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La ¿de?-función del crítico después del fin del arte. (página 2)


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Es decir que en materia de gustos ninguna prueba objetiva (la llave de Hume) puede afectar a nuestras sensaciones ni calificar a los jueces en buenos o malos, ni por ende, convencer a nadie de la falsedad de su impresión, algo que simplemente carece de sentido.[3]

II. Greenberg por Danto: la opción al formalismo.

El arte después del fin del arte es una época signada por un profundo pluralismo en materia de producción y recepción artística. Una de sus características definitorias ha parecido ser una tendencia a encriptar significados, que han demandado receptores calificados capaces de desentrañar las cifras semánticas ocultas en las obras. En la aparición eventual de indistinciones entre objetos artísticos y meras cosas (cuyo paralelo es la precariedad epistemológica del ojo como órgano de conocimiento), algunos han leído una revalorización sin igual en la historia del arte del rol del crítico como hermeneuta privilegiado.

Danto sitúa al modernismo como el período que va aproximadamente de 1880 a 1960, cuando se produce el turning point del arte contemporáneo con Warhol y su Caja de Brillo. La pintura, entonces se volvió su propio objeto, dejó de ser una ventana traslúcida entre la representación y el mundo, para pasar a resaltar la materialidad propia de su medio. Se volvió plana y bidimensional, en contraste con la plasticidad vasariana que hacía primar el verismo visual y la conquista progresiva de las apariencias.   

La definición de Danto de obra de arte como significado encarnado implica que el crítico entra al ámbito de sentido propuesto por la intención significante del autor, cuando identifica contenidos y evalúa sus modos de encarnación en el objeto.

En este sentido, el antiesteticismo de Danto contrasta con la perspectiva formalista de Kant, Greenberg, y modélicamente: Monroe Beardsley, defensor contemporáneo de la teoría estética. El formalismo defiende para la apreciación la validez del blindfold test, o inspección a ciegas o con los ojos vendados, de la obra o el objeto estético. Sin embargo, el presunto arte post-aurático habría desmontado toda confianza en el ojo de una parte y lo visual de la otra, para discriminar no sólo el arte bueno del malo, sino lo artístico en sentido estricto.

María Alcaraz León (2006) muestra cómo el experimento de los indiscernibles (la diferencia en el estatus ontológico entre obras de arte y meras cosas es compatible con la indistinción visual) es operativo en la teoría de Danto a los fines de desarticular aquellas concepciones de lo artístico que descansan en su caracterización perceptiva; por caso las propuestas neo-wittgensteinianas (y su noción de aire de familia), como así también la teoría estética.

Es emblemático el punto de vista de Greenberg, el gran crítico y teórico del período moderno que apela a la Crítica de la facultad de juzgar como la base filosófica más satisfactoria para la crítica de arte. En la interpretación que de él hace Danto, deduce dos normas de su lectura de Kant: i) que el juicio sobre la belleza no puede ser deducido de regla alguna que tenga un concepto como base de su determinación, y ii) que existe algo así como el ojo entrenado.

Por otro lado, en afinidad con La norma del gusto de Hume, confía en que esta práctica puede establecer criterios para valorar la pintura "buena". De esta manera, estaría haciendo suyos tanto el subjetivismo kantiano respecto del gusto (su autonomía), como el objetivismo que Hume ilustra con el caso de la llave.

Desde el punto de vista formalista, la obra (su forma significante, su pura opticidad) debe poder expresarse por sí misma; lo que implica una suerte de esteticismo -un objeto es artístico cuando produce cierta experiencia estética-, y un corolario suyo, la creencia en la falacia intencional: comprender y apreciar una obra de arte no es equivalente a conocer los propósitos de su autor.

Infravalorar los elementos externos al objeto artístico -por caso, las intenciones autorales- implica la ocasional exigencia de hacer un esfuerzo mental de abstracción y desmemoria respecto de lo que se sabe, para no interferir así en la experiencia estética. Cuestión ésta, a la que Danto en "The Artworld" (1964) había dado pleno derecho, y repetido luego en La Transfiguración del lugar común (1981):

"Ver algo como arte exige nada menos que esto, todo un entorno de teoría artística, un conocimiento de la historia del arte. El arte pertenece a ese tipo de cosas cuya existencia depende de teorías, sin teorías del arte, la pintura negra [por ejemplo] es sólo pintura negra y nada más."[4]

Entender el análisis que hace Danto de los sesenta, como la del final de un paradigma crítico (el formalista) en función de un arte que ha cifrado sus significados, y no se deja capturar sensiblemente, conlleva ver el objeto artístico como demandando siempre una instancia de interpretación, un ¿de qué trata?

Este tipo de cognitivismo intencionalista busca dar cuenta de que una obra de arte no es tal por facilitar una experiencia estética, sino por trasmitir un contenido. La teoría estética y crítica formalista, por el contrario, entiende que la obra tiene una estructura de significado intransitiva: inmanente a sí misma. Por ello, la experiencia artística -estética por antonomasia- se da en una relación insular entre el sujeto y el objeto.

En el contenidismo de Danto, no hay una forma neutral de ver la obra, ya que verla neutralmente es estar ciego a su estructura de significado. Para Danto, Geenberg que creía que el arte, solo y sin ayuda, se presentaba a sí mismo ante el ojo como arte, no pudo seguir ejerciendo bajo este programa cuando la distinción entre obras de arte y meros objetos reales dejó de estar articulada en términos visuales, "y cuando fue imperativo sustituir una estética materialista a favor de una estética del significado"[5]

La alegada pericia y experiencia del ojo del crítico parecía perder en aquel mundo del arte sus prerrogativas epistémicas y axiológicas; a su vez, la amnesia artística, condición de la estricta inmanencia de la fruición de la obra, conciliaba aún más trabajosamente con el presupuesto de la mirada incontaminada de conceptos[6].

El nuevo crítico de la época del pluralismo debe estar ilustrado a nivel teórico para poder percibir lo que se oculta a la mirada insipiente. Es como si el centro de interés se hubiera desplazado, del modernismo al período posthistórico, de ver lo bueno en arte, a sólo poder ver el arte.

La idea de una percepción aconceptual está caricaturizada en el modo en que Greenberg se enfrentaba a una pintura: con los ojos cerrados hasta no estar frente a ella y tener de improviso su visión (blindfold test). Por el contrario, el receptor ideal en Danto, sólo verá la obra si va hasta allí provisto con conocimiento de la historia del arte, y algo de teoría artística, para poder contrastar con el significado inferido de la obra. 

Un mundo pluralista requiere una crítica pluralista del arte, una que no dependa de un relato histórico excluyente, y que tome cada obra en sus propios términos, en términos de sus causas, sus significados, sus referencias, y de cómo todo esto está materialmente encarnado y se debe entender.[7]

El concepto de mundo del arte en la teoría de Danto es central para comprender el rol del crítico, y está asociado a la idea de que la percepción artística es de un modo u otra histórica; por ello percibir un objeto como arte requiere algo que el ojo no puede modificar: una atmósfera de teoría artística, un conocimiento de la historia del arte, un mundo del arte.

El arte modernista es un arte definido por el gusto, y creado especialmente para personas con gusto, específicamente para los críticos (…) El fin del modernismo significó el fin de la tiranía del gusto (…) La estética lo lleva a usted no muy lejos de Duchamp, así como la clase de crítica que requiere Duchamp no obedece a la tabla de mandamientos de Hume.[8]

Es en este sentido que Danto no adheriría a la idea de un juez que valora desde un lugar prescriptivo en virtud de reglas o privilegios perceptivos que lo diferencian de otro tipo de público, como sí parece ocurrir en Hume y Greenberg. Sin embargo la posición de Danto respecto de la competencia epistémica (un sujeto capaz de identificar valores artísticos) y axiológica del crítico (un sujeto capaz de crear valores artísticos como consecuencia de su identificación), no es unánime.

Jéssica Jaques Pi, (2004), por ejemplo, lo alinea entre los defensores de una concepción verticalista del crítico, es decir aquélla en la que "hay un espectador privilegiado entre todos, el crítico de arte (en este punto Danto se inscribe netamente en la tradición inaugurada por Hume en Of the Standard of Taste)"[9]

Gerard Vilar (2005), por su parte, afirma que Danto se mueve entre tres nociones de crítica; dos tienen su nacimiento en la modernidad, la última es de origen más reciente. La crítica ilustrada, como llamará a la primera, entiende que su tarea es mediar entre las obras y un público no experto. Puesto que el arte se ha hecho paulatinamente menos evidente en sus intenciones y significaciones, el rol del intérprete ha ganado posiciones. En este sentido, el crítico facilita la experiencia de la obra, ayuda a descifrar sus componentes en clave. De algún modo, responde a lo que el sentido común entiende que hace esta práctica: explicar y evaluar objetos artísticos; una actividad adjetiva que ayuda a la gente a comprender las obras de arte, revelando significados muchas veces ocultos. "Como crítico ilustrado, Danto tiende a creer que hay un significado y una interpretación verdadera de la obra que el crítico debe descubrir".[10] 

La segunda tradición a la que Vilar se refiere es casi contraintuitiva, y de raíz fundamentalmente romántica; "sostiene la extraña y sorprendente teoría de que las obras de arte serían incompletas sin que las crítica las redimiera, trajera a concepto su contenido de verdad, o bien, en algún sentido, salvara o liberara su significado".[11] 

Se trata para Vilar de la concepción de la tradición romántica a la que Hegel se aproxima, que entiende que la crítica completa la obra, o las constituye como tales. A diferencia de la actividad adjetiva que ejercía el crítico ilustrado, ésta es un tipo de crítica sustantiva, cuyo mejor ejemplo, lo constituye para el autor, la tarea que Danto realiza con la Caja de Brillo en "The Artworld".

Ambas tradiciones, si bien comparten la necesidad de desplegar la reflexión crítica, entienden su objeto de diferente manera: la crítica ilustrada o adjetiva deja al objeto inmodificado, mientras que la romántica lo determina ontológicamente, y si varía de una posición a otra, cambia con ello el objeto de su interpretación.

Danto oscilaría en sus escritos sobre crítica de arte entre estas dos posiciones y una tercera que tiende a dominar, y que según Vilar sería bueno que dominara; la del crítico entendido como mediador democrático en la república de las artes. Mientras que el crítico ilustrado y el romántico (sobre todo este último) mantendrían una relación vertical con su público, en la medida en que están investidos con la autoridad del experto, el crítico democrático se sitúa, a grandes rasgos, en un mismo plano de horizontalidad. Así, el crítico como mediador democrático pondría en manos de los ciudadanos del mundo del arte "algunos elementos de juicio e interpretación, pero es el ciudadano mismo quien se ha de implicar en la crítica de arte".[12]

La densidad estética de la experiencia del arte que Greenberg, en continuidad con la perspectiva kantiana, atribuye al encuentro del espectador con el objeto artístico, implica, a la postre, un mengua en la comunicabilidad de esta experiencia, ya que ver lo "bueno" en arte depende en gran medida de la dotación perceptiva y conceptual del sujeto de la apreciación. ésta es una de las razones que nos llevaban a pensar que Greenberg estaría aunando las visiones de Hume y Kant. Del primero toma la cualificación del crítico; del segundo la intransitividad de la experiencia y su ausencia de concepto, de modo que el sujeto universal kantiano se individua en la facultades personales del crítico o el receptor particular del que se trate.

Por el contrario, rebajar la densidad estética de la obra en favor de una densidad filosófico-artística, abre en principio incipientes posibilidades de transferir los conceptos allí implicados y, por lo tanto, su transmisibilidad lingüística más la comprobación pública de sus juicios. Esto puede leerse como un intento de democratizar la recepción del arte, en la medida en que todos somos potencialmente su público. Algo que no parecía quedar habilitado en la visión de Hume y Greenberg.

La declaración beuysiana de que todos somos artistas, y la de Warhol de que todo es virtualmente arte, tiene una tercera pata, y es que todos podemos ser público (o críticos). En este punto, el contraste con la modernidad artística, y sus manifiestos ("es arte todo lo que respeta o se categoriza como X", o tal como Renato Poggioli consignaba en su Teoría dellárte di avanguadia: la autopropaganda de las vanguardias consiste en la imposición violenta y autopublicitaria de un modelo como único, más el predominio de la poética sobre la obra) es evidente.

Danto adopta un tono prescriptivo cuando remarca que lo que no puede hacerse en materia de crítica es declarar que una obra es "mal" arte porque no satisface los criterios internos de una determinada poética artística.

Hume en La norma del gusto caracteriza al crítico como una persona sana, libre de prejuicios, liberado de influencias externas, capaz de percibir con exactitud los detalles más diminutos de los objetos, sereno, con una imaginación delicada, además es experimentado, abierto, capaz de comparar, tiene un conocimiento muy amplio del arte y, por supuesto, está dotado de buen sentido. Podemos inferir una dotación discrecional semejante en el crítico greenbergiano, pero no así en aquél que describe Danto, el cual ha sufrido un proceso de descualificación que lo acerca al tipo ejemplificado por Vilar como "mediador democrático".

En este aspecto su punto de vista se acerca más a la concepción ilustrada defendida por Kant, al menos en lo que respecta a la común autonomía del sujeto de la experiencia; sólo que lo que en aquél era estético en Danto es filosófico. De allí que el sensus commnunis aestheticus no necesite ya garantir la comunicabilidad de las sensaciones de placer, y lo que se demande sea sólo una conmensurabilidad cultural, ya que no todo puede ser arte o visto como arte en cualquier tiempo y lugar.

III. Interpretaciones profundas y superficiales.

En Deep Interpretation (1986), Danto explica la diferencia entre lo que llamará interpretación superficial e interpretación profunda; la primera busca recobrar las intenciones del autor al crear la obra, mientras que la segunda enmarca estas intenciones en un esquema conceptual más amplio, no necesariamente previsto por su agente.

A su vez, al primer tipo de exégesis o comprensión (El mundo del arte revisado: comedias de similitud (1992), la denomina en referencia al historiador de arte Michael Baxandal, "crítica de arte inferencial", y está apoyada en su noción de mundo del arte: interpretar un objeto artístico es estar comprometido con la verdad o falsedad de una determinada explicación histórica. Así, la interpretación será falsa si lo es la explicación histórica que propone como recuperación de las intenciones del autor. Por otro lado, sirviéndose de categorías barthesianas da cuenta de esta misma diferencia: la interpretación lectórica de Barthes coincidiría con la superficial o histórica; puede ser correcta o incorrecta, verdadera o falsa según recupere y cómo lo haga la intenciones reales del autor. En cambio, la interpretación escritórica o profunda no tiene un fin último ni preciso ni impreciso, y en el libre juego de los signos se acomoda mejor a categorías como las de verosimilitud, credibilidad, consistencia, poder heurístico, plausibidad, etc.[13] 

"La interpretación lectórica es falible, simplemente porque tiene la forma de una hipótesis explicativa, pero no es infinita y no es subjetiva".[14]  Un objeto o evento es una obra de arte en virtud de la existencia de esta interpretación. La exégesis profunda, por su parte, generalmente une obras a marcos teóricos o conceptuales, no necesariamente previstos por el autor, más que objetos físicos a obras. Así, (en este punto seguimos la explicación de Peg y Myles Brands en Surface interpretation: Reply to Leddy (1999)), las primeras se realizan en un plano ontológico, mientras que las últimas en uno epistemológico.

Además, puesto que la interpretación superficial coincide con las intenciones del autor y con cómo éste se las representa a sí mismo (Alcaraz León; 2006); el agente y no otro, es la autoridad última como perito de su verdad o corrección. La interpretación profunda, afín a la hermenéutica de la sospecha[15], no tiene una autoridad epistemológica y apriorísticamente privilegiada, ni siquiera, el propio artista que dirima desacuerdos. De hecho, esta sería su diferencia específica: la ausencia de autoridad exegética con respecto al significado revelado en ella.

Por otro lado, la relación que existe entre estas dos interpretaciones, es que la superficial es el presupuesto o el interpretandum de la profunda, de manera que ésta no puede darse sin que antes "se haya caracterizado la obra correctamente de acuerdo con los condicionantes de la interpretación superficial".[16]

Conforme a las categorías de Vilar, el crítico ilustrado es el que practica ("ante todo") crítica superficial; esto es, algún tipo de escrupulosa reconstrucción histórica de las intenciones que el artista dice tener (o pudo haber efectivamente tenido) según la época, el lugar y las condiciones en las que vivió. El crítico romántico o transfigurador, en cambio, es el que ("ante todo") realiza crítica profunda, y el mediador "no supone síntesis alguna entre uno y otro".

La objetividad que Hume hacía depender del conjunto de los veredictos de los expertos, tiene algún rango de aplicabilidad en el ámbito de la interpretación superficial, lectórica o inferencial. Únicamente en este nivel tiene sentido hablar de una apreciación justa (sino objetiva), producto de una comprensión adecuada a la intención del artista al momento de producir la obra. En cambio, en el ámbito de la interpretación profunda, donde se relacionan intenciones con marcos teóricos o conceptuales que las abarquen, pierde aplicación la categoría de objetividad, en virtud de una hermenéutica compleja e indefinida, y sólo subdeterminada por las intenciones del artista.

IV. Formalismos y cognitivismos.

La visión formalista del objeto artístico (lo que a veces se caracteriza como objetivismo) depende de creer que los objetos están dotados en algún sentido de valores estéticos que pueden deparar experiencias estéticas positivas. Es paradigmático la defensa de Beardsley del paralelo entre las cualidades de la experiencia y las cualidades del objeto: unidad, complejidad e intensidad.

Según Gennete:

        Si el valor estético está contenido en el objeto como una virtualidad que para revelarse y actuar sólo necesita que se produzca el encuentro con un receptor cualificado, si está presente incluso en un objeto que todavía no ha percibido nadie, que alguien me diga si puede tratarse de algo distinto de una propiedad objetiva a la espera de un buen juez capaz de percibirla, como el sabor a hierro y cordobán de la cuba de Sancho.[17]

Así, el formalismo objetivista (Hume, Kant, Greenberg y Beardsley en el recorrido que buscamos seguir) cumple con la reivindicación de la  experiencia estética como la razón de ser de la obra. Es decir, a pesar de defender la autonomía del encuentro entre el espectador y la obra; el formalismo se inclina en favor de rebasar esta esfera apelando al juicio de los expertos como un deux ex machina.    

Así, el formalismo objetivista se comporta a nivel teórico como una doctrina subjetiva (esta línea de argumentación sigue al menos hasta este punto Gennete); o sea, que no cumple con los requisitos que debe satisfacer una teoría para ser correcta, pues circunscribe el ámbito de la experiencia válido a la insularidad del sujeto y la obra.

Esto se debería a que no logran salir del ámbito de influencia del juicio de gusto y de la relación biplánica obra-sujeto de la experiencia. En cambio, una teoría que carga el peso de la experiencia artística en elementos extraperceptuales, históricos, intencionales, interpretacionales, es decir, eminentemente subjetivos, logra emanciparse o ser exterior al acto de apreciación y comprensión mismos. Ya que aun cuando las diversas recepciones de una misma obra sean diferentes e incompatibles, se pueden dar razones y argumentos que expresen los motivos de las decisiones tomadas. Estos discursos, a su vez, estarán expuestos a criterios de evaluación lingüísticos, públicos y serán eventualmente falsables (o algo similar).

En la teoría de Danto, el consenso y la validez de las razones no son las mismas según se trate de una interpretación superficial o una profunda. Como decíamos más arriba, Danto defendería la no-subjetividad de la interpretación superficial; en ella hay una forma preestablecida a la que debe adecuarse: la conformidad con las intenciones del artista, y por mucho que éstas sean difíciles de determinar, es siempre fuera de la experiencia estética que se dirime su validez o corrección.

El no-formalismo de Danto (lo que en algún momento hemos llamado su contenidismo) está asociado a su propio relato de la teoría institucional del arte ("es arte lo que el mundo del arte decide que lo sea") en la medida en que reconoce un estado terminal del arte modernista, en el que ya no hay criterios de artisticidad internos a la práctica, los objetos y los sujetos. Para el formalista, en cambio, la idea de que una obra puede cambiar de propiedades según las  condiciones cognitivas de su recepción es insostenible. La obra se identifica con su objeto de inmanencia, y todo dato extraperceptual se vuelve, por ello, no pertinente.

En la teoría de Danto, según María Alcaraz León:

"El juicio acerca del valor artístico de una obra no puede elaborarse independientemente de las consideraciones tenidas en cuenta en su producción concreta. El valor de las obras no es absoluto, sino relativo al universo teórico en el que se constituyen como tales."[18]

En este sentido, su propuesta consiste en dar un giro desde la experiencia sensible como fuente de la experiencia artística hacia el pensamiento que produce la obra, que se encarna en ella y que se recupera y modifica en la interpretación.

La era de las vanguardias de principios del siglo XX se caracteriza, entre muchas otras cosas, por describir lo bueno y lo malo en arte -dice Danto- según la adscripción a los preceptos de un determinado manifiesto. El relato vasariano (en la historiografía de Danto del 1400 hasta finales del siglo XIX) también impuso un tipo de crítica, aquella basada en la verdad visual de la obra, de hecho cada período de la historia está caracterizado por una estructura diferente en la crítica de arte. El modernismo se ha distinguido por separar el trigo de la paja, el arte genuino, verdadero, real del pseudoarte. 

Una consecuencia y ulterior ventaja de la situación posthistórica, en la cual la marca del arte es la pluralidad de sus estilos, es que ya no tenga sentido hablar de ojos entrenados, pues desde el momento en que cualquier cosa puede ser una obra de arte, recurrir a los parecidos de familia como patrón de reconocimiento y calidad en el arte, se vuelve un argumento ineficaz. Así, la práctica crítica se democratiza en la novel situación del arte, ya que, en algún punto, todos somos (potencialmente) igual de inexpertos.

Para Danto, "el error de la crítica de arte kantiana es que segregaba la forma del contenido. La belleza es parte del contenido de las obras, y su modo de representación nos interroga acerca del significado de la belleza".[19] Por ello, el desafío que se propone es hacer crítica de arte que no sea formalista ni legitimada por un relato. Frente al crítico como sujeto puro enfrentado a la pura obra de arte, en la propuesta de Danto, sin prejuicios no hay percepción del objeto artístico.

Sin embargo, algunos intérpretes han visto el punto flaco de la teoría del arte de Danto y por ende de su práctica crítica, en el demérito de las apariencias. Si la obra de arte es el soporte (o sólo el soporte) de un sentido intencional que debe ser recuperado en la interpretación superficial y analizado subtextualmente en la profunda, se corre el riesgo de que el gusto o sencillamente la experiencia estética, emblemática en la posición kantiana, quede eclipsada en una filosofía del arte, que ha sobrevaluado la comprensión y el significado, a pesar de definir su objeto como significado encarnado

Lo que está en juego no sólo en el proyecto teórico de Danto, sino en una actualidad que aún no ha resulto el conflicto entre filosofía del arte y estética, es si la función cognitiva y ontológica que pesa sobre la experiencia estética cotidiana y la recepción individual, no invalidarían una recepción que progresivamente ha denostado el placer estético kantiano, basado en la individualidad de la experiencia y en su carácter netamente receptivo. Aquella actividad que es descripta por Kant como autónoma, sintomatológica de la madurez del sujeto, cuya pretensión de validez se sustenta no en el objeto, sino en el tipo de actividades que el objeto provoca.

Lucas Fragasso (1995) entiende que "esa revolución de finales del siglo XVIII, aparece hoy con signo inverso. El placer estético, nuevamente convocado, domina la escena como antídoto destinado a interrumpir la contaminación teórica."[20]

Por su parte Graciela Silvestri en "Interdicciones contemporáneas" (2004) se pregunta si "el fluido comercio entre actividad artística y crítica, bloquea, en lugar de potenciar, si (éstas) se convierten en interdicciones a la posibilidad de aquella experiencia densa que hoy llamamos estética, pero que acompañó a todas las civilizaciones."[21] 

Conclusión:

Durante mucho tiempo ha sido un lugar común de los discursos sobre las artes, manifestar el incremento de reflexión requerido para que las nuevas prácticas (desde las primeras vanguardias del siglo XX) sean reconocidas y percibidas diferenciadamente del resto de las cosas del mundo. Esto es lo que Danto ha ilustrado con el experimento de los indiscernibles, y la condición negativa que se sigue de él: la imposibilidad de definir e identificar el arte en términos perceptivos. Así, frente a estéticas materialistas y de la recepción ha opuesto (y propuesto) estéticas (o antiestéticas) del significado y la comprensión. Lo importante de una obra de arte no es que facilite una experiencia, sino que trasmita un contenido.

Sin embargo, como han manifestado algunos críticos de su visión teórica del arte (Robert Kudielka, Martin Seel, Diarmuid Costello, entre otros), la concepción cognitivista del objeto artístico que entiende a la interpretación como el proceso por medio del cual un objeto se vuelve una obra, puede estar infravalorando la apariencia efectiva del objeto artístico; entendido éste como el producto sedimentado de complejos (y no-unívocos) estados intencionales. Los cargos de estas lecturas tienden a hablar de una relativa inconsistencia entre la definición de obra de arte como significado encarnado, por un lado, y la supeditación de lo aspectual a lo semántico, por el otro.  

En general, las respuestas de Danto aluden al hecho de que si bien el concepto de encarnación puede requerir de aclaraciones ulteriores, es lo suficientemente amplio como para comprender al de apariencia; y que en él estarían alojadas las propiedades sensibles de las obras que ni sirven para identificarlas ni para definirlas.

Hemos tratado de mostrar algunas de las ventajas que el nuevo modelo de crítico del mundo pluralista ofrecería respecto de su anterior paradigma formalista. Habitualmente están relacionadas con la pérdida (a partir de las obras de arte indiscernibles de meras cosas) del aura que el ojo del crítico, su gusto y sus juicios tenían en el mundo del arte moderno y modernista. Es decir, un abandono del ejemplar crítico humeano y su canon artístico, en favor de prototipos no-verticalistas, en tanto, nadie es experto pues la noción de aires o parecidos de familia entre las obras deja de tener aplicación en un estado del arte crecientemente (desde principios del siglo XX) anárquico. Desde esta perspectiva, los procesos de acortamiento entre lo alto y lo bajo, de las vanguardias y neovanguardias, no sólo afectarían a la obra sino también al artista y al crítico. Una vez más, marcamos aquello de que si todo puede ser arte y todos artistas, entonces también, todos pueden ser potencialmente su público.

De allí que nuestras observaciones finales tengan que ver con la consideración de potenciales riesgos inherentes a la comprensión misma como aquello que demandan actualmente las obras de arte. 

Ya en 1964, en Contra la interpretación, Susan Sontag nos advertía de las desventuras de volver todo lo artístico objeto demandante de interpretación. En aquel ilustrado y temprano texto, ponía reparos a la actividad crítica de traducir siempre una cosa como signo de otra. Concepción que entendía estaba basada en la perpetuación de la distinción forma-contenido, y en la idea de que a todo texto (contenido manifiesto) subyace un subtexto (contenido latente) que puede (y por ello debe) ser glosado en cierto código. En último término, la adecuación de la obra a categorías mentales, implica -dice Sontag- la transformación del arte en artículo de uso. 

Lo que se necesita, en primer término, es una mayor atención a la forma en el arte. Si la excesiva atención al contenido provoca una arrogancia de la interpretación, la descripción más extensa y concienzuda de la forma la silenciará. (…) La mejor crítica, y no es frecuente, procede a disolver las consideraciones sobre el contenido en consideraciones sobre la forma. (…) La interpretación da por supuesta la experiencia sensorial de la obra de arte. (…) Lo que ahora importa es recuperar nuestros sentidos. Debemos aprender a ver más, a oír más, a sentir más. (…) Nuestra misión consiste en reducir el contenido de modo que podamos ver en detalle el objeto. (…) La función de la crítica debiera consistir en mostrar cómo es lo que es, incluso qué es lo que es, y no en mostrar qué significa. En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte.[22]

En relación a la pertinencia al proyecto de Danto, nos fuerza a algunas preguntas: ¿la interpretación de la obra (sobre todo la profunda) facilita la comprensión del objeto artístico o, por el contrario, eclipsa el objeto de la percepción tras la entelequia del objeto del pensamiento? ¿Las interpretaciones nos dicen cosas de las obras o (antes bien) de los intérpretes? ¿Si la obra de arte es un significado encarnado (Danto en ocasiones usa la metáfora del cuerpo y la mente para ilustrar esta unión), no es acaso un error, separar lo uno de lo otro? ¿No es éste un movimiento que reduce la obra a una mera proposición o conjunto de proposiciones? ¿La visión de Danto que afirma que la interpretación determina y selecciona qué partes del objeto pertenecen a la obra, no vuelve al objeto de la percepción un trompe-l´oeil interpuesto entre la obra y el crítico? ¿Es el objeto físico un obstáculo que debe ser salvado (descorrido) para percibir la obra? ¿Las críticas de arte y sus interpretaciones allanan el camino de la comprensión de la obra o se tornan interdicciones a la percepción de ella?

Estas preguntas, sin duda, están orientadas hacia la necesidad de repensar una estética de la recepción, pero no ciertamente aquella que hemos criticado, al pie de la teoría del arte de Danto. Creemos que parte de la respuesta comienza a darla el propio Danto en un libro aparecido en 2003 (El Abuso de la Belleza), allí a renglón seguido de su especificación de la tarea del crítico a partir del modelo de los significados encarnados, como quien trata de expresar el significado de una obra y el modo en que ese significado encarna en el objeto material que la transporta dice: "Me interesa conocer el pensamiento que la obra expresa de un modo no verbal. Debemos esforzarnos en captar el pensamiento de la obra, basándonos en cómo está organizada."[23] Lo que parece poco más o menos una concesión a algún tipo de formalismo o estética de la recepción; un poco antes ha estado analizando (casi como un anhelo político-existencial) el rol transformador del arte en aquellos que lo experimentan, y su función paralela a la de la filosofía "pero de un modo concreto, mediante lo que Hegel desdeñaría como objetos sensibles."[24] Y no es hasta el capítulo final: Belleza y sublimidad, las dos paradigmáticas cualidades de lo estético en Kant, en donde deja sentado que la experiencia de lo sublime -"el contenido del asombro"- y sus muchas veces manifiesta escala aberrante[25], no puede ser representada sino sólo percibida (como frente al Coloso de Rodas, por ejemplo). "Y por eso la belleza, a diferencia de otras cualidades estéticas, lo sublime incluido, es un valor"[26] para la vida que nos gustaría vivir. En suma, la vivencia del poder transformador del arte es la instancia de recuperación de cierta fruición o padecimiento de la obra (y sus sentidos) como una experiencia de la experiencia (tan sonoramente kantiana).

Y allí donde había un canon o norma del gusto, incluso un sentido común estético, bien podría haber un sujeto autónomo, confiado en la ilustración de sus facultades sensibles e intelectuales que puede desplegar o replegar frente a una obra dada.

Bibliografía:

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Pi, Jéssica Jaques, "Reflexión y experiencia artística: el camino hacia la ínter subjetividad artística" en Estética después del fin del Arte. Ensayos sobre Arthur Danto, en Pérez Carreño, (ed.) Antonio Machado, 2005.

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Vilar, Gerard, Las razones del arte, La balsa de la Medusa, Madrid, 2005.

(Centro de Investigaciones. FFyH. UNC. XI Jornadas de Investigación del Área Artes del CIFFyH, Córdoba, 8 y 9 de noviembre de 2007). 5.

 

 

Autor:

Esteban Zenobi Fabi

Licenciado en Filosofía y escritor; realizando doctorado en Filosofía del Arte.

Universidad Nacional de Córdoba

[1] Kant, p. 146.

[2] Ibid, p. 136.

[3] Gennete, p. 77.

[4] Danto (1981), pp. 197-198.

[5] Ibid, p. 70.

[6] Coordinar la inocencia y espontaneidad de la mirada con la condición de experto del ojo es un problema crucial de esta perspectiva crítica.

[7] Danto (1997), p. 174.

[8] Ibid, p. 75.

[9] Pi, (2005), p. 266.

[10] Vilar (2005), p. 130.

[11] Ibid, p. 126.

[12] Ibid, p. 128.

[13] Categorías que encuentran un ámbito de aplicación más apropiado en los relatos y narraciones. Pensamos, en particular, en la distinción que Aristóteles hace en La Poética, entre la tarea del historiador (relatar los hechos que han ocurrido) y la del poeta (relatar los hechos que podrían suceder); razón por la cual juzga a la esta última más filosófica que la primera, ya que tiende, al contrario que la historia, a expresar lo universal. A la primera se aplican categoría como verdadero y falso, mientras que a la segunda las de índole narratológica.

[14] Danto (1992), p. 54.

[15] Alcaraz (2006), p. 177-178.

[16] Alcaraz (2006), p. 179.

[17] p. 99

[18] Alcaraz, p. 21.

[19] Danto, Después… p. 120.

[20] Fragaso (1985), p. 81.

[21] Silvestri ((2004), p. 24.

[22] Sontag, p. 34-39.

[23] Danto (2005), p. 198.

[24] Ibid, p. 196.

[25] Ron Mueck, por caso.

[26] Danto (2005), p 198.

Partes: 1, 2
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