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De duelo

Enviado por José Carlos Celaya


Partes: 1, 2

    I

    Una luz muerta, desganada, comenzaba a filtrarse por las hendijas de las persianas, mostrando apenas las formas de las cosas en el dormitorio. Estaba amaneciendo. Debajo de las frazadas que lo tapaban hasta el cuello, frunció la nariz, ante el olor a tabaco viejo, a humedad que venía de algún lugar, seguro que de la pared que era medianera con la del tano de al lado. La pucha que era inmensa la cama de dos plazas para un cristiano solo.

    Estiró uno de los brazos y tocó el lugar donde durmiera Angelita tantos años. El colchón todavía conservaba el hueco, la forma de ella, hasta le pareció que un resto de su olor, ese olor al que tanto se había acostumbrado, que recién lo sentía ahora, cuando ella ya no estaba.

    Cuántas veces le había repetido su esposa que hablara con Luca, su vecino, para ver si se ponían de acuerdo por lo de ese caño que perdía y que le arruinaba la ropa y los muebles y le arrugaba, por detrás del vidrio, la imagen del Jesús Misericordioso, colgado en la pared, apenas encima del respaldo de la cama.

    Se levantó de un salto, vestido solamente con un calzoncillo, y se sentó en el borde de la cama. Le dolió comprobar que lo que Angelita decía era verdad, que el ambiente de la pieza estaba lleno de humedad, una humedad pesada que apenas si lo dejaba respirar. Cuando inspiró profundo los fuelles le hicieron un ruido raro, como un gemido agudo, como si al aire no quisiera entrar en sus pulmones.

    Sacudió la cabeza con bronca y chasqueó la lengua como si con esos gestos fuera posible sacarse de encima esa angustia que lo estaba matando también a él. Agarró un cigarrillo del paquete de la mesa de luz y se lo puso en la boca. Tanteó buscando el encendedor y se dijo que era un pavo, que por qué carajo no encendía el velador, en vez de andar manoteando a oscuras.

    Pero él sabía que cuando prendiera la luz vería la cama vacía, sin Angelita, y de vuelta a sufrir lo que venía sufriendo desde hacía cinco días. Cuando encontró el encendedor, dudó un instante y finalmente cuando se alzó la llama, antes de prender el cigarrillo, miró el ropero, la mesa de luz, el cenicero lleno de puchos y ceniza, la silla con las ropas apiladas a la bartola. Prendió el cigarrillo, echó el humo con fuerza. Después de unos instantes apretó el botón y una luz débil alumbró la pieza.

    Se calzó las pantuflas y dio unos pasos. Tuvo un escalofrío y fue a la cómoda y abrió uno de los cajones para buscar una camiseta. Sus dedos tocaron una bolsita de tela con flores secas de lavanda. Y ahí no pudo más, se largó a llorar. Le costaba tragar, le costaba respirar, y encima esa opresión en el pecho que sólo parecía disolverse con el llanto. En el espejo colgado en la pared vio la cama vacía y cerró los ojos.

    Había sentido las manos de Angelita en medio de la noche. Cuando prendió el velador, ella dejó escapar un gemido largo y cerró los ojos y tiró la cabeza hacia atrás y se quedó inmóvil. El se levantó desesperado, la sacudió de los brazos, le cacheteó las mejillas, le grito: « ¡Angelita, qué te pasa, Angelita, reaccioná!» Después vino el Dr. Fernández, el médico que los atendía desde siempre y serio, puso una mano sobre el cuello de Angelita, y después de unos instantes que a él le parecieron siglos le dijo que estaba muerta, un infarto, el corazón es así, no avisa, y lo abrazó. Y él, incrédulo, se zafó de los brazos, le gritó que no podía ser, hasta que al fin se convenció al mirar los ojos húmedos del médico. Y después los trámites, la cochería, el velorio, donde estuvieron unos pocos vecinos, los amigos del bar y alguno que otro tachero, compañero de laburo, y caminar entre la llovizna, en medio de las lápidas y cruces de madera del cementerio de Villegas, llevando el féretro con Angelita muerta, que se iba para siempre, y los terrones que arrojó llorando y las paladas de los sepultureros y las palmadas en la espalda y llegar a la casa vacía y tomar conciencia, finalmente, de que estaba solo de verdad, sin Angelita.

    Abrió los ojos y se miró las ojeras oscuras y las marcas brillantes de las lágrimas en la cara y se dijo que era una reverenda cagada no tener hijos, alguien de tu carne y de tu sangre para que te acompañe en este momento tan duro, cuando uno es tan flojo, tan poca cosa, cuando el mundo se te viene abajo.

    Al poco tiempo de casarse Angelita le dijo que quería tener un hijo, un pibe, que al fin y al cabo, quería tener una familia y no sólo un tipo que la acariciara por las noches y que se metiera dentro de ella. Pero él le fue dando largas a la cosa. Primero que tenían que terminar de pagar la casa, que con un hijo todo se complicaba, que ya habría tiempo para eso. Después que tenía que cambiar el coche, o sino que se vencía la matricula del taxi y ahí si que sería un quilombo, o poner un termo tanque porque ese calefón viejo, del tiempo de ñaupa, como la casa, no daba más, o arreglar la terraza, y otras mil cosas, todas excusas, dejar pasar el tiempo, los días, los años, total él así estaba cómodo. O no vivían bien así, la casa ésta de Ciudad Evita no era tan grande, a ella le daba poco trabajo limpiarla y después de todo, no viste como está la juventud ahora, para qué querés un pibe. Y pasaron los años y Angelita se hizo grande, y ya era tarde para un hijo.

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