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La vida en la Revolución Francesa

Enviado por Martin Villagra


Partes: 1, 2

    1. Objetivo
    2. El antiguo régimen
    3. Causas de la Revolución
    4. La Revolución
    5. El régimen del terror
    6. El arte en la Francia revolucionaria
    7. Conclusión
    8. Bibliografía

    OBJETIVO

    El trabajo realizado tiene como finalidad conocer la vida antes, durante y después de la revolución francesa. La situación política, económica y social; los aspectos culturales, la religión, los ideales y el arte de la sociedad del siglo XVIII, en especial la sociedad europea, mostrando a Francia como ejemplo y creadora de el gran cambio en el mundo, que trajo consigo una transformación en la historia y en la vida de la humanidad.

    EL ANTIGUO RÉGIMEN

    La organización política de Francia, hacia 1789 era monárquica, el absolutismo monárquico. El rey consideraba que su poder derivaba de Dios, a quien únicamente debía cuenta de sus actos. Sus súbditos no tenían ningún derecho, pero sí el deber de obedecer.

    El rey declaraba la guerra y hacía la paz; comandaba los ejércitos, determinaba los gastos y fijaba los impuestos, nombraba y destituía los funcionarios y dirigía la administración entera. Las provincias eran administradas por los intendentes con poder omnímodo y arbitrario.

    El rey hacía las leyes y dirigía la justicia a su propia voluntad, si bien debía tener en cuenta "las costumbres fundamentales del reino", las cuales eran contradictorias y vagas, y hubiera sido difícil definirlas claramente. La libertad individual podía perderse por propia decisión del rey. Existía la censura previa y no existía la libertad de conciencia.

    En la sociedad francesa se distinguían tres estados o clases: el clero, la nobleza y el tercer estado.

    El clero era la primera de las clases sociales privilegiadas, conservaba un gran prestigio e influencia. Disfrutaba de vergonzosas riquezas, pues además de los diezmos que recibía de los fieles (obligatorio), poseía extensas propiedades, que abarcaban la cuarta parte de la superficie de Francia y para colmo no pagaba impuestos.

    Se distinguían el alto y el bajo clero. El alto clero "vivía de arriba", reclutado en la nobleza, cobraba rentas y administraba propiedades, solía llevar una vida fastuosa y era partidario del antiguo régimen, el que le permitía vivir en el lujo y las riquezas. El bajo clero poseía escasos recursos y llevaba una vida humilde, como la del pueblo del que provenía y junto al cual vivía y ayudaba.

    La nobleza era la segunda clase privilegiada que poseían tierras de parecida importancia y extensión a la del clero. Percibían de los campesinos que vivían en sus tierras, los antiguos derechos feudales, y solo pagaban impuestos en casos especiales. Monopolizaban los cargos del ejercito, la marina y la administración. Se distinguían dos núcleos: la alta nobleza que vivía en Versalles, junto al rey, y llevaba una vida dispendiosa y frívola, tenían a su alrededor las tentaciones del lujo y el poder, y se abrazaban a este. La baja nobleza vivía en sus posesiones en contacto con el pueblo, cuyas necesidades entendía.

    En el tercer estado, o estado llano, se distinguían categorías, algunas de las cuales habían logrado mínimos privilegios. La burguesía era gente rica e ilustrados: magistrados, negociantes, profesionales, intelectuales, etc. Reclamaban el acceso a los puestos y equidad en las distinciones. Pedían el arreglo de las finanzas y el cese de despilfarro de las cortes y la supresión de los privilegios fiscales del clero y la nobleza. Los obreros y los campesinos constituían la inmensa mayoría de la población eran siervos, propietarios o jornaleros. Soportaban pesadas cargas que les privaban de las cuatro quintas partes del fruto de su trabajo. Debían pagar los impuestos al Estado, el diezmo a la iglesia y los derechos feudales al señor. Era una vida miserable sumida en la pobreza.

    Francia se encontraba, desde 1774, gobernada por Luis XVI, hijo del tristemente célebre Luis XV. Este último monarca había sumido al país en la más atroz de las miserias, pues si bien Francia no era un Estado pobre, la injusta distribución de la riqueza y los privilegios vergonzosos que gozaba la alta clase sí la convertían en el campo propicio para el estallido de una revolución de límites y consecuencias impredecibles, además de la enorme cantidad de dinero que la Corte perdía apoyando a las colonias norteamericanas en su campaña para la independencia.

    La Corte del Rey vivía en la más bochornosa opulencia, sin importarle gastar en infinidad de lujos y placeres; en el hermoso palacio de Versalles, la corte vivía olvidada del resto del país. No hacían caso a las nuevas ideas que surgían en otros países, ni en el suyo: los derechos naturales, la igualdad, el poder popular, todo eso les parecían fantasías novedosas, palabras, nada más. Y como contracara, el grueso del pueblo, en especial el campesinado y los obreros, se hundían en la miseria extrema y en el hambre. Triste espectáculo para uno de los países naturalmente más ricos de Europa. Pero como lo ocurre a todo show morboso, el oprobio tenía que terminarse y Francia debía volver a edificarse sobre cimientos de justicia y de bienestar común.

    Luis XVI con apenas veinte años se hizo cargo de un país devastado moral y económicamente. Hombre dubitativo y temeroso de hacer cambios profundos y carente de condiciones como gobernante, decidió alejarse del control real del gobierno para dejarlo en manos de nobles y de burgueses enriquecidos. Así, apenas ascendido al trono francés nombró como su Ministro de Hacienda al destacado economista Roberto Turgot, quien proviniendo de las filas burguesas bien se daba cuenta de que en Francia era necesario un verdadero cambio económico, pues de lo contrario el país zozobraría. Para esto decidió corregir el injusto sistema impositivo estatal, aplicando impuestos que elevaban notoriamente las alícuotas para los nobles y grandes propietarios, la subvención territorial; además de solicitarle al Rey que redujera radicalmente los exorbitantes gastos de la Corte. Pero claro, ante medidas tan extremistas la reacción no se hizo esperar, los nobles privilegiados del Reino se opusieron con tenacidad a tales medidas, y aquellos súbditos que como parásitos vivían alrededor del Rey vieron que la economía que les pedía el ministro era descabellada; pues quien se acostumbra a vivir lujosamente y sin trabajar, luchará hasta el cansancio para no perder sus privilegios de zángano.

    La presión de la nobleza y de la Corte, que a su frente tenía a la esposa del Rey, Maria Antonieta; hizo que el Ministro Turgot fuese depuesto y que las reformas propuestas cayeran en el olvido.

    Sin Turgot como timonel, ya que el Rey más bien parecía pintado, el país cada día se acercaba un poco mas al precipicio; pero claro los ruidos de los bailes en los palacios impedían oír los gritos de protesta que partían de todos los rincones de Francia. Así Luis XVI llamo a otro célebre economista del momento para que asumiera la posta dejada por Turgot: Jacobo Necker; quien al igual que su antecesor propuso para sanear la economía del Reino una política de verdadera austeridad. Pero claro, tal palabra era un insulto para los ricos y parasitarios nobles, por lo cual cayo en saco roto y fracaso.

    Una de las propuestas más atractivas de Necker consistía en la aplicación de un impuesto proporcional a la riqueza cobrable a todos los habitantes del Reino, lo cual haría que quienes más poseyeran, mas deberían tributar; y como segunda medida quería que el Estado se rigiera en base a un presupuesto de gastos y recursos, de tal manera que ya nunca se volvieran a utilizar discrecionalmente los dineros públicos. Pero como siempre pasa, los que disfrutan de los privilegios descartan todo aquello que ponga en peligro tales prerrogativas; y las medidas de Necker encontraron en los nobles acaudillados por la derrochona y nefasta Reina Maria Antonieta, a sus más feroces opositores. Luis en cambio más proclive a escuchar los consejos de su mujer y de sus parientes nobles, desecho los planes del Ministro y dejo las cosas tal cual estaban.

    CAUSAS DE LA REVOLUCIÓN.

    La Revolución Francesa abarca un período de diez años (1789 a 1799), durante los cuales se establecieron en Europa nuevas formas de organización política, social y económica, surgieron nuevos usos y costumbres y triunfaron nuevos modos del pensamiento y nuevas tendencias espirituales.

    Las causas sustanciales de la Revolución no fue una sino varias: las arbitrariedades y abusos del antiguo régimen, ya mencionadas, y las acciones de los filósofos y enciclopedistas, y acontecimientos internacionales como la independencia estadounidense.

    El siglo XVIII se caracteriza por la aparición de una nueva manera de entender al hombre, a la naturaleza y a Dios. Si el Humanismo y el Renacimiento, trescientos años atrás habían ocasionado el quiebre y fin de la medievalidad, destruyendo fundamentalmente las bases culturales de aquel tiempo, ahora, en el siglo XVIII, una nueva fase de ese movimiento cultural estaba estructurándose.

    Ya en el siglo XVII, y de la mano de filósofos como Renato Descartes, los pensadores siguieron los pasos del ideal humano-renacentista en lo referido a la exaltación del hombre y de la razón humana. La idea de que el hombre era el centro de la cultura y que su razón era el único instrumento valido para conocer alcanzó niveles casi absolutos.

    Las "nuevas ideas", que hacían de la razón el principio, el medio y el fin del conocimiento y de la cultura humana, empezó a gestarse en Francia, cuando el filosofo Renato Descartes popularizó su celebre frase "pienso, luego existo". El pensar y deducir todo era la base fundamental de este movimiento llamado Iluminismo, en tanto lo que pretendía era iluminar con la luz de la razón todo lo existente; y aquello que se negara a develarse a tal luz directamente seria negado. Así, todo el misterio de la fe cristiana se convertiría en el principal punto de ataque de los hombres de la modernidad racionalista. Pero no solo en Francia empezó a incumbir este tipo de hombres tremendamente críticos de la cultura tradicional; también en Alemania y en Holanda surgen filósofos que radicalizaran mas aun las ideas de Descartes: Leibnitz, Spinoza e Imanuel Kant pondrán a la razón en una posición de dominancia que antes jamás habían tenido; y tal cual lo afirmaba Descartes:

    "¿Qué soy, pues? Una cosa que piensa. ¿Qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, entiende, concibe, afirma, niega, quiere, no quiere y, también, imagina y siente."

    La definición habla por si misma, ya que en ella queda claro lo que el hombre es para este grupo de ilustrados varones: una cosa que piensa, afirma el francés. NO solo se estaba cambiando la manera misma de pensar y entender las cosas; se estaba cambiando la manera misma de entender al hombre. Pero Spinoza nos dirá algo más lapidario y que nos mostrara el grado de importancia que estaba alcanzando la razón:

    "Lo que constituye la forma del pensamiento verdadero ha sido buscarse en el mismo pensamiento, deduciéndolo de la naturaleza del entendimiento."

    Por si quedaban dudas del origen de todo lo que sabemos y creemos, es el mismo hombre, a través de su razón, quien lo crea todo. Destinando a Dios a la única función de creador del principio, poque ese principio era imposible de razonar. Así, a Dios le cabía solamente una función creadora, y que por cierto ya hacia mucho tiempo que la había realizado; pero luego de crear nada de Él importaba, pues ya Dios no participaba del drama de la vida humana sobre la Tierra. Un Dios lejano y ausente del mundo fue la propuesta que los filósofos racionalistas le hacían a los hombres de la modernidad. Un Dios que solo creo y que luego se marcho dejando a los hombres solos, de tal modo que pudieran hacer pleno uso de la razón, sin interferencia de la divinidad. Lo cual desde mi punto de vista me parece una falacia, ya que Dios nunca nos abandona, nos inspira, nos da fuerza y esperanzas.

    Pero los filósofos seguían elaborando teorías que buscaban ilustrar la vida de los hombres. Esta función ilustradora es el punto de donde este movimiento cultural toma el otro nombre con que se le conoce: la Ilustración.

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