Síntomas globales de la era unipolar: El imperio del terrorismo
Enviado por Gabriel Cocimano
"Prefiero los caminos a las fronteras y una mariposa al Rockefeller y el farero de Capdepera al vigía de Occidente"
Joan Manuel Serrat
En la última década del siglo XX, EEUU emergió como la única potencia hegemónica del planeta, luego de varios años de equilibrio bipolar a lo largo de la llamada Guerra Fría. Y, como todos los imperios de la historia, no actuó moderadamente: ha renegado de la sutileza y apostado por la provocación. Bajo el disfraz de la guerra antiterrorista, entronizó la fuerza militar de una manera obscena, impulsando la guerra preventiva y la doctrina de espectro completo. El terrorismo ejercido por EEUU -aunque el sistema ideológico occidental no lo defina como tal- generó un nuevo terrorismo singular, que engloba todas las dosis extremas de violencia. Encarnado en el Islam, que sólo representa al conjunto de las singularidades errantes e insurgentes, este terrorismo contestatario es imprevisible e ilocalizable, por lo tanto, metastático: prolifera en forma indisciplinada, desbaratando la estructura interna de un mundo regido por un poder hegemónico. Y se encuentra genéticamente instalado en aquella forma madre que le dio origen: el poder unipolar. La ironía radica en que todo sistema de dominación, por poderoso que sea, produce él mismo su propio fermento de desaparición. Así como la discriminación y la exclusión (social, política, económica y moral) son resultados lógicos propios de la globalización, de la misma manera lo es el terrorismo: todas ellas resultantes de un sistema de imposición imperial.
El sueño americano de la hegemonía planetaria quedó cristalizado con la disolución de la Unión Soviética, a principios de los años ’90. Con llamativa facilidad, el sistema comunista hubo de sucumbir, tal vez preso de sus propias contradicciones e inercias. Lo cierto es que en el imaginario colectivo del pueblo estadounidense, ya estaba instalado desde sus inicios el sentido de grandeza nacional: George Washington, en el proceso de la independencia norteamericana, construyó el mito de la providencia, una fuerza sobrenatural que lo había guiado en su pensamiento y su accionar, y que convalidaba el sentido de grandeza de un pueblo elegido para dominar el planeta. "Los ojos de todos los pueblos estarán puestos sobre nosotros", había sentenciado en 1630 el pastor John Winthrop, al desembarcar en Massachussets y convertirse en su primer gobernador. "No ha habido -postuló el sociólogo Robert Bellah[1]- una generación desde 1630 que no haya entendido que los norteamericanos son de una forma u otra un pueblo elegido".
El pueblo americano está convencido de que la suya es la única democracia, y que su país es un faro que ilumina al mundo hacia la libertad, una brillante "ciudad en la colina", según la alegoría del pastor Winthrop. Pragmático, ha sabido unir con certeza el puritanismo religioso con los negocios y las decisiones de la vida cotidiana. Convencido de vivir en el sitio prometido por Dios para hacer negocios y prosperar, ese pueblo ha pecado de exceso de confianza en el destino manifiesto de su nación, y ha exhibido con orgullosa ostentación el renovado american way of life, cuyo significado volvió a cobrar dimensión en plena efervescencia neoliberal de los años noventa.
Desmoronada la URSS, el frío y mudo equilibrio geopolítico internacional comenzó a quebrarse. Ese acontecimiento inesperado permitió el surgimiento de un neoliberalismo salvaje, tutelado por la única potencia hegemónica del planeta. Sus ideólogos han impuesto determinadas premisas para definir el nuevo orden mundial que emergía: una de ellas era la idea del fin de la historia, que en verdad anunciaba el fin de los conflictos ideológicos y el triunfo del liberalismo político y económico. Otra premisa se estructuraba alrededor del modelo de la globalización, modelo triunfante que sepultaba las fronteras a partir del imponente desarrollo de los medios de comunicación e información. Los profetas de esta epopeya sin héroes vieron a la globalización como la luz del alba que haría comprender que su lógica es a la vez la de la paz y la democracia. Pero "esta globalización, como utopía activa hija del iluminismo, es una visión que crea sublevados e insatisfechos por toda clase de razones: miseria, injusticia, humillación"[2]. El universo de la globalización -aquello que Benjamín Barber ha bautizado como Mc World– apenas se parece al que celebraban aquellos profetas y tiene más que ver con la privatización global del poder (la abolición del Estado mediante la totalización del mercado) y con la americanización económica, cultural y política.
Pero debajo de la ideología de la globalización subyace una estrategia dirigida a fortalecer el imperio y extender sus fronteras, por todos los medios. Ya la disolución del Este había hecho gran parte del trabajo: el equilibrio de poder de los años de la guerra fría quedaba aniquilado. Sobre aquellas ruinas, surgía un nuevo orden unipolar, una nueva hegemonía sin obstáculos. Aunque no deja de causar extrañeza la facilidad con la que el bloque soviético se desmoronó, casi sin violencia, abandonando la batalla final, como esas especies animales que, en la lucha por su territorio y su prole, resignan su dominio a expensas de la criatura más fuerte, sin librar siquiera una módica oposición. ¿Es realmente creíble que semejante poder se haya licuado hasta volverse inocuo? ¿o será que se ha filtrado en occidente, mediante alguna forma sutil? Para Occidente, "el Mal era visible, opaco -sentenciaba Jean Baudrillard[3]- estaba localizado en los territorios del Este. Los hemos exorcizado, liberado, liquidado. Pero ¿acaso ha dejado de ser el Mal por ello? En absoluto: se ha vuelto fluido, líquido, intersticial (…) y entra en una fase de diseminación definitiva. Tras haber estallado, el comunismo va a penetrar en las venas de Occidente bajo una forma metabólica y subrepticia, y va a desestabilizarlo a su vez".
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