiéndose fieramente. Volvió a surgir, una y otra vez, en las acrobáticas salidas que le dictaba su miedo. El hombre volvió como pudo a la popa, y agachándose y sujetando el sedal grande con la mano y el brazo derecho tiró del dorado con su mano izquierda, plantando su descalzo pie izquierdo sobre cada tramo de sedal que iba ganando. Cuando el pez llegó a popa, dando cortes y zambullidas, el viejo se inclinó sobre la popa y levantó al bruñido pez de oro de pintas violáceas por sobre ésta. Sus mandíbulas actuaban convulsivamente en rápidas mordidas contra el anzuelo y batió el fondo del bote con su largo cuerpo plano, su cola y su cabeza, hasta que el viejo le pegó en la brillante cabeza dorada. Entonces se estremeció y se quedó quieto.
El viejo desenganchó al pez, volvió a cebar el sedal con otra sardina y lo arrojó al agua. Después volvió lentamente a la proa. Se lavó la mano izquierda y se la secó en el pantalón. Luego pasó el grueso sedal de la mano derecha a la mano izquierda y lavó la mano derecha en el mar mientras clavaba la mirada en el sol que se hundía en el océano, y en el sesgo del sedal grande.
—No ha cambiado nada en absoluto —dijo.
Pero observando el movimiento del agua contra su mano, notó que era perceptiblemente más lento.
—Voy a amarrar los dos remos uno contra otro y a colocarlos de través detrás de la popa: eso retardará de noche su velocidad —dijo—. Si el pez se defiende bien de noche, yo también.
"Sería mejor limpiar el dorado un poco después para que la sangre se quedara en la carne — pensó—. Puedo hacer eso un poco más tarde y amarrar los remos para hacer un remolque al mismo tiempo. Será mejor dejar tranquilo al pez por ahora y no perturbarlo demasiado a la puesta del sol. La puesta del sol es un momento difícil para todos los peces".
Dejó secar su mano en el aire, luego cogió el sedal con ella y se acomodó lo mejor posible y se dejó tirar adelante contra la madera para que el bote aguantara la presión tanto o más que él.
"Estoy aprendiendo a hacerlo —pensó—. Por lo menos esta parte. Y luego, recuerda que el pez no ha comido desde que cogió la carnada, y que es enorme, y necesita mucha comida. Ya me he comido un bonito entero. Mañana me comeré el dorado. Quizá me coma un poco cuando lo limpie. Será más difícil de comer que el bonito. Pero, después de todo, nada es fácil"
—¿Cómo te sientes, pez? —preguntó en voz alta—. Yo me siento bien, y mi mano izquierda va mejor, y tengo comida para una noche y un día. Sigue tirando del bote, pez.
No se sentía realmente bien porque el dolor que le causaba el sedal en la espalda había rebasado casi el dolor y pasado a un entumecimiento que le parecía sospechoso. "Pero he pasado cosas peores —pensó—. Mi mano sólo está un poco rozada y el calambre ha desaparecido de la otra. Mis piernas están perfectamente. Y además, ahora te llevo ventaja en la cuestión del sustento".
Ahora es de noche, pues en septiembre se hace de noche rápidamente después de la puesta del sol. Se echó contra la madera gastada de la proa y reposó todo lo posible. Habían salido las primeras estrellas. No conocía el nombre de Venus, pero la vio, y sabía que pronto estarían todas a la vista, y que tendría consigo a todas sus amigas lejanas.
—El pez es también mi amigo —dijo en voz alta—. Jamás he visto un pez así, ni he oído hablar de él. Pero tengo que matarlo. Me alegra que no tengamos que tratar de matar a las estrellas.
"Imagínate que cada día tuviera uno que tratar de matar a la luna —pensó—. La luna se escapa. Pero, ¡imagínate que tuviera uno que tratar diariamente de matar al sol! Nacimos con suerte".
Luego sintió pena por el gran pez que no tenía nada que comer, y su decisión de matarlo no se aflojó por eso un instante. "Podría alimentar a mucha gente —pensó—. Pero, ¿serán dignos de comerlo? No, desde luego que no. No hay persona digna de comérselo, a juzgar por su comportamiento y su gran dignidad".
"No comprendo estas cosas —pensó—. Pero es bueno que no tengamos que tratar de matar al sol o a la luna o a las estrellas. Basta con vivir del mar y matar a nuestros verdaderos hermanos".
"Ahora —meditó— tengo que pensar en el remolque para demorar la velocidad. Tiene sus peligros y sus méritos. Pudiera perder tanto sedal que pierda al pez si hace su esfuerzo y si el remolque de remos está en su lugar y el bote pierde toda su ligereza. Su ligereza prolonga el sufrimiento de nosotros dos, pero es mi seguridad, puesto que el pez tiene una gran velocidad que no ha empleado todavía. Pase lo que pase, tengo que limpiar el dorado a fin de que no se eche a perder y comer una parte de él para estar fuerte".
"Ahora descansaré una hora más, y veré si continúa firme y sin alteración antes de volver a la popa, y hacer el trabajo, y tomar una decisión. Entre tanto, veré cómo se porta y si presenta algún cambio. Los remos son un buen truco, pero ha llegado el momento de actuar sobre seguro. Todavía es mucho pez, y he visto que el anzuelo estaba en el canto de su boca, y ha mantenido la boca herméticamente cerrada. El castigo del anzuelo no es nada. El castigo del hambre y el que se halle frente a una cosa que no comprende, lo es todo. Descansa ahora, viejo, y déjalo trabajar hasta que llegue tu turno".
Descansó durante lo que creyó serían dos horas. La luna no se levantaba ahora hasta tarde y no tenía modo de calcular el tiempo. Y no descansaba realmente, salvo por comparación. Todavía llevaba con los hombros la presión del sedal, pero puso la mano izquierda en la regala de proa y fue confiando cada vez más resistencia al propio bote.
"Qué simple seria si pudiera amarrar el sedal —pensó—. Pero con una brusca sacudida podría romperlo. Tengo que amortiguar la tensión del sedal con mi cuerpo y estar dispuesto en todo momento a soltar sedal con ambas manos".
—Pero todavía no has dormido, viejo —dijo en voz alta—. Ha pasado medio día y una noche, y ahora otro día, y no has dormido. Tienes que idear algo para poder dormir un poco si el pez sigue tirando tranquila y seguidamente. Si no duermes, pudiera nublársete la cabeza.
"Ahora tengo la cabeza despejada —pensó—. Demasiado despejada. Estoy tan claro como las estrellas, que son mis hermanas. Con todo, debo dormir. Ellas duermen, y la luna y el sol también duermen, y hasta el océano duerme a veces, en ciertos días, cuando no hay corriente y se produce una calma chicha".
"Pero recuerda dormir —pensó—. Oblígate a hacerlo e inventa algún modo simple y seguro de atender a los sedales. Ahora vuelve allá y prepara el dorado. Es demasiado peligroso armar los remos en forma de remolque y dormirse".
"Podría pasarme sin dormir —se dijo—. Pero sería demasiado peligroso".
Empezó a abrirse paso de nuevo hacia la popa, a gatas, con manos y rodillas, cuidando de no sacudir el sedal del pez. "Éste pudiera estar ya medio dormido —pensó—. Pero no quiero que descanse. Debe seguir tirando hasta que muera".
De vuelta en la popa, se volvió de modo que su mano izquierda aguantaba la tensión del sedal a través de sus hombros y sacó el cuchillo de la funda con la mano derecha.
Ahora las estrellas estaban brillantes, y vio claramente el dorado, y le clavó el cuchillo en la cabeza y lo sacó de debajo de la popa. Puso uno de sus pies sobre el pescado, y lo abrió rápidamente desde la cola hasta la punta de su mandíbula inferior. Luego soltó el cuchillo y lo destripó con la mano derecha limpiándolo completamente y arrancándole de cuajo las agallas. Sintió la tripa pesada y resbaladiza en su mano, y la abrió. Dentro había dos peces voladores. Estaban frescos y duros, y los puso uno junto al otro, y arrojó las tripas a las aguas por sobre la popa. Se hundieron dejando una estela de fosforescencia en el agua. El dorado estaba ahora frío y de un leproso blanco-gris a la luz de las estrellas; y el viejo le arrancó el pellejo de un costado mientras sujetaba su cabeza con el pie derecho. Luego lo viró y peló la otra parte, y con el cuchillo levantó la carne de cada costado desde la cabeza a la cola.
Soltó el resto sobre la borda y miró a ver si se producía algún remolino en el agua. Pero sólo se percibía la luz de su lento descenso. Se volvió entonces y puso los dos peces voladores dentro de los filetes de pescado y, volviendo el cuchillo a la funda, regresó lentamente a la proa. Su espalda era doblada por la presión del sedal que corría sobre ella mientras él avanzaba con el pescado en la mano derecha.
De vuelta en la proa, puso los dos filetes de pescado en la madera y los peces voladores junto a ellos. Después de esto, afirmó el sedal a través de sus hombros y en un lugar distinto, y lo sujetó de nuevo con la mano izquierda apoyada en la regala. Luego se inclinó sobre la borda y lavó los peces voladores en el agua notando la velocidad del agua contra su mano. Su mano estaba fosforescente por haber pelado al pescado y observó el flujo del agua contra ella. El flujo era menos fuerte y al frotar el canto de su mano contra la tablazón del bote salieron flotando partículas de fósforo y derivaron lentamente hacia popa.—Se está cansando o descansando —dijo el viejo—. Ahora déjame comer este dorado, y tomar algún descanso, y dormir un poco.
Bajo las estrellas en la noche, que se iba tornando cada vez más fría, se comió la mitad de uno de los filetes de dorado y uno de los peces voladores limpio de tripa y sin cabeza.—Qué excelente pescado es el dorado para comerlo cocinado —dijo—. Y qué pescado más malo es crudo. Jamás volveré a salir en un bote sin sal o limones."Si hubiera tenido cerebro, habría echado agua sobre la proa todo el día. Al secarse, habría hecho sal —pensó—. Pero el hecho es que no enganché el dorado hasta cerca de la puesta del sol. Sin embargo, fue una falta de previsión. Pero lo he masticado bien y no siento náuseas".
OCTAVA ENTREGA
La luna se había levantado hacía mucho tiempo, pero él seguía durmiendo, y el pez seguía tirando seguidamente del bote, y éste entraba en un túnel de nubes.
Lo despertó la sacudida de su puño derecho contra su cara y el escozor del sedal pasando por su mano derecha. No tenía sensación en su mano izquierda, pero frenó todo lo que pudo con la derecha y el sedal seguía corriendo precipitadamente. Por fin su mano izquierda halló el sedal, y el viejo se echó hacia atrás contra el sedal, y ahora le quemaba la espalda y la mano izquierda, y su mano izquierda estaba aguantando toda la tracción, y se estaba desollando malamente. Volvió la vista a los rollos de sedal y vio que se estaban desenrollando suavemente. Justo entonces el pez irrumpió en la superficie haciendo un gran desgarrón en el océano, y cayó pesadamente luego. A poco, volvió a irrumpir, brincando una y otra vez, y el bote iba velozmente aunque el sedal seguía corriendo, y el viejo estaba llevando la tensión hasta su máximo de resistencia, repetidamente, una y otra vez. El pez había tirado de él contra la proa, y su cara estaba contra la tajada suelta del dorado y no podía moverse.
"Esto es lo que esperábamos —pensó—. Así pues, vamos a aguantarlo".
"Que tenga que pagar por el sedal —pensó—. Que tenga que pagarlo bien".
No podía ver los brincos del pez sobre el agua: sólo sentía la rotura del océano y el pesado golpe contra el agua al caer.
La velocidad del sedal desollaba sus manos, pero nunca había ignorado que esto sucedería, y trató de mantener el roce sobre sus partes callosas y de no dejar escapar el sedal a la palma, para evitar que le desollara los dedos.
"Si el muchacho estuviera aquí, mojaría los rollos de sedal —pensó—. Sí. Si el muchacho estuviera aquí. Si el muchacho estuviera aquí".
El sedal se iba más y más, pero ahora más lentamente, y el viejo estaba obligando al pez a ganar con trabajo cada pulgada de sedal. Ahora levantó la cabeza de la madera y la sacó de la tajada de pescado que su mejilla había aplastado. Luego se puso de rodillas y seguidamente se puso de pie con lentitud. Estaba cediendo sedal, pero más lentamente cada vez. Logró volver adonde podía sentir con el pie los rollos de sedal que no veía. Quedaba todavía suficiente sedal y ahora el pez tenía que vencer la fricción de todo aquel nuevo sedal a través del agua.
"Sí —pensó—. Y ahora ha salido más de una docena de veces fuera del agua y ha llenado de aire las bolsas a lo largo del lomo y no puede descender a morir a las profundidades de donde yo no pueda levantarlo. Pronto empezará a dar vueltas. Entonces tendré que empezar a trabajarlo. Me pregunto qué le habrá hecho brincar tan de repente fuera del agua. ¿Habrá sido el hambre, llevándolo a la desesperación, o habrá sido algo que lo asustó en la noche? Quizás haya tenido miedo de repente. Pero era un pez tranquilo, tan fuerte, y pareció tan valeroso y confiado… Es extraño".
—Mejor será que tú mismo no tengas miedo y que tengas confianza, viejo —dijo—. Lo estás sujetando de nuevo, pero no puedes recoger sedal. Pronto tendrá que empezar a girar en derredor.
El viejo sujetaba ahora al pez con su mano izquierda y con sus hombros, y se inclinó y cogió agua en el hueco de la mano derecha para quitarse de la cara la carne aplastada del dorado. Temía que le diera náuseas, y vomitara, y perdiera sus fuerzas. Cuando hubo limpiado la cara, lavó la mano derecha en el agua por sobre la borda, y luego la dejó en el agua salada mientras percibía la aparición de la primera luz que precede a la salida del sol.
"Va casi derecho al este —pensó—. Eso quiere decir que está cansado y que sigue la corriente. Pronto tendrá que girar. Entonces empezará nuestro verdadero trabajo".
Después de considerar que su mano derecha llevaba suficiente tiempo en el agua, la sacó y la miró.
—No está mal dijo—. Para un hombre, el dolor no importa.Sujetó el sedal con cuidado, de tal forma que no se ajustara a ninguna de las recientes rozaduras, y lo corrió de modo que pudiera poner su mano izquierda en el mar por sobre el otro costado del bote.
—Lo has hecho bastante bien y no en balde —dijo a su mano izquierda—. Pero hubo un momento en que no podía encontrarte.
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |