Y ahora estaba solo, como un perro, en esa casa llena de humedad y de silencio.
Pensó que le haría bien hablar con alguien, pero quién lo entendería, a quién le diría lo que de verdad sentía. Dio una pitada mirando en el espejo el Jesús Misericordioso, sin ver los tres rayos que le salían del corazón al Cristo. Inmóvil, pensando, con las dos manos apoyadas en la cómoda.
Se vistió con la camisa que se había puesto el día anterior y el mismo pantalón y fumó un montón de puchos dando vueltas por la casa, hasta que se sentó bajo el porche de atrás mirando esa llovizna de porquería y como el viento alborotaba las hojas secas del plátano en el patio. Tomó unos mates sin ganas, los primeros que tomaba desde la muerte de Angelita, por costumbre, y se dio cuenta que era un infeliz, que el mate se le lavaba enseguida. Y claro, como no se le iba a lavar, si siempre se los cebaba Angelita.
La tristeza le daba vueltas en la sesera y esa llovizna podrida que no se iba más. Hasta que decidió que lo mejor sería ir a trabajar, ver gente, hablar con alguien, moverse, al fin y al cabo algún día tendría que salir y enfrentarse con el mundo. Se fue a la cocina, dejó el termo y el mate de lata azul sobre la mesada y encendió la radio, para saber del tiempo, para romper ese silencio asfixiante que era mil veces peor que la humedad.
«—Viejo, ¿qué querés comer? Está lindo para un guiso, carrero, de esos que a vos te gustan. ¿O querés sopa de verdura? Hay falda en la heladera—y él le hacía una seña, como diciendo: cualquier cosa, ¿no se daba cuenta que estaba escuchando el partido? Y claro, Boca se perdió ese gol, cómo no se lo iba a perder si Riquelme estaba solo, los dirigentes tenían que poner un par de palos, poner arriba a alguien como la gente, hasta cuando iban a seguir con los pibes de las inferiores.»
En la radio, escuchó que Alejandro Apo relataba un cuento de fútbol. Apagó el aparato con bronca. A quién carajo le importaba el fútbol, o si a unos pibes de barrio le pinchaban la pelota.
En el baño, frente al espejo del botiquín se tocó la barba dura de cinco días. Se afeitó a las apuradas y mientras se peinaba pensó que el cuello de la camisa estaba muy rozado. Todas las camisas que tenía estaban sucias y arrugadas, en el fondo del canasto de plástico que estaba al lado de la bañadera.
Fue hasta el dormitorio y volvió a sentir esa puta sensación que no se le iba.
Se puso a revolver en el ropero. Rebuscó entre los sacos colgados de las perchas, entre los vestidos y polleras de Angelita y entre las cajas donde ella guardaba la ropa ya no se usaba. Debajo de todo, una caja de plástico verde le llamó la atención. La agarró y la colocó sobre la cama. Adentro había álbumes con fotos viejas, recetas de cocina recortadas de revistas, una caja de música descompuesta, y en el fondo, un brazalete negro, descolorido por el tiempo. Se sentó en la cama con el brazalete entre sus manos. Lo miraba y trataba de recordar qué era. Observó las cosas desparramadas en la cama con la angustia atenazándole la garganta. Todas esas cosas eran de Angelita, sus recuerdos, cosas de mujeres, como él solía decir. Finalmente, cuando ya no aguantó más, se metió el brazalete en un bolsillo del pantalón, se enroscó una bufanda de modo que le tapara el cuello rozado, se puso la campera de cuero y se fue hacia la puerta de calle.
II
Hacía seis días que tenía el taxi en el taller. Cuando viajaba, parado en el colectivo hacia el mecánico, pensó en el brazalete.
Una frenada, de golpe, casi lo hizo caer. El boludo del conductor dijo algo sobre los tacheros, que se cruzaban por cualquier lado.
Una mujer sentada en el asiento de adelante hablaba de eso, casi a los gritos con el chofer. Esas voces le hincharon las pelotas, no lo dejaban pensar en el brazalete. Hizo memoria, hasta que al fin se acordó de una foto que Angelita una vez le había mostrado, era de cuando ella iba a la primaria. Estaba con la maestra y en el delantal, ella lo tenía en el brazo izquierdo. Era el luto por la muerte del viejo. Era eso, carajo. Y él que nunca la había acompañado al cementerio, ni siquiera a una misa de difuntos.
Metió la mano en el bolsillo y tocó el trapo y por un instante pareció que la angustia aflojaba. Capaz que le hiciera bien una ginebra. Para sacarse ese dolor que le apretaba el pecho. Tenía los ojos nublados, húmedos, y la cabeza a mil kilómetros de ese bondi, tanto que casi se pasó de parada. El chofer paró en mitad de una cuadra y dijo algo que él ni llegó a escuchar.
Se bajó, se levantó el cuello de la campera y prendió un cigarrillo mientras caminaba para el taller. La llovizna había parado y el viento frío lo despeinaba. Iba distraído, mirando al piso, cuando un olor de lubricante y gasoil le pegó en la cara.
Miró su taxi como si no lo conociera. Sus ojos se quedaron clavados en la oblea, sobre el parabrisa. Un tipo corpachón, con cara de boxeador, el Ñato, le hacía señas a un pibe joven, el sordomudo que era su ayudante, para que viniese y siguiera con el laburo que había estado haciendo él en el Siena verde que estaba casi pegado a su taxi. El pibe dijo que sí con la cabeza, movió las manos de esa manera rara y vino adonde estaban él y el Ñato. Cuando el sordomudo estuvo al lado, El Ñato le señaló hacia el carburador y le alcanzó una llave que tenía en un bolsillo del overol.
—Seis días me dejaste el coche—dijo el Ñato, riéndose—, te pensás que esto es una cochera—. El Ñato tenía el overol azul rotoso que siempre tenía puesto, y una mancha de grasa en la frente; se puso serio cuando lo miró a los ojos.
—Se me murió la negra, Ñato.
—Carajo, que pelotudo—dijo el Ñato disculpándose—. Lo siento mucho, Tito. Qué macana—. Y se abrazaron.
Se quedaron un rato callados, solo se escuchaba el barullo del compresor o el ruido de algún auto que pasaba o una bocina. Entonces, después de unos minutos, no muchos, cinco o diez a lo sumo, preguntó cuanto era el arreglo y el Ñato le dijo después arreglamos hombre, andá tranquilo, y le hizo una seña al sordomudo y entre los tres empujaron el auto hasta la calle, sin ponerlo en marcha, porque el Ñato siempre decía que sino el taller se le llenaba de humo.
Antes de arrancar el taxi, puso el brazalete enroscado en el muñeco de plástico con la cara de Maradona que colgaba del espejo retrovisor y arrancó y se despidió con un bocinazo, como hacía siempre.
Anduvo media hora por las calles sin levantar ningún pasajero y cada tanto, cada vez que miraba atrás por el espejo, veía el muñeco con el brazalete y pensaba en la foto de Angelita, siempre con la garganta apretada. Sólo que ahora también sentía un nudo en el estómago y pensó que sería mejor parar en algún lado y comer un sánguche o algo, lo que fuera, para calmar esos retorcijones y esa angustia que no se le iba. Paró por Once, en un bar viejo, de ésos de tacheros, dónde todo el mundo habla a los gritos, hizo un gesto seco de saludo que nadie contestó y cuando vino el mozo le pidió un pebete de jamón y queso y una ginebra doble.
Le dio dos o tres bocados al sánguche y lo dejó sobre el plato. Tomó la ginebra con un trago largo, como si fuera agua, y primero fue un fuego en las tripas y después sintió como un alivio, como si la angustia aflojara un poco, y cuando se tomó la segunda ginebra, también doble, ya tenía el cuerpo más suelto y la sesera más tranquila.
Por la ventana del bar vio una mujer cerca de su taxi. Miró el ticket, hizo una seña al mozo y dejó dos billetes debajo del plato y fue hacia el auto. Era una viejita, petiza, de tapado negro, con paraguas. Le abrió la puerta, esperó que se sentara, cerró y fue a sentarse en el asiento de adelante.
Era un viaje largo, hasta la otra punta de la ciudad, por Mataderos, a la Iglesia de San Pantaleón. Agarró derecho, a media marcha, por Rivadavia.
Veía, por el espejo, que la viejita miraba con curiosidad el brazalete colgado del muñeco. Cuando iba a la altura de Medrano comenzó de nuevo esa llovizna que no quería parar y la viejita dijo algo del tiempo y se puso a hablar, buscándole conversación.
Primero de esa llovizna, que ya llevaba casi una semana sin parar, y sintió que le hacía bien hablar, de cualquier cosa, del tiempo, escuchar a la viejita de la promesa que tenía que cumplir con San Pantaleón, porque se le había curado a un nieto de una pulmonía brava, hasta que ella le preguntó por el brazalete. Entonces él habló de Angelita, de su muerte.
—Es por la patrona, se me murió hace cinco días, de un infarto, de un día para el otro.
—Es duro cuando se le muere el compañero—dijo la viejita—. Cuando se murió mi finado esposo yo estuve casi dos años sin salir, y la casa me parecía inmensa y aunque venían mis hijos casi todos los días para ver si necesitaba algo, lloraba a cada rato.
Ya cruzaban Parque Rivadavia y él enfiló por José María Moreno hasta avenida Del Trabajo. Iba atento, mirando la calle entre los limpiaparabrisas que se movían despejando el vidrio, escuchando sin oír el golpe seco de las ruedas en algún bache, el viento. La viejita había hecho silencio, pero seguía mirando el brazalete. Él la miraba por el espejo.
—Usted dirá que soy una metida—dijo la viejita—. Pero, creo yo, que a los muertos hay que dejarlos descansar.
— ¿Por qué lo dice?— dijo, descuidando la calle y mirando atento el espejo.
—Por eso que tiene ahí. ¿Por qué no hace una cosa? Agarre eso—y señaló el brazalete—y se lo deja a San Pantaleón. Pídale que lo ayude a encontrar resignación. Hable con alguien, descárguese.
III
Después, acompañó a la viejita, dejó el brazalete en el altar de San Pantaleón, la trajo de vuelta en el taxi, la dejó en la puerta de la casa, cerca de Once y rumbeó para el taller.
Cuando lo vio el Ñato le preguntó por qué traía el coche y Tito le inventó una mentira, de acá a Luján.
— ¿Por qué no me lo revisás? Hace un ruido que no me gusta—el Ñato lo miró raro, pero le hizo caso y llamó con una mano al sordomudo y entre los tres empujaron el taxi adentro del taller.
Agarró del hombro al sordomudo y se lo llevó para afuera, a un bar que quedaba enfrente. El sordomudo le hacía señas, pero Tito no le dio bolilla, hasta que los dos se sentaron a una mesa.
Pidió para el sordomudo una coca y para él una ginebra doble.
El sordomudo hacía señas, dándole a entender que no podía escucharlo, y juntó la punta de los cinco dedos de la derecha y movió la mano, como preguntándole qué quería.
Paró de hablar, lo miró a los ojos y le dijo:
—Sí, sí, ya sé, ya sé que sos sordo, pero con quién carajo querés que hable. ¿Acaso te pensás que tengo las pelotas para confesarle a alguien que siempre me porté como un reverendo hijo de puta?
El sordomudo lo miró a los ojos, le leyó los labios, hizo un gesto con la cabeza y tomó un trago de coca cola.
Autor:
José Carlos Celaya
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