Sobre la negación sistemática de la vida en la carrera de filosofía (página 2)
Enviado por Juan Manuel Su�rez
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Claro que en todas las épocas han surgido pretendidos semi-dioses que se reclamaron como los reveladores inmaculados e inconmovibles de verdades universales: la historia de la filosofía está plagada de infinitas trascendencias. La apelación a lo absoluto es una de las más fuertes estrategias de legitimación: todo aquello que habla en nombre de Dios, la Verdad, la Razón, se muestra inmediatamente como inexpugnable.
Pero si aceptamos esta falsa desvinculación con la vida, con la historia, en ese mismo acto nuestra filosofía deviene religión, y perdemos toda posibilidad de creación o cuestionamiento, de producción de pensamiento. La relación con la realidad terrenal, histórica, está ahí, lista para ser vista en medio del sistema filosófico más elaborado si se mira con atención. Así como puede pensarse que el método hegeliano, que consiste en abstraerse de las determinaciones finitas para dejar tras lo real solamente la Idea Absoluta, puede tener como contrapartida la restauración subrepticia del contenido empírico que se omitió al principio (es decir –formulándolo con una bajada a tierra brutal y "poco filosófica"- el Estado prusiano), mucho más fácil tal vez resulta encontrar la conexión en el caso del Estado hobbesiano, o del ciudadano del mundo kantiano. Y esto sólo por poner ejemplos puntuales de algo que debe pensarse en torno a toda producción filosófica.
Cuando pensamos en restituir a la filosofía su carácter histórico, cuando hablamos de combatir la negación sistemática de la vida en la carrera, nos referimos precisamente a eso: la necesidad de desnaturalizar las gélidas verdades filosóficas, buscar su procedencia, para encontrar en ellas las relaciones que inevitablemente las vinculan con las prácticas humanas de cada momento.
"La búsqueda de la procedencia no funda, al contrario: remueve aquello que se percibía inmóvil, fragmenta lo que se pensaba unido; muestra la heterogeneidad de aquello que se imaginaba conforme a sí mismo. ¿Qué convicción la resistirá? Aún más, ¿qué saber? Hagamos un poco el análisis genealógico de los sabios –de aquel que colecciona los hechos y los registra cuidadosamente, o de aquel que demuestra y refuta – (se) descubrirá pronto los papeleos del escribano o las diatribas del abogado –su padre- en su atención aparentemente desinteresada, en su "puro" aferramiento a la objetividad".
No hablamos, en suma, de nada muy original. Deseamos combatir la negación de la vida como condición de posibilidad elemental de cualquier producción filosófica que no rehuya a su carácter social, de cualquier operación crítica de lectura. Pero nuestra carrera ha optado por una omisión constante de este tipo de vinculaciones. Leemos las obras de filósofos pasados como escrituras universales sin ningún tipo de contacto con los hombres y la vida. Y, una vez en pleno trabajo sobre estas obras filosóficas eternas, nos dedicamos a examinar el esqueleto formal de los argumentos, sus contradicciones internas, olvidando los contenidos, los argumentos, las vinculaciones con las prácticas humanas, en suma, la potencia vital de los conceptos. Cultivamos pensamientos muertos, hacemos trabajo forense, examinamos fósiles. Sólo en Historia de la Filosofía Medieval se introducen algunos conocimientos sobre las condiciones históricas de la producción de las filosofías estudiadas, y aún en forma incipiente y anexa. Por lo demás, lisa y tristemente hacemos exégesis.
Y si la omisión de la vida en Hobbes o Hegel, la negación de su humanidad, el borramiento de la necesaria historicidad de su producción filosófica, parece una operación –al menos- peligrosa por su parcialidad, hay un segundo movimiento en nuestra carrera que es absolutamente solidario del borramiento de las condiciones de producción, pero se percibe más rápidamente como deleznable: la negación sistemática de la propia vida.
La filosofía académica, o bien: cómo garantizar la conservación y reproducción del estado de cosas.
"Por su parte, el profesor habla a esos estudiantes que escuchan.
Lo que piensa y hace en otros momentos está separado
por un inmenso abismo de la percepción del estudiante.
(…) Una sola boca que habla y muchísimos oídos,
con un número menor de manos que escriben:
tal es el aparato académico exterior, tal es la máquina cultural universitaria,
puesta en funcionamiento. (…).
Por otro lado, el profesor -para aumentar todavía más esa libertad–
puede decir prácticamente lo que quiere,
y el estudiante puede escuchar prácticamente lo que quiere:
sólo que,detrás de esos dos grupos,
a respetuosa distancia y con cierta actitud anhelosa de espectador,
está el Estado, para recordar
de vez en cuando que él es el objetivo,
el fin y la suma de ese extraño procedimiento
consistente en hablar y en escuchar".
Friedrich Nietzsche, Sobre el porvenir de nuestras instituciones educativas.
La negación de la propia vida opera en varios niveles. Personalmente, me choqué contra el primero de ellos al leer los horarios de inscripción a mi primer cuatrimestre en la carrera: trabajando ocho horas diarias, tuve que pasar más de una hora y media antes de irme a dormir haciendo cuentas y más cuentas para lograr ordenar las absurdas ofertas horarias de tres materias en los pocos casilleros libres. Jugaba, sí, a la batalla naval. Y se hoy que es algo que sucede con demasiada frecuencia, y a demasiada gente.
Pero preciso ser absolutamente clara: no se trata simplemente de ampliar las ofertas horarias, que constituyen sólo una arista menor de una operación muchísimo más amplia. Una gran parte de los estudiantes que cursamos la carrera de filosofía somos trabajadores. Sin embargo, esto que constituye gran parte de nuestra vida -como cualquier otra condición de nuestra existencia- es eliminado por el mismo procedimiento de disección que conserva los bastidores formales de los argumentos que estudiamos, descartando todas sus determinaciones materiales. A partir del momento en que comenzamos a cursar, se inscribe sobre nuestros cuerpos una determinada forma de subjetividad: en la academia, somos, contamos, y operamos en tanto "estudiantes". Rápidamente, dejamos de ser personas, hombres y mujeres relacionados de mil formas distintas con el mundo y la vida social.
Como a los filósofos que leemos, también a nosotros se nos separa súbita y violentamente de nuestra propia vida, de nuestras necesidades sociales, intereses y contradicciones. Y esto es muchísimo mas deleznable porque sobre esta negación se determina quienes podrán seguir en la academia, y quienes no. Aquellos que puedan prescindir, negar, y olvidar por un par de horas al día las condiciones materiales que garantizan su reproducción como seres humanos, su vida, tienen un camino posible en la academia. Los otros, simplemente no.
Naturalmente, no resulta extraño que la resultante producción académica de filosofía se niegue luego a pensar problemas reales y sus consecuencias prácticas, sus vinculaciones con la vida social y con la propia historia. Cualquiera que haya asistido al último congreso de AFRA puede dar cuenta de este hecho. La producción filosófica que nuestra carrera reproduce y legitima es la producción de papers en los cuales se realiza trabajo exegético y comparación de comentarios, o en el mejor de los casos, cierto trabajo interpretativo sobre algunos conceptos o argumentos absolutamente fragmentados. La excelencia académica muestra allí mismo su carácter ficcional: alcanza con haber trabajado con un poco de rigor un texto –o partes de un texto- de Bejamin o Hegel o Agamben para realizar una ponencia y obtener una importante línea curricular. Eso, parece, es lo que se valora como producción de filosofía.
Se niega así a la filosofía toda su potencia creativa. No se trata de pensar problemas, ni de crear conceptos, sino simplemente de roer huesos, limpiar esqueletos teóricos que en su fragilidad –en la imposibilidad de trabajarse y tocarse y repensarse y romperse para armar, con los nuevos pedazos, nuevos modos de pensar el mundo- desnudan su impotencia. De nada podemos reapropiarnos. De nada, al menos, en la práctica académica de la filosofía. La carrera no busca encontrar el modo de volver a utilizar conceptos adormecidos para pensarlos en nuevos escenarios, con nuevos problemas, para volverlos pensamiento vivo, potente. No. Nuestra vida, el mundo y nuestros problemas, lo social en todas sus determinaciones, no parece ser nuestra tarea.
Sin embargo, las vinculaciones de la filosofía con la sociedad, con la vida social, son un hecho, existen, pueden verse y confirmarse. Tras la pretendida escisión de la filosofía y el mundo, lo que la práctica académica garantiza es que éste sea aceptado pasivamente, y reproducido acríticamente tal y como es aquí y ahora. Estamos, después de todo, en una institución Estatal. Y es el Estado el que garantiza una parte del producto social para la reproducción de la filosofía académica, mediante becas y concursos.
La vinculación es tan directa, que resulta sorprendente que esto necesite ser dicho. La mayor parte de nuestros graduados enseñan filosofía en colegios estatales del conurbano o la capital federal. Más aún, algunos de nuestros profesores o graduados, se encargan de producir protocolos de bioética por encargo. Otros, asesoran como técnicos del lenguaje a numerosas empresas. Y hay quienes directamente son miembros de partidos políticos que se presentan a elecciones nacionales, por no hablar de las legitimaciones a la ley de punto final y obediencia debida. Pero claro, la vida de nuestros académicos también es negada y omitida. Así, no pensar sobre lo social permite mantener las vinculaciones reales de la filosofía con la sociedad actual –que son muchas, y en varios casos sumamente cuestionables- en un estado irreflexivo, silencioso e inexpugnable.
No estoy diciendo con esto que todo estudiante, graduado, o profesor que permanece o trabaja en la academia es necesariamente cómplice de la conservación premeditada del estado de cosas actual de nuestra vida social. No estoy diciendo, tampoco, que toda filosofía deba ser reducida a la filosofía práctica. En todo caso el momento ineludible es aquel en el que damos cuenta de las implicancias prácticas de nuestra filosofía.
Pero la negativa constante a realizar esta reflexión sobre lo social y sobre las implicancias prácticas de la filosofía, en una sociedad en la cual la reproducción de los filósofos en tanto filósofos está garantizada por una parte del producto social que es generada por el conjunto de los trabajadores –que son, como en toda sociedad capitalista, explotados sistemáticamente-, es algo que debe denunciarse, y combatirse.
Indudablemente, la estructura académica y los hábitos marcados en el cuerpo no son cosas que resulte fácil conjurar de una vez y para siempre: es por eso que no todos los que aquí estamos somos necesariamente colaboradores premeditados de esta forma descarnada de hacer filosofía. Pero también es por eso que me parece absolutamente necesario cuestionar el modo actual de hacer filosofía en la carrera, y volver a pensar las condiciones de producción de la filosofía y del mundo: sino aceptaremos ser, sencillamente, cómplices pasivos de la negación de la vida en todas sus formas, y de la reproducción silenciosa del actual estado de cosas.
María Soledad Suarez
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