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La ley universal del emitir y recibir nada ocurre por casualidad

Enviado por Maite Valderrama


  1. El descubrimiento decisivo en la vida de un hombre
  2. El universo es la mayor red de comunicación
  3. El cuerpo humano es sólo un vestido para el alma
  4. El regreso de los seres de La Caída

Tarde o temprano cada uno llegará a convencerse de que ni la ciencia ni una comunidad religiosa ni las confesiones ni tampoco las muchas palabras de sus semejantes le ayudan a encontrar la Verdad. Todos los esfuerzos externos pueden ser impulsos para reflexionar para que nosotros mismos encontremos el camino hacia la Verdad. Si seguimos las huellas de nuestros sentimientos, sensaciones, pensamientos, palabras y actos, de nuestras inclinaciones, reacciones, de nuestro afán de pelea, hostilidad o cosas similares, llegaremos a conocernos a nosotros mismos. Esto es lo que tiene importancia.

El camino hacia la verdad se recorre únicamente a través de nosotros mismos y no a través de otros, para ello tendremos que reconocer que las verdades que aprendemos de los libros sean sobre Dios, sobre el Más allá o las leyes del Amor nos habrán ayudado y siguen ayudándonos a avanzar algunos pasos; sin embargo, un libro sobre la Verdad nunca nos conducirá a encontrarla realmente. Los libros y las palabras sobre la Verdad son para todos nosotros de gran ayuda e indicaciones en el camino, pero no nos proporcionan la certeza que buscamos. Esta la podemos alcanzar únicamente nosotros mismos sin que podamos aportar ninguna prueba externa para ello. Cada uno de nosotros tiene que lograr la seguridad de que esto es así.

Si nos esforzamos en nuestra vida diaria, no importa donde nos encontremos y lo que representemos como seres humanos, en cumplir paso a paso las leyes del amor desinteresado y del amor al prójimo, experimentaremos en nosotros mismos que nos convertimos en personas distintas, que nuestro mundo de pensamientos negativos de antes cambia y que podemos superar cada vez más positivamente los acontecimientos del día, porque afirmamos el núcleo positivo en todo y recibimos solución y respuesta positivas, es decir, legítimas, a todas las preguntas.

En el transcurso de este proceso de un mundo de pensamientos negativo a una postura positiva, desarrollaremos también otras cualidades que nos harán reconocer la vida como una totalidad que está en las manos de Dios. Entraremos en la Ley del amor desinteresado, y gracias a nuestros esfuerzos constantes experimentaremos que un día percibiremos a nuestros semejantes en la luz de la Verdad y que nuestra visión ya no estará enturbiada por lo humano, lo falso.

Después de haber dado este paso de evolución hacia lo positivo podremos referirnos, sin emociones, también a lo negativo, a lo adverso. Podremos afirmar entonces nuestros sentimientos, sensaciones, pensamientos y conversaciones, porque no contendrán ya nada en cuanto a expectativas, desprecio o ataduras. Ese salto evolutivo positivo hacia una vida de acuerdo con la Ley se traduce en benevolencia y tolerancia para con nuestros semejantes. Gracias a estos pasos legítimos obtendremos respeto hacia nuestra propia vida, que es vida de Dios, y al mismo tiempo hacia la vida de nuestros semejantes y hacia todas las formas de vida.

Cuando hemos alcanzado niveles más elevados de consciencia, vivimos también más conscientemente y con más seguridad en esta Tierra. Nosotros hemos experimentado que las leyes universales, la Verdad eterna, nunca se pueden encontrar en lo externo, en el mundo, sino únicamente en cada hombre mismo. Por eso cada persona o el alma en los planos de purificación, tiene que llegar a la percepción y experiencia internas mediante el autorreconocimiento y la realización de las leyes eternas.

El que se examina a sí mismo y se sumerge cada vez más profundamente en las leyes eternas mediante su realización, ha encontrado el sentido de su vida terrenal y sabe que todo lo que le suceda, alegría o penas, lo ha introducido él mismo y nadie más en el campo de su alma.

Si podemos decir con certeza: "mi prójimo no tiene ninguna culpa de mi enfermedad, de mis sufrimientos o de mi destino, si no yo mismo", hemos dado un gran paso en el proceso de autorreconocimiento y de la realización. El buscador de la Verdad que ya ha hecho algunas experiencias sobre sí mismo, puede afirmar convencido, que esta vida terrenal tiene un sentido muy determinado para cada uno, es volver a ser cósmicos, es decir, puros. Los conceptos de la vida en la Tierra y del Más allá se nos hacen más comprensibles gracias al reconocimiento y a algunas experiencias personales, que nos facilitan la certeza de que reina una ley cósmica eterna y de que también la ley de siembra y cosecha actúa para nuestro ego como nuestra ley personal.

El descubrimiento decisivo en la vida de un hombre

El pensamiento de muchos de nuestros semejantes está marcado sólo por estructuras materiales. Muchos son del parecer de que todo se relaciona solamente con la materia y todo puede ser aplicado así a la misma. Para ellos la materia es la realidad, porque aceptan solamente lo que pueden ver, oír, oler, gustar, tocar y captar con los instrumentos de la ciencia. Pero ¿hemos reflexionado alguna vez sobre lo que nuestros ojos no pueden ver? Aunque hablemos de nuestro sentido de la vista, nuestros ojos perciben únicamente los reflejos de nuestro entorno, sólo el resplandor reflectado y la energía prestada, pero nunca la realidad, el esplendor, que no proviene de la Tierra sino del cielo y que irradia sobre la Tierra y vuelve de ella. El que se contenta con los reflejos de la luz, apenas tiene la luz del alma, porque se ha orientado solamente hacia los reflejos y no hacia la realidad.

Mientras al hombre le va bien, raras veces se pone a pensar sobre el Más allá. Su imagen del mundo material está intacta en tanto que sus instrumentos para sentir y tocar, sus sentidos, le proporcionan satisfacción cumpliendo sus deseos personales y de bienestar material. Pero si algo viene a sacudir su imagen del mundo, p.ej. golpes del destino, enfermedad o sufrimientos, y por ello ya no puede satisfacer más sus sentidos, empezará a reflexionar.

Cuando a un hombre que vive inconscientemente le sucede alguna adversidad, lo primero que hace es culpar a sus semejantes. Así tiene culpables a los que pedir explicaciones, primero en pensamientos y luego atacándoles con múltiples acusaciones. En la siguiente oportunidad hará ver también a sus parientes su falta de apoyo y ayuda, como causantes de sus disgustos en el trabajo, en su matrimonio o en su familia. También acusará a su obstinado vecino, porque no quiso entrar en razones al haberse visto obligado a pelear con él a causa de p.ej. unos metros cuadrado de tierra, y después acusará a sus familiares, que no le han prestado ayuda en esa pelea. El hombre sólo cree que todo y todos están en contra de él.

Poco a poco este hombre va cayendo de una depresión en otra. Y como en la depresión tampoco recibe afirmación o estima alguna, caerá en el estado siguiente, la agresión, o más tarde en autocompasión y auto lamentaciones. ¡Nada le ayuda! ¡Nadie le comprende! Ya no puede salir de esa vida desastrosa. Enfermedades y sufrimientos eventuales empeoran. El hombre consulta a un médico que le receta medicamentos, pero que no le curan. Totalmente incomprendido consulta a un psicoterapeuta para que le diga el motivo de su situación. Probablemente éste le dice que su medio ambiente tiene la culpa, los compañeros o compañeras de trabajo; el vecino que le ha enervado; los miembros de su familia que tienen diferentes intereses al suyo, por lo que no le han apoyado ni le apoyarán. Y al final se llega a la niñez: son los padres, que le manifestaron poca comprensión y amor.

Por fin se ha encontrado a los malhechores culpables de su estado. Los pensamientos del "gran sufridor" van girando alrededor de lo que pasó. La autocompasión le va envolviendo cada vez más y se muestra a su vez en diferentes estados de depresión, en agresiones, inculpaciones, enfermedades y sufrimientos. El mayor mal es que aquellos que como él cree le han causado ese destino, no se preocupan de él y para más indignación no se sienten culpables. Por eso va creciendo cada vez más su autocompasión y se ve sumido en un malestar duradero. De pronto, la energía del día le trae un suceso: le visita un amigo, al que toma como paño de lágrimas, contándole todas sus penas, p.ej. lo mal que está, porque ninguno de sus parientes, incluida su familia más allegada, le comprende, y en el fondo sus padres son los más culpables, porque no le trataron con la suficiente comprensión, tolerancia y amor.

En medio de esta nube de incomprensión y autocompasión incrementada suena una exclamación en boca de su amigo: "¡Basta! Ni tu familia, ni tus parientes, ni tus compañeros de trabajo, ni tu vecino o tus padres son los culpables, sino tú mismo eres el culpable principal". A continuación de este rayo, sigue también el trueno, recordándole las palabras del Evangelio: "Saca primero la viga de tu propio ojo, y después colabora a que tu hermano reconozca también la astilla en el suyo". Cuando te irrita algo de tu prójimo, cuando le regañas y le echas la culpa de tu situación, significa que tú eres el causante principal; el otro quizá tiene sólo una parte de culpa o es sólo el detonante para que te reconozcas. El ha desencadenado únicamente lo que ya existía y sigue existiendo en ti.

La profundidad del lago es Dios, la Vida. Si te pusieses a reflexionar sobre esto, podrías comprender mejor tu destino, tus enfermedades y sufrimientos, y hasta los podrías aceptar. Porque en el sufrimiento podría madurar tu alma; podrías llegar a comprenderte como un ser que no solamente consiste en huesos, carne y sangre, en átomos que sujetan toda la estructura externa.

Por la cabeza le pasan algunos pensamientos: ¿Podría ser verdad que existe algo más que la materia? ¿Podría ser que haya algo así como causa y efecto? ¿Podría ser que existan leyes superiores que no conozco? ¿Es posible que exista un Dios? Por la mente le pasan muchos pensamientos, cosas que había oído y leído ya antes, como por ejemplo: existen energía y radiaciones sobre las que los hombres saben muy poco; hay muchas energías que no están investigadas, que todavía no podemos captar con nuestros instrumentos, pero que fluyen a través del Universo. Con esto ya se ha dado a sí mismo la palabra clave: El Universo. ¿Qué es el Universo? Nuestro hombre está totalmente confuso, tiene preguntas y más preguntas. Ha llegado el momento de la reflexión. ¿Existe una vida después de esta vida? Si existe, la muerte sólo puede ser el puente hacia una vida invisible. En su interior se mezcla el miedo con la esperanza, que le hace seguir preguntándose.

El universo es la mayor red de comunicación

Nuestro lenguaje es un lenguaje de imágenes. Cada imagen muestra nuestro estado de consciencia. Día tras día pasan por nuestro cerebro muchísimos pensamientos. Tal como los pensamientos pasan por nuestra cabeza, pasan también las imágenes a través de nosotros y marcan nuestra estructura celular. Ya en la mayoría de los casos vivimos aún de forma inconsciente, captamos poco de nuestro propio lenguaje de imágenes y de este modo dejamos pasar muchas oportunidades para autorreconocernos. Vivir conscientemente significa juntar en el instante las fuerzas de nuestra consciencia, estar totalmente por lo que hay que abordar en el momento presente. Vivir conscientemente significa por tanto vivir concentrado.

Si nuestra vida transcurre así de forma más consciente, captamos entonces muy pronto cuando hay pensamientos que nos asedian. Ellos llaman a la puerta de la irradiación de nuestra concentración y quieren comunicarnos algo. Entonces deberíamos detenernos brevemente, dejar surgir los pensamientos y mirar más detenidamente nuestro mundo de pensamientos pues ellos vienen y se nos muestra en imágenes. Estas imágenes las hemos creado nosotros; son una parte de nuestra vida. También de este modo podemos reconocer muy pronto quienes somos. Si aprovechamos la energía del día para purificar lo que ese mismo día hay que purificar, se amplía la irradiación de nuestra consciencia.

Los pensamientos que se transmiten a nosotros pueden partir también de nuestros semejantes. Pero son sin embargo solo breves pensamientos fugaces, que no nos alteran pero que pueden decirnos algo, pues no existen las casualidades. En cambio, si ellos constantemente llaman a la puerta de la irradiación de nuestra concentración, es que hay algo en nosotros que debería ser purificado.

Pensamientos, sensaciones o sentimientos pueden también partir de nuestra consciencia espiritual desarrollada del momento presente -impulsos que quieren estimularnos a que sigamos desarrollándonos, a que quitemos de en medio lo que limita y carga a nuestra alma. También estos pensamientos o sentimientos llaman a la puerta de la irradiación de concentración. Se presentan para ser purificados. Detengámonos; captemos las imágenes de pensamientos. ¿Qué quieren decirnos? Estamos en la escuela de vida Tierra: la energía del día trae a cada uno de los seres humanos, individualmente, las tareas que para él hay pendientes en razón de lo que él mismo grabó un día en los astros. Así nos encontramos con nuestros propios componentes humanos día a día.

Lo humano es nuestro ser inferior, es nuestro yo inferior. Tenemos que transformar con Cristo el yo inferior, el ser inferior. De este modo encontramos el camino al Eterno Ser, a nuestro verdadero Yo divino, y así a nuestra herencia divina. Vemos por tanto que todo el infinito está formado por emitir y recibir. Hacia nosotros se emite y nosotros recibimos. Nosotros emitimos y recibimos. Todo el Universo es una enorme red de comunicación, a la que cada uno de nosotros está incorporado.

EN TODO EL UNIVERSO HAY SOLO UN PRINCIPIO: EMITIR Y RECIBIR.

CADA CUAL SE EMITE A SÍ MISMO LO QUE ÉL ES:

SU FORMA DE SENTIR, PENSAR, HABLAR Y ACTUAR

El potencial de emisión de nuestro prójimo no lo podemos emitir nosotros; nosotros emitimos únicamente nuestro propio potencial de emisión, aquellos programas que hemos adquirido en el transcurso de esta vida terrenal y en las vidas anteriores, lo que por tanto no está purificado. Hagámonos pues una y otra vez conscientes de que cada uno de nosotros emite solamente su propio potencial de emisión. Con nuestras sensaciones, pensamientos, palabras y actos vamos formando este potencial de emisión. El forma los diversos programas en nuestras células cerebrales, que a su vez actúan sobre nuestra alma y sobre cada célula de nuestro cuerpo, pues están igualmente en comunicación con los planetas de registro. Así estamos únicamente con nuestro propio potencial de emisión, en comunicación con los astros.

Lo que emitimos lo introducimos en nuestra alma y en los correspondientes planetas de registro, en este caso en el computador causal. Desde el computador causal regresa a través de nuestra alma, a través de nuestras sensaciones y pensamientos. De este modo nuestros sentimientos, sensaciones, pensamientos, palabras y actos pueden ser quienes nos adviertan. Por eso deberíamos estar alertas, para darnos cuenta y para captar lo que quieran decirnos sobre nosotros.

Nosotros somos nuestro propio potencial de emisión. Así vibramos. Así pensamos. Así vivimos. Así actuamos. El es también nuestro ritmo corporal. Así vibra también cada célula de nuestro cuerpo. Nuestro cuerpo es en cierto modo un cuerpo de sonidos. Con nuestros sentimientos, sensaciones, palabras y actos afinamos el cuerpo de sonidos hombre. ¿Queremos saber como sonamos? ¡Escuchemos lo que pensamos y decimos! Entonces sabremos como sonamos.

Dios es armonía. Dios es sinfonía eterna, sonido cósmico eterno. Si nuestro cuerpo de sonidos es uno con la sinfonía Dios, nuestra alma está en el SER. Si nuestro cuerpo es desarmonioso, si nuestros ritmos son bruscos, punzantes, si nos falta el equilibrio y somos desarmoniosos, no estamos en armonía con el eterno SER; entonces tocamos nuestro propio violín.

El cuerpo humano es sólo un vestido para el alma

Dios es amor, y cuando empezó la Caída El dio a los llamados seres caídos partes de astros espirituales, que se fueron recubriendo correspondientemente. Después de desprenderse de la Existencia eterna, formaron los mundos de la Caída; en ese entonces aún no existía la condensación de la materia. En esos mundos de la Caída se establecieron los seres renegados. A los seres caídos vinieron una y otra vez mensajeros de la luz queriéndolos llevar de regreso. Muchos no volvieron porque todavía querían seguir siendo como Dios, y así se fueron condensando más y más. Este alejamiento progresivo de la herencia divina causó paulatinamente la condensación más intensa de los astros, de los planetas y sistemas solares de consistencia más burda, hasta llegar a la materia de la Tierra, que es el lugar de vida de los seres humanos, el punto en que está la base de las almas cargadas. 

El hombre mismo no es otra cosa que un vestido del alma de muchas capas, una solidificación que reluce y cambia de matices según sea la carga de las capas del alma. Por eso los caracteres de los seres humanos son tan diferentes.

Después de la muerte del cuerpo, el alma pasa entonces a los ámbitos del Más allá. Si se va a los niveles más inferiores, porque está muy cargada, entonces se encuentra aún en la rueda de la reencarnación. Si el alma se ha tornado más luminosa, entonces se ha liberado de la rueda de la reencarnación y asciende a niveles más altos, a los llamados niveles de preparación, para dirigirse desde allí paso a paso al Hogar del Padre. 

Actualmente se sabe que ninguna energía se pierde. Debido a esto, ni la energía de nuestros pensamientos positivos o negativos se pierde, tampoco la de nuestras palabras, de nuestras formas de actuar, ni de todo nuestro comportamiento. Como las energías, ya sean positivas o negativas, tienen un efecto, con ellas imprimimos un sello a nuestra alma. Este sello o grabado energético permanece en el alma, también después de la muerte del cuerpo físico. El alma está envuelta por todos estos grabados; a estas envolturas las llamamos «vestidos» del alma.

Seres divinos, hermanos y hermanas, seres espirituales puros, enseñan al alma y le prestan ayuda para liberarse de estos diversos vestidos, de estos diferentes grabados pecaminosos excesivamente humanos. Y cuanto más coopere el alma para liberarse de estas capas en los niveles de purificación, más rápidamente se tornará ligera y luminosa. 

Y luego el alma decide: o bien continúa su proceso de limpieza en los niveles de purificación, es decir en el más allá, o bien se encarna una vez más para eliminar restos de sus faltas, ya que en la Tierra esto va posiblemente más rápido. En muchas ocasiones el alma permaneces obstinada y dice: «No creo en lo que se me explica aquí; a mí me atrae la Tierra». A una nueva encarnación en la Tierra puede irse otra vez, si se gesta un cuerpo humano que corresponde a lo que ha registrado en ella, a lo que está activo en su grabado. Por cierto que el alma lleva diferentes vestidos, diferentes cargas, pero aquello que está activo la atrae a la Tierra.

De esto resulta que en nuestra vida actual bajo ciertas circunstancias ya imponemos un sello al cuerpo y al rumbo que tomará la vida de nuestras posibles futuras encarnaciones en esta Tierra. Éste es el caso especialmente cuando el ser humano no se entrega a la purificación del alma, sino que en este mundo infringe constantemente la ley del amor, de la libertad, de la unidad, de la hermandad o fraternidad.

¿Cómo salimos entonces de este ciclo de morir, de nacer, de permanecer al otro lado en los reinos de las almas, de volver a nacer, de volver a morir? La enseñanza de Jesús, de Cristo, es la norma de conducta ideal para nuestra forma de pensar y de vivir en la vida cotidiana. Hemos recibido entonces reglas valiosas: Los Diez Mandamientos y las enseñanzas de Jesús en Su Sermón de la Montaña. Si seguimos estas recomendaciones paso a paso, se purifica entonces nuestra alma.

Un lema simple pero eficaz podría ser: Lo que no queremos que nos suceda a nosotros, no debemos causarlo ni a nuestro prójimo ni a los animales y tampoco a los reinos de la  naturaleza. Si obramos de forma correspondiente, nuestra alma se va liberando lentamente de sus cargas.

El regreso de los seres de La Caída

Jesús de Nazaret pidió a los hombres que Le siguieran a Él. Y seguirle a Él significa no sólo aceptar Su enseñanza, sino también aplicarla en la vida diaria. De ello resulta una Religión Interna, el Cristianismo Interno. ¡Pues el Espíritu de Dios está en el interior de cada persona!

¿Para qué entonces una religión externa, un cristianismo externo? ¿Para qué iglesias de piedra, si cada uno es el templo de Dios y cada ser humano puede rezarle directamente al Cristo de Dios? Un aposento pequeño, silencioso y tranquilo, es por lo tanto aconsejable para interiorizarse, para orar con recogimiento, para ello no se necesita una suntuosa iglesia de piedra. Esto ya lo enseñó Jesús de Nazaret. Lo atestiguó Esteban, uno de Sus discípulos, diciendo: «Aunque el Altísimo no habita en casas fabricadas por manos humanas». (Hch 7,48)

El alma en el Reino de Dios, era originalmente un ser espiritual libre de cargas pecaminosas. Pero un día algunos seres espirituales se apartaron de Dios; cayeron y cayeron, dicho literalmente, a las profundidades. Esta Caída se produjo por lo tanto debido a la rebelión contra Dios. Algunos seres divinos querían ser omnipresentes, querían ser como Dios. Pero como existe un solo Dios, una Ley Absoluta que lo abarca todo, en realidad uno no se puede rebelar contra Dios. Quien se rebela, cae en el efecto de sus causas, en la cosecha de su siembra.

De este modo, los seres caídos, por el suceso de la Caída cayeron en una condensación cada vez más intensa, pasando de lo espiritual, de la sustancia sutil a una existencia material, a una envoltura material. En este traje material, como ser humano, el alma está atada en su vehículo corporal a la ley de Causa y efecto, que en última instancia ella misma creó. En tanto el alma esté sometida a estas legitimidades en su cuerpo físico, tiene que reparar también el desorden que con sus pecados ha provocado en el orden cósmico. Esto es en realidad muy claro y evidentemente justo. Porque no se puede esperar de Dios, como lo hacen abiertamente los teólogos, que haga desaparecer como por arte de magia el desorden que un alma ha provocado por su comportamiento negativo y excesivamente pecaminoso. Pues Dios concedió a Sus hijos la libertad y esta libertad, unida a la ley de Causa y efecto, implica que aquello que yo mismo he provocado, también lo tengo que reparar yo mismo.

Si Dios nos quitara simplemente nuestros pecados, ¿qué ganaríamos con ello? Si por ejemplo Él transformara en apacible a una persona violenta, si le quitara su culpa, aquello que ella les causó a otros, sin que ésta razone, sin que se arrepienta ni cambie de comportamiento, ¿qué ocurriría? Sin propio razonamiento y reconocimiento esa persona no se enmendaría; después de poco tiempo volvería a hacer lo mismo, por ejemplo, a emplear de nuevo la violencia. Si con Su fuerza Dios mantuviese apacible a la persona, ¿no sería entonces el ser humano nada más que una marioneta?

Cada ser humano se decide finalmente por sí mismo por una nueva encarnación de su alma o por la meta consciente del regreso al Hogar del Padre. Por eso el Eterno nos enseñó a través de Moisés los Diez Mandamientos. Por eso vino Su Hijo, Jesús, el Cristo. Él nos enseñó el amor a Dios y el camino de vuelta al Padre. En Su enorme amor por nosotros los seres humanos, nos trajo la libertad y la luz. Si vivimos de acuerdo con los Mandamientos de Dios y con la enseñanza de Jesús, el Cristo, entonces no son necesarias otras encarnaciones.

Y que sea repetido claramente una vez más: No es la voluntad de Dios que un alma pase por muchas encarnaciones. Su voluntad es que el hombre se purifique en alma y cuerpo aquí y ahora, en esta vida terrenal, de modo que ya no sean necesarias otras encarnaciones.

¡En la reencarnación no está implicada ninguna presión, sino que por el contrario el libre albedrío del alma! Cuanto más cargada de pecados esté un alma desencarnada, más se sentirá atraída a encarnarse en un cuerpo humano. Cuanto más luminosa se torne un alma en el cuerpo de un ser humano, menos pensará ella en una reencarnación después de la muerte del cuerpo, sino que hará todo lo posible por volver lo antes posible a la eternidad, a Dios.

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Autor:

Maite Valderrama