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La máquina del tiempo de H. G. Wells (página 5)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6

-(Capone) Antes de irnos tengo un trabajo que hacer aquí. (Dirigiéndose al  dueño del local en voz alta) Si no quiere dar un paseo en coche conmigo y  terminar con una bala alojada en su estómago, mañana nos deberá pagar los  10.000 dólares por la protección que le ofrecemos. Y ahora usted y yo,  bigotudo impertinente (hablando a Groucho), nos vamos a ir a mi casa a tomar  unos whiskys. Puede venir con nosotros su amigo, el mudo.    

Saliendo con la misma rapidez que entraron, los matones se subieron a un enorme coche dotado de cristales tintados y troneras para disparar desde  dentro, y se dirigieron velozmente a un lugar desconocido de las afueras de la  ciudad.    -Debería haberles vendado los ojos para que no supieran dónde se encuentra    mi guarida – dijo Capone – pero como de todas maneras pienso matarles no hay    problema de que me delaten. Ahora deberían sentirse afortunados de estar    todavía con vida y de gozar de mi hospitalidad, puesto que no estoy    acostumbrado a tener tanta paciencia.    

-(El chófer) Señor Capone…  

 -(Gritando) ¡Capone no, me llamo Al Capone!. Si lo vuelves a olvidar te  vuelo ese cerebro estúpido que tienes en la cabeza.    -Perdón, señor Al Capone, no lo olvidaré. Le quería decir que yo conozco a  ese enano del bigote. Le he visto trabajar en el cine junto a sus hermanos.    Es un cómico muy bueno y creo que podríamos pedir un buen rescate por él.

 -¡Ahora me explico sus chistes!. ¿Así que es usted un cómico que trabaja en el cine?  ¿Y el muerto que lleva al lado, quién es?  

 La respuesta nunca llegó puesto que una sirena de la policía sonó potente  detrás de ellos, mientras que nuevos coches aparecían por todos los lados.  Pronto los disparos comenzaron a sonar y una asombrosa carrera por las calles  de los suburbios de Nueva York tuvo lugar. Pero el Cadillac de Al Capone no  era exactamente un vehículo cualquiera, y su carrocería blindada resistía  perfectamente los impactos de bala mientras que el potente motor de ocho  cilindros era capaz de dejar atrás a los poco eficaces coches de la policía.  

La persecución se empezó a complicar cuando nuevos vehículos policiales se  unieron al primero y pronto los impactos de bala comenzaron a resonar con  fuerza, al principio sin llegar a penetrar y poco a poco logrando entrar por  las zonas más débiles. Y uno de estos disparos alcanzó al conductor, quien  incapaz de controlar certeramente el coche no pudo evitar que chocara  fuertemente contra el escaparate de una tienda. Afortunadamente, el robusto y  bien diseñado habitáculo del coche impidió que sus ocupantes sufrieran daño  alguno y aunque algo resentidos por el impacto todos salieron ilesos a la calle, justo cuando al menos una docena de policías les apuntaban con sus  armas.  

 -¡Señor Capone! – anunció uno de los policías – ya va siendo hora que vuelva  a dormir a Alcatraz. Allí le esperan su bien mullida cama, su periódico    habitual y una espléndida reja para que no nos olvide en muchos años.    

-¡Me llamo Al Capone!, ¡Alfonso Capone!, y si vuelve a olvidarlo su esposa    será viuda muy pronto. – le replicó airado –  

 -Debería ser más amable delante de un policía bien armado. No está en    condiciones de exigir nada. Usted y sus amigos van a venir conmigo a una    sólida celda para que mediten largo tiempo sobre su futuro.       

Cuando más de una docena de policías les rodearon, Wells y Marx decidieron que  ya era el momento adecuado para hacerles saber su condición de secuestrados,  pero unos cuantos empujones violentos, más algún golpe nada fortuito con las  porras, les demostraron que no era el momento más oportuno para las  presentaciones. A los pocos minutos un coche celular, debidamente acorazado,  servía de vehículo para todos, rumbo ahora directamente a la comisaría del  distrito.  En el trayecto Wells examinó cuidadosamente su cabeza, ahora adornada con un modesto chichón, y buscó entre sus bolsillos alguna credencial que le  permitiera explicar a la policía su condición de turista inglés. Pero algo  debió pasar durante el accidente, puesto que nada encontró y un escalofrío le  recorrió su cuerpo cuando se imaginó tratando de dar una explicación verosímil  en la comisaría sobre su estancia en el coche de Al Capone. Su tobillo  izquierdo también le dolía y durante unos minutos permaneció sumido en una  profunda meditación, hasta que un quejido de Groucho le hizo ver que su amigo  también estaba herido.       

-Mi cuerpo está ahora peor que un globo desinflado – dijo cuando notó que  Wells le miraba -, exceptuando la nariz lo cambiaría todo por el de una hermosa mujer, así por lo menos me metería mano.    -¿Tiene un aprecio especial por su nariz?   

 -En absoluto, pero al menos en ella esos policías no me pueden poner un par  de esposas.    

-Veo que a pesar de que estamos metidos en un buen lío sigue conservando sus  ganas de bromear.    -Mi propuesta es que salgamos fuera y pidamos un taxi. Si no lo conseguimos  podemos probar a enfadarnos, aunque también podríamos enfadarnos ahora y  pedir el taxi después. Si los policías consideran que es demasiado pronto  para el turno de los enfados, podemos esperar un minuto más.  El enérgico frenazo del furgón policial les indicó que ya habían llegado a su destino, la comisaría más tenebrosa de toda la ciudad. Allí, fuertemente escoltados por la policía, entraron todos los detenidos directamente hasta las  dependencias en donde habitualmente se interrogaban a los delincuentes Groucho y Wells fueron separados del grupo de los gángsteres y llevados a otra  sala, más tenebrosa aún, pero en la cual al menos había sillas, una mesa y un  gigantesco espejo a través del cual serían observados por otros detectives.  Groucho le hizo una indicación a Wells advirtiéndole que le dejara hablar a él.    -Bien – comenzó a interrogarles el primer detective – ahora me van a    explicar cómo ha conseguido Capone escaparse de Alcatraz y llegar hasta    Nueva York sin ser detenido.  

 -(Groucho, tomando las riendas) ¡Oh, no se preocupe!, nosotros cantaremos  todo lo que quiera puesto que somos la orquesta de la fiesta. En realidad  deberíamos haber llegado mañana, pero mi amigo Wells decidió que era mejor  llegar un día antes por si aún quedaba un poco de postre en la mesa.  

 -¿A qué fiesta se refieren?     

-Se trataba de una cena con bufete en la cual debería cantar la soprano  Schmalhausen. Nuestra misión era llegar cuanto antes para obligarla a cantar  dos óperas seguidas y conseguir que la gente se marchase pronto. Yo ya había  amenazado a los comensales sobre esta probabilidad y les advertí que si no se iban ella cantaría.  

 -¿Y para qué necesitaba entonces Capone una orquesta?   

 -Es que nosotros cobramos por no trabajar. Siempre llegamos un día después,  cuando las fiestas se han terminado y así la gente no sigue bebiéndose el  champán.    

-Ya veo – continuó el policía disfrutando del diálogo – ¿Y cuánto cobran por  no trabajar?     

-Cien dólares la hora.    

-Es un poco caro y creo que a Capone le saldrá más barato que les hagan  trabajar.  

 -Bueno, para ensayar tenemos un precio especial. Apenas doscientos dólares  la hora.  

 -¿Pero si no trabajan, qué es lo que tienen que ensayar?   

 -Pues las cosas que hay que ensayar. Mi hermano Harpo, por ejemplo, ensaya cómo poner a las mujeres horizontalmente en dos segundos. Si me presta a su  esposa un momento se lo explicaré con detalle.    -Creo que será mejor que prescinda de pagarles por ensayar. ¿Cuánto cobran  por no ensayar?   

 -Usted no podría afrontar el pago. Debe saber que si nosotros no ensayamos  no trabajamos y si no trabajamos nuestra cotización aumenta, aunque podemos  llegar a un acuerdo.  

 -(Conteniendo la risa) Bien, me gustaría ver cómo logramos ponernos de acuerdo.    

-Verá: ayer nosotros no vinimos. ¿Recuerda que ayer nosotros no vinimos?   

 -Oh, sí lo recuerdo.    -Pues entonces me debe ya trescientos dólares.    

-Entiendo. Ayer ustedes no vinieron y yo le debo trescientos dólares. Me parece razonable, pero lo encuentro barato.  

 -Sabía que usted perdería con este negocio. Por cierto ¿no podríamos ir a pasear un poco fuera, por la terraza?     

-Ya, a ustedes les apetecería ahora pasear por otro sitio, ¿no es así?     -No señor, esto nos daría alguna ventaja y nos podríamos aprovechar de  usted.    

-(Dando por terminada la jocosa charla) ¿Sabe usted, amigo bigotudo, que está acusado de pertenecer a la banda de Al Capone y que le van a caer al  menos cinco años de cárcel?  Pero debe alegrarse por ello, porque en  Alcatraz seguro que encuentra oportunidades para seguir haciendo malos  chistes.  

 -Es la propuesta más nauseabunda que me han hecho en mi vida. Aunque  pensándolo bien, la peor fue cuando el juez de paz me preguntó si quería  casarme con mi mujer.    -¿Y usted – dijo dirigiéndose a Wells – también quiere contarme algunos chistes antes de que les ingrese en prisión?     

-Lo que desearía es que llamaran a mi embajada para aclarar nuestra  situación. Soy un ciudadano inglés que se encontraba comiendo tranquilamente en aquel restaurante italiano hasta que llegaron esos mafiosos disparando  con sus ametralladoras.    -¿Disponen ustedes de alguna identificación?     

-(Compungido) La mía la he perdido durante la refriega. Aún así, debo  mencionarles que soy un popular escritor llamado H. G. Wells y que este bigotudo amigo, como usted despreciativamente le llama, es el actor Groucho Marx, uno de los mejores cómicos del mundo.  

 -(Sarcástico) Entiendo, y por eso ustedes decidieron dar un paseo en el  coche de Al Capone, quizá para conocer los suburbios o para encontrar un  nuevo argumento para sus películas. ¿Estoy en lo cierto?     -(Groucho, sin poderlo evitar) Tan cierto como que un día me matriculé en la Universidad de Basar.  

 -Veo que es también aficionado a las grandes mentiras, puesto que esa es una universidad de chicas.  

 -Lo descubrí al tercer año, y eso porque se me ocurrió ir un día al  solarium.  

 -Bueno, como no tienen intención de aclararme su relación con Capone, se  quedarán aquí hasta que les pueda trasladar a la prisión de Alcatraz.    Mientras tanto, trataré de averiguar sus verdaderas identidades.    (Marchándose con una sonrisa) Así que Groucho Marx…       

Cuando la puerta del calabozo se cerró con fuerza, Wells y Groucho empezaron a  darse cuenta que su situación era más delicada de lo que aparentaba. Ambos  sabían que no existía manera racional de poder demostrar que no eran miembros  de la banda de gángsters, puesto que a la ausencia de documentos personales de  Wells se sumaba la incongruencia verbal de Groucho quien, además, tampoco  tenía más documentos que un carné del sindicato de actores de cine, demasiado  poco para un policía tan incrédulo.  Pronto la noche llegó y con ella las esperanzas de que alguien pudiera  ponerles en libertad. Todos los razonamientos les llevaban a la misma  conclusión: al ser dos viajeros en el tiempo nadie sabía de su existencia en  ese calabozo, ni nadie les podría echar de menos, especialmente ahora, en el  pasado. Es más, si Groucho insistiera en demostrar su verdadera identidad  pronto aparecería su verdadero yo, el Groucho Marx de 1929, mientras que él  pertenecía a 1938. Si entender esta extraña circunstancia era difícil para  Groucho, con un doble nueve años más joven a quien se le acababa de morir su  madre, más complicado sería hacérselo entender al policía encargado del caso.

 La única solución viable era que Al Capone les librara de esta situación  explicando cómo llegaron a parar a su coche, pero ahora estaban ambos  encerrados en calabozos distintos y no le podían manifestar su deseo.        

CAPÍTULO DOCE:   

 La Prisión de Alcatraz  

A la mañana siguiente, la voz ruda de un policía pidiéndoles que se levantaran  les despertó. Su próximo destino era la prisión de Alcatraz

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