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Gabo en tinieblas (Gabriel García Márquez y la muerte) (Relato)

Enviado por luis b martinez


    Gabo en tinieblas – Monografias.com

     

    Creyéndose en su cuarto, sabiendo del tremendo aguacero que caía porque lo escuchaba sobre el techo desde mucho antes de despertarse, con el ensortijado de las canas sin peinar, y sentado desde temprano en el borde de la cama que flotaba y se mecía sin rumbo entre las cuatro paredes de su cuarto, aunque no las veía, sabía que tenía las piernas y el pantalón de la pijama y las alpargatas empapadas. El agua, anegando la habitación, ya le superaba la parte alta de los muslos. Y seguía subiendo. Ya en la pared casi alcanzaba a su derecha la altura del alfeizar de la ventana.

    Así lo veía, y de igual manera lo sentía, todo inundado. Pero no lograba reconocer en qué lugar se encontraba ni de dónde provenía tanta agua. Por momentos, en la mayor confusión y dando lentas vueltas de mareado navegar sobre la cama que flotaba, sin salir del cuarto, imaginaba que quizá nada de lo que sentía era cierto y que en realidad se hallaba sentado en alguna piedra a la orilla de un río. Quizás el mismo río en que el Coronel olvidado de su antigua pesadilla esperaba el Retiro de ley en el correo, con el cheque proveniente del Gobierno para finiquitar una expectativa de infames años sin sentido.

    Pero ese paliativo no existía y seguramente no llegaría jamás. La imagen de un gallo de pelea, negro y rojizo, retador y perfectamente tusado, dando picotazos inquietos en las manos del Coronel, le cruzó por la frente. A él tampoco nadie le escribía. Ni tenía gallos. Y también esperaba, ya sin precisar qué. Mirando a su alrededor, cuidándose por instinto de no perder el equilibrio y caer, afincándose en el colchón, se convenció desorientado del aislamiento y la reclusión del lugar en que se encontraba. Sí, seguramente estaba en el río, veía mucha agua, y podía fijarse y seguirle el paso a las negras y mulatas de largas faldas que caminaban por las cuatro riberas, sorteando las piedras, con sus cestas y bultos de ropa que cargaban sobre la cabeza, sin sujetarlas, en equilibrios casi inexplicables. Y podía escuchar sus voces, mezclándose de gritos y jaranas, y risas, y llamados al unísono, hablando y contestando sin intervalos. Y veía el movimiento y chapotear de los muchachos y los perros y otras personas dentro del agua. Y sentía el ronronear de los motores fuera de borda de las lanchas que llegaban y partían de una orilla a la otra, zigzagueando entre la gente.

    Pero esas lanchas no podía diferenciarlas de los muebles y adornos que dentro del cuarto lograban también flotar como su cama. Por momentos tan sólo las escuchaba con sus acelerones confusos que no decían si iban o venían. Imaginaba que dejaban las bolsas del correo y los escasos pasajeros en el muelle de madera desde el que pudo creer que en otros años inventó los muchos viajes y aventuras de su niñez. Nunca entendió cómo esos pilotes y tablones más que ennegrecidos y chupados de humedad podían resistir el paso de los años dentro del agua y el cieno sin ser dañados por completo y sucumbir. Y los botes llegaban y se iban, sin orden ni medida del tiempo, alborotando el agua y generando el mecido oleaje que en su cuarto en todo momento bañaba las sábanas y manchaba las paredes. Colmaban el cuarto con un vaho de gasolina y de aceite flotantes que abarcaba el espacio y el respirar penetrando hasta la garganta y el cerebro. Y dejaban las vibraciones de la música costeña que sonaban los radios ambulantes de los pasajeros, la misma que desde siempre le había llegado a todo dar en las parrandas que día y noche también recorrían las calles de su amada ciudad. Podía escucharlas cada vez como si fuesen nuevas, aunque sin posibles recuerdos las llevase en la sangre y en las piernas olvidadas de bailar. O quizá toda esa agua turbia que lo rodeaba no era otra que la misma que caía ruidosa y sin fin en el Macondo de sus primeros años, y de todos sus mil tiempos, de casas cercadas y de patios inundados, de extendidos portales, de tablas y tejas, con hamacas y trampas de pájaros amarradas a la sombra de aquella su niñez de muchos recuerdos y de pocos zapatos. Agua que corría y bajaba en apuros por las canales de latón que se sujetaban con alambres colgando de los tejados y clavadas a las vigas en las porfiadas temporadas del invierno costeño, para después agregarse y correr más sucia por las zanjas de las orillas de los caminos, y adentrarse en la selva, hasta llegar al agua total del dios Magdalena, para terminar desembocando como en ese momento en aquella habitación, cual una corriente invisible y tenebrosa de inundante silencio. La sentía venírsele encima, ascendiendo desde el fondo, sumándose de a poco. Y el nivel subía, muy lento, pero sin detenerse. O quizá el río estaba lejos y no constituía un peligro a menos que se produjese un desbordamiento a todo dar, porque él se hallaba con el agua hasta el cuello metido en una de esas zanjas olvidadas a ambos lados de las veredas. O aquel extraño silencio de voces que se sumaba y escuchaba, acercándose desde lejos, no era más que el acostumbrado rumor plañidero que llegaba de las hojas deshilachadas de los interminables bananales, de amos que fueron en otro tiempo extranjeros, de un color amarillo verdoso y una extensión de miles de abanicos que ya no podía recordar ni imaginar, al ser mecidas por las ráfagas del viento de la misma lluvia. Un viento noble y fresco, bailoteando entre el platanal, que volaba hacia él desde su mar Caribe. Y no como el viento de la silbante tramontana de la Cataluña y el Mediterráneo que conoció y que tanto había escuchado y temido por años y años de su presencia en las costas de España. Y por un momento, imaginado en lo impreciso, figuró respirar ese viento platanero suyo que en otros tiempos de lluvias y de andar por los campos le llegaba estando con las piernas metidas en la hierba y en los charcos, evitando los troncos partidos a los pies de las endebles matas de plátanos para no tropezar y caer, cuando ya los racimos colgaban hermanados y los hijos tardíos crecían esperanzados de frutos. Por un instante muy fugaz tuvo aquella imagen de años, en otros tiempos tan repetida, viéndose cuando de niño se escapaba con miedo de la casa y se adentraba en las plantaciones a robar bananos. Quizá estaba en una de ellas. O quizá se encontraba sentado en el mercado de la bahía de Cartagena, bajo la mirada del convento de La Popa, o de la mole del castillo de San Felipe, entre el movimiento y el bullicio de los carros y camiones y autobuses que circulaban por las maltrechas vías de la avenida costanera, inundando el espacio con sus humos quemados de petróleo que se pegaban a la piel como otra piel de suciedad y grasa. Muy vagamente recordaba otros años y lo mucho que le gustaba andar por esas orillas del mercado, y ver el vaivén del lindo caminar de las putas de altos tacones, altaneras y orgullosas de ser simplemente las putas de la ciudad, juguetonas, complacientes y respetadas, haciendo coro con sus tentaciones dentro del alboroto y la música y los alcoholes pícaros y gritones de la gente. Personas que no se detenían un segundo en sus vagancias y chistes o en sus búsquedas sin apuros de la mercadería. Como muy lejano pensó que le gustaría estar por siempre allí, con su gente alegre, con el ruido incesante, sentado y escuchando, y observando, mientras se fumaba un buen cigarrillo, entre sus negradas y sus nobles putas, para gozarlas viéndolas bailar a todas una cumbia, o un ballenato de caderas ágiles y risas abiertas en medio del mercado. Sí, verlas bailar desinhibidas, simplemente gozando, con las preocupaciones en otra parte, sudadas de cerveza y ron, tan sólo viviendo todos el momento con el deseo de que la fiesta nunca terminase, con los ojos brillantes y la carne prieta de las morenas caribeñas de nalgas duras y tetas generosas que cuando arrancan no pierden el ritmo y gozan de lo lindo a cualquier hora, siempre moviéndose sensuales con los gruesos labios incitantes y los ojos encendidos, estando vestidas bien apretadas con sus ropas de todos los colores, los más chillones posibles de encontrar. Podía verlas y olerlas. Por un instante fue como vivir una película mal dirigida y peor fotografiada de los años cincuenta, exhibida en un cine improvisado y sin techo, rezando porque no lloviese, colocando cada uno su silla frente a la pantalla, en un descampado cualquiera del pueblo. Y torpemente intentó marcar con los dedos la tonada sin notas que pretendía reproducir en el espacio y la página borros y casi en blanco de su agotada memoria. Pero apenas encajaba uno que otro compás, siempre a destiempo. No lo logró. Y no pudo insistir. Por un momento también, como un chispazo, mirándolas y sujetándolas, ansiosas de caderas, vislumbró que sus manos temblaban y ya eran de una torpeza pasmosa. Y su sincronización era peor, un verdadero desastre, no existía. La idea y la trastocada música desaparecieron con ese inútil descubrimiento en menos de un segundo. Y miró tristemente por la ventana, extraño y distante, sin música en la cabeza, no sabiéndose él ni ningún otro, pero siempre añorando inconsciente sus lejanos olvidos. Y no vio en aquel espacio de cielo que el recuadro de la pared le brindaba sino nubes y fantasmas desdibujados, como restos antiguos de viejos amigos, y amantes, y escritores, y libros, y homenajes y compañeros de ideas y de prensa, pasando todos cual fotografías grises, como borrones muertos frente al rectángulo abierto al aire que se bañaba de más agua aún cayendo allá afuera y dentro de la casa sin parar. Y no vio más que otros olvidos. Y volvió a perderse en otras camas, y otras aguas y otros vientos. Y esta lluvia que no cesa. Y este río que a mis pies no se detiene. Y el cuarto que se inunda. Y el agua que ya se desborda por la ventana y no vacía la habitación, ni vacía la casa, ni aligera sus ansias de escapar. Y Eréndira que no se presenta con las ciento cuarenta y ocho cajetillas de cigarrillos que le había pedido. Pero no, ella no había salido a la calle. La muy descarada. Podía verla y escucharla recorriendo con sus pasos el zaguán. Y tras ella, al final de un largo pasillo, meciéndose en una enorme silla de balancines que apenas lograba abarcarla, vio a la horrenda abuela con su mirada aguzada de ratón que todo lo alcanzaba y medía. Y vio a Eréndira que asustada lo miraba también mientras se dirigía hacia él con su vestido estampado de flores grandes y rojas chorreando agua sobre las tablas del piso. Venía empapada. Y entonces dudó de haberle dado suficiente dinero para el encargo. No lo recordaba. Ya no reconocía la denominación de los billetes. Le había entregado varios. O quizá ella venía de regreso porque la pulpería también estaría inundada. Y la calle. Y los postes de la electricidad estarían bajo el agua, hasta los cables y bombillos. Pero no importaba. Daba igual. Total, si ya no lo dejaban fumar ni cargar fósforos. Ni ir solo a la bodega. Ni echarse un trago. Ni salir a la Plaza. Ni tomarse una cerveza conversando con varios vecinos a la sombra de un jabillo, en la acera, a un lado de la calle. Ni ir a la casa de Estela, su amiga y protectora de toda la vida, la Matrona más respetada del pueblo y la comarca entera, la que en otros tiempos le fiaba el amor, la que siempre tenía las mujeres más frescas y bellas a la orden. No, no se lo permitían, de majaderos y jodones que eran en aquella familia suya de gente siempre bien planchada y arropada contra las corrientes de aire. Gente metiche de jarabes y ungüentos y rezos y brujerías para todos los males. Toda una jodienda. Que no lo dejaban en paz con tantos medicamentos y pendejadas. A él, que siempre hacía lo que le daba la gana. Y que conocía el mundo entero. Y que nunca pidió permiso para un carajo. Pero no le importaba mucho, ni poco. Porque igual que andar caminando por las calles le gustaba también estar en la casa, con sus visiones, con sus muertos siempre presentes de tantos años, deambulando con sus retratos en las penumbras de los rincones, con sus historias, y con los cuentos extraordinarios que contaban de la familia todos sus parientes, como entendió que lo hicieron alternando con decenas de espantos en casa de Rulfo, y de O. Henry y de Faulkner por generaciones. Y disfrutaba estando en su biblioteca, aunque fuese tan sólo para ver y tocar los libros y teclear en la máquina de escribir que siempre estuvo preparada y esperando por él, aunque a esas alturas ya no inventaba nada ni podía escribir una línea corrida. Y también le complacía estar en la casa para oler en su madriguera el café y la sopa que cocinaban, y el aguardiente que a veces se paseaba por los pasillos y que en brazos de la misericordia y el cariño podía entrar por un momento a su cuarto. Y soñaba con que le dejaran la botella cerca. Pero ya no era así. Y se conformaba, pero se entristecía. Y siempre lo detectaba cuando el litro llegaba de contrabando bondadoso a la habitación, o pasaba cerca de la puerta que daba al saloncito que juntaba los dos cuartos, dejando aunque fuese su aroma o un buchito tramposo de mojar los labios y excitar el paladar con su sabor. Se lo daban los más jóvenes, como si practicasen un juego de fechorías. Su esencia de alcohol anisado era la gloria. Y los cigarrillos, que fueron compañeros fieles por la vida entera, compartidos con los amigos en las barras y trasnochos, ahora gozaba con olerlos, y partirlos, y disfrutaba con desmenuzar el papel y la picadura entre los dedos. Y después olerse también las manos. Y olfatear el interior de la cajetilla metiendo las narices en ella. Y también, cuando la familia no lo veía, pedirle a cualquiera que se acercase a la ventana una chupada de aquel pasajero tabaco que seguramente fue encendido múltiples veces desde la mañana. Con toda la saliva de este mundo pegada al cabo. No importaba tampoco. Y no inquietaba por carecer de importancia, porque sabía que el Coronel Buendía, y su patriarcal y amado abuelo el Coronel Nicolás Márquez, y posiblemente la familia entera de sus generaciones, estaban muertos y tampoco podían fumar ni echarse un trago. Y que los cangrejos, acumulados por montones en la podredumbre y el hedor de un fango propio, seguían sumándose con su andar equivocado de puntillas al pasar bajo los alambres de púas de las cercas de aquel patio relatado en uno de sus sueños, para juntarse en montículos y colmar todos los espacios alrededor del Ángel anciano y casi desplumado por completo que había caído de un trastazo detrás de la casa. Un ángel milenario seco de vuelos, tan grande como era, que seguía tirado y arrastrándose en el fango, también bajo la lluvia, allá, muy lejos, a muchos años de distancia, en el cerco trasero del barracón primitivo y cercano a la costa donde aterrizó. Y allá estaba, intentando levantarse para emprender un nuevo viaje en un vuelo rasante, sin borrarse, con todos los vecinos pendientes de él y de sus compañeros agregados, los cangrejos, en aquella absurda cita de alas y de patas y de imposibles plumas. Por un momento creyó pensar con tristeza que él también se encontraba, como el Ángel y su General laberíntico, olvidado, en un día gris, sin posibilidad de volar, igualmente perdido a ras de agua y por cien años dentro de una quietud caótica de barro y de cangrejos muertos y de terrible soledad cercada con alambres de púas. Y junto a ellos, sobresaliendo de la confusión, las morenas verdes, que se sumaban también, regadas entre los caparazones, que ya no podían nadar entre cuevas y arrecifes de profundidades. En su emoción estuvieron siempre. Decenas de morenas de perversos colmillos, a salvo únicamente de la mirada de la asombrosa y acuchillada y ausente para siempre señora Forbes, asomadas entre las pilas de cangrejos, aplastadas aún más allá de su naturaleza entre los carapachos y las patas, muertas y podridas y nauseabundas como el resto de aquel desperdicio. Y sobre todo, él, con el tiempo de muchas horas de esperas en sus tinieblas sin futuro, sin nada que hacer, igualmente difunto en sus adentros. Tan sólo escuchando el goteo de los minutos y la caída del agua. Y sintió que desde millones de años tenía mucho sueño y sólo pretendía dormir. Y que estaba sin fuerzas y cansado. Y siempre en la cama y en la casa. Pero, aún sumergido dentro de aquella inundación, y a pesar de los cangrejos y las morenas verdes, escuchó cuando le pidieron con cariño desde el interior del otro cuarto, con una dulce y querida voz de lejanía que sobrevolaba las aguas y que seguramente se entretenía tejiendo acomodada en una mecedora, y que de igual manera desde aquel lado de la casa lo observaba como una diagonal de contacto y compañía y cuidados y amor de años a través de las puertas entreabiertas: "Gabriel, recuéstate, que te puedes caer otra vez". Y entonces no hizo resistencia. Dejándose deslizar se acostó de lado, muy lento, pensando turbiamente en su cansancio, como si pensar fuese un peso de congestión y de enredos en la cabeza. Y ya recostado creyó que la voz pudo haber sido la de Mercedes. Una Mercedes que lo adoraba y que en verdad no estaba allí, como desde todos los tiempos le había acompañado y fue su costumbre, siempre cercana y pendiente de sus trabajos. O que sí estaba pero se escondía para molestarle y burlarse de él con una sonrisa de fingida comprensión y cariño cuando lo escuchaba quejándose desesperado y lo venía a atender. Posiblemente sería ella que le hablaba desde lejos; o también desde dentro del agua; o que ya estaba muerta y le reclamaba desde su mudo esqueleto ascendiendo de un hueco en la tierra; o que estaría arribando en ese momento al muelle vecino entre un tropel de gente en una de las lanchas. Era el muelle que veía justo entre el gavetero y la mesita de noche que se mecían por la repentina turbulencia, bajo los retratos grises que colgaban de la pared, el de su padre y el de su madre. Y el de los dos juntos, como recostados uno en el otro, él de traje blanco y sombrero y ella de vestido gris y alto peinado. También estaban las fotos de los Coroneles. Si acaso fuese esa Mercedes quien le hablaba llegando del mercado, seguro que vendría cargada de mandados y chachareando con todo el mundo del precio de las cosas. O hablaría del chivo con arroz y coco que había hecho varios años atrás, como siempre hacía y orgullosamente pregonaba cada vez que los alcanzaba una inundación. La misma Mercedes que en cualquier gestión tardaba demasiado, horas, o días enteros, o que ya no se acordaba de él y lo dejaba abandonado, o que ya no lo reconocía ni respetaba, llevándole en todo momento la contraria. Y que siempre le compraba sus cosas favoritas y jamás llegaba con las manos vacías. Pero no, eso había cambiado, ya no lo prefería ni se ocupaba de sus asuntos como antes, aunque pretendía hacerlo con mucha bondad y paciencia. Pero no lo engañaba. La conocía muy bien y sabía de sus rampas. Es más, ya no la soportaba. Estaba demasiado vieja, y fea, y retrechera. Tendría que regañarla. Hoy mismo lo haría. Y pensó entonces que él era ese Gabriel que con voz tan cariñosa ella había mentado; el mismo que fue niño y joven en Aracataca; el Gabo de la familia, el que desde siempre inventaba historias y cuentos que a todos admiraba. El Gabriel que después, ya apenas crecido y devorando su juventud gozaba sin freno cientos de trasnochos y amanecidas en los bares y cuchitriles de musicales tragos, acompañado por las ficheras ajadas y sin sol, y ansiosas de sus pocos pesos, que iba a buscar a la Costa con sus amigos. El mismo Gabriel de los pies mojados y las alpargatas que chorreaban el agua de cien ríos vadeados y mil patios violados, inundados y lodosos. El Gabriel colector de cangrejos, y de ángeles, y de soledades. Por instantes, y por impulsos, ya durmiéndose, sintiéndose con la cabeza ladeada y vertiginosa sobre la almohada, pero dentro del agua, le provocaba dar un salto y montarse en una cualquiera de esas putas, o en dos a la vez, o en una cualquiera de las lanchas que se alternaban de un lado a otro, de pared a pared, dibujando figuras en la superficie del agua a su alrededor, evadiendo los muebles y evitando salir por la ventana. A la puerta entreabierta ni se acercaban. Claro, evitaban a Mercedes. Seguramente ella no sabía de esa presencia ruidosa que se ocupaba de él y lo circundaba porque si no ya hubiese protestado y les hubiese gritado que se fueran al mismísimo carajo y nos dejaran tranquilos. Pero a él le gustaría darle la vuelta al mundo en una de ellas. O irse a Cuba a tomar ron y a putear. Porque aún estando debajo del agua, en todo momento las podía escuchar, con sus ronroneos y músicas y voces de hembras dentro de la habitación. Y ellas, y sólo ellas, podrían salvarlo y sacarlo de aquella condena. Y sentía que lo requerían y él a ellas. Y sacando la cabeza por la ventana las llamaba, dándole voces, a las lanchas y a las putas, para que le abrieran un espacio apretado entre ellas y lo sacaran de una vez de aquella inundación y se lo llevaran a rumbear. Y todavía allá abajo, con las piernas recogidas, y con frío, mareado, como colgando agarrado del agua, sin tocar fondo, lloraba de miedo, a pesar de la poca profundidad, igual que de niño. Tenía miedo de morir ahogado en aquella oscuridad solitaria y totalmente encharcada en que todos sus libros y manuscritos se borrarían y perecerían. Los amaba sobre todas las cosas. Y lo consumían de lágrimas y tristezas. Pudo verlos flotando por la habitación y hundiéndose en el agua, con el grueso de las páginas pegadas unas a otras, avanzando empapados y desleídos, como llevados por una suave corriente hacia el desborde de la ventana. Eso sería lo peor. Sería irrecuperable. Por un instante, estirando los brazos intentaba alcanzarlos, y entrecerrando los ojos apagados y cansados de ver, tristemente, se fijó de nuevo en el recuadro de la ventana. Y amarró la mirada al agua, que ya se dilataba hasta un horizonte bien distante. Encerrado entre las cuatro paredes, con el pecho apretado, con aquel mar hasta el cuello, llegó a sentirse igual al caso de Alejandro, el náufrago del buque Caldas cuyo relato y desesperación apenas recordaba haber escrito ni tampoco cuál era su final en tanto tiempo atrás. Diez días tardó todo. Pero a él, también náufrago en la balsa de su olvido, por lo que parecía más de un siglo, nadie vendría a rescatarlo, ni esa cama arribaría jamás a costa alguna. Y allí se moriría. Y aquel mar sería su tumba. Y a todas éstas, peor aún, se moriría sin poder escapar de aquella vieja de mierda que le hablaba desde la habitación vecina y que no acababa de traerle en tantos años de esperar, junto con la tal Eréndira, la prostituida sin placer alguno, el trago y los cigarrillos que les había pedido. Estaba seco de alcoholes y pulmones. Y hastiado de esa vieja regañona, la Mercedes. Provocaba matarla, y despedazarla, y echarla sin compasión por la ventana. Y que se hundiera junto con los libros. Para que los cangrejos infatigables y las morenas verdes la rodearan, y la mordisquearan, y se la comieran a pedacitos. Para que no joda más.

     

     

    Autor:

    Luis B Martinez